Las intermitencias de la muerte (18 page)

Tiene los ojos a la altura de la cabeza del hombre, le distingue el perfil nítidamente dibujado sobre el fondo de la vaga luminosidad naranja que entra por la ventana y se repite a sí misma que no tiene ningún motivo razonable para seguir allí, pero inmediatamente argumenta que sí, que tiene un motivo, y fuerte, porque ésta es la única casa de la ciudad, del país, del mundo entero, en que existe una persona que está infringiendo la más severa de las leyes de la naturaleza, esa que tanto impone la vida como la muerte, que no te preguntó si querías vivir, que no te preguntará si quieres morir. Este hombre está muerto, pensó, todo aquel que tenga que morir joven ya viene muerto de antes, sólo necesita que yo le dé un toque leve con el pulgar o que le mande la carta color violeta que no podrá rechazar. Este hombre no está muerto, pensó, despertará dentro de pocas horas, se levantará como todos los otros días, abrirá la puerta del patio para que el perro se libere de lo que le sobra en el cuerpo, tomará su desayuno, entrará en el cuarto de baño de donde saldrá aliviado, limpio, afeitado, tal vez vaya a la calle con el perro para comprar juntos el periódico en el quiosco de la esquina, tal vez se siente ante el atril y toque una vez más las tres piezas de schumann, tal vez después piense en la muerte como tienen obligación de hacer todos los seres humanos, aunque él no sepa que en este momento es como si fuera inmortal porque esta muerte que lo mira no sabe cómo ha de matarlo. El hombre cambió de postura, dio la espalda al armario que condenaba la puerta y dejó caer el brazo derecho hacia el lado del perro. Un minuto después estaba despierto. Tenía sed. Encendió la lámpara de la mesilla de noche, se levantó, metió los pies en las zapatillas que, como siempre, estaban debajo de la cabeza del perro, y fue a la cocina. La muerte lo siguió. El hombre echó agua en un vaso y bebió. El perro apareció en ese momento, mató la sed en el recipiente de al lado de la puerta que da al patio y luego levantó la cabeza hacia el dueño. Quieres salir, claro, dijo el violonchelista. Abrió la puerta y esperó que el animal volviera. En el vaso había quedado un poco de agua.

La muerte la miró, hizo un esfuerzo para imaginar qué sería la sed, pero no lo consiguió. Tampoco lo consiguió cuando tuvo que matar de sed en el desierto, pero entonces ni siquiera lo había intentado. El animal ya regresaba, moviendo el rabo. Vamos a dormir, dijo el hombre. Volvieron a la habitación, el perro dio tres vueltas sobre sí mismo y se echó enroscado. El hombre se tapó hasta el cuello, tosió dos veces y poco después entró en el sueño. Sentada en su esquina, la muerte lo miraba. Mucho más tarde, el perro se levantó de la alfombra y se subió al sillón. Por primera vez en su vida la muerte supo lo que era tener un perro en el regazo.

11

Momentos de debilidad cualquiera los puede tener en la vida, y, si hoy pasamos sin ellos, demos como cierto que los tendremos mañana. Del mismo modo que tras la broncínea coraza de aquiles vimos que latía un corazón sentimental, baste que recordemos los celos padecidos por el héroe durante diez años después de que agamenón le robara a su bien amada, la cautiva briseida, y luego aquella terrible cólera que le hizo volver a la guerra gritando con voz estentórea contra los troyanos cuando su amigo patroclo murió a manos de héctor, también en la más impenetrable de todas las armaduras hasta hoy forjadas y con promesa de que así seguirá hasta la definitiva consumación de los siglos, al esqueleto de la muerte nos referimos, siempre existe la posibilidad de que un día llegue a insinuarse en su pavorosa carcasa, así como quien no quiere la cosa, un suave acorde de violonchelo, un ingenuo trino de piano, o que la simple visión de un cuaderno de música abierto sobre una silla te haga recordar aquello que te niegas a pensar, que no habías vivido y que, hagas lo que hagas, no podrás vivir nunca, salvo si. Habías observado con fría atención al violonchelista dormido, ese hombre al que no consigues matar porque sólo pudiste llegar hasta él cuando ya era demasiado tarde, habías visto al perro enroscado sobre la alfombra, y ni siquiera a este animal te es permitido tocar porque tú no eres su muerte, y, en la templada penumbra del dormitorio, esos dos seres vivos que rendidos al sueño te ignoraban sirvieron para aumentar en tu conciencia el peso del yerro. Tú, que te habías habituado a poder lo que nadie más puede, te ves allí impotente, atada de pies y manos, con tu licencia para matar cero cero siete sin validez en esta casa, nunca, desde que eres muerte, lo reconoces, habías sido hasta tal punto humillada. Fue entonces cuando saliste del dormitorio y entraste en la sala de música, fue entonces cuando te arrodillaste ante la suite número seis para violonchelo de Johann Sebastian Bach e hiciste con los hombros esos movimientos rápidos que en los seres humanos suelen acompañar al llanto compulsivo, fue entonces, con tus duras rodillas todavía hincadas en el duro suelo, cuando tu exasperación se difuminó de repente como la imponderable niebla en que a veces te transformas cuando no quieres ser del todo invisible. Regresaste al dormitorio, seguiste al violonchelista cuando él fue a la cocina para beber agua y abrirle la puerta al perro, primero lo viste acostado y durmiendo, ahora lo ves despierto y de pie, tal vez debido a una ilusión óptica causada por las rayas verticales del pijama parecía mucho más alto que tú, pero no podía ser, era un engaño de los ojos, una distorsión de la perspectiva, ahí está la lógica de los hechos que nos dice que la mayor eres tú, muerte, mayor que todo, mayor que todos nosotros. O tal vez no siempre lo seas, tal vez las cosas que suceden en el mundo se expliquen por la ocasión, por ejemplo, la luna deslumbrante que el músico recuerda de su infancia habría pasado en vano si él se encontrara durmiendo, sí, la ocasión, porque tú ya eras otra vez una pequeña muerte cuando regresaste al dormitorio y te sentaste en el sillón, y más pequeña aún te hiciste cuando el perro se levantó de la alfombra y se subió a tu regazo que parecía de niña, y entonces tuviste un pensamiento de los más bonitos, pensaste que no era justo que la muerte, no tú, la otra, viniese algún día a apagar la brasa de aquel suave calor animal, así lo pensaste, quién lo diría, tú que estás tan habituada a los fríos árticos y antárticos que hacen en la sala en que te encuentras en este momento y adonde la voz de tu ominoso deber te llamó, el de matar a aquel hombre que, dormido, parecía tener en la cara el rictus amargo de quien en toda su vida había tenido una compañía realmente humana en la cama, que hizo un acuerdo con su perro para que cada uno soñara con el otro, el perro con el hombre, el hombre con el perro, que se levanta de noche con su pijama de rayas para ir a la cocina a matar la sed, claro que sería más cómodo llevarse un vaso de agua al dormitorio cuando fuera a acostarse, pero no lo hace, prefiere su pequeño paseo nocturno por el pasillo hasta la cocina, en medio de la paz y el silencio de la noche, con el perro que siempre va detrás y a veces pide salir al patio, otras veces no, Este hombre tiene que morir, dices tú.

