Las intermitencias de la muerte (24 page)

Después, al perro, Tienes hambre, claro. Moviendo el rabo, el perro respondió que sí señor, tenía hambre, hacía una cantidad de horas que no comía, y los dos se fueron a la cocina. El violonchelista no comió, no le apetecía. Además, el nudo que tenía en la garganta no le hubiera dejado engullir. Media hora después ya estaba en la cama, se había tomado una pastilla que le ayudara a entrar en el sueño, pero de poco le sirvió. Despertaba y dormía, despertaba y dormía siempre con la idea de que tenía que correr tras el sueño para agarrarlo e impedir que el insomnio viniese a ocupar el otro lado de la cama. No soñó con la mujer del palco, pero hubo un momento en que despertó y la vio de pie, en medio de la sala de música, con las manos cruzadas sobre el pecho.

Al día siguiente era domingo, y domingo es el día de llevar al perro a pasear. Amor con amor se paga, parecía decirle el animal, ya con la correa en la boca, dispuesto para salir. Cuando, en el parque, el violonchelista se encaminaba hacia el banco donde solía sentarse, vio, a lo lejos, que se encontraba allí una mujer. Los bancos del jardín son libres, públicos y en general gratuitos, no se le puede decir a quien llegó antes que nosotros, Este banco es mío, tenga la bondad de buscarse otro.

Nunca lo haría un hombre de buena educación como el violonchelista, y menos aún ahora que le parece reconocer en la persona a la famosa mujer del palco de primera, la mujer que había faltado al encuentro, la mujer a quien vio en medio de la sala de música con la mano cruzada sobre el pecho. Como se sabe, a los cincuenta años los ojos ya no son de fiar, comenzamos a parpadear, a semicerrarlos como si quisiéramos imitar a los héroes de las películas del oeste o a los navegadores de antaño, sobre el caballo o a la proa de la carabela, con la mano sobre las cejas, escudriñando los horizontes distantes. La mujer está vestida de manera diferente, con pantalones y chaqueta de cuero, con certeza es otra persona, le dice el violonchelista al corazón, pero éste, que tiene mejores ojos, te dice que abras los tuyos, que es ella, y ahora mira a ver cómo te vas a portar. La mujer levantó la cabeza y el violonchelista dejó de tener dudas, era ella. Buenos días, dijo cuando se detuvo junto al banco, hoy podría esperarlo todo, menos encontrarla aquí, Buenos días, vine para despedirme y pedirle disculpas por no haber aparecido ayer en el concierto. El violonchelista se sentó, le quitó la correa al perro, le dijo, Vete, y, sin mirar a la mujer, respondió, No tiene de qué disculparse, es algo que siempre está sucediendo, la gente compra entradas y luego, por esto o por aquello, no puede ir, es natural, Y sobre nuestro adiós, no tiene opinión, preguntó la mujer, Es una delicadeza muy grande de su parte considerar que debería despedirse de un desconocido, aunque no sea capaz de imaginar cómo pudo saber que vengo a este parque todos los domingos, Hay pocas cosas que yo no sepa de usted, Por favor, no regresemos a las absurdas conversaciones que tuvimos el jueves en la puerta del teatro y por teléfono, no sabe nada de mí, nunca nos habíamos visto antes, Recuerde que estuve en el ensayo, Y no comprendo cómo lo consiguió, el maestro es muy riguroso con la presencia de extraños, y ahora no me venga con el cuento de que también lo conoce, No tanto como a usted, usted es una excepción, Mejor que no lo fuera, Por qué, Quiere que se lo diga, de verdad quiere que se lo diga, preguntó el violonchelista con una vehemencia que rozaba la desesperación, Sí, Porque me he enamorado de una mujer de quien no sé nada, que anda jugando conmigo, que mañana se irá para no sé dónde y que no volveré a ver, Será hoy cuando me vaya, no mañana, Para colmo, No es verdad que haya estado jugando con usted, Pues si no lo ha hecho, finge muy bien, En cuanto a que se haya enamorado de mí, no espere que le responda, hay ciertas palabras que están prohibidas en mi boca, Un misterio más, Y no será el último, Con esta despedida quedarán todos resueltos, Otros comenzarán, Por favor, déjeme, no me atormente más, La carta, No quiero saber nada de la carta, Aunque quisiera no se la podría dar, la he dejado en el hotel, dijo la mujer sonriendo, Pues entonces, rómpala, Pensaré en lo que he de hacer con ella, No necesita pensarlo, rómpala y se acabó. La mujer se puso de pie. Ya se va, preguntó el violonchelista. No se había levantado, tenía la cabeza bajada, todavía tenía algo que decir. Nunca la he tocado, murmuró, He sido yo quien no he querido que me tocara, Cómo lo ha conseguido, Para mí no es difícil, Ni siquiera ahora, Ni siquiera ahora, Al menos, un apretón de manos, Tengo las manos frías. El violonchelista levantó la cabeza. La mujer ya no estaba allí.

