Las ilusiones perdidas (44 page)

Read Las ilusiones perdidas Online

Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Mientras Lucien escribía estas cuartillas, que fueron una revolución en el periodismo por la revelación de un estilo nuevo y original, Lousteau redactaba un artículo llamado de costumbres, titulado «el ex guapo», y que comenzaba así:

«El guapo del Imperio siempre es un hombre delgado y alto, bien conservado, que lleva faja y que tiene la cruz de la Legión de Honor. Se suele llamar algo así como Potelet, y, para ponerse a tono hoy en día, el barón del Imperio se gratifica con un
du
: así pues, se convierte en du Potelet, preparado siempre para volver a ser Potelet en caso de revolución. Hombre por tanto con dos fines, como su nombre lo indica, hace la corte al
faubourg
Saint-Germain tras de haber sido el glorioso, útil y agradable lacayo de una de las hermanas de ese hombre, que el pudor me impide nombrar. Si De Potelet reniega de su servicio junto a la Alteza Imperial, aún canta las romanzas de su íntima bienhechora…».

El artículo era un entretejido de personalidades, como se solía hacer en aquella época, bastante tontas, ya que el estilo fue extrañamente perfeccionado más tarde, en particular por el
Fígaro
. Entre la señora de Bargeton y un hueso de jibia, se daba un paralelismo gracioso que hacía reír aunque no se conocieran a las dos personas de las que se burlaban. Châtelet era comparado con una garza. Los amores de esta garza, que no podía digerir el hueso y que se rompía en tres pedazos cada vez que quería tragarlo, por fuerza provocaban la risa de forma irresistible. Esta broma, que se dividió en varios artículos, tuvo, como ya se sabe, una repercusión enorme en el
faubourg
Saint-Germain, y fue una de las mil y una causas que provocaron los rigores de la legislación sobre la prensa. Una hora más tarde, Blondet, Lucien y Lousteau volvieron al salón en donde charlaban los invitados, el duque, el ministro y las cuatro mujeres, los tres negociantes, el director del teatro, Finot y los tres autores. Un aprendiz, cubierto con su gorro de papel, había venido ya a buscar el original para el periódico.

—Los obreros se van a marchar si no les llevo nada —dijo.

—Toma, aquí tienes diez francos, y que esperen —contestó Finot.

—Si se los doy, se dedicarán a la borrachografía, y adiós periódico.

—El sentido común de este muchacho me asusta —dijo Finot.

Fue en el preciso instante en que el ministro predecía un brillante porvenir a aquel muchacho, cuando entraron los tres autores. Blondet leyó un artículo sumamente agudo contra los románticos. El artículo de Lousteau hizo reír. El duque de Rhétoré recomendó, para no contrariar demasiado al
faubourg
Saint-Germain, deslizar un elogio indirecto para la señora de Espard.

—Ahora, léanos usted lo que haya escrito —dijo Finot a Lucien.

Cuando Lucien, que temblaba de miedo, hubo terminado, el salón retumbó de aplausos, las actrices abrazaron al neófito, los tres negociantes le apretaban hasta ahogarle, Du Bruel le tomó una mano con lágrimas en los ojos, y finalmente el director le invitó a cenar.

—Ya no hay niños —dijo Blondet—. Así como el señor de Chateaubriand ha creado la frase de niño sublime para Víctor Hugo, yo estoy obligado a deciros simplemente que es un hombre de talento, de corazón, de estilo.

—Este señor pertenece al periódico —dijo Finot, agradeciendo a Étienne y lanzándole la fina mirada del explotador.

—¿Qué frases ha hecho? —preguntó Lousteau a Blondet y a Du Bruel.

—He aquí las de Du Bruel —dijo Nathan.

«Viendo como el señor vizconde de A… es la preocupación del público, el señor vizconde Demóstenes dijo ayer:

—Ahora es tal vez cuando me van a dejar tranquilo».

«Una señora dice a un ultra que dice pestes del discurso del señor Pasquier como continuador del sistema de Decazes:

—Sí, pero tiene las pantorrillas muy monárquicas».

