—Quédese aquí, Coralie volverá sola; quiere hasta abandonar a Camusot si éste le molesta —dijo Bérénice a Lucien—; pero, querido niño de su corazón, es usted demasiado ángel para arruinarla. Me lo ha dicho, está decidida a abandonarlo todo, a dejar este paraíso para irse a vivir a su buhardilla. Oh, los celosos y envidiosos no han perdido un momento para decirle que no tiene un céntimo, ni dónde caerse muerto, que vive en el Barrio Latino. Pero mire, yo le seguiría y cuidaría de su casa. Acabo de consolar a la pobre niña. ¿No es verdad, señor, que es usted demasiado inteligente como para caer en semejante tontería? ¡Ah!, bien verá que el otro gordo no tiene nada, aparte de su cadáver, que usted es el querido, el bienamado, la divinidad a la que se abandona el alma. ¡Si supiera lo gentil que es mi Coralie cuando le hago ensayar sus papeles! Un encanto de niña, ¡vaya! Bien se merecía que Dios le enviara uno de sus ángeles, ya estaba decepcionada de la vida. Era tan desgraciada con su madre, que le pegaba ¡y que la vendió! Sí, caballero, ¡una madre y a su propia hija! Si tuviese una hija la cuidaría como a mi pequeña Coralie, de la que he hecho mi propia hija. Ésta es la primera buena época que ha visto, la primera vez que ha sido aplaudida. Parece ser que, visto lo que ha escrito usted, han formado una claque poderosa para la segunda representación. Mientras dormía, Braulard ha venido a hablar con ella.
—Quién, ¿Braulard? —repitió Lucien, que creía haber oído ya mencionar ese nombre.
—El jefe de la claque, que, de acuerdo con ella, ha convenido los lugares de la representación en los que será aplaudida. Aunque se dice su amiga, Florine podría querer hacerle una mala pasada y tomarse lo que no es suyo. Todo el bulevar anda revuelto a causa de su artículo. Vaya cama arreglada para los amores de un príncipe… —dijo, colocando sobre el lecho un edredón de encaje.
Encendió los candelabros. Con las luces, Lucien, aturdido, se creyó efectivamente en un palacio de cuento de hadas. Los tejidos más ricos del Capullo de oro habían sido escogidos por Camusot para las cortinas y adornos de las ventanas. El poeta pisaba una alfombra real. El palisandro de los muebles detenía en las tallas de sus esculturas rayos de luz que parpadeaban. La chimenea de mármol blanco resplandecía con las bagatelas más costosas. El batín era de marta bordada con cibelina. Unas zapatillas de terciopelo negro, forradas de seda púrpura, hablaban de los placeres que allí esperaban al poeta de
Las Margaritas
. Una deliciosa lámpara colgaba del techo, tendido de seda. Por todas partes, jardineras maravillosas mostraban flores escogidas, bellos brezos blancos, camelias sin perfume. Por todas partes se respiraban las imágenes de la inocencia. ¿Cómo imaginar allí a una actriz y las costumbres del teatro? Bérénice se dio cuenta del estupor de Lucien.
—¿No es encantador? —le dijo con voz melosa—. ¿No estaría mejor aquí para amar que no en una buhardilla? Impida su idea —continuó, acercando a Lucien un velador lleno de manjares escogidos, hurtados a escondidas a la cocinera, para que no sospechara la presencia del amante.
Lucien cenó perfectamente, servido por Bérénice en un servicio de plata tallado y en platos pintados de un luis cada pieza. Este lujo producía en su alma el mismo efecto que una muchacha de la calle con sus carnes desnudas y sus medias blancas bien tirantes en un escolar.
—¡Qué feliz es este Camusot! —exclamó.
—¿Feliz? —repitió Bérénice—. ¡Ah! Daría con gusto su fortuna por encontrarse en lugar suyo y por poder cambiar sus cabellos grises por su joven y rubia cabellera.
