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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (45 page)

—En una palabra, es el pueblo
infolio
—exclamó Blondet, interrumpiendo a Vignon.

—El pueblo hipócrita carece de generosidad —continuó Vignon—, eliminará de su acervo el talento como Atenas eliminó a Arístides. Veremos primero los periódicos dirigidos por hombres honorables, caer más adelante bajo la dirección de los más mediocres, que tendrán la paciencia y la ruindad de goma elástica de la que carecen los genios verdaderos, o tenderos que tendrán dinero para comprar plumas. ¡Ya vemos esas cosas! Dentro de diez años, el primer pilluelo salido del colegio se creerá un hombre importante, se subirá a la columna de un periódico para abofetear a sus antecesores, les tirará de los pies para ocupar su puesto. Napoleón tenía mucha razón en amordazar a la Prensa. Apostará cualquier cosa a que bajo un gobierno creado por ellas, las publicaciones de la oposición se batirían en la brecha por las mismas razones y con los mismos artículos que hoy se hacen contra el rey, en el momento en que este mismo gobierno les rehusara cualquier cosa. Cuantas más concesiones se haga a los periodistas, más, exigentes serán éstos. Los periodistas que han triunfado serán reemplazados por periodistas hambrientos y pobres. La herida es incurable, cada vez será más maligna, cada vez más insolente, y cuanto mayor sea el mal, más será tolerado hasta el día en que la confusión penetre en los periódicos por su abundancia, como en Babilonia. Sabemos, todos los que aquí nos encontramos, que los periódicos irán más lejos que los reyes en lo que a ingratitud se refiere, más lejos que el más sucio comercio de especulaciones y cálculos, y que devorarán nuestras inteligencias; pero todos nosotros escribiremos en ellos como ésa gente que explota una mina de plata, sabiendo que morirá en ella. Ved allí, al lado de Coralie, un muchacho… ¿Cómo se llama? ¡Lucien! Es guapo, poeta y, lo que más valor tiene para él, hombre de talento; pues bien, entrará en uno de esos malos lugares del pensamiento llamados periódicos, lanzará allí sus más bellas ideas y allí desecará su cerebro, allí corromperá su alma y allí cometerá esas bajezas anónimas que en la guerra de las ideas reemplazan a las estratagemas, los pillajes, los incendios, los cambios de bando en las guerras de los
condottieri
. Cuando él, como otros mil, haya utilizado una parte de su ingenio en provecho de los accionistas, estos vendedores de veneno le dejarán morir de hambre si tiene sed, o de sed si tiene hambre.

—Gracias —dijo Finot.

—¡Pero, Dios mío!, yo ya sabía eso —dijo Claude Vignon—; ya me encuentro en galeras, y la llegada de un nuevo forzado me inunda de placer. Blondet y yo somos más fuertes que tales o cuales señores que especulan con nuestros talentos, y sin embargo siempre seremos explotados por ellos. Bajo nuestra inteligencia tenemos corazón, sólo nos faltan las feroces cualidades del explotador. Somos perezosos, contemplativos, meditabundos, observadores: sorberán nuestro cerebro y nos acusarán de falta de ética.

—Pensaba que erais más graciosos —dijo Florine.

—Florine tiene razón —dijo Blondet—; dejemos la cura de las enfermedades públicas a esos charlatanes de hombres de Estado. Como dice Charlet: «¿Escupir sobre la vendimia?, ¡jamás!».

—¿Sabéis qué efecto me causa Vignon? —preguntó Lousteau, señalando a Lucien—. El de una de esas gruesas matronas de la calle Pélican, que dijera a un colega: «Jovencito, aún no tienes suficiente edad para venir aquí…».

Esta salida hizo reír, pero gustó a Coralie. Los negociantes bebían, comían y escuchaban.

—¿Qué nación es ésta, en la que se encuentra tanto bien y tanto mal? —dijo el embajador al duque de Rhétoré—. Caballeros, son ustedes unos pródigos que no pueden arruinarse.

