Las intermitencias de la muerte (15 page)

Este episodio de calle, únicamente posible en un país pequeño donde todo el mundo se conoce, es de sobra elocuente acerca de los inconvenientes del sistema de comunicación instituido por la muerte para la rescisión del contrato temporal al que llamamos vida o existencia. Podría tratarse de una sádica manifestación de crueldad, como tantas que vemos todos los días, pero la muerte no tiene ninguna necesidad de ser cruel, para ella, con quitarle la vida a las personas basta y sobra. No pensó, es lo que es. Y ahora, absorbida como está en la reorganización de sus servicios de apoyo, tras la larga parada de siete meses, no tiene ojos ni oídos para los clamores de desesperación y angustia de los hombres y de las mujeres que, uno a uno, van siendo avisados de su muerte próxima, desesperación y angustia que, en algunos casos, están causando efectos precisamente contrarios a los que habían sido previstos, es decir, las personas condenadas a desaparecer no resuelven sus asuntos, no hacen testamento, no pagan los impuestos que adeudan, y, en cuanto a las despedidas de la familia y de los amigos más cercanos, las dejan para el último minuto, lo que, como es evidente, no alcanza ni para el más melancólico de los adioses. Poco informados acerca de la naturaleza profunda de la muerte, cuyo otro nombre es fatalidad, los periódicos se han excedido en furiosos ataques contra ella, acusándola de inclemente, cruel, tirana, malvada, sanguinaria, vampira, emperatriz del mal, drácula con falda, enemiga del género humano, desleal, asesina, traidora, serial killer otra vez, y hasta hubo un semanario, de los de humor, que, exprimiendo todo lo que pudo el espíritu sarcástico de sus creativos, consiguió llamarla hija de puta. Felizmente, el sentido común todavía perdura en algunas redacciones. Uno de los periódicos más respetables del reino, decano de la prensa nacional, publicó un sesudo editorial en el que se apelaba a un diálogo abierto y sincero con la muerte, sin reservas mentales, con el corazón en la mano y el espíritu fraterno, en caso, como era obvio, de conseguir descubrir dónde se alojaba, su madriguera, su cubil, su cuartel general. Otro periódico sugirió a las autoridades policiales que investigaran en las papelerías y fábricas de papel, porque los consumidores humanos de sobres color violeta, si los hubiera, y serían poquísimos, habrían mudado de gusto epistolar en vista de los acontecimientos recientes, siendo por tanto facilísimo cazar a la macabra cliente cuando se presentara a renovar la provisión. Otro periódico, rival acérrimo de este último, se apresuró a clasificar la idea de crasa estupidez, dado que sólo a un idiota rematado se le podría ocurrir que la muerte, un esqueleto envuelto en una sábana, como todo el mundo sabe, saldría por su propio pie, repiqueteando los calcáneos en las piedras de la calle, para ir al correo a echar cartas. No queriéndose quedar detrás de la prensa, la televisión aconsejó al ministro del interior que pusiera agentes de guardia en los buzones o cajas postales, olvidándose, por lo visto, de que la primera carta, la que les fue dirigida, apareció en el despacho del director general estando cerrada la puerta con dos vueltas de llave y las ventanas con los cristales intactos.

Tal como el suelo, las paredes y el techo no presentaban ni una simple fenda por donde pudiera caber una hoja de afeitar. Tal vez fuese realmente posible convencer a la muerte de que tratara con más compasión a los infelices condenados, pero para eso era necesario empezar por encontrarla y nadie sabía cómo ni dónde.

Fue entonces cuando a un médico forense, persona bien informada sobre todo cuanto, de manera directa o indirecta, tuviera que ver con su profesión, se le ocurrió la idea de mandar que viniera del extranjero un famoso especialista en reconstrucción de rostros a partir de calaveras, para que el dicho especialista, partiendo de representaciones de la muerte en pinturas y grabados antiguos, en especial las que muestran el cráneo descubierto, tratara de restituir la carne donde hacía falta, reajustara los ojos en las órbitas, distribuyera en adecuadas proporciones cabello, pestañas y cejas, difundiera por la cara los colores apropiados, hasta que ante él surgiera la cabeza perfecta y acabada de la que se harían mil copias fotográficas que otros tantos investigadores portarían en la cartera para compararlas con cuantas caras de mujer se encontraran de frente. Lo malo fue que, acabada la intervención del especialista extranjero, sólo una visión poco entrenada admitiría como iguales las tres calaveras elegidas, obligando por tanto a que los investigadores, en lugar de una fotografía, tuvieran que trabajar con tres, lo que, obviamente, dificultaría la tarea de cazar a la muerte, como, ambiciosamente, la operación fue denominada. Una única cosa quedó demostrada sin ningún tipo de dudas, a saber, que ni la iconografía más rudimentaria, ni la nomenclatura más enrevesada, ni la simbólica más oscura se habían equivocado. La muerte, en todos sus trazos, atributos y características, era, inconfundiblemente, una mujer. A esta misma conclusión, como seguro que recordarán, ya había llegado el eminente grafólogo que estudió el primer manuscrito de la muerte cuando se refería a una autora, no a un autor, pero eso tal vez haya sido la consecuencia del simple hábito, dado que, excepto algunos idiomas, pocos, en que, no se sabe por qué, se prefirió optar por el género masculino o neutro, la muerte siempre ha sido una persona de sexo femenino. Aunque esta información ya se hubiera dado antes, conviene, para que no se olvide, insistir en el hecho de que los tres rostros, siendo todos de mujer, y de mujer joven, eran diferentes unos de otros en determinados puntos, pese a las también flagrantes similitudes que en ellos unánimemente se reconocían. Porque, no siendo creíble la existencia de tres muertes distintas, por ejemplo, trabajando por turnos, dos de ellas tendrían que ser excluidas, aunque también podría suceder, para complicar más aún la situación, que el modelo esquelético de la verdadera y real muerte no correspondiera con ninguno de los tres que fueron seleccionados. De acuerdo con la frase hecha, iba a ser lo mismo que disparar un tiro en la oscuridad y confiar en que la benévola casualidad tuviera tiempo de colocar el objetivo en la trayectoria de la bala.

