Las ilusiones perdidas (59 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Entonces, como ahora, las obras se compraban a los autores en letras con vencimiento a seis, nueve y doce meses, pago fundado en la naturaleza de la venta que se salda entre libreros con valores aún a más largo plazo. Estos libreros pagaban con la misma moneda a papeleros e impresores, que tenían de esa forma durante un año entre las manos, gratis, toda una librería compuesta de una docena o una veintena de obras. Suponiendo dos o tres éxitos, el producto de los buenos negocios saldaba los malos, y ellos se mantenían empalmando libro tras libro. Si las operaciones eran todas dudosas, o si para su desgracia se encontraban con buenos libros que no podían venderse sino hasta después de haber sido gustados, apreciados por el verdadero público; si los descuentos de sus valores eran onerosos, si ellos mismos experimentaban quiebras, depositaban tranquilamente su resultado, sin ninguna preocupación, preparados ya de antemano para ese resultado. De ese modo, todos los triunfos estaban a su favor; jugaban sobre el tapete verde de la especulación los fondos de otro, y no los suyos propios. Fendant y Cavalier se encontraban en esta situación. Cavalier había aportado su experiencia, Fendant había juntado a ello su industria. El capital social merecía ese nombre con toda justicia, ya que consistía en unos miles de francos ahorrados penosamente por sus amantes, y sobre los que, el uno y el otro, se habían atribuido sueldos bastante considerables y gastados de forma muy escrupulosa en cenas ofrecidas a los periodistas y a los autores, y en los espectáculos, que era donde se hacían, según ellos, los verdaderos negocios.

Estos medio bribones pasaban por ser personas hábiles; pero Fendant era más astuto que Cavalier. Cavalier, haciendo honor a su nombre, viajaba, y Fendant dirigía los negocios en París. Esta asociación fue lo que será siempre entre dos libreros, un duelo. Los socios ocupaban una planta baja de una de esas viejas mansiones de la calle Serpente, en donde el despacho de la casa se encontraba al final de vastos salones convertidos en almacenes. Habían publicado ya numerosas novelas, tales como
La torre del Norte, El mercader de Benarés, La fuente del sepulcro, Tekeli
, las novelas de Galt, autor inglés que no triunfó en Francia. El éxito de Walter Scott despertaba tanto la atención de la librería sobre los productos de Inglaterra, que todos los libreros, como verdaderos normandos, estaban preocupados por la conquista de Inglaterra; buscaban allí Walter Scott, como más tarde se habían de buscar los asfaltos en los terrenos pedregosos, betún en los pantanos y realizar beneficios sobre los ferrocarriles en proyecto.

Una de las mayores estupideces del comercio parisiense es de querer encontrar el éxito en los análogos, cuando se encuentra en los contrarios. En París, sobre todo, el éxito mata al éxito. Así pues, bajo el título
Les Strelitz
, o
Rusia hace cien años
, Fendant y Cavalier colocaban valientemente en gruesos caracteres: «al estilo de Walter Scott». Fendant y Cavalier tenían sed de un triunfo: un buen libro podía servirles para despachar su mercancía, y se habían engolosinado ante la perspectiva de tener artículos en los periódicos, el gran argumento de venta en aquel entonces, ya que es muy raro que un libro sea comprado por su propio valor y casi siempre se publica por razones ajenas a su mérito. Fendant y Cavalier veían en Lucien al periodista, y en su libro una fabricación cuya primera venta les facilitaría un fin de mes.

Los periodistas encontraron a los socios en su despacho, el contrato dispuesto y las letras firmadas. Esta rapidez maravilló a Lucien, Fendant era un hombrecillo delgado, con una fisonomía más bien siniestra: tenía el aspecto de un calmuco, pequeña frente baja, nariz chata, boca fina, ojillos brillantes, un rostro de rasgos atormentados, tez basta y una voz que se parecía al sonido de una campana rota; en una palabra, todo el aspecto exterior de un pillo redomado, pero compensaba todas estas desventajas exteriores con sus melosos discursos y llegaba a sus fines mediante la conversación. Cavalier, un personaje redondo y a quien se hubiese tomado más por postillón que por librero, tenía los cabellos rubios, el rostro colorado, el cuello grueso y la eterna verborrea del viajante de comercio.

