Read Las intermitencias de la muerte Online
Authors: José Saramago
Siguió hojeando una, otra, otra, otra más, otra más todavía, y sólo en la octava lista, por fin, lo acabó encontrando. Erradamente pensó que el nombre debería encontrarlo en la lista de ayer, y ahora veía, con escándalo inaudito, que alguien que ya debería estar muerto hace dos días permanecía vivo. Y eso no era lo principal. El demonio del violonchelista, que desde que nació estaba destinado a morir joven, con apenas cuarenta y nueve primaveras, acababa de cumplir descaradamente los cincuenta, desacreditando así al destino, la fatalidad, la suerte, el horóscopo, el hado y todas las demás potencias que se dedican a contrariar, con todos los medios dignos e indignos, nuestra humanísima voluntad de vivir. Era realmente un descrédito total. Y ahora cómo voy a rectificar un desvío que no podía haber sucedido, si un caso así no tiene precedentes, si nada semejante está previsto en los reglamentos, se preguntaba la muerte, sobre todo porque él tenía que haber muerto con cuarenta y nueve años y no con los cincuenta que ya tiene. Se notaba que la pobre muerte estaba perpleja, desconcertada, que poco le faltaba para darse con la cabeza en las paredes de puro quebranto. En tantos millares de siglos de continua actividad, nunca tuvo un fallo operacional, y ahora, precisamente cuando había introducido algo nuevo en la relación clásica de los mortales con su auténtica y única causa mortis, su reputación, tan trabajosamente conquistada, acababa de sufrir el más duro de los golpes. Qué hacer, preguntó, imaginemos que el hecho de que él no muriera cuando debía lo haya colocado fuera de mi alcance, cómo voy a descalzarme esta bota. Miró a la guadaña, compañera de tantas aventuras y masacres, pero ella se hizo la desentendida – nunca respondía, y ahora, ausente del todo, como si se hubiera empachado del mundo, descansaba la lámina desgastada y herrumbrosa contra la pared blanca. Entonces fue cuando la muerte dio a luz su gran idea, Se suele decir que no hay una sin dos, ni dos sin tres, y que a la tercera va la vencida, veamos si realmente es como dicen. Hizo el gesto de despedida con la mano derecha, y la carta dos veces devuelta volvió a desaparecer. Ni dos minutos anduvo fuera. Ahí estaba, en el mismo lugar que antes. El cartero no pudo haberla introducido por debajo de la puerta, no tocó el timbre, y sin embargo, regresada, ahí estaba.
Es evidente que no hay que tener pena de la muerte. Innumerables y justificadas han sido nuestras quejas para permitirnos ahora caer en sentimientos de piedad que en ningún momento del pasado ella tuvo la delicadeza de manifestarnos, pese a saber mejor que nadie cuánto nos contraría la obstinación con que siempre, costara lo que costara, hace su voluntad. Pero no obstante, al menos durante un breve momento, lo que tenemos delante de los ojos se asemeja más a la estatua de la desolación que a la figura siniestra que, según dejaron dicho algunos moribundos de vista penetrante, se presenta a los pies de nuestras camas en la hora final para hacernos una señal semejante a la de enviar las cartas, pero al contrario, es decir, la señal no dice ve allá, dice ven aquí. Por algún extraño fenómeno óptico, real o virtual, la muerte parece ahora más pequeña, como si la osamenta le hubiese encogido, o quizá siempre fue así y son nuestros ojos, de acuerdo con nuestros miedos, los que hacen de ella una gigante. Pobrecita de la muerte. Nos dan ganas de ponerle la mano en su duro hombro, diciéndole al oído, o mejor, en el sitio donde lo tenía, debajo del parietal, algunas palabras de simpatía, No se enfade, señora muerte, son cosas que suceden, nosotros, los seres humanos, tenemos gran experiencia en desánimos, fiascos y frustraciones, y mire que ni eso nos hace cruzarnos de brazos, acuérdese de los tiempos antiguos cuando nos arrebataba sin dolor ni piedad en la flor de la juventud, piense en este tiempo de ahora en que, con idéntica dureza de corazón, le sigue haciendo lo mismo a la gente que más carece de lo que es necesario para la vida, es probable que le hayamos ayudado a ver quién se cansaba primero, si usted o nosotros, comprendo su pena, la primera derrota es la que más duele, después nos habituamos, en cualquier caso no se irrite si le digo que ojalá no sea la última, y no es por espíritu de venganza, que sería pobre venganza, algo así como sacarle la lengua al verdugo que nos va a cortar la cabeza, a decir verdad, nosotros, los humanos, no podemos hacer mucho más que sacarle la lengua al verdugo que nos va a cortar la cabeza, será por eso que siento una enorme curiosidad por saber cómo va a salir del lío en que está metida, con esa historia de la carta que va y viene y de ese violonchelista que no podrá morir a los cuarenta y nueve porque ya ha cumplido los cincuenta. La muerte hizo un gesto de impaciencia, se sacudió bruscamente del hombro la mano fraternal con que la consolábamos y se levantó de la silla. Ahora parecía más alta, con más cuerpo, una señora muerte como debe ser, capaz de hacer temblar el suelo debajo de sus pies, con la mortaja arrastrando y levantando humo a cada paso. La muerte está enfadada. Es el momento de sacarle la lengua.