—Si esto empieza de esta manera, no os pido más; todo va estupendamente —dijo Finot—. Corre a llevarles esto —ordenó al aprendiz—. El periódico está un poco retrasado, pero es nuestro mejor número —añadió, volviéndose hacia el grupo de escritores que miraban ya a Lucien con una especie de socarronería.

—Este muchacho tiene talento —dijo Blondet.

—Su artículo está muy bien —añadió Claude Vignon.

—¡A cenar! —gritó Matifat.

El duque dio el brazo a Florine, Coralie tomó el de Lucien y la bailarina tuvo a un lado a Blondet y al otro al embajador alemán.

—No entiendo por qué atacáis a la señora de Bargeton y al barón du Châtelet, que, según se dice, ha sido nombrado prefecto del Charente y
maître des requêtes
.

—La señora de Bargeton despachó a Lucien como si se tratara de un mendigo —contestó Lousteau.

—¡Un muchacho tan guapo! —exclamó el embajador.

La cena, servida en un servicio de plata nuevo, en una porcelana de Sèvres y sobre mantelería damasquinada, era de una gran magnificencia. Chevet había preparado la cena, los vinos habían sido elegidos por el negociante más famoso del muelle Saint-Bernard, amigo de Camusot, de Matifat y de Cardot. Lucien, que vio funcionar por vez primera el lujo parisiense, iba, igualmente, de sorpresa en sorpresa, y ocultaba su extrañeza como hombre de talento, de corazón y de estilo que era, según frase de Blondet.

Al atravesar el salón, Coralie había dicho al oído de Florine:

—Emborráchame de tal forma a Camusot que se vea obligado a quedarse dormido en tu casa.

—¿Has hecho, pues, tu periodista? —preguntó Florine, empleando una expresión del particular lenguaje de aquellas muchachas.

—No, querida, lo amo —repuso Coralie, haciendo un admirable e imperceptible movimiento de hombros.

Estas palabras habían llegado a oídos de Lucien, llevadas por el quinto pecado capital. Coralie estaba admirablemente bien vestida y su tocado realzaba de forma muy inteligente sus especiales encantos; ya que toda mujer posee perfecciones que le son propias. Su vestido, como el de Florine, tenía el mérito de ser de un delicioso tejido denominado muselina de seda, aún inédito, cuyas primicias pertenecían por unos días a Camusot, una de las providencias parisienses de las fábricas de Lyon en su calidad de jefe del Capullo de Oro. De este modo, el amor y el tocado, este afeite y este perfume de la mujer, realzaban las seducciones de la feliz Coralie. Un placer esperado, y que no se nos escapará, ejerce inmensas seducciones sobre los jóvenes. Tal vez la certidumbre es a sus ojos todo el atractivo de los malos lugares, ¿es tal vez el secreto de las largas fidelidades? El amor puro y sincero, en una palabra, el primer amor, junto a una de esas rabias fantásticas que pican a estas pobres criaturas, e igualmente la admiración causada por la gran belleza de Lucien, dieron el talento de corazón a Coralie.

—También te querría aunque estuvieras enfermo y fueses feo —dijo al oído de Lucien, mientras se sentaban a la mesa.

¡Qué frase para un poeta! Camusot desapareció y Lucien ya no lo vio, viendo a Coralie. Un hombre todo goce y todo sensación, aburrido por la monotonía de la provincia, atraído por los abismos de París, cansado de miseria, aguijoneado por su forzada continencia, cansado de su vida monástica en la calle de Cluny, de sus trabajos sin resultados, ¿podía retirarse de este brillante festín? Lucien tenía un pie en el lecho de Coralie y el otro en la liga pegajosa del periódico, tras el que había corrido tanto sin jamás poder alcanzarlo. Después de tantos plantones inútiles en la calle del Sentier, se encontraba con el periódico en su misma mesa, bebiendo, como un buen muchacho alegre. Acababa de vengarse de todos sus dolores mediante un artículo que a la mañana siguiente debería atravesar corazones en los que había querido, aunque en vano, verter la rabia y el dolor de que le habían saturado. Mientras observaba a Lousteau, se decía: «Éste es un amigo», sin imaginarse que Lousteau le temía ya como a un peligroso rival. Lucien había cometido el error de mostrar todo su talento; un artículo gris le hubiese ayudado admirablemente. Blondet compensó la envidia que devoraba a Lousteau diciendo a Finot que era preciso capitular con el talento cuando este adquiría una tal fuerza. Esta decisión dictó la conducta de Lousteau, quien resolvió seguir siendo amigo de Lucien y ponerse de acuerdo con Finot para explotar a un recién llegado tan peligroso, manteniéndole en la necesidad. Fue un acuerdo tácito y rápido entre aquellos dos hombres con sólo dos frases dichas al oído:

—Tiene talento.