—No tendremos por qué discutir —dijo Fendant, dirigiéndose a Lucien y a Lousteau—. He leído la obra, es muy literaria, y nos conviene tanto que ya he enviado el manuscrito a la imprenta. El contrato está redactado de acuerdo con las condiciones que ya hemos estipulado. Nuestras letras son a seis, nueve y doce meses; las podrá descontar fácilmente y nosotros le reembolsaremos el descuento. Nos hemos reservado el derecho de dar otro título a la obra, no nos gusta
El arquero de Carlos IX
, no despierta suficientemente la curiosidad de los lectores, hay muchos reyes con el nombre de Carlos, y en la Edad Media ¡había tantos arqueros! Si dijera ¡El soldado de Napoleón!; pero ¿
El arquero de Carlos IX
?… Cavalier se vería obligado a dar un curso de historia de Francia para colocar cada ejemplar en provincias.

—Si conociera las personas con las que tenemos que enfrentarnos —exclamó Cavalier.

—La jornada de San Bartolomé sería mejor —continuó Fendant.

—Catalina de Médicis o Francia bajo Carlos IX —dijo Cavalier— se parecería más a un título de Walter Scott.

—En fin, lo decidiremos cuando la obra haya sido impresa —añadió Fendant.

—Como quieran —dijo Lucien—, con tal de que el título me guste.

Leído y firmado el contrato e intercambiadas las copias, Lucien se metió las letras en el bolsillo con satisfacción sin igual. Luego, los cuatro subieron a la casa de Fendant, en donde tuvieron uno de los más vulgares almuerzos: ostras, filetes, riñones con champán y queso de Brie; pero estos manjares fueron acompañados por exquisitos vinos debidos a Cavalier, que conocía a un representante de vinos. En el momento de sentarse a la mesa, apareció el impresor a quien se había confiado la impresión de la novela, y que vino a sorprender a Lucien, al traerle las dos primeras páginas de su libro en pruebas.

—Queremos ir rápidamente —dijo Fendant a Lucien—; contamos con su libro y tenemos gran necesidad de un éxito.

El almuerzo, que comenzó hacia el mediodía, no acabó hasta las cinco.

—¿Dónde podemos encontrar dinero? —preguntó Lucien a Lousteau.

—Vamos a ver a Barbet —dijo Étienne.

Los dos amigos bajaron un tanto alegres y animados por el muelle de los Agustinos.

—Coralie se ha quedado muy sorprendida por la pérdida que ha sufrido Florine; Florine no se lo dijo ayer, te atribuye esa desgracia y está tan irritada que parece dispuesta a abandonarte —dijo Lucien a Lousteau.

—Es verdad —dijo Lousteau, que no conservó su prudencia y se confió a Lucien—. Amigo mío, ya que tú eres mi amigo, tú, Lucien, me has prestado mil francos y hasta ahora sólo me los has pedido una vez. Desconfía del juego. Si no jugara, sería feliz. Debo a Dios y al diablo. En este momento tengo los agentes ejecutivos pegados a mis talones. En una palabra, cuando aparezco por el Palacio Real me veo obligado a doblar cabos peligrosos.

En el lenguaje de los vividores, doblar un cabo en París es tener que dar un rodeo, sea por no pasar delante de un acreedor, sea por tener que evitar el sitio en donde uno podría encontrarse con él. Lucien, que no iba indiferentemente por todas las calles, conocía la maniobra sin conocer su nombre.

—Así pues, ¿debes mucho?

—¡Una miseria! —repuso Lousteau—. Mil escudos me salvarían. He querido formalizarme, no jugar más, y para salir a flote he hecho un poco de chantaje.

—¿Qué es eso de chantaje? —preguntó Lucien, para quien la palabra era desconocida.