Salvo algunos casos raros, como los de aquellos citados moribundos de mirada penetrante que la vislumbraron a los pies de la cama con el aspecto clásico de un fantasma envuelto en paños blancos, o, como parece que le sucedió a proust, en la figura de una mujer gorda vestida de negro, la muerte es discreta, prefiere que no se note su presencia, especialmente si las circunstancias la obligan a salir a la calle. En general, se cree que la muerte, siendo, como algunos se empeñan en afirmar, la cara de una moneda de la que dios, del otro lado, es la cruz, será, como él, por propia naturaleza, invisible. No es exactamente así. Somos testigos fidedignos de que la muerte es un esqueleto envuelto en una sábana, vive en una sala fría acompañada de una vieja y herrumbrosa guadaña que no responde a preguntas, rodeada de paredes encaladas a lo largo de las cuales se ven, entre telas de arañas, unas cuantas docenas de ficheros con grandes cajones repletos de expedientes. Se comprende, por tanto, que la muerte no quiera aparecerse a las personas con esa figura, en primer lugar por razones de estética personal, en segundo lugar para que los infelices transeúntes no se mueran del susto al toparse con esas grandes órbitas vacías al volver una esquina. En público, sí, la muerte se torna invisible, pero no en privado, como pudieron comprobar, en un momento crítico, el escritor marcel proust y los moribundos de vista penetrante. Ya el caso de Dios es diferente. Por mucho que se esforzara, nunca conseguiría hacerse visible ante los ojos humanos, y no es porque no sea capaz, puesto que para él nada es imposible, es simplemente porque no sabría qué cara poner para presentarse ante los seres que se supone que ha creado, siendo lo más probable que no los reconociera, o quizá, y eso sería todavía peor, que ellos no lo reconocieran a él. Habrá también quien diga que, para nosotros, es una gran suerte que Dios no quiera aparecerse, porque el pavor que le tenemos a la muerte sería como un juego de niños comparado con el susto que nos llevaríamos si tal aconteciera. En fin, de Dios y de la muerte no se han contado nada más que historias y ésta es una más entre tantas.
Hete aquí que la muerte decidió ir a la ciudad. Se quitó la sábana, que era toda la ropa que llevaba encima, la dobló cuidadosamente y la dejó sobre la silla donde la hemos visto sentarse. Exceptuando esta silla y la mesa, exceptuando también los ficheros y la guadaña, no hay nada más en la sala, salvo esa puerta estrecha que no sabemos adonde da.
Siendo aparentemente la única salida, sería lógico pensar que la muerte la utilizaría para ir a la ciudad, sin embargo, no será así. Sin sábana, la muerte ha perdido otra vez altura, tendrá, como mucho, las medidas humanas, un metro sesenta y seis o sesenta y siete, y, estando desnuda, sin un hilo de ropa encima, todavía nos parece más pequeña, casi un esqueletito de adolescente. Nadie diría que ésta es la misma muerte que con tanta violencia nos quitó la mano del hombro cuando, movidos por una inmerecida piedad, la pretendimos consolar en su pena. Realmente, no hay nada en el mundo más desnudo que el esqueleto. En vida, va doblemente vestido, primero por la carne con que se tapa, después, si no se las quitó para bañarse o para actividades más deleitosas, por la ropa con que a dicha carne le gusta vestirse. Reducido a lo que en realidad es, el armazón medio descoyuntado de alguien que hace mucho tiempo dejó de existir, no le queda nada más que desaparecer.
