Las ilusiones perdidas (50 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Camusot resolvió esperar a que la miseria le devolviera a la mujer que ya la miseria le había entregado.

—No seré entonces más que tu amigo —le dijo, besándola en la frente.

Lucien se despidió de Coralie y Camusot para dirigirse a las Galerías de Madera. ¡Qué cambio había producido en su espíritu la iniciación en los misterios del periódico! Se mezcló sin miedo en la muchedumbre que transitaba por las galerías, adoptó un aire impertinente porque tenía una amante, y entró en casa de Dauriat con aspecto desenvuelto porque era periodista. Se encontró con una lucida concurrencia y dio la mano a Blondet, Nathan, Finot y a toda la literatura con la que había fraternizado desde hacía una semana; se creyó un personaje y se felicitó por haber superado a sus camaradas; la pequeña dosis de vino que se había tomado le sirvió a maravilla, fue ingenioso y demostró que sabía bailar al son que tocaban. Sin embargo, Lucien no recogió las aprobaciones tácitas, mudas o habladas con las que contaba; notó un primer movimiento de envidia en ese mundo menos inquieto que curioso tal vez por saber qué actitud adoptaría una nueva superioridad y con qué se quedaría en el reparto general de los productos de la Prensa. Finot, que veía en Lucien una mina que explotar; Lousteau, que se creía con derechos sobre él, fueron los únicos a los que el poeta vio sonreír. Lousteau, que había ya adoptado los aires de un redactor jefe, llamó con insistencia en los cristales del despacho de Dauriat.

—En seguida estoy contigo, amigo mío —le dijo el librero, levantando la cabeza por encima de las cortinas verdes, al reconocerle.

El en seguida duró una hora, tras de la cual Lucien y su amigo entraron en el santuario.

—¡Bueno! ¿Ha pensado ya en el asunto de nuestro amigo? —preguntó el nuevo redactor jefe.

—Ciertamente —repuso Dauriat, reclinándose de forma principesca en su sillón—. He leído el libro y lo he hecho leer a un hombre de gusto, a un buen juez, ya que no tengo la presunción de entender. Yo, amigo mío, compro la gloria ya hecha, como aquel inglés compraba el amor. Es usted gran poeta como guapo mozo, —dijo Dauriat—. A fe de hombre honrado, y dese cuenta que no digo de librero, sus sonetos son magníficos y no se ven en ellos el esfuerzo, lo cual es raro cuando se tienen inspiración y verbo. En una palabra, sabe rimar, una de las cualidades de la nueva escuela. Sus
Margaritas
son un bello libro; pero no es negocio, y yo sólo puedo ocuparme de grandes empresas. Por conciencia no quiero quedarme con sus sonetos, me sería imposible echarlos adelante y no hay lo suficiente que ganar como para hacer los gastos de un éxito. Además, no seguirá con la poesía, su libro es una obra aislada. ¡Es usted joven, muchacho! Me trae la eterna recopilación de los primeros versos que a la salida del colegio hacen todos los hombres de letras, de los que se muestran en un principio partidarios entusiastas y de los que más adelante se burlan. Lousteau, su amigo, debe de tener un poema escondido en sus viejos calcetines. ¿No tienes un poema en el que has creído, Lousteau? —dijo Dauriat, dirigiendo a Étienne una mirada cortés de colega.

—Si no, ¿cómo podría escribir en prosa? —preguntó Lousteau.

—Pues bien, ya lo ve, nunca me ha hablado de ello; pero su amigo conoce la librería y los negocios —contestó Dauriat—. Para mí el problema —dijo halagando a Lucien— no es saber si es usted un gran poeta, usted tiene mucho, pero que mucho mérito; si comenzara con la librería, cometería el error de editarle. Pero, en un principio, hoy en día mis acreedores y mis banqueros comenzarían por cortarme los víveres; fue necesario que perdiera veinte mil francos el año pasado para que no quieran oír ni hablar de poesía, y son mis amos. Sin embargo, la cuestión no es ésa. Admito que usted es un gran poeta, ¿pero será fecundo? ¿Creará regularmente nuevos volúmenes de sonetos? ¿Llegará a los diez volúmenes? ¿Será un negocio? Pues bien, no, usted será un delicioso prosista; tiene demasiado ingenio como para malgastarlo en estas cosas; puede ganar treinta mil francos al año en los periódicos y no los va a cambiar por los tres mil francos que le darán difícilmente sus hemistiquios, sus estrofas y otras nimiedades.

—No sé si sabe, Dauriat, que este caballero pertenece al periódico —dijo Lousteau.

—Sí —repuso Dauriat—, ya he leído su artículo, y en su interés, desde luego, no le acepto
Las Margaritas
. Sí, caballero, le daré más dinero por su invendible poesía.

—¿Y la gloria? —exclamó Lucien.

Dauriat y Lousteau se echaron a reír.

—¡Diantre! —dijo Lousteau—. ¡Éste aún se hace ilusiones!

—La gloria —le contestó Dauriat— son diez años de constancia y una alternativa de cien mil francos de pérdida o de ganancia para el librero. Si encuentra a algún loco que imprima sus poesías, de aquí a un año, me estimará al conocer el resultado de la operación.