La muerte es nuevamente un esqueleto envuelto en una mortaja, con la capucha medio caída hacia delante, de modo que lo peor de la calavera le quede cubierto, pero no merece la pena tanto cuidado, si ésa era su preocupación, porque aquí no hay nadie que se asuste con el macabro espectáculo, sobre todo porque a la vista quedan los extremos de los huesos de las manos y de los pies, éstos descansando en las baldosas del suelo, cuya gélida frialdad no sienten, aquéllas hojeando, como si fueran un raspador, las páginas del volumen completo de las ordenaciones históricas de la muerte, desde el primero de todos los reglamentos, el que fue escrito con una sola y simple palabra, matarás, hasta las adendas y los apéndices más recientes, en que todos los modos y variantes del morir hasta ahora conocidos se encuentran compilados, y de los que se puede decir que nunca la lista se agota. La muerte no se sorprendió con el resultado negativo de su consulta, en realidad, sería incongruente, pero sobre todo sería superfluo que en un libro en que se determina para todos y cada representante de la especie humana un punto final, un remate, una condena, la muerte, aparecieran palabras como vida y vivir, como vivo y viviré. Allí sólo hay lugar para la muerte, jamás para hablar de hipótesis absurdas como que alguien haya conseguido escapar de ella alguna vez. Eso nunca se ha visto. Por ventura, buscando bien, todavía sea posible encontrar una vez, una sola vez, el tiempo verbal yo viví en una innecesaria nota a pie de página, pero tal diligencia nunca ha sido seriamente intentada, lo que nos induce a concluir que hay más que fuertes razones para que ni al menos el hecho de haber vivido merezca ser mencionado en el libro de la muerte. Es que el otro nombre del libro de la muerte, conviene que lo sepamos, es el libro de la nada. El esqueleto apartó el reglamento hacia un lado y se levantó. Dio, como suele hacer cuando necesita penetrar en el meollo de una cuestión, dos vueltas a la sala, después abrió el cajón del fichero donde se encontraba el expediente del violonchelista y lo retiró. Este gesto acaba de hacernos recordar que es el momento, o no lo será nunca, por aquello de la ocasión a que antes hicimos referencia, de dejar claro un aspecto importante relacionado con el funcionamiento de los archivos que vienen siendo objeto de nuestra atención y del cual, por censurable descuido del narrador, hasta ahora no se había hecho mención. En primer lugar, y al contrario de lo que tal vez se pudiera imaginar, los diez millones de expedientes que se encuentran organizados en estos cajones no fueron rellenados por la muerte, no fueron escritos por ella. No faltaría más, la muerte es la muerte, no una escribana cualquiera. Los expedientes aparecen en sus lugares, es decir, alfabéticamente archivados, en el instante exacto en que las personas nacen, y desaparecen en el exacto momento en que mueren. Antes de la invención de las cartas color violeta, la muerte no se tomaba el trabajo de abrir las gavetas, la entrada y salida de expedientes siempre se hace sin confusiones, sin atropellos, no hay memoria de que se produjeran escenas tan deplorables como serían las de unos diciendo que no querían nacer y otros protestando que no querían morir. Los expedientes de las personas que mueren van, sin que nadie los lleve, a una sala que hay debajo de ésta, o mejor, toman su lugar en una de las salas subterráneas que se van sucediendo en niveles cada vez más profundos y que ya están camino del centro ígneo de la tierra, donde toda esta papelada acabará algún día por arder. Aquí, en la sala de la muerte y de la guadaña, sería imposible establecer un criterio parecido al que adoptó aquel conservador del registro civil que decidió reunir en un archivo los nombres y los papeles, todos, de los vivos y de los muertos que tenía a su custodia, alegando que sólo juntos podían representar la humanidad como ésta debería ser entendida, un todo absoluto, independientemente del tiempo y de los lugares, y que haberlos mantenido separados había sido un atentado contra el espíritu. Ésta es la enorme diferencia que existe entre la muerte de aquí y aquel sensato conservador de los papeles de la vida y de la muerte, además ella hace gala de despreciar olímpicamente a los que murieron, recordemos la cruel frase, tantas veces repetida, que dice el pasado, pasado está, mientras que él, en compensación, gracias a lo que en el lenguaje corriente llamamos conciencia histórica, es de la opinión de que los vivos no deberían nunca ser separados de los muertos y que, en caso contrario, no sólo los muertos quedarían muertos para siempre, también los vivos vivirían su vida sólo por la mitad, aunque ésta fuese más larga que la de matusalén, del que hay dudas de si murió a los novecientos sesenta y nueve años como dice el antiguo testamento masorético o a los setecientos veinte como afirma el pentateuco samaritano. Ciertamente no todo el mundo estará de acuerdo con la osada propuesta archivística del conservador de todos los nombres habidos y por haber, pero, por lo que pueda venir a valer en el futuro, aquí la dejamos consignada.