Y eso es lo que le está pasando, de la cabeza a los pies. Ante nuestros atónitos ojos, los huesos están perdiendo consistencia y dureza, poco a poco se le van desdibujando los contornos, lo que era sólido se torna gaseoso, se extiende en todos los sentidos como una neblina tenue, es como si el esqueleto se estuviera evaporando, ahora es ya sólo un esbozo impreciso a través del que se puede ver la guadaña indiferente, y de repente, la muerte dejó de estar, estaba y no está, o está, pero no la vemos, o ni eso, atravesó simplemente el techo de la sala subterránea, la enorme masa de tierra que hay encima, y se fue, como en su fuero interior había decidido cuando la carta color violeta le llegó devuelta por tercera vez. Sabemos adonde va. No puede matar al violonchelista, pero quiere verlo, tenerlo delante de los ojos, tocarlo sin que él se dé cuenta. Tiene la seguridad de que un día de éstos descubrirá la forma de liquidarlo sin infringir demasiado los reglamentos, pero mientras tanto sabrá quién es ese hombre al que los avisos de muerte no lograron alcanzar, qué poderes tiene, si es ése el caso, o si, como un idiota inocente, sigue viviendo sin que le pase por la cabeza que ya tenía que estar muerto. Aquí encerrados, en esta fría sala sin ventanas y con una puerta estrecha que no se sabe para qué servirá, no nos habíamos dado cuenta de cuan rápido pasa el tiempo. Han dado las tres de la madrugada, la muerte ya debe de estar en casa del violonchelista.
Así es. Una de las cosas que más fatigan a la muerte es el esfuerzo que tiene que hacer sobre sí misma cuando no quiere ver todo aquello que en todos los lugares, simultáneamente, se le presenta delante de los ojos. También en este particular se parece mucho a Dios. Veamos. Aunque el hecho no se incluya entre los datos verificables por la experiencia sensorial humana, hemos sido habituados a creer, desde niños, que Dios y la muerte, esas eminencias supremas, están al mismo tiempo en todas partes, es decir, son omnipresentes, palabra, como tantas otras, mestiza del latín y griego. En verdad, sin embargo, es bien posible que, al pensarlo, y tal vez más aún cuando lo expresamos, considerando la ligereza con que las palabras nos suelen salir de la boca, no tengamos una clara conciencia de lo que eso puede significar. Es fácil decir que Dios está en todas partes, y que la muerte en todas partes está, pero por lo visto no nos damos cuenta de que, si realmente están en todas partes, a la fuerza tienen que ver, en todas las infinitas partes en que se encuentren, todo cuanto haya para ver. De dios, que por obligaciones de cargo está al mismo tiempo en todo el universo, porque de otro modo no tendría ningún sentido que lo hubiera creado, sería una pretensión ridícula que mostrara un interés especial por lo que sucede en el pequeño planeta tierra, que, por cierto, y esto quizá no se le haya ocurrido a nadie, él conoce con un nombre completamente diferente, pero la muerte, esta muerte que, como ya dijimos páginas atrás, está adscrita a la especie humana con carácter de exclusividad, no nos quita los ojos de encima ni un minuto, hasta tal punto que incluso quienes todavía no van a morir sienten que constantemente su mirada los persigue. De aquí podremos sacar una idea del esfuerzo hercúleo que la muerte tuvo que hacer en las escasas veces que, por esta o aquella razón, a lo largo de nuestra historia común, necesitó rebajar su capacidad perceptiva a la altura de los seres humanos, es decir, ver cada cosa de una vez, estar en cada momento en un solo lugar. En el caso concreto que hoy nos ocupa ésa es la explicación de por qué todavía no ha conseguido pasar de la entrada de la casa del violonchelista. Cada paso que va dando, si le llamamos paso es para ayudar a la imaginación de quien nos lea, no porque ella efectivamente se mueva como si dispusiese de piernas y pies, la muerte tiene que pelear mucho para reprimir la tendencia expansiva que es inherente a su naturaleza, y que, dejada en libertad, enseguida haría estallar y dispersaría en el espacio la precaria e inestable unidad que es la suya, con tanto costo agregada. La distribución de las divisiones del apartamento donde vive el violonchelista que no recibió la carta de color violeta, pertenece al tipo económico de la clase media, por tanto más propia de un pequeño burgués sin horizontes que de un discípulo de euterpe. Se entra por un corredor donde, en la oscuridad, apenas se distinguen cinco puertas, una al fondo, que, para no tener que volver al asunto, queda ya dicho que da acceso al cuarto de baño, y dos a cada lado. La primera, a mano izquierda, por donde la muerte decide comenzar la inspección, abre hacia un pequeño comedor con señales