Se inició la investigación, como no podría ser de otra manera, en los archivos del servicio oficial de investigación donde se reunían, clasificadas y ordenadas por características básicas, dolicocéfalos de un lado, braquicéfalos al otro, las fotografías de todos los habitantes del país, tanto naturales como foráneos. Los resultados fueron decepcionantes. Claro está que, en principio, siendo los modelos elegidos para la reconstitución facial, tal como antes referimos, obtenidos de grabados y pinturas antiguas, no se esperaba encontrar la imagen humana de la muerte en sistemas de identificación modernos, hace poco más de un siglo instituidos, pero, por otro lado, considerando que la misma muerte existe desde siempre y no se vislumbra ningún motivo para que necesite cambiar de cara a lo largo de los tiempos, sin olvidar que debería serle difícil realizar su trabajo de modo cabal y al abrigo de sospechas si viviese en clandestinidad, es perfectamente lógico admitir la hipótesis de que se hubiera inscrito en el registro civil bajo un nombre falso, puesto que, como es más que sabido, para la muerte nada es imposible. Fuese como fuese, lo cierto es que, pese a que los investigadores recurrieran a los talentos de las artes informáticas cruzando datos, ninguna fotografía de una mujer concretamente identificada coincidió con cualquiera de las tres imágenes virtuales de la muerte. No hubo pues otro remedio, que ya había sido previsto para caso de necesidad, que regresar a los métodos de investigación clásica, a la artesanía policial de cortar y coser, difundiendo por todo el país a los mil agentes de autoridad que, de casa en casa, de tienda en tienda, de oficina en oficina, de fábrica en fábrica, de restaurante en restaurante, de bar en bar, y hasta incluso en lugares reservados para el ejercicio oneroso del sexo, pasarían revista a todas las mujeres, excluyendo a las adolescentes y las de edad madura o provecta, pues las tres fotografías que llevaban en el bolsillo no dejaban dudas de que la muerte, de llegar a ser encontrada, sería una mujer de alrededor de los treinta y seis años de edad y hermosa como pocas. De acuerdo con el patrón obtenido, cualquiera podía ser la muerte, sin embargo, ninguna lo era en realidad. Después de ingentes esfuerzos, de patearse leguas y leguas por calles, carreteras y caminos, después de subir escaleras que todas juntas los llevarían hasta el cielo, los agentes lograron identificar a dos de esas mujeres, que si en algo diferían de los retratos existentes en los archivos era porque se beneficiaron con intervenciones de la cirugía estética que, por asombrosa coincidencia, por una extraña casualidad, habían acentuado las semejanzas de sus rostros con los rostros de los modelos reconstituidos. No obstante, un examen minucioso de las respectivas biografías eliminó, sin margen de error, cualquier posibilidad de que algún día se hubieran dedicado, ni siquiera en sus horas libres, a las mortíferas actividades de la parca, ni como profesionales, ni como simples aficionadas. En cuanto a la tercera mujer, identificada gracias al álbum de fotografías de la familia, ésa, murió el año pasado. Por simple exclusión de partes, no podría ser la muerte quien de ella precisamente había sido víctima. Y no parece necesario decir que mientras las investigaciones transcurrieron, y duraron algunas semanas, los sobres de color violeta siguieron llegando a casa de sus destinatarios. Era evidente que la muerte no se apeaba de su compromiso con la humanidad.