De este modo, por bendición del azar, no faltaba a Lucien ninguna enseñanza sobre la pendiente del precipicio en el que caería. D'Arthez había colocado al poeta en la noble vía del trabajo, despertando en él los sentimientos bajo los que desaparecen los obstáculos. El mismo Lousteau había tratado de alejarle movido por un pensamiento egoísta, describiéndole el periodismo y la literatura bajo su verdadero aspecto. Lucien no había querido creer en tantas corrupciones escondidas; pero al fin oía a los periodistas gritando su mal, les veía dedicados en su ocupación, degollando a su nodriza para así predecir el porvenir.

Durante aquella velada había podido ver las cosas tal como eran. En lugar de sentirse lleno de horror ante esta corrupción parisiense tan bien calificada por Blucher, disfrutaba con la embriaguez de esta ingeniosa sociedad. Estos hombres extraordinarios, bajo la damasquinada armadura de sus vicios y el casco brillante de su frío análisis, le parecían superiores a los hombres graves y serios del cenáculo. Luego, saboreaba las primeras delicias de la riqueza, se encontraba bajo el encantamiento del lujo, bajo el imperio de los buenos manjares; se despertaban sus caprichosos instintos, por primera vez bebía vinos selectos, trababa conocimiento con los exquisitos condimentos de la alta cocina; veía a un diplomático, un duque y su bailarina mezclados con los periodistas; admirando su atroz poder, sintió una horrible comezón de dominar este mundo de reyes, se encontraba con fuerzas para vencerles.

Finalmente, esta Coralie, a la que acababa de hacer dichosa con unas frases, que había examinado al resplandor de las bujías del festín, a través del vaho de los platos y de la niebla de la embriaguez, le parecía sublime, ¡el amor la hacía tan bella! De todos modos, esta muchacha era la más bonita, la más bella actriz de París, este cielo de inteligencia noble, hubiese sucumbido bajo una tentación tan completa. La vanidad, tan propia de los autores, acababa de ser acariciada en Lucien por conocedores, acaba de ser alquilada por sus futuros rivales. El éxito de su artículo y la conquista de Coralie eran dos triunfos capaces de trastornar una cabeza menos joven que la suya.

Durante aquella discusión todo el mundo había comido admirablemente y bebido de forma extraordinaria. Lousteau, el vecino de Camusot, le llenó dos o tres veces la copa de kirsch, mezclándolo con su vino, sin que nadie se percatara de ello, y le estimuló en su amor propio para animarle a beber. Esta maniobra fue urdida con tanto acierto, que el negociante no la advirtió; a su modo, se creía tan malicioso como los propios periodistas. Las bromas punzantes comenzaron en el momento en que circularon las golosinas del postre y sus vinos. El diplomático, como hombre fino y educado, hizo una señal al duque y a la bailarina desde que oyó roncar las estupideces que anunciaron en aquellos hombres de ingenio las grotescas escenas con las que terminan las orgías, y los tres desaparecieron. En cuanto Camusot perdió la cabeza, Coralie y Lucien, que durante toda la cena se comportaron como enamorados de quince años, escaparon escaleras abajo y se refugiaron en un
fiacre
. Como Camusot estaba bajo la mesa, Matifat creyó que había desaparecido en compañía de la actriz; dejó a sus huéspedes fumando, bebiendo, riendo y disputando, y siguió a Florine cuando ésta se retiró a descansar. El día sorprendió a los combatientes, o mejor dicho a Blondet, bebedor intrépido, el único que podía hablar y que propuso a los durmientes un brindis a la aurora de rosados dedos.