Hombre y perro salieron pronto del parque, los bocadillos fueron comprados para comerlos en casa, no hubo siestas al sol. La tarde fue larga y triste, el músico tomó un libro, leyó media página y lo dejó a un lado.

Se sentó al piano para tocar un poco, pero las manos no le obedecieron, estaban entorpecidas, frías, como muertas. Y, cuando se volvió hacia el amado violonchelo, fue el propio instrumento quien se le negó.

Dormitó en un sillón, quiso sumergirse en un sueño interminable, no despertar nunca más. Tumbado en el suelo, a la espera de una señal que no venía, el perro miraba. Tal vez la causa del abatimiento del dueño fuese la mujer que apareció en el parque, pensó, al cabo no era cierto ese proverbio que decía que lo que los ojos no ven, no lo siente el corazón. Los proverbios están constantemente engañándonos, concluyó el perro.

Eran las once cuando sonó el timbre de la puerta. Algún vecino con problemas, pensó el violonchelista, y se levantó para abrir. Buenas noches, dijo la mujer del palco, pisando el umbral, Buenas noches, respondió el músico, esforzándose por dominar el pasmo que le contraía la glotis, No me pide que entre, Claro que sí, por favor. Se apartó para dejarla pasar, cerró la puerta, todo despacio, lentamente, para que el corazón no le explotara. Con las piernas temblando la acompañó a la sala de música, con la mano que temblaba le indicó el sillón. Pensé que ya se habría ido, dijo, Como ve, decidí quedarme, respondió la mujer, Pero partirá mañana, A eso me comprometí, Supongo que ha venido para traerme la carta, que no la ha roto, Sí, la tengo aquí en este bolso, Démela, entonces, Tenemos tiempo, recuerdo haberle dicho que las prisas son malas consejeras, Como quiera, estoy a su disposición, Lo dice en serio, Es mi mayor defecto, todo lo digo en serio, incluso cuando hago reír, principalmente cuando hago reír, En ese caso me atrevo a pedirle un favor, Cuál, Compénseme por haber faltado ayer al concierto, No veo de qué manera, Ahí tiene un piano, Ni se le ocurra, soy un pianista mediocre, O el violonchelo, Eso es otra cosa, sí, podré tocarle una o dos piezas si se empeña, Puedo escoger, preguntó la mujer, Sí, pero sólo lo que esté a mi alcance, dentro de mis posibilidades. La mujer tomó el cuaderno de la suite número seis de bach y dijo, Esto, Es muy larga, lleva más de media hora, y ya comienza a ser tarde, Le repito que tenemos tiempo, Hay un pasaje en el preludio en que tengo dificultades, No importa, sálteselo cuando llegue, dijo la mujer, o ni será preciso, ya verá que tocará aún mejor que rostropovich. El violonchelista sonrió, Puede tener la certeza. Abrió el cuaderno sobre el atril, respiró hondo, colocó la mano izquierda en el brazo del violonchelo, la mano derecha condujo el arco hasta casi rozar las cuerdas, y comenzó. De más sabía que no era rostropovich, que no pasaba de un solista de orquesta cuando la casualidad del programa lo exigía, pero aquí, ante esta mujer, con su perro echado a los pies, a esta hora de la noche, rodeado de libros, de cuadernos de música, de partituras, era el propio johann Sebastian bach componiendo en cóthen lo que más tarde sería llamado opus mil doce, obras ellas casi tantas como fueron las de la creación. El pasaje difícil fue traspasado sin que él se hubiera dado cuenta de la proeza que había cometido, manos felices hacían murmurar, hablar, cantar, rugir al violonchelo, he aquí lo que le faltó a rostropovich, esta sala de música, esta hora, esta mujer. Cuando él terminó, las manos de ella ya no estaban frías, las suyas ardían, por eso las manos se dieron a las manos y no se extrañaron. Pasaba mucho de la una de la madrugada cuando el violonchelista preguntó, Quiere que llame un taxi que la lleve al hotel, y la mujer respondió, No, me quedaré contigo, y le ofreció la boca.

Entraron en el dormitorio, se desnudaron, y lo que estaba escrito que sucedería sucedió por fin, y otra vez, y otra aún. Él se durmió, ella no. Entonces ella, la muerte, se levantó, abrió el bolso que había dejado en la sala y sacó la carta color violeta. Miró alrededor como si buscara un lugar donde poder dejarla, sobre el piano, sujeta entre las cuerdas del violonchelo o quizás en el propio dormitorio, debajo de la almohada en que la cabeza del hombre descansaba. No lo hizo. Fue a la cocina, encendió una cerilla, una humilde cerilla, ella que podría deshacer el papel con una mirada, reducirlo a un impalpable polvo, ella que podría pegarle fuego sólo con el contacto de los dedos, y era una simple cerilla, una cerilla común, la cerilla de todos los días, la que hacía arder la carta de la muerte, esa que sólo la muerte podía destruir. No quedaron cenizas. La muerte volvió a la cama, se abrazó al hombre, y, sin comprender lo que le estaba sucediendo, ella que nunca dormía, sintió que el sueño le bajaba suavemente los párpados. Al día siguiente no murió nadie.

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