Convenció a Lucien, a quien ofreció el vino más delicioso que Burdeos haya criado para el más rico inglés, para que se acostara de nuevo mientras esperaba a Coralie, y Lucien, efectivamente, sentía ganas de acostarse en aquella cama que admiraba. Bérénice, que había leído aquel deseo en los ojos del poeta, se sentía feliz por su ama. A las diez y media, Lucien se despertó bajo una mirada llena de amor. Coralie se encontraba allí, en el más voluptuoso tocado de noche. Lucien había dormido. Lucien sólo se encontraba embriagado de amor. Bérénice se retiró preguntando:
—¿A qué hora, mañana?
—A las once. Nos traes el desayuno a la cama. No estaré para nadie antes de las dos.
A las dos del día siguiente, la actriz y su amante estaban vestidos y visibles, como si el poeta hubiese ido a hacer una visita a su protegida. Coralie había bañado, peinado, vestido y acicalado a Lucien; había enviado a buscar doce bonitas camisas, doce corbatas, doce pañuelos a casa de Colliau y una docena de guantes en un estuche de cedro. Cuando oyó el ruido de un coche en su puerta, se precipitó a una ventana seguida de Lucien. Ambos vieron cómo Camusot descendía de un magnífico cupé.
—No creía —dijo ella— que se pudiera odiar tanto a un hombre y al lujo…
—Soy demasiado pobre para consentir que te arruines —dijo Lucien, pasando de este modo bajo las Horcas Caudinas.
—Pobre gatito mío —dijo ella, apretando a Lucien contra su corazón—; así pues, ¿me quieres mucho?
—He rogado a este caballero —dijo a Camusot señalando a Lucien— que viniera a verme esta mañana, pensando que iríamos a los Campos Elíseos para probar el coche.
—Id solos —dijo tristemente Camusot—; no ceno con vosotros, es el cumpleaños de mi mujer y lo había olvidado.
—¡Pobre Musot! ¡Cómo te vas a aburrir! —repuso ella, saltando al cuello del comerciante.
Se sentía embriagada de felicidad, pensando que utilizaría sola con Lucien aquel bonito cupé, que irían juntos al Bosque de Bolonia; y en su arrebato de alegría dio la impresión de amar a Camusot, a quien hizo mil caricias y arrumacos.
—Me gustaría poder darle un coche cada día —dijo el pobre hombre.
—Vamos, caballero, son las dos —dijo a Lucien, a quien vio avergonzado y a quien consoló mediante un gesto adorable.
Coralie se lanzó escaleras abajo arrastrando a Lucien, quien oyó al negociante arrastrarse tras de ellos como una foca sin poder darles alcance, El poeta experimentó el más embriagador de los goces: Coralie, a quien la dicha hacía sublime, ofreció a todos los ojos maravillados un tocado lleno de gusto y elegancia. El París de los Campos Elíseos admiró a aquellos dos amantes. En una avenida del Bosque de Bolonia, su cupé se cruzó con la calesa de las señoras de Espard y de Bargeton, que observaron a Lucien con aire extrañado, pero a las que él lanzó la mirada despectiva del poeta que presiente su gloria y va a usar ahora de su poder. El momento en que pudo cambiar mediante una ojeada con esas dos mujeres algunos de los pensamientos de venganza que ellas habían colocado en su corazón para que le fueran royendo, fue uno de los más dulces de su vida y tal vez decidió su destino.
