Read Las intermitencias de la muerte Online
Authors: José Saramago
En el comunicado oficial, finalmente difundido cuando la noche ya iba avanzada, el jefe del gobierno ratificaba que no se había registrado ninguna defunción en todo el país desde el inicio del nuevo año, pedía comedimiento y sentido de la responsabilidad en los análisis e interpretaciones que del extraño suceso pudieran ser elaborados, recordaba que no se debería excluir la posibilidad de que se tratara de una casualidad fortuita, de una alteración cósmica meramente accidental y sin continuidad, de una conjunción excepcional de coincidencias intrusas en la ecuación espacio-tiempo, pero que, por si acaso, ya se habían iniciado contactos exploratorios ante los organismos internacionales competentes para habilitar al gobierno en una acción tanto más eficaz cuanto más concertada pudiera ser. Enunciadas estas vaguedades pseudocientíficas, destinadas también a tranquilizar, por lo incomprensibles, el desbarajuste que reinaba en el país, el primer ministro concluía afirmando que el gobierno se encontraba preparado para todas las eventualidades humanamente imaginables, decidido a encarar con valentía y con el indispensable apoyo de la ciudadanía los complejos problemas sociales, económicos, políticos y morales que la extinción definitiva de la muerte inevitablemente suscitaría, en el caso, más que previsible, de que llegara a confirmarse. Aceptaremos el reto de la inmortalidad del cuerpo, exclamó con tono arrebatado, si es ésa la voluntad de dios, a quien agradeceremos por siempre jamás, con nuestras oraciones, que haya escogido al buen pueblo de este país como su instrumento. Significa esto, pensó el jefe del gobierno al terminar la lectura, que estamos con la soga al cuello. No se podía imaginar hasta qué punto la soga iba a apretarle. Todavía no había pasado media hora cuando, en el coche oficial que lo conducía a casa, recibió una llamada del cardenal, Buenas noches, señor primer ministro, Buenas noches, eminencia, Le telefoneo para decirle que me siento profundamente consternado, También yo, eminencia, la situación es muy grave, la más grave de cuantas el país ha vivido hasta hoy, No se trata de eso, De qué se trata entonces, eminencia, Es deplorable desde todos los puntos de vista que, al redactar la declaración que acabo de escuchar, usted no tuviera en cuenta aquello que constituye los cimientos, la viga maestra, la piedra angular, la llave de la bóveda de nuestra santa religión, Eminencia, perdone, recelo no comprender adonde quiere llegar, Sin muerte, óigame bien, señor primer ministro, sin muerte no hay resurrección, y sin resurrección no hay iglesia, Demonios, No he entendido lo que ha dicho, repítalo, por favor, Estaba callado, eminencia, probablemente habrá sido alguna interferencia causada por la electricidad atmosférica, por la estática, o un problema de cobertura, el satélite a veces falla, decía usted que, Decía lo que cualquier católico, y usted no es excepción, tiene obligación de saber, que sin resurrección no hay iglesia, además, cómo se le metió en la cabeza que dios podría querer su propio fin, afirmarlo es una idea absolutamente sacrílega, tal vez la peor de las blasfemias, Eminencia, no he dicho que dios quiera su propio fin, No con esas exactas palabras, pero admitió la posibilidad de que la inmortalidad del cuerpo resultara de la voluntad de dios, no es necesario estar doctorado en lógica trascendental para darse cuenta de que quien dice una cosa dice la otra, Eminencia, por favor, créame, fue una simple frase de efecto destinada a impresionar, un remate del discurso, nada más, bien sabe que la política tiene estas necesidades, También la iglesia las tiene, señor primer ministro, pero nosotros meditamos mucho antes de abrir la boca, no hablamos por hablar, calculamos los efectos a distancia, nuestra especialidad, si quiere que le dé una imagen que se comprenda mejor, es la balística, Estoy desolado, eminencia, En su lugar yo también lo estaría. Como si estuviera calculando el tiempo que tardaría la granada en caer, el cardenal hizo una pausa, luego, en un tono más suave, más cordial, dijo, Me gustaría saber si dio a conocer la declaración a su majestad antes de leerla ante los medios de comunicación social, Naturalmente, eminencia, tratándose de un asunto de tanto melindre, Y qué dice el rey, si no es secreto de estado, Le pareció bien, Hizo algún comentario al acabar, Estupendo, Estupendo, qué, Es