—¿Tiene ahí el manuscrito? —preguntó Lucien, fríamente.

—Aquí está, amigo mío —repuso Dauriat, cuyos modales con Lucien habían mejorado notablemente.

Lucien cogió las hojas sin mirar el estado en que se encontraba la cuerda, hasta tal punto Dauriat tenía aspecto de haber leído
Las Margaritas
. Salió acompañado de Lousteau, sin parecer consternado o descontento. Dauriat acompañó a los dos amigos hasta la tienda, hablando de su periódico y del de Lousteau. Lucien jugaba negligentemente con el manuscrito de
Las Margaritas
.

—¿Crees que Dauriat ha leído o ha hecho leer tus sonetos? —le preguntó Étienne al oído.

—Sí —dijo Lucien.

—Mira el bramante.

Lucien se dio cuenta de que la tinta y la cuerda se encontraban en un estado de perfecta conjunción.

—¿Qué soneto le ha gustado más? —dijo Lucien al librero, palideciendo de cólera y rabia.

—Todos son encantadores, amigo mío —repuso Dauriat—; pero el de la «Margarita» es delicioso, termina con un pensamiento fino y muy delicado. Ahí es donde he adivinado el éxito que habrá de obtener su prosa. Con tal motivo, inmediatamente le he recomendado a Finot. Escríbanos artículos, se los pagaremos muy bien. ¿Se da cuenta? Pensar en la gloria está muy bien, pero no olvide lo sólido y tome todo lo que se presente. Cuando sea rico, podrá hacer versos.

El poeta salió bruscamente a las Galerías para no estallar; estaba furioso.

—¡Bueno, muchacho! —dijo Lousteau, que le había seguido—. Conserva la calma, acepta los hombres como lo que son: un medio. ¿Quieres tomarte el desquite?

—A cualquier precio —repuso el poeta.

—Aquí tienes un ejemplar de la obra de Nathan que Dauriat acaba de darme, la segunda edición aparece mañana; relee esta obra y redacta un artículo que la eche por tierra. Félicien Vernou no puede tragar a Nathan, cuyo éxito perjudica, según cree, al futuro éxito de su obra. Una de las manías de estos espíritus mezquinos es imaginar que no hay sitio para dos éxitos bajo el sol. De esta manera hará que tu artículo aparezca en el gran diario en el que trabaja.

—Pero, ¿qué es lo que se puede decir contra ese libro? Es estupendo —dijo Lucien.

—¡Ah!, eso, amigo mío, es cosa tuya. Aprende el oficio —dijo riendo Lousteau—. El libro, aunque fuera una obra de arte, se ha de convertir, bajo tu pluma, en una estúpida tontería, en una obra peligrosa y malsana.

—Pero, ¿cómo?

—Cambiarás la belleza en defecto.

—Soy incapaz de semejante hazaña.