de ser poco usado, que a su vez comunica con una cocina aún más pequeña, equipada con lo esencial. De ahí se sale de nuevo al pasillo, justo enfrente de una puerta que la muerte no necesitó tocar para saber que se encuentra fuera de servicio, o sea, que ni abre ni cierra, modo de decir contrario a la simple demostración, pues una puerta de la que se dice que ni abre ni cierra es simplemente una puerta cerrada que no se puede abrir, o, como también suele decirse, una puerta condenada. Claro que la muerte podría atravesarla y todo lo demás que detrás hubiera, pero si le costó tanto trabajo agregarse y definirse, aunque continúe invisible para los ojos vulgares, en forma más o menos humana, si bien, como dijimos antes, no hasta el punto de tener piernas y pies, no va a correr el riesgo de relajarse y dispersarse en el interior de la madera de una puerta o de un armario con ropa, que es lo que seguramente habrá al otro lado. La muerte siguió pues por el pasillo hasta la primera puerta a la derecha de quien entra, y por ahí pasó a la sala de música, que otro nombre no se ve que pueda darse a la división de una casa donde se hallan un piano abierto y un violonchelo, un atril con las tres piezas de la fantasía opus setenta y tres de robert schumann, según la muerte pudo leer gracias a un farol de iluminación pública cuya desmayada luz anaranjada entraba por las dos ventanas, y también algunos cuadernos amontonados aquí y allí, sin olvidar las altas estanterías de libros donde la literatura tiene todo el aspecto de convivir con la música en la más perfecta armonía, que hoy es la ciencia de los acordes después de haber sido la hija de ares y afrodita. La muerte rozó las cuerdas del violonchelo, pasó suavemente las puntas de los dedos por las teclas del piano, pero sólo ella distinguiría el sonido de los instrumentos, una larga y grave queja primero, un breve gorgoteo de pájaros después, ambos inaudibles para los oídos humanos, aunque claros y precisos para quien desde hace tanto tiempo aprendió a interpretar el sentido de los suspiros. Ahí, en el cuarto de al lado, será donde el hombre duerme. La puerta está abierta, la penumbra, pese a ser más profunda que la de la sala de música, deja ver una cama y el bulto de alguien acostado. La muerte avanza, cruza el umbral, pero se detiene, indecisa, al sentir la presencia de dos seres vivos en el dormitorio. Conocedora de ciertos hechos de la vida, aunque, como es natural, no por experiencia propia, la muerte pensó que el hombre tenía compañía, que a su lado dormiría otra persona, alguien a quien ella todavía no había enviado la carta color violeta, pero que en esta casa compartía el abrazo de las mismas sábanas y el calor de la misma manta. Se aproximó más, casi rozando, si tal cosa se puede decir, la mesilla de noche, y vio que el hombre estaba solo. Sin embargo, al otro lado de la cama, enroscado sobre una alfombra como un ovillo, dormía un perro de tamaño mediano, de pelo oscuro, quizá negro. Que recordara, era la primera vez que la muerte se sorprendía pensando, no sirviendo ella nada más que para la muerte de seres humanos, que aquel animal se encontraba fuera del alcance de su simbólica guadaña, que su poder no podía tocarle ni siquiera levemente, por eso ese perro que dormía también se tornaría inmortal, más tarde veremos durante cuánto tiempo, si su propia muerte, la otra, la que se encarga de los otros seres vivos, animales y vegetales, se ausentara, como ésta había hecho y alguien tuviera un buen motivo para escribir en el final de otro libro, Al día siguiente no murió ningún perro. El hombre se movió, tal vez soñara, tal vez continuara tocando las tres piezas de schumann y le salió una nota falsa, un violonchelo no es como un piano, el piano tiene siempre las notas en el mismo sitio, debajo de cada tecla, mientras que el violonchelo las dispersa a lo largo de toda la extensión de las cuerdas, es necesario ir a buscarlas, fijarlas, acertar en el punto exacto, mover el arco con la justa inclinación y con la justa presión, nada más fácil, por consiguiente, que errar una o dos notas cuando se está durmiendo. La muerte se inclinó hacia delante para ver mejor la cara del hombre, en ese momento le pasó por la cabeza una idea absolutamente genial, pensó que los expedientes de su archivo deberían tener pegadas las fotografías de las personas de quien se refieren, no una foto cualquiera, sino una tan avanzada científicamente que, de la misma manera que los datos de la existencia de esas personas van siendo de forma continua y automática actualizados en los respectivos expedientes, también la imagen de las personas iría mudando con el paso del tiempo, desde el niño con la piel arrugada y