Naturalmente habría que preguntar si el gobierno se estaba limitando a asistir impávido al drama cotidiano vivido por los diez millones de habitantes del país. La respuesta es doble, afirmativa por un lado, negativa por otro. Afirmativa, aunque sólo en términos bastante relativos, porque morir es, a fin de cuentas, lo que de más normal y corriente hay en la vida, asunto de pura rutina, episodio de la interminable herencia de padres a hijos, por lo menos desde adán y eva, y muy mal harían los gobiernos de todo el mundo para con la precaria tranquilidad pública si declararan tres días de luto nacional cada vez que muere un mísero viejo en el asilo de indigentes. Y es negativa porque no se puede, incluso teniendo un corazón de piedra, permanecer indiferente ante la demostración palpable de que la semana de espera establecida por la muerte había tomado proporciones de verdadera calamidad colectiva, no sólo para la media de trescientas personas a cuya puerta la triste suerte llamaba diariamente, sino también para el resto de la gente, nada más y nada menos que nueve millones novecientas noventa y nueve mil setecientas personas de todas las edades, fortunas y condiciones que veían todas las mañanas, al despertar de una noche atormentada por las más horribles pesadillas, la espada de damocles suspendida por un hilo sobre sus cabezas. En cuanto a los trescientos habitantes que han recibido la fatídica carta de color violeta, las maneras de reaccionar a la implacable sentencia variaban, como es lógico, según el carácter de cada uno. Aparte de esas personas, ya antes mencionadas, que, impelidas por una idea distorsionada de venganza a la que con justa razón se le podría aplicar el neologismo de prepóstuma, decidieron faltar al cumplimiento de sus deberes cívicos y familiares, no haciendo testamento ni pagando los impuestos atrasados, hubo otras muchas que, poniendo en práctica una interpretación más que viciosa del carpediem horaciano, malbarataron el poco tiempo de vida que todavía les quedaba entregándose a reprensibles orgías de sexo, droga y alcohol, tal vez pensando que, incurriendo en tan desmedidos excesos, podrían atraer sobre sus cabezas un colapso fulminante o, a falta de eso, un rayo divino que, matándolas allí mismo, las librara de las garras de la muerte propiamente dicha, jugándole una mala partida que tal vez le sirviera de enmienda. Otras personas, estoicas, dignas, valerosas, optaban por la radicalidad absoluta del suicidio, creyendo también que de esa manera estaban dándole una lección de civilidad al poder de tánatos, eso a que antiguamente llamábamos una bofetada sin manos, de las que, de acuerdo con las honestas convicciones de la época, eran más dolorosas porque tenían su origen en el foro ético y moral y no en algún movimiento de primario esfuerzo físico. Tenemos que decir que todas estas tentativas se malograron, a excepción de algunas personas obstinadas que reservaron su suicidio para el último día del plazo. Una jugada maestra, ésta sí, para la que la muerte no encontró respuesta.

Honra le sea dada, la primera institución en tener una percepción muy clara de la gravedad de la situación anímica del pueblo en general fue la iglesia católica, apostólica y romana, a la que, puesto que vivimos en un tiempo dominado por la hipertrofiada utilización de siglas en la comunicación cotidiana, tanto privada como pública, no le quedaría mal la abreviatura simplificadora de icar. También es verdad que sería necesario estar ciega del todo para no ver cómo, casi de un momento a otro, se le llenaban los templos de gente angustiada que iba en busca de una palabra de esperanza, de un consuelo, de un bálsamo, de un analgésico, de un tranquilizante espiritual. Personas que hasta entonces vivían conscientes de que la muerte es cierta y que de ella no hay forma de escapar, pero que al mismo tiempo pensaban que, habiendo tanta gente para morir, ya sería mala suerte que les tocara, ahora se pasan el tiempo espiando tras la cortina de la ventana para ver si viene el cartero o temblando al volver a casa, donde la temible carta color violeta, peor que un sanguinario monstruo de fauces abiertas, podría estar esperando para saltarle encima. En las iglesias no se paraba ni un momento, las largas filas de pecadores contritos, constantemente refrescadas como si fueran cadenas de montaje, daban dos vueltas a la nave central. Los confesores de guardia no bajaban los brazos, a veces distraídos por la fatiga, otras veces con la atención de súbito despierta por un pormenor escandaloso del relato, cuando acababan imponían una penitencia pro forma, tantos padrenuestros, tantas avemarías, y despachaban una apresurada absolución. En el breve intervalo entre el confesado que se retiraba y el penitente que se arrodillaba, le daban un bocado al sandwich de pollo que sería todo su almuerzo, mientras imaginaban compensaciones para cenar. Los sermones versaban invariablemente sobre el tema de la muerte como única puerta al paraíso celeste, donde, se decía, nunca ha entrado nadie que esté vivo, y los predicadores, en su afán consolador, no dudaban en recurrir a los métodos de la más alta retórica y a los trucos de la más baja catequesis para convencer a los aterrados feligreses de que, a fin de cuentas, se podían considerar más afortunados que sus ancestros, puesto que la muerte les había concedido tiempo suficiente para preparar las almas para la ascensión al edén. Algunos curas hubo, sin embargo, que, dentro de la maloliente penumbra del confesionario, tuvieron que hacer de tripas corazón, Dios sabe con qué costo, porque también ellos esa mañana habían recibido el sobre color violeta y por eso tenían razones de sobra para dudar de las virtudes lenitivas de lo que en aquel momento estaban diciendo.

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