—Amigo mío, un periodista es un acróbata, te tienes que acostumbrar a los inconvenientes de tu estado. Mira, yo soy un buen muchacho, ésta es la manera de obrar ante semejante circunstancia. Atención, pequeño. Empezarás por encontrar a la obra una cierta belleza, y entonces puedes divertirte en escribir lo que sobre ella pienses. El público se dirá: «Este crítico no tiene envidia, por lo tanto ha de ser imparcial». A partir de entonces el público tendrá tu crítica por concienzuda. Tras de haberte granjeado la estima de tu lector, sentirás tener que criticar el sistema en el que semejantes libros van a hacer entrar a la literatura francesa. «Francia (dirás), ¿acaso no gobierna la inteligencia del mundo entero? Hasta hoy en día, siglo tras siglo, los escritores franceses mantenían a Europa en el camino del análisis, del examen filosófico, mediante el poder del estilo y por la forma original que daban a las ideas». Aquí, entonces, sitúas, para el burgués, un elogio de Voltaire, de Rousseau, de Diderot, de Montesquieu o de Buffon. Explicaras lo inexorable que es el lenguaje en Francia, probarás que es un barniz extendido sobre el pensamiento. Intercalarás axiomas como: «Un gran escritor en Francia siempre es un gran hombre y el lenguaje le obliga a pensar siempre; no sucede lo mismo en los demás países», etc. Demostrarás tu proposición comparando a Rabener, un moralista alemán, con La Bruyère. Nada da más prestigio a un crítico que hablar de un autor extranjero desconocido. Kant es el pedestal de Cousin. Una vez en ese terreno, lanzas una frase que resuma y explique a los tontos el sistema de nuestros hombres de ingenio del siglo pasado, calificando su literatura de una literatura de ideas. Armado con esta frase, arrojas a la cabeza de los autores vivos todos los muertos ilustres. Explicas, entonces, que en nuestros días se está creando una nueva literatura en la que se abusa del diálogo (la más fácil de las formas literarias), y descripciones que evitan la civilización. Opondrás las novelas de Voltaire, de Diderot, de Sterne, de Lesage, tan sustanciales e incisivas, a la novela moderna en la que todo se reduce a imágenes y que Walter Scott ha dramatizado en demasía. En un género tan sólo hay sitio para el inventor. La novela a lo Walter Scott es un género y no un sistema, dirás. Fulminarás ese género funesto en el que se disuelven las ideas, en donde se pasan por rodillos, género accesible a todas las mentalidades, género en el que todo el mundo se puede convertir en autor de baratillo, género, en una palabra, que tú denominarás literatura de imágenes. Harás que esta argumentación caiga sobre Nathan, demostrando que no es más que un imitador y que sólo tiene la apariencia del talento. El gran estilo cerrado del siglo dieciocho falta en su libro, y probarás que en él el autor ha sustituido los acontecimientos por los sentimientos. ¡El movimiento es la vida, el cuadro no es la idea! Deja caer alguna de esas frases, el público las repite. A pesar del mérito de esta obra, a ti te parece fatal y peligrosa, abre las puertas del Templo de la Gloria a la masa, y harás que se percaten de que en lontananza avanza un ejército de autorcillos presurosos por imitar esta forma tan fácil. Aquí podrás dedicarte a ruidosas lamentaciones sobre la decadencia del gusto y dejarás deslizar un elogio para los señores Étienne, Jouy, Tissot, Gosse, Duval, Tay, Benjamín Constant, Aignan, Baour-Lormian, Villemain, los corifeos del partido liberal napoleónico, bajo cuya protección se encuentra situado el periódico de Vernou. Mostrarás esta gloriosa falange, resistiendo a la invasión de los románticos, manteniéndose a favor de la idea y del estilo contra la imagen y la habladuría, continuando la escuela volteriana y oponiéndose a la escuela inglesa y alemana, al igual que los diecisiete oradores de izquierdas combaten por la nación contra los ultras de derechas. Protegido por estos nombres reverenciados por la inmensa mayoría de los franceses, que siempre se encontrarán del lado de la oposición, de izquierdas, puedes aplastar a Nathan, cuya obra, aun encerrando bellezas superiores, otorga en Francia derecho de burguesía a una literatura sin ideas. A partir de ese punto ya no se trata de Nathan ni de su libro, ¿comprendes?, sino de la gloria de Francia. El deber de las plumas honradas y valientes es oponerse vivamente a esas importaciones extranjeras. Ahí, halagas al suscriptor. Según tú, Francia es una avispada comadre, difícil de sorprender. Si el librero, por razones en las que no quieres entrometerte, ha falseado un éxito, el público verdadero pronto ha hecho justicia a los errores causados por los quinientos estúpidos que componen su vanguardia. Dirás que después de haber tenido la dicha de vender una edición de ese libro, el librero es extremadamente audaz al intentar una nueva, y lamentarás que un editor tan hábil conozca tan mal los instintos del país. He aquí tus masas. Espolvorea con ingenio estos razonamientos, súbeles con un chorrito de vinagre, y Dauriat queda frito en la sartén de los artículos. Pero no olvides terminar dando la impresión de lamentar en Nathan el error de un hombre al que, si se aparta de este camino, la literatura contemporánea deberá grandes obras.

Lucien quedó estupefacto al oír hablar a Lousteau: a las palabras del periodista le cayeron las escamas de los ojos, descubría verdades literarias que ni siquiera había sospechado.

—Pero lo que tú dices está lleno de verdad y de justicia —exclamó.

—¿Es que sin eso podrías combatir el libro de Nathan? —dijo Lousteau—. He aquí, mi querido amigo, una primera forma que se suele emplear para demoler una obra. Es el pico del crítico. Pero existen muchas otras fórmulas, ya se irá haciendo tu educación. Cuando te veas obligado a hablar de un hombre al que no aprecies, algunas veces los propietarios, los redactores en jefe de un periódico tienen la mano forzada y desplegarás las negociaciones de lo que llamamos un artículo de fondo. Se pone en cabeza el título del libro del que quieren que te ocupes; se comienza por consideraciones generales en las que se puede hablar de los griegos y de los romanos; luego, se dice al final: estas consideraciones nos llevan al libro del señor Fulano de Tal, que será objeto de un segundo artículo. Y el segundo artículo nunca aparece. De esta manera se ahoga el libro entre dos promesas. Aquí tú no haces un artículo contra Nathan, sino contra Dauriat; es preciso un buen golpe de pico. En una gran obra el pico no estropea nada, y en un mal libro entra hasta el corazón: en el primer lugar sólo hiere al librero y en el segundo hace un favor al público. Estas formas de crítica literaria se emplean igualmente para la crítica política.

La cruel lección de Étienne abría nuevos horizontes en la imaginación de Lucien.

—Vamos al periódico —dijo Lousteau—; allí encontraremos a nuestros amigos y nos pondremos de acuerdo para establecer una carga a fondo contra Nathan; eso les hará reír, ya lo verás.

Llegados a la calle Saint-Fiacre, subieron juntos a la buhardilla en la que se elaboraba el periódico, y Lucien quedó tan sorprendido como encantado al ver la especie de alegría con la que sus camaradas se pusieron de acuerdo para demoler el libro de Nathan. Hector Merlin tomó una cuartilla de papel y escribió estas líneas que iba a llevar a su periódico:

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