Las ilusiones perdidas (54 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

El joven duque vio en Lucien los signos de una profunda meditación, y no se equivocó al tratar de adivinar su causa: había descubierto a este ambicioso, sin voluntad fija, pero no sin deseo, todo el horizonte político, del mismo modo que los periodistas le habían mostrado desde lo alto del Templo, al igual que a Jesús el demonio, todo el horizonte literario y sus riquezas. Lucien ignoraba la pequeña conspiración urdida contra él por las personas que en aquellos momentos hería en el periódico, y en la que el señor de Rhétoré se desenvolvía. El joven duque había asustado a la sociedad de la señora de Espard al hablarles de la manera de ser de Lucien. Encargado por la señora de Bargeton de sondear al periodista, había esperado encontrarle en el Ambigú Cómico.

Ni el mundo ni los periodistas eran profundos, no creáis, pues, en traiciones urdidas. Ni el uno ni los otros trazaban planes; su maquiavelismo, por así decirlo, consiste en estar siempre dispuestos, dispuestos a aprovecharse tanto del mal como del bien, a espiar los momentos en que la pasión les entrega a un hombre. Durante la cena de Florine, el duque se había percatado del carácter de Lucien, le había atacado por el lado de sus vanidades y trataba de ser diplomático con él. Lucien, una vez terminada la obra, corrió a la calle Saint-Fiacre para allí hacer el artículo sobre la representación. Su crítica fue, calculada ya, áspera y mordiente; disfrutó ejerciendo su poder. El melodrama era mejor que el del Panorama Dramático, pero quería saber si podía, como se le había dicho, hundir una buena obra y levantar una mala.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba con Coralie, abrió el periódico, tras de haberle dicho que en él deslomaba al Ambigú Cómico. Lucien quedó más que medianamente sorprendido al leer, después de su artículo sobre la señora de Bargeton y sobre Châtelet, una reseña sobre el Ambigú, tan bien endulzada durante la noche, que a pesar de conservar su agudo análisis, la conclusión que se desprendía era favorable. La obra tenía que llenar la caja del teatro. No se podría describir su furor; se prometió decir un par de cosas a Lousteau. Se creía ya necesario y se prometía no dejarse dominar o explotar como un tonto.

Para establecer su poder de forma definitiva, escribió el artículo en el que resumía y contrapesaba todas las opiniones emitidas acerca del libro de Nathan por la revista de Dauriat y de Finot. Luego, una vez encarrilado, redactó uno de sus artículos
Variedades
para el pequeño diario. En su primera efervescencia, los jóvenes periodistas cuidan sus artículos con amor, y de esta forma, un tanto imprudentemente, muestran todas sus flores. El director del Panorama Dramático daba la primera representación de un espectáculo de variedades, a fin de dejar libre su noche a Florine y Coralie. Tenían que representar antes de la cena. Lousteau vino a buscar el artículo de Lucien, hecho por anticipado sobre esta pequeña obra, de la que había visto el ensayo general, para que así no tuviera ninguna inquietud relativa a la composición del número. Cuando Lucien le hubo leído uno de aquellos encantadores y breves artículos sobre las particularidades parisienses, que hicieron la fortuna del periódico, Étienne le besó en ambos ojos y le llamó la providencia de los periódicos.

—Entonces, ¿por qué te diviertes en cambiar el sentido de mis artículos? —le preguntó Lucien, que sólo había hecho aquel brillante artículo para dar más fuerza a su protesta.

—¡Yo! —exclamó Lousteau.

—Entonces, ¿quién ha cambiado mi artículo?

—Amigo mío —repuso Lousteau, riendo—, aún no estás al corriente de los negocios. El Ambigú adquiere veinte suscriptores, de las que solamente nueve son enviadas al director, al jefe de orquesta, al regidor, a sus amantes y a tres copropietarios del teatro. Cada uno de los teatros del bulevar paga de esta forma ochocientos francos al periódico. Además, hay otro tanto en palcos que dar a Finot, sin contar las suscripciones de los actores y de los autores. El muy bribón se hace de esta manera con cinco mil francos en los bulevares. Y eso en los teatros modestos, así que ¡piensa en los grandes! ¿Te das cuenta? Estamos obligados a una gran indulgencia.

—Comprendo que no soy libre de escribir todo lo que pienso…

—¿Y qué te importa, si llenas tus bolsillos? —exclamó Lousteau—. Por otro lado, amigo mío, ¿qué tienes contra el teatro? Necesitas tener una razón para echar por tierra la obra de ayer. Criticar por criticar comprometería al periódico. Cuando el periódico atacara con justa razón, ya no produciría ningún efecto. ¿Te ha faltado acaso el director?

—No me había reservado el sitio.

—Bueno —replicó Lousteau—, enseñaré tu artículo al director, le diré que te he apaciguado, y de esta forma quedarás mejor que si lo hubieses publicado. Mañana le pides localidades, te firmará cuarenta en blanco todos los meses y yo te llevaré a casa de una persona con quien te entenderás para colocarlas; te las comprará todas con el cincuenta por ciento de descuento sobre el precio de venta. Con las localidades de los espectáculos se hace el mismo tráfico que con los libros. Verás a otro Barbet, un jefe de claque, que no vive lejos de aquí; aún tenemos tiempo, ¿vienes?