—El chantaje es una invención de la prensa inglesa, importada recientemente en Francia. Los chantajistas son personas situadas de forma que puedan disponer de periódicos. Nunca un director de periódico ni un redactor jefe puede ser sospechoso de estar mezclado en el chantaje. Se tienen para ello a los Giroudeau y a los Philippe Bridau. Estos
bravi
se encuentran con un hombre que, por determinadas razones, no quiere que se ocupen de él. Muchas personas tienen sobre su conciencia pecadillos más o menos originales. Hay muchas fortunas sospechosas en París, obtenidas por caminos más o menos legales, muy a menudo mediante maniobras criminales y que proporcionarían deliciosas anécdotas, como los gendarmes de Fouché cercando a los espías del prefecto de policía, el cual, como no estaba en el secreto de la fabricación de los billetes falsos del banco inglés, iban a prender a los impresores clandestinos protegidos por el ministro; luego, la historia de los diamantes del príncipe Galathione, el asunto Maubreuil, la herencia Pombreton, etc. El chantajista se ha procurado alguna pieza, un documento importante, y pide una cita al hombre enriquecido. Si la persona comprometida no entrega una suma determinada, el chantajista le muestra la prensa preparada a perseguirle, a desvelar sus secretos. El hombre rico tiene miedo y suelta el dinero. El asunto queda zanjado. Si uno se dedica a una operación peligrosa, ésta podría fracasar de resultas de una publicación de artículos: se le envía un chantajista que le propone la compra de los artículos. Hay ministros a quienes se han enviado chantajistas y que juntos con ellos estipulan que el periódico atacará sus actos políticos y no su persona, o que les abandonan su persona, pero piden gracia para sus amantes. Des Lupeaulx, ese encantador
maître des requêtes
que conoces, está perpetuamente ocupado en esa clase de negociaciones con los periodistas. El muy bribón se ha hecho una maravillosa posición en el centro del poder mediante sus relaciones: es, a la vez, el mandatario de la prensa y el embajador de los ministros, chalanea con el amor propio y extiende este comercio hasta a los asuntos políticos; obtiene de los periódicos su silencio sobre determinado empréstito, sobre una concesión otorgada sin concurso ni publicidad, de lo que se da una parte a los linces de la banca liberal. Tú mismo has hecho un poco de chantaje con Dauriat, te ha dado mil escudos para impedirte que arremetieses contra Nathan. En el siglo dieciocho, cuando el periodismo estaba aún en pañales, el chantaje se hacía por medio de panfletos, cuya destrucción era comprada por las favoritas y por los grandes señores. El inventor del chantaje fue el Aretino, un gran hombre de Italia, que imponía reyes como hoy en día un diario determinado impone a los actores.

—¿Qué es lo que tú has hecho contra Matifat para obtener tus mil escudos?

—He hecho atacar a Florine en seis periódicos, y Florine se ha quejado a Matifat, Matifat ha rogado a Braulard que se enterara de la razón de esos ataques, Braulard ha sido engañado por Finot. Finot, aprovechando que yo le chantajeaba, ha dicho al droguero que tú atacabas a Florine en provecho de Coralie. Giroudeau se ha llegado entonces hasta Matifat para decirle confidencialmente que todo se arreglaría si estaba dispuesto a vender su sexta parte de propiedad en la revista de Finot por diez mil francos. Finot me daba mil escudos en caso de que la cosa saliera bien. Matifat iba a realizar el negocio, dichoso por encontrarse con diez mil francos de sus treinta mil que le parecían aventurados, ya que desde hacía unos días Florine no cesaba de decirle que la revista no salía adelante. En lugar de un dividendo que cobrar, era cuestión de una nueva inversión de capital. Antes de depositar su parte, el director del Panorama Dramático ha tenido que negociar algunos valores, y para que Matifat se los negociara, le ha prevenido de la jugada que le preparaba Finot. Matifat, comerciante al fin y al cabo, ha abandonado a Florine, se ha guardado su sexta parte y ahora sabe lo que pretendemos. Finot y yo gritamos de desesperación. Hemos tenido la desgracia de atacar a un hombre que no se siente ligado a su amante, un hombre miserable, sin alma ni corazón. Desgraciadamente, el comercio que Matifat realiza no es campo de la prensa; es inatacable en sus intereses. No se critica a un droguero de la misma manera que se critican los sombreros, los objetos de moda, los teatros o los asuntos de arte. El cacao, la pimienta, las pinturas, los tintes y el opio no pueden depreciarse. Florine está al borde de la desesperación, el Panorama cierra mañana y no sabe qué hacer.