Lucien fue nuevamente presa de las furias del orgullo: quiso volver a aparecer en el mundo y allí tomarse un brillante desquite, y todas las miserias sociales, que poco antes quedaban rechazadas a los pies del trabajador, del amigo del cenáculo, penetraron de nuevo en su alma. Comprendió entonces todo el alcance del ataque hecho por Lousteau en su favor: Lousteau acababa de servir a sus pasiones; mientras que el cenáculo, ese mentor colectivo, tenía el aspecto de ponerles trabas en provecho de las virtudes enojosas y de los trabajos que Lucien comenzaba a encontrar inútiles. ¡Trabajar!, ¿acaso no es ésa la muerte para los espíritus ávidos de placeres? En consecuencia, ¡con qué facilidad los escritores se deslizan en el
far niente
, en la buena mesa y en las delicias de la vida lujosa con actrices y mujeres fáciles! Lucien sintió unos locos deseos de continuar la vida de aquellos dos días de disipación. La cena en el Rocher de Cancale fue exquisita. Lucien encontró a los comensales de Florine, excepto el diplomático, el duque, la bailarina y Camusot, reemplazados por dos actores célebres y por Hector Merlin, acompañado de su amante, una deliciosa mujer que se hacía llamar señora de Val-Noble, la más elegante y excepcional de las mujeres que en aquel entonces componían el mundillo de aquellas mujeres que hoy en día se han llamado de forma decente
loretas
. Lucien, que desde hacía cuarenta y ocho horas se hallaba en pleno paraíso, se enteró del éxito de su artículo. Viéndose agasajado, envidiado, el poeta recobró su aplomo; su ingenio reverberó, fue el Lucien de Rubempré que durante muchos meses brilló en el mundo del arte y de la literatura. Finot, aquel hombre de indiscutible destreza para adivinar el talento y que lo olfateaba como un ogro que huele la carne fresca, halagó a Lucien, intentando enrolarle en el escuadrón de periodistas que mandaba. Lucien sucumbió a esas adulaciones. Coralie observó las maniobras de este consumidor de ingenios y quiso poner a Lucien en guardia contra él.
—No te comprometas, querido —dijo a su poeta—; espera, quieren explotarte, ya hablaremos de eso esta noche.
—¡Bah! —le replicó Lucien—. Me siento lo suficientemente fuerte como para ser tan malo y tan astuto como ellos lo puedan ser.
Finot presentó Hector Merlin a Lucien y Lucien a Merlin. Coralie y la señora de Val-Noble fraternizaron, se colmaron de halagos y caricias. La señora de Val-Noble invitó a cenar a Lucien y a Coralie.
Hector Merlin, el más peligroso de todos los periodistas presentes en aquella cena, era un hombre menudo, enjuto, de labios finos, incubando una ambición sin límites, de una envidia desmesurada; feliz con todos los males que sucedían a su alrededor y aprovechándose de las divisiones que fomentaba, con mucho ingenio, poca voluntad, pero reemplazando ésta por el instinto que conduce a los advenedizos hacia los lugares iluminados por el oro y el poder.
Lucien y él no se gustaron recíprocamente. No es difícil explicar la razón. Merlin tuvo la desgracia de hablar a Lucien en voz alta de la manera que Lucien pensaba en voz baja. A los postres, los lazos de la más estrecha amistad parecían unir a esos dos hombres, que se creían superior el uno al otro, Lucien, el recién llegado, era el objeto de sus coqueterías. Se hablaba sin trabas. Solamente Hector Merlin no reía. Lucien le preguntó la razón de su gravedad.
—Le veo entrando en el mundo literario y del periodismo con ilusiones. Cree en los amigos. Todos somos amigos o enemigos según las circunstancias. Somos los primeros en herirnos con el arma que sólo debería servirnos para herir a los demás. Pronto se dará cuenta de que no obtendrá nada con buenos sentimientos. Si es bueno, hágase malo. Sea odioso aunque no sea más que por cálculo. Si nadie le ha revelado esta ley suprema, yo se la hago saber y le aseguro que no le hago una confidencia de poco valor. Para ser amado, no se despida nunca de su amante sin haberla hecho llorar un poco; para hacer fortuna en literatura, hiera siempre a todo el mundo, incluso a sus amigos, haga llorar al amor propio: todo el mundo le acariciará.