—Pero, amigo mío, Finot realiza un oficio infame imponiendo de esta forma contribuciones indirectas sobre el campo del pensamiento. Tarde o temprano…

—¡Vaya, vaya! ¿De dónde sales tú? —exclamó Lousteau—. ¿Por quién tomas a Finot? Bajo su falsa campechanía, bajo este aire de bonachón burgués, bajo su ignorancia y su tontería, hay toda la listeza del vendedor de sombreros, que es de donde ha salido. ¿No has visto en su garita, en el despacho del periódico, a un antiguo soldado del Imperio, el tío de Finot? Este tío no es solo un hombre honrado, sino que además tiene la dicha de pasar por tonto. Es el hombre comprometido en todas las transacciones pecuniarias. En París un ambicioso se hace muy rico cuando tiene junto a él a un hombre que consiente en estar comprometido. Se dan, en la política como en el periodismo, una muchedumbre de casos en los que los jefes nunca se deben ver mezclados. Si Finot llegara a convertirse en un jefe político, su tío sería su secretario y recibiría en su lugar las contribuciones que se perciben en oficinas por los grandes negocios. Giroudeau, que a primera vista se tomaría por un tonto, tiene precisamente la suficiente astucia como para ser un compañero impenetrable. Siempre está alerta para impedir que nosotros no seamos atropellados por los principiantes, por los que protestan y por las reclamaciones, y no creo que exista nada semejante en ningún otro periódico.

—Interpreta muy bien su papel —dijo Lucien—, ya le he visto manos a la obra.

Étienne y Lucien se dirigieron a la calle del
faubourg
del Temple, en la que el redactor se detuvo ante una casa de hermosa apariencia exterior.

—¿Está el señor Braulard? —preguntó al portero.

—¿Cómo? —dijo Lucien—. ¿El jefe de la claque es pues, señor?

—Amigo mío, Braulard tiene veinte mil libras de renta, tiene la firma de los autores dramáticos del bulevar, todos los cuales poseen una cuenta corriente en su casa como en la casa de un banquero. Las invitaciones de autor y de favor se venden, y Braulard es quien coloca esta mercancía. Haz un poco de estadística, ciencia muy útil cuando no se abusa de ella. Con cincuenta pases de favor por día y espectáculo te encontrarás con doscientos cincuenta localidades por día; si por término medio cuestan cuarenta sueldos, Braulard paga ciento veinticinco francos por día a los autores y corre el riesgo de ganar otro tanto. De este modo, solamente los billetes de autor le proporcionan casi cuatro mil francos al mes, un total de cuarenta y ocho mil francos por año. Por veinte mil francos de pérdida, ya que hay veces que no puede colocar sus entradas.

—¿Por qué?

—¡Ah!, las personas que pagan sus lugares en la taquilla tienen prioridad sobre las localidades de favor, que no tienen sitio reservado. Finalmente, el teatro mantiene sus derechos de reserva. Hay días de buen tiempo, otras veces el espectáculo es malo. Por lo tanto, Braulard debe ganar unos treinta mil francos al año con este artículo. Después tiene su claque, y eso es otra industria. Florine y Coralie son sus tributarias; si no le subvencionaran, no serían aplaudidas en todas sus entradas y salidas.

Lousteau le iba dando estas explicaciones en voz baja mientras subían la escalera.

—París es un lugar muy singular —dijo Lucien, viendo como el interés se encontraba agazapado en todos los rincones.

Una doncella de buen aspecto hizo entrar a los dos periodistas en las habitaciones del señor Braulard. El comerciante en localidades, que estaba sentado en una butaca de despacho ante una gran mesa escritorio cilíndrica, se levantó al ver a Lousteau. Braulard, con una levita gris de muletón, llevaba un pantalón con trabilla y unas zapatillas rojas, igual que un médico o un abogado. Lucien vio en él al hombre de pueblo que se había enriquecido: un rostro vulgar, ojos grises llenos de astucia, manos de participante en
claques
, una piel sobre la que las orgías habían pasado como la lluvia sobre los tejados, cabellos grisáceos y una voz un tanto ronca.

—Sin duda vienen por la señorita Florine, y este caballero por la señorita Coralie —dijo—; les conozco muy bien. Esté tranquilo, caballero —dijo dirigiéndose a Lucien—, compro a la clientela del Gimnasio, cuidaré de su amante y la prevendré de las bromas que le quieren gastar.

—No es una cosa que se haya de despreciar, mi querido Braulard —dijo Lousteau—, pero venimos para las entradas del periódico en todos los teatros del bulevar: yo como redactor jefe, y este caballero como crítico de cada teatro.

—Ah, sí, Finot ha vendido su periódico. Ya me he enterado del asunto. A Finot le va muy bien. Le ofrezco una cornuda a últimos de semana. Si quieren hacerme el honor y el placer de asistir, pueden traer a sus esposas, habrá jolgorio y buena mesa; estarán Adèle Dupuis, Ducange, Frédéric, Du Petit-Méré, la señorita Millot; mi amante, nos reiremos mucho y beberemos aún más.