lo que dijo su majestad, estupendo, Quiere decirme que también blasfemó, No soy competente para formular juicios de esa naturaleza, eminencia, vivir con mis propios errores ya me cuesta demasiado trabajo, Tendré que hablar con el rey, recordarle que, en una situación como ésta, tan confusa, tan delicada, sólo la observancia fiel y sin desfallecimientos de las probadas doctrinas de nuestra santa madre iglesia podrá salvar al país del pavoroso caos que se nos viene encima, Vuestra eminencia decidirá, está en su papel, Le preguntaré a su majestad qué prefiere, si ver a la reina madre siempre agonizante, postrada en un lecho del que no volverá a levantarse, con el inmundo cuerpo reteniéndole indignamente el alma, o verla, por morir, triunfadora de la muerte, en la gloria eterna y resplandeciente de los cielos, Nadie dudaría la respuesta, Sí, pero al contrario de lo que se cree, no son tanto las respuestas lo que me importa, señor primer ministro, sino las preguntas, obviamente me refiero a las nuestras, fíjese cómo suelen tener, al mismo tiempo, un objetivo a la vista y una intención que va escondida detrás, si las hacemos no es sólo para que nos respondan lo que en ese momento necesitamos que los interpelados escuchen de su propia boca, es también para que se vaya preparando el camino de las futuras respuestas, Más o menos como en la política, eminencia, Así es, pero la ventaja de la iglesia es que, aunque a veces no lo parezca, al gestionar lo que está arriba, gobierna lo que está abajo. Hubo una nueva pausa, que el primer ministro interrumpió, Estoy casi llegando a casa, eminencia, pero, si me lo permite, todavía me gustaría exponerle una breve cuestión, Dígame, Qué hará la iglesia si nunca más muere nadie, Nunca más es demasiado tiempo, incluso tratándose de la muerte, señor primer ministro, Creo que no me ha respondido, eminencia, Le devuelvo la pregunta, qué hará el estado si no muere nadie nunca más, El estado tratará de sobrevivir, aunque dudo mucho que lo consiga, pero la iglesia, La iglesia, señor primer ministro, está de tal manera habituada a las respuestas eternas que no puedo imaginarla dando otras, Aunque la realidad las contradiga, Desde el principio no hemos hecho otra cosa que contradecir la realidad, y aquí estamos, Qué dirá el papa, Si yo lo fuera, que dios me perdone la estulta vanidad de pensarme como tal, mandaría poner en circulación una nueva tesis, la de la muerte pospuesta, Sin más explicaciones, A la iglesia nunca se le ha pedido que explicara esto o aquello, nuestra otra especialidad, además de la balística, ha sido neutralizar, por la fe, el espíritu curioso, Buenas noches, eminencia, hasta mañana, Si dios quiere, señor primer ministro, siempre si dios quiere, Tal como están las cosas en este momento, no parece que pueda evitarlo, No se olvide, señor primer ministro, que fuera de las fronteras de nuestro país se sigue muriendo con toda normalidad, y eso es una buena señal, Cuestión de punto de vista, eminencia, tal vez fuera nos estén mirando como un oasis, un jardín, un nuevo paraíso, O un infierno, si fueran inteligentes, Buenas noches, eminencia, le deseo un sueño tranquilo y reparador, Buenas noches, señor primer ministro, si la muerte decide regresar esta noche, espero que no tenga la ocurrencia de elegirlo a usted, Si la justicia en este mundo no es una palabra vana, la reina madre debería irse antes que yo, Le prometo no denunciarlo mañana ante el rey, Cuánto se lo agradezco, eminencia, Buenas noches, Buenas noches.
Eran las tres de la madrugada cuando el cardenal tuvo que ser trasladado a todo correr al hospital con un ataque de apendicitis aguda que obligó a una inmediata intervención quirúrgica. Antes de ser succionado por el túnel de la anestesia, en ese instante veloz que precede a la pérdida total de la conciencia, pensó lo que tantos otros han pensado, que podía morir en la operación, después recordó que tal ya no era posible, y, finalmente, en un último destello de lucidez, todavía se le pasó por la mente la idea de que si, a pesar de todo, muriese de verdad, eso significaría que habría, paradójicamente, vencido a la muerte. Arrebatado por una irresistible ansia de sacrificio iba a implorar a dios que lo matase, pero no llegó a tiempo de poner las palabras en orden. La anestesia le ahorró el supremo sacrilegio de querer transferir los poderes de la muerte hacia un dios más generalmente conocido como dador de vida.