sonrosada en los brazos de la madre, hasta este día de hoy, cuando nos preguntamos si somos realmente aquellos que fuimos, o si algún genio de la lámpara no nos irá sustituyendo por otra persona cada hora que pasa. El hombre vuelve a moverse, parece que va a despertarse, pero no, la respiración retoma la cadencia normal, las mismas trece veces por minuto, la mano izquierda reposa sobre el corazón, como si estuviera a la escucha de las pulsaciones, una nota abierta para la diástole, una nota cerrada para la sístole, mientras la derecha, con la palma hacia arriba y los dedos ligeramente curvados, parece estar a la espera de que otra mano venga a cruzarse con ella. El hombre tiene un aspecto de persona de más edad que los cincuenta que ha cumplido, quizá no sea la edad, será el cansancio, y por ventura triste, pero eso sólo lo podremos saber cuando abra los ojos. No tiene todo el pelo, y mucho del que todavía le queda ya es blanco. Es un hombre cualquiera, ni feo ni guapo. Así como lo estamos viendo ahora, acostado boca arriba, con la chaqueta del pijama de rayas que el embozo de la sábana no cubre por completo, nadie diría que es el primer violonchelista de una orquesta sinfónica de la ciudad, que su vida discurre entre las líneas mágicas del pentagrama, quién sabe si también en busca del corazón profundo de la música, pausa, sonido, sístole, diástole. Todavía resentida por los fallos en los sistemas de comunicación del estado, pero sin la irritación que experimentaba cuando venía hacia aquí, la muerte mira la cara adormecida y piensa vagamente que este hombre ya debería estar muerto, que este suave respirar, inspirando, espirando, ya debería haber cesado, que el corazón que la mano izquierda protege ya tendría que estar parado y vacío, suspendido para siempre en la última contracción. Ha venido para ver a este hombre y ahora ya lo ha visto, no hay en él nada especial que explique las tres devoluciones de la carta color violeta, lo mejor que puede hacer después de esto es regresar a la fría sala subterránea de donde vino para descubrir la manera de acabar de una vez con la maldita casualidad que hizo de este serrador de violonchelos un sobreviviente de sí mismo. Para espolear su propia y ya declinante contrariedad la muerte usó estas dos agresivas parejas de palabras, maldita casualidad, serrador de violonchelos, pero los resultados no estuvieron a la altura del propósito. El hombre que duerme no tiene ninguna culpa de lo que ha sucedido con la carta color violeta, ni por remotas sombras podría imaginar que está viviendo una vida que ya no debería ser la suya, que si las cosas fueran como debieran ser, ya tendría que estar enterrado hace por lo menos ocho días, y el perro negro andaría ahora recorriendo la ciudad como loco en busca del dueño, o estaría sentado, sin comer ni beber, a la entrada del edificio, esperando que regresara. Durante un instante la muerte se soltó a sí misma, se expandió hasta las paredes, llenó todo el cuarto, y se alongó como un fluido hasta la sala de estar contigua, ahí una parte de sí misma se detuvo a mirar el cuaderno que estaba abierto sobre una silla, era la suite número seis opus mil doce en re mayor de Johann Sebastian Bach compuesta en cóthén y no necesitó haber aprendido música para saber que fue escrita, como la nona sinfonía de beethoven, en la tonalidad de la alegría, de la unidad de los hombres, de la amistad y del amor. Entonces sucedió algo nunca visto, algo no imaginable, la muerte se dejó caer sobre las rodillas, era toda ella, ahora, un cuerpo rehecho, por eso tenía rodillas, y piernas, y pies, y brazos, y manos, y una cara que escondía entre las manos, y unos hombros que temblaban no se sabe por qué, llorar no será, no se puede pedir tanto a quien siempre deja un rastro de lágrimas por donde pasa, pero ninguna de ellas suya. Así como estaba, ni visible ni invisible, ni esqueleto ni mujer, se levantó del suelo como un soplo y entró en el cuarto. El hombre no se había movido. La muerte pensó, Ya no tengo nada que hacer aquí, me voy, no merecía la pena venir sólo para ver a un hombre y a un perro durmiendo, tal vez sueñen el uno con el otro, el hombre con el perro, el perro con el hombre, el perro soñando que ya es mañana y que está posando la cabeza al lado de la cabeza del hombre, el hombre soñando que ya es mañana y que su brazo izquierdo rodea el cuerpo caliente y blando del perro y lo atrae hacia su pecho. Al lado del ropero que ciega la puerta que daría acceso al pasillo hay un sillón donde la muerte fue a sentarse. No lo había decidido antes, pero se sentó allí, en aquella esquina, quizá por haberse acordado del frío que a esta hora hace en la sala subterránea de los archivos.