Hector Merlin se sintió feliz viendo por el aspecto de Lucien que sus palabras entraban en el neófito como la hoja de un puñal en un corazón. Se jugó. Lucien perdió todo su dinero. Coralie se lo llevó y las delicias del amor le hicieron olvidar las terribles emociones del juego, que más adelante deberían encontrar en él a una de sus víctimas. A la mañana siguiente, al salir de su casa camino del Barrió Latino, encontró en su bolsa el dinero que había perdido. Esta atención en un principio, le entristeció, quiso volver a casa de la artista y devolverle un regalo que le humillaba, pero se encontraba ya en la calle de La Harpe y continuó su camino hacia la fonda de Cluny. Mientras caminaba pensó en este cuidado de Coralie y vio en él una prueba del amor maternal que esta clase de mujeres mezclan a sus pasiones. En ellas, la pasión entraña toda clase de sentimientos. De pensamiento en pensamiento, Lucien acabó por encontrar una razón de aceptarlo, diciéndose: «La quiero, viviremos juntos como marido y mujer y nunca la dejaré».
A menos de ser Diógenes, ¿quién no comprendería entonces las sensaciones de Lucien al subir la escalera mugrienta y maloliente de su fonda, al hacer gemir la cerradura de su puerta, al volver a contemplar el sucio cristal de la ventana y la descalabrada chimenea de su habitación, horrible por su miseria y desnudez? Sobre la mesa encontró el manuscrito de su novela y esta nota de D'Arthez:
«Nuestros amigos están casi contentos de tu obra, querido poeta. Podrás presentarla con más confianza, dicen ellos, a tus amigos y enemigos. Hemos leído tu encantador artículo sobre el Panorama Dramático y debes excitar tanta envidia en la literatura como añoranza entre nosotros,
Daniel».
—¡Añoranza!, ¿qué quiere decir? —exclamó Lucien, sorprendido por tanta cortesía como reinaba en aquella nota.
¿Era, pues, un extraño para el cenáculo? Después de haber devorado los frutos deliciosos que le había entregado la Eva de los bastidores, deseaba aún más la amistad y la estima de sus amigos de la calle de Quatre-Vents. Durante unos instantes permaneció sumido en la meditación, mediante la que abarcaba su presente en aquella habitación y su porvenir en la habitación de Coralie. Presa de dudas, alternativamente honorables y depravadas, se sentó y se puso a examinar el estado en el que sus amigos le devolvían su obra. ¡Cuán grande fue su extrañeza! Capítulo por capítulo, la pluma hábil y abnegada de estos grandes hombres, aún desconocidos, había cambiado sus pobrezas en riquezas. Un diálogo abundante, conciso, apretado y nervioso reemplazaba sus conversaciones, que entonces él vio como habladurías, si se las comparaba con los discursos en los que respiraba el ingenio del tiempo. Sus retratos, un poco deslavazados de dibujo, habían sido coloreados y realzados de forma vigorosa, todos se adaptaban a los fenómenos curiosos de la vida humana, mediante observaciones sicológicas, que sin duda se debían a Bianchon, expresadas con sutileza y que les daban vida. Sus descripciones verbales se habían hecho sustanciales y vivas. Había entregado una criatura deforme y mal vestida y se encontraba con una deliciosa criatura vestida de blanco, con cinturón y chal rosas, una encantadora creación.
La noche le sorprendió con los ojos llenos de lágrimas, aterrado ante esta grandeza, sintiendo el precio de una lección semejante, admirando sus correcciones, que le enseñaban sobre literatura y arte más que sus cuatro años de lecturas, comparaciones y estudios. El arreglo de un boceto mal concebido, un rasgo magistral a lo vivo, enseñan más que las teorías y las observaciones.
—¡Qué amigos!, ¡qué corazón!, ¡qué feliz me siento! —exclamaba, apretando contra sí el manuscrito.