—Será exigente.

—¡Oh!

—¡Bueno!

—Nunca ceno, sin un cierto temor, con periodistas franceses —dijo el diplomático alemán con una campechania tranquila y digna, mirado a Blondet, a quien había conocido en casa de la condesa de Montcornet—. Hay una frase de Blucher que ustedes están encargados de poner en obra.

—¿Qué frase? —preguntó Nathan.

—Cuando Blucher llegó a las alturas de Montmartre con Saacken en 1814, y perdónenme, caballeros, por traerles a la memoria este día fatal para ustedes, Saacken, que era muy brutal, dijo: «¡Vamos a quemar París!». «Cuídese muy bien de hacer tal cosa (le repuso Blucher); Francia no morirá más que de eso», y le mostró una gran llaga que veían extendida a sus pies, ardiente y humeante, en el valle del Sena. Doy gracias a Dios de que en mi país no haya periódicos —continuó el ministro, tras una pausa—. Aún no me he repuesto de la impresión que me ha producido ese pequeño, con su gorro de papel, que a los diez años posee el sentido común de un viejo diplomático. Por eso, esta noche me da la impresión de que ceno con leones y panteras que me hacen el honor de esconder sus garras.

—Esta claro —dijo Blondet— que podemos decir y probar a Europa entera que Vuestra Excelencia ha vomitado esta noche una serpiente, que ha intentado arrojársela a la señorita Tullia, la más bella de nuestras bailarinas, y a propósito de ello hacer comentarios sobre Eva, la Biblia, el primero y el último pecado. Pero puede estar tranquilo, es nuestro huésped.

—Eso tendría mucha gracia —afirmó Finot.

—Haríamos imprimir disertaciones científicas sobre todas las serpientes encontradas en el corazón y en el cuerpo humano hasta llegar al cuerpo diplomático —añadió Lousteau.

—Podríamos mostrar una serpiente cualquiera en ese tarro de guindas en aguardiente —dijo Vernou.

—Acabaría por creerlo usted mismo —dijo Vignon al diplomático.

—Caballeros, no despierten sus garras que ahora duermen —exclamó el duque de Rhétoré.

—La influencia y el poder del periodismo se encuentran en su alborear —dijo Finot—; el periodismo está en su infancia, ya irá creciendo. Dentro de diez años estará sometido a la publicidad. El pensamiento lo iluminará todo, él…

—Lo agostará todo —añadió Blondet, interrumpiendo a Finot.

—Es una frase —dijo Claude Vignon.

—Creará reyes —terció Lousteau.

—Y derribará monarquías —apuntó el diplomático.

—Así pues —dijo Blondet—, si la Prensa no se hubiese creado, sería preciso no inventarla; pero he aquí que vivimos en medio de ella.

—Y morirán por su causa —sentenció el diplomático—. ¿No ven que la superioridad de las masas, suponiendo que las instruyan, harán que la grandeza del individuo sea más difícil, que al sembrar el razonamiento en el corazón de las clases bajas cosecharán la revuelta y que ustedes serán las primeras víctimas? ¿Qué es lo que se rompe en París cuando hay una revuelta?

—Los faroles —contestó Nathan—; pero nosotros somos demasiado modestos para sentir temor, sólo resultaremos rajados.

—Son ustedes un pueblo demasiado ingenioso para permitir desarrollarse a cualquier gobierno —dijo el embajador—. Sin eso, comenzarían de nuevo con sus plumas la conquista de esa Europa que su espada no ha sabido conservar.

—Los periódicos son un mal —declaró Claude Vignon—. Se podría utilizar ese mal, pero el gobierno quiere combatirlo. Habrá lucha. ¿Quién sucumbirá? Ése es el problema.