Lucien no estaba acostumbrado a las orgías parisienses; cuando bajó las escaleras se encontraba aún en sus cabales, pero el aire fresco desencadenó su borrachera, que fue un tanto molesta., Coralie y su doncella se vieron obligadas a subir al poeta hasta el primer piso de la bella casa donde vivía la actriz, en la calle Vendôme. En la escalera, Lucien comenzó a encontrarse mal y estuvo desagradablemente indispuesto.

—¡De prisa, Bérénice! —exclamó Coralie—. Trae té. Haz té.

—No es nada, es el aire —decía Lucien—. Además, no he bebido mucho.

—Pobre muchacho, es tan inocente como un cordero —dijo Bérénice, una gruesa normanda, tan fea como guapa era Coralie.

Finalmente Lucien, sin que se diese cuenta, fue metido en la cama de Coralie. Ayudada por Bérénice, la actriz había desnudado, con el cuidado y el amor de una madre, al poeta, que repetía:

—No es nada, es el aire; gracias, mamá.

—¡Qué bien dice mamá! —exclamó Coralie, besándole los cabellos.

—¡Qué placer poder amar a semejante ángel, señorita! ¿Y dónde lo ha pescado? Nunca hubiese creído que pudiera existir un hombre tan guapo como usted es bella, señorita —dijo Bérénice.

Lucien quería dormir, no sabía dónde estaba ni veía nada.

Coralie le hizo tragar varias tazas de té y luego le dejó durmiendo.

—Ni la portera ni nadie nos ha visto —dijo Coralie.

—No, yo la esperaba.

—Victoire no sabe nada.

—Generalmente no —repuso Bérénice.

Diez horas más tarde, a eso del mediodía, Lucien se despertó ante los ojos de Coralie, quien le había estado contemplando mientras dormía. El poeta comprendió eso. La actriz conservaba aún su bello vestido, abominablemente sucio y del que iba a hacer una reliquia. Lucien reconoció los sacrificios, delicadezas del verdadero amor, que esperaba su recompensa; miró a Coralie. Coralie se desnudó en un abrir y cerrar de ojos y se deslizó como una culebra junto a Lucien.

A las cinco, el poeta dormía arrullado por divinas voluptuosidades; había vislumbrado la habitación de la artista, una encantadora creación del lujo, toda blanca y rosa, un mundo de maravillas y coquetería que sobrepasaba lo que Lucien había admirado ya en casa de Florine. Coralie estaba de pie. Para interpretar su papel de andaluza tenía que estar en el teatro a las siete. Aún había tenido tiempo de contemplar a su poeta dormido en el placer, se había embriagado sin poder saciarse de este noble amor, que reunía los sentidos al corazón y el corazón a los sentidos, para exaltarlos al unísono. Esta divinización que permite ser dos aquí abajo para sentir, y uno sólo en el cielo para amar, era su absolución. Además, ¿a quién no hubiese servido de excusa la sobrehumana belleza de Lucien? Arrodillada en aquel lecho, feliz por el amor en sí mismo, la actriz se sentía santificada. Aquellas delicias fueron turbadas por Bérénice.

—Está Camusot. Sabe que estás aquí —exclamó.

Lucien se incorporó, pensando con innata generosidad en no perjudicar a Coralie. Bérénice alzó una cortina. Lucien entró en un delicioso cuarto de baño, adonde Bérénice y su ama llevaron con inusitada presteza las ropas de Lucien. Cuando el negociante apareció, las botas de Lucien llamaron la atención de Coralie; Bérénice las había colocado ante el fuego para calentarlas, después de haberlas lustrado en secreto. La sirvienta y su ama se habían olvidado de aquellas botas acusadoras. Bérénice se marchó tras de haber cambiado una mirada de inquietud con su ama. Coralie se dejó caer en un sillón y rogó a Camusot que se sentara en una mecedora frente a ella. El pobre hombre, que adoraba a Coralie, miraba las botas y no osaba levantar los ojos hacia su amante.