—Ducange debe estar preocupado, ha perdido su proceso.

—Le he prestado diez mil francos, el éxito de
Calas
me los va a devolver; de este modo le he animado. Ducange es una persona inteligente, y con medios…

Lucien creía estar soñando al oír a aquel hombre apreciar el talento de los autores.

—Coralie ha ganado —le dijo Braulard, con aire de juez competente—. Si es una buena chica, la apoyaré secretamente contra la intriga en su presentación en el Gimnasio. Escuchen. Para ella tendré hombres bien situados en los anfiteatros, que sonreirán y harán pequeños comentarios y murmullos a fin de atraer el aplauso. Éste es el tinglado que necesita una mujer. Me gusta Coralie y usted debe estar muy contento con ella, tiene muy buenos sentimientos. ¡Ah! Puedo hacer triunfar a quien yo quiera…

—¿Qué tal si arreglamos el asunto de las entradas? —dijo Lousteau.

—¡Muy bien! Iré a buscarlas a casa de este señor los primeros días de cada mes. Este caballero es su amigo y le trataré como si fuese usted mismo. Tiene cinco teatros, le darán treinta entradas; será algo así como setenta y cinco francos por mes. ¿Desea tal vez un anticipo? —preguntó el comerciante de localidades, dirigiéndose a su escritorio y sacando un cajón lleno de escudos.

—No, no —dijo Lousteau—, ese recurso lo guardaremos para los días malos…

—Caballero —dijo Braulard, dirigiéndose a Lucien—, estos días iré a trabajar con Coralie, nos entenderemos bien.

Lucien miraba no sin profunda extrañeza el despacho de Braulard, en el que veía una biblioteca, cuadros y un mobiliario adecuado. Al atravesar el salón, pudo observar igualmente que estaba amueblado apartándose tanto de la mezquindad como del gran lujo. El comedor le pareció ser la pieza mejor cuidada; hizo una broma al respecto.

—Braulard es un gastrónomo —dijo Lousteau—. Sus comidas, citadas en la literatura dramática, se encuentran en armonía con su caja.

—Tengo buenos vinos —repuso modestamente Braulard—. Vaya, aquí llegan mis animadores —exclamó, al oír voces enronquecidas y el ruido de pasos en la escalera.

Al salir, Lucien vio desfilar ante él el apestoso escuadrón de la claque y de los revendedores de entradas, todos gente con gorra, pantalones tarados, levitas usadas, rostros patibularios, azulados, verdosos, fangosos, escuálidos, de barbas crecidas, ojos feroces a la par que melosos, horrible populacho que vive y deambula por los bulevares de París, y que por la mañana vende cadenas de seguridad, joyas de oro por veinticinco sueldos, y que aplaude bajo las arañas por las noches; en una palabra, que se pliega a todas las fangosas necesidades de París.

—¡He aquí los romanos! —dijo Lousteau, riendo—. He aquí la gloria de las actrices y de los autores dramáticos. Vista de cerca, no es mucho más bella que la nuestra.

—Es difícil —repuso Lucien, volviendo a su casa— tener ilusiones de cualquier clase en París. Hay impuestos sobre todo, se vende todo, se fabrica todo, incluso el éxito.

Los invitados de Lucien eran Dauriat, el director del Panorama, Matifat y Florine, Camusot, Lousteau, Finot, Nathan, Hector Merlin y la señora du Val-Noble, Félicien Vernou, Blondet, Vignon, Philippe Bridau, Mariette, Giroudeau, Cardot, Florentine y Bixiou. Había invitado a sus amigos del cenáculo. Tullía, la bailarina que, según se decía, era poco cruel para Du Bruel, también fue de la partida, pero sin su duque, así como los propietarios de los periódicos en los que trabajaban Nathan, Merlin, Vignon y Vernou. Los comensales formaban una reunión de treinta personas y el comedor de Coralie no podía recibir a más. Hacia las ocho, a la luz de las arañas iluminadas, los muebles, la pintura y las flores de aquella morada adquirieron ese aire festivo que presta al lujo parisiense la apariencia de un sueño.

Lucien experimentó el mayor movimiento indefinible de dicha, de vanidad satisfecha y de esperanza al verse el amo de aquellos parajes, y no se explicaba cómo ni por qué golpe de varita mágica había sido tocado. Florine y Coralie, instaladas con la rebuscada locura y la magnificencia artística de las actrices, sonreían al poeta como dos ángeles encargados de abrirle las puertas del palacio de los Sueños. Y Lucien casi soñaba. En unos pocos meses su vida había cambiado casi tan bruscamente de aspecto, y había pasado tan rápidamente de la extrema miseria a la mayor opulencia, que había momentos en que era presa de inquietudes como ocurre a las personas que, soñando, saben que están dormidas. Sus ojos expresaban, sin embargo, a la vista de esta bella realidad, una confianza a la que los envidiosos hubiesen dado el nombre de facultad. Él mismo había cambiado.

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