La muerte examina el expediente y no encuentra nada que no hubiese visto antes, o sea, la biografía de un músico que ya debería estar muerto hace más de una semana y que, pese a eso, continúa tranquilamente viviendo en su modesto domicilio de artista, con aquel su perro negro que sube al regazo de las señoras, el piano y el violonchelo, su sed nocturna y su pijama de rayas. Tiene que haber una forma de resolver este tropiezo, pensó la muerte, lo preferible, claro está, sería que el asunto se pudiera despachar sin hacer demasiado ruido, pero si las altas instancias sirven para algo, si no están ahí sólo para recibir honras y loores, ahora tienen una buena ocasión para demostrar que no son indiferentes para con quien, aquí abajo, en la planicie, lleva a cabo el trabajo duro, que alteren el reglamento, que decreten medidas excepcionales, que autoricen, si es necesario llegar a tanto, una acción de legalidad dudosa, lo que sea menos permitir que semejante escándalo continúe. Lo curioso del caso es que la muerte no tiene ni la más mínima idea de quiénes son, en concreto, las tales altas instancias que supuestamente le deben resolver el tropiezo. Es verdad que, en una de las cartas publicadas en la prensa, si no me equivoco en la segunda, mencionó una muerte universal que haría desaparecer no se sabía cuándo todas las manifestaciones de vida del universo hasta el último microbio, pero eso, aparte de tratarse de una obviedad filosófica porque nada puede durar siempre, ni siquiera la muerte, era el resultado, en términos prácticos, de una deducción de sentido común que desde hace mucho circulaba entre las muertes sectoriales, aunque le faltase la confirmación de un conocimiento confirmado por el examen y la experiencia.

Demasiado hacían ellas conservando la creencia en una muerte general que hasta hoy no ha dado el más simple indicio de su imaginario poder.

Nosotras, las sectoriales, pensó la muerte, somos las que realmente trabajamos en serio, limpiando el terreno de excrecencias, y, de verdad, no me sorprendería nada que, si el cosmos llega a desaparecer, no sea tanto como consecuencia de una proclamación solemne de la muerte universal, retumbando entre las galaxias y los agujeros negros, y sí como efecto último de la acumulación de muertecitas particulares y personales que son de nuestra responsabilidad, una a una, como si la gallina del proverbio, en lugar de llenarse la barriga grano a grano, grano a grano estúpidamente la fuera vaciando, así me parece que sucederá con la vida, que ella misma va preparando su fin, sin necesitarnos, sin esperar que le demos un empujoncito. Es más que comprensible la perplejidad de la muerte. La habían puesto en este mundo hace tanto tiempo que ya no consigue recordar de quién recibió las instrucciones indispensables para el regular desempeño de la operación que le incumbía. Le pusieron el reglamento en las manos, le apuntaron la palabra matarás como único faro de sus actividades y, sin que probablemente se diera cuenta de la macabra ironía, le dijeron que viviera su vida. Ella se puso a vivirla creyendo que, en caso de duda o de algún improbable error, siempre iba a tener las espaldas cubiertas, siempre habría alguien, un jefe, un superior jerárquico, un guía espiritual, a quien pedir consejo y orientación.

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