«¿Debo enfurruñarme a causa de este par de botas y abandonar a Coralie? Sería enfadarse por poca cosa. Hay botas por todas partes. Éstas estarían mejor colocadas en el escaparate de un zapatero o en los bulevares, que paseándose en los pies de un hombre. Sin embargo, aquí, sin piernas, dicen tantas cosas contrarias a la fidelidad… Tengo cincuenta años, es verdad; debo de estar tan ciego como el amor».

Este cobarde monólogo no tenía excusa. El par de botas no era de aquellos de media caña, en uso hoy en día, y que, hasta cierto punto, un hombre distraído podría no ver; era, como la moda ordenaba entonces llevar, un par de botas enteras, muy elegantes, con borlas, que relucían sobre los pantalones ajustados, casi siempre de un color claro, y en donde las cosas se reflejaban como en un espejo. De este modo, las botas herían los ojos del honrado sedero y, digámoslo también, le destrozaban el corazón.

—¿Qué le sucede? —preguntó Coralie.

—Nada —contestó él.

—Llame —dijo Coralie, sonriendo ante la cobardía de Camusot—. Bérénice —dijo a la normanda cuando ésta hubo aparecido—, tráigame un calzador para que me ponga de nuevo estas condenadas botas. No olvide llevarlas esta noche a mi camerino.

—¿Cómo? Sus botas… —exclamó Camusot.

—¿Y qué se creía? —preguntó ella con aire altanero—. Grandísimo tonto, no iría a creer… ¡Oh!, estoy segura que lo creería —añadió, dirigiéndose a Bérénice—. Tengo un papel de hombre en la obra de Chose, y nunca me he vestido de hombre. El zapatero del teatro me ha traído esas botas para ensayar mis andares mientras espero el par que me hará después de haberme tomado medidas; me las he puesto, pero me han hecho tanto daño que me las he vuelto a quitar, y sin embargo he de volver a ponérmelas.

—No se las vuelva a poner si le molestan —dijo Camusot, a quien las botas le habían molestado de tal forma.

—Es lo mejor que la señorita podría hacer en vez de martirizarse como hace un momento; lloraba a causa del señor —dijo Bérénice—, y si yo fuese hombre, jamás lloraría una mujer a la que yo amara; mejor sería que las llevara de becerro bien fino. ¡Pero la administración es tan tacaña! Señor, usted tendría que ir a encargárselas…

—Sí, sí —dijo el negociante—. ¿Se levanta ahora? —preguntó a Coralie.

—En este instante. No he llegado hasta las seis, tras de haberle buscado por todas partes. ¡Me ha hecho esperar en el coche durante siete horas! ¡Ésta es la forma que tiene de cuidarme! Olvidarme por unas botellas. He tenido que cuidarme, yo que voy a trabajar ahora todas las noches, mientras al
Alcalde
dé dinero. ¡No quiero dejar en mal lugar el artículo de ese muchacho!

—Ese chico es muy guapo —dijo Camusot.

—¿Eso cree? A mí no me gusta esa clase de hombres, se parecen demasiado a una mujer; y luego, no saben querer como vosotros, viejos tontos comerciantes. Os aburrís tanto…

—¿El señor cenará con la señorita? —preguntó Bérénice.

—No, tengo la boca pastosa.

—Ayer sí que se emborrachó. ¡Ah, tío Camusot! En primer lugar no me gustan los hombres que beben…

—Harás un regalo a ese joven —dijo el negociante.

—¡Ah!, sí. Prefiero pagarle así que hacer lo que hace Florine. Vamos, mala raza querida, márchese o regáleme un coche para que no pierda más tiempo.

—Lo tendrá mañana para ir a cenar con su director en el Rocher de Cancale. El domingo no representarán la nueva obra.

—Venga, voy a cenar —dijo Coralie, llevándose a Camusot.

Una hora más tarde, Lucien fue libertado por Bérénice, la compañera de infancia de Coralie, una criatura tan fina y tan delicada como corpulenta era.

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