—Al cerrar el teatro, Coralie debuta en el Gimnasio dentro de unos días —dijo Lucien—; ella podrá ayudar a Florine.

—¡Nunca! —dijo Lousteau—. Coralie no tiene ingenio, pero aún no es tan tonta para crearse una rival! ¡Nuestros asuntos no pueden estar peor! Pero Finot se encuentra tan ansioso por recuperar su sexta parte…

—¿Y por qué?

—El negocio es excelente, amigo mío. Existe la posibilidad de vender el diario en trescientos mil francos. Finot tendría entonces una tercera parte, además de una comisión dada por sus asociados y que él repartiría con Des Lupeaulx. Así pues, le voy a proponer una maniobra de chantaje.

—Pero el chantaje, ¿es la bolsa o la vida?

—Mucho mejor —replicó Lousteau—. Es la bolsa o el honor. Anteayer, un pequeño diario, a cuyo propietario se le había rehusado un crédito, dijo que el reloj de repetición rodeado de diamantes, y perteneciente a una de las notabilidades de la capital, se encontraba de forma sorprendente entre las manos de un soldado de la guardia real, y prometía la narración de esta historia, digna de las
Mil y una noches
. La notabilidad se ha apresurado a invitar a una cena al redactor jefe. El redactor jefe, indudablemente, ha ganado algo, pero la historia contemporánea ha perdido la anécdota del reloj. Siempre que veas que la prensa se encarniza con gente poderosa, piensa que ahí hay descuentos que se rehúsan o negocios que no se han querido hacer. Este chantaje relativo a la vida privada es lo que más temen los ricos ingleses, y es algo que se tiene muy en cuenta en los ingresos de la prensa británica, infinitamente más depravada que la nuestra. ¡Nosotros somos unos niños! En Inglaterra una carta comprometedora se compra por seis o siete mil francos para revenderla después.

—¿Y qué forma has encontrado para atrapar a Matifat? —le preguntó Lucien.

—Amigo mío —repuso Lousteau—, ese vil tendero ha escrito las más curiosas cartas a Florine: ortografía, estilo, pensamientos, todo es de una extraordinaria comicidad. Matifat teme mucho a su mujer, y nosotros podemos, sin nombrarle, sin que pueda quejarse, alcanzarle en el seno de sus lares y de sus penates, donde él se cree seguro. Piensa en su furor al ver el primer artículo de una novela de costumbres, titulada
Los amores de un droguero
, cuando haya sido prevenido de la casualidad que pone en manos de los redactores de cierto periódico cartas en las que habla del pequeño Cupido, y en donde escribe gamas en vez de jamás, y en donde dice que Florine le ayuda a atravesar el desierto de la vida, lo cual puede interpretarse como que la toma por un camello. En una palabra, hay como para que los suscriptores se mueran de risa durante quince días con esta correspondencia eminentemente risible. Le asustaremos con una carta anónima por la que pondríamos a su mujer al corriente de todo, una vez acabada la publicación. Florine, ¿querrá cargar con la responsabilidad de hacer como que persigue a Matifat? Ella tiene aún sus principios, es decir, esperanzas. Tal vez guarda las cartas para ella y quiere obtener una parte. Es muy astuta, es mi discípula. Pero cuando sepa que el magistrado de embargos no es ninguna broma, y cuando Finot le haya hecho un regalo aceptable o dado la esperanza de un contrato, me entregará las cartas, que enviaré a Finot a cambio de escudos. Finot dará la correspondencia a su tío, y Giroudeau hará capitular al droguero.

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