—El gobierno —dijo Blondet—. Me desgañito gritándolo. En Francia el ingenio es más fuerte que nada, y los periódicos tienen, además del ingenio que puedan poseer todos los hombres ingeniosos, la hipocresía de Tartufo.

—Blondet, Blondet, vas demasiado lejos —advirtió Finot—; aquí hay suscriptores.

—Tú eres propietario de uno de esos periódicos de veneno; tú sí que tienes que tener miedo, pero yo me burlo de todas vuestras tiendas, a pesar de que vivo gracias a ellas.

—Blondet tiene razón —dijo Claude Vignon—. El periódico, en lugar de convertirse en un sacerdocio, se ha convertido en un medio para los partidos, de medio ha pasado a ser un comercio; y como comercio, como todos los comercios, no tiene ni fe ni ley. Todo periódico es, como dice Blondet, una tienda en la que se venden al público palabras del color que se pidan. Si existiera un periódico para los gibosos, probaría mañana y tarde la belleza, la bondad y la necesidad de los jorobados. Un periódico ya no está hecho para ilustrar, sino para halagar las opiniones. De este modo, dentro de algún tiempo, todos los periódicos serán ruines, hipócritas, infames, mentirosos, asesinos; matarán las ideas, los sistemas y los hombres, y perecerán por ese mismo motivo. Tendrán el beneficio de todo los seres de razón: el mal será hecho sin que nadie sea culpable por ello. Yo seré Vignon, yo mismo; tú, Lousteau, serás tú; tú, Blondet, tú Finot, seremos Aristides, Platones o Catones, todos hombres de Plutarco; todos seremos inocentes y podremos lavarnos las manos de toda infamia. Napoleón ha dado la razón de este fenómeno moral o inmoral, como más os guste, en una frase sublime que le han dictado sus estudios sobre la Convención: Los crímenes colectivos no comprometen a nadie. El periódico se puede permitir la más atroz conducta y nadie se cree personalmente mancillado.

—Pero el poder creará leyes represivas —dijo Du Bruel—; ya las está preparando.

—¡Bah!, ¿qué puede la ley contra el ingenio francés? —preguntó Nathan—. Es el más sutil de todos los disolventes.

—Las ideas sólo pueden ser neutralizadas por ideas —continuó Vignon—. El terror y el despotismo solos no pueden ahogar el ingenio francés, cuya lengua se presta admirablemente a la alusión y al equívoco. Cuando más represiva sea la ley, más estallará el ingenio, como el vapor en una máquina con válvulas. De esta manera, el rey hace el bien; si el periódico está en su contra, será el ministro quien lo haya hecho todo, y a la inversa. Si el periódico inventa una infame calumnia, es que se lo han dicho. Con el individuo que se queje, quedará justificado con pedir perdón por la libertad grande. Si es llevado ante los tribunales, se quejará de que no haya ido a pedirle una rectificación; pero ¿y si se la pedís? La rehusará riendo, habla de su crimen como si fuese una bagatela. Finalmente zahiere a su víctima cuando ésta triunfa. Si es castigado, si tiene que pagar una multa muy fuerte, os señalará al denunciante como a un enemigo de las libertades, del país y de las luces. Dirá que Fulano es un ladrón, explicando cómo es el hombre más honrado del reino. De este modo, sus crímenes, ¡naderías!, sus agresores, ¡unos monstruos!, y puede, en un momento determinado, hacer creer lo que quiere a las personas que lo leen todos los días. Luego, nada de lo que le disgusta puede ser patriótico, y nunca errará. Se servirá de la religión para combatir a la religión, de la constitución contra el rey, se burlará de la magistratura cuando la magistratura le lesione; la alquilará cuando haya servido a las pasiones populares. Para ganarse suscriptores inventará las más conmovedoras fábulas; hará, como Bobèche, toda una comedia. El periódico servía a su padre, crudo y aderezado con la sal de sus chanzas, antes que dejar de divertir o interesar a su público. Será el actor colocando las cenizas de su hijo en una urna, para llorar con sinceridad; la amante sacrificándolo todo a su amigo.

Other books

Card Sharks by Liz Maverick
The Chain Garden by Jane Jackson
Act 2 (Jack & Louisa) by Andrew Keenan-bolger, Kate Wetherhead