Aunque hubiese sido inmediatamente puesto en ridículo por los periódicos de la competencia, que fueron capaces de arrancar de la inspiración de sus redactores principales los más diversos y sustanciosos titulares, algunas veces dramáticos, líricos otras, y, aunque pocos, filosóficos o místicos, cuando no de conmovedora ingenuidad, como el de un diario popular que se contentó con la pregunta, "Y Ahora Qué Será De Nosotros", añadiendo al final de la frase el alarde gráfico de una enorme interrogación, el ya comentado titular Año Nuevo, Vida Nueva, pese a su aflictiva banalidad, cayó como miel sobre hojuelas en algunas personas que, por temperamento natural o educación adquirida, preferían por encima de todo la firmeza de un optimismo más o menos pragmático, incluso cuando tuvieran motivos para sospechar que se trataba de una mera y tal vez fugaz apariencia. Habiendo vivido, hasta estos días de confusión, en lo que creían que era el mejor de todos los mundos posibles y probables, descubrían, complacidos, que lo mejor, lo mejor realmente, estaba llegando ahora, ya lo tenían ahí mismo, ante la puerta de casa, una vida única, maravillosa, sin el miedo cotidiano a la chirriante tijera de la parca, la inmortalidad en la patria que nos dio el ser, a salvo de incomodidades metafísicas y gratis para todo el mundo, sin un sobre lacrado para abrir a la hora de la muerte, tú al paraíso, tú al purgatorio, tú al infierno, en esta encrucijada se separaban en otros tiempos, queridos compañeros de este valle de lágrimas llamado tierra, nuestros destinos en el otro mundo. Así pues, no tuvieron los periódicos reticentes o problemáticos otra solución, y con éstos las televisiones y las radios afines, que unirse a la marea alta de alegría colectiva que se extendía de norte a sur y de este a oeste, refrescando las mentes temerosas y arrastrando lejos de la vista la larga sombra de tánatos. Con el paso de los días, y viendo que realmente no moría nadie, los pesimistas y los escépticos, poco a poco al principio, después en masa, se fueron uniendo al mare mágnum de ciudadanos que aprovechaban todas las ocasiones para salir a la calle y proclamar, y gritar, que, ahora sí, la vida es bella.
Un día, una señora en estado de viudez reciente, no encontrando otra manera de manifestar la nueva felicidad que le inundaba el ser, bien es verdad que con el ligero dolor de saber que, al no morir ella, nunca más volvería a ver al llorado difunto, tuvo la ocurrencia de colgar en la calle, en el florido balcón de su comedor, la bandera nacional. Fue lo que se suele llamar dicho y hecho. En menos de cuarenta y ocho horas el abanderamiento se extendió por todo el país, los colores y los símbolos de la bandera ocuparon el paisaje, con mayor visibilidad en las ciudades por la evidente razón de que se benefician de más balcones y ventanas que el campo. Era imposible resistirse a tal fervor patriótico, sobre todo porque, llegadas de no se sabe dónde, comenzaron a difundirse ciertas declaraciones inquietantes, por no decir francamente amenazadoras, como por ejemplo, Quien no ponga la inmortal bandera de la patria en la ventana de su casa no merece estar vivo, Quienes no anden con la bandera nacional bien a la vista es porque se han vendido a la muerte, Únete, sé patriota, compra una bandera, Compra otra, Compra otra más, Abajo los enemigos de la vida, la suerte que tienen es que ya no haya muerte. Las calles eran un auténtico real de insignias desplegadas batidas por el viento, si soplaba, o, cuando no, un ventilador eléctrico colocado con maña hacía esa función, y si la potencia del aparato no era suficiente para que el estandarte virilmente ondease, obligándolo a dar esos chasquidos de látigo que tanto exaltan a los espíritus marciales, al menos permitía que honrosamente ondearan los colores de la patria. Algunas personas, pocas, con mucho sigilo murmuraban que aquello era una exageración, un despropósito, que más pronto que tarde no quedaría más remedio que retirar ese enredo de banderas, Y cuanto antes lo hagamos, mejor, porque de la misma manera que demasiada azúcar en el pudín empacha el paladar y perjudica el proceso digestivo, también el normal y más que justo respeto por los emblemas patrióticos acabará convertido en chacota si permitimos que resbale en auténticos atentados contra el pudor, como los exhibicionistas de gabardina de execrada memoria. Además, decían, si las banderas están ahí para celebrar el hecho de que la muerte ha dejado de matar, una de dos, o las retiramos antes de que hartos comencemos a detestar los símbolos de la patria, o vamos a pasar el resto de la vida, es decir, la eternidad, sí, decimos bien, la eternidad, mudándolos cada vez que los pudra la lluvia, que el viento los desgarre o el sol les coma los colores. Eran poquísimas las personas que tenían la valentía de poner así, públicamente, el dedo en la llaga, y hubo un pobre hombre que tuvo que pagar el antipatriótico desahogo con una paliza que, si no se le terminó allí la pobre vida, fue porque la muerte había dejado de operar en este país desde primeros de año.
No todo es fiesta, porque, al lado de unos cuantos que ríen, siempre habrá otros que lloren, y a veces, como en el presente caso, por las mismas razones. Importantes sectores profesionales, seriamente preocupados con la situación, ya comenzaron a transmitir la expresión de su descontento ante quien procediera. Como era de esperar, las primeras y formales reclamaciones llegaron de las empresas del negocio funerario. Brutalmente desprovistos de su materia prima, los propietarios comenzaron haciendo el gesto clásico de llevarse la mano a la cabeza, gimiendo en plañidero coro, Y ahora, qué será de nosotros, pero luego, ante la perspectiva de una catastrófica quiebra que a nadie del gremio funéreo salvaría, convocaron asamblea general del sector, a cuyo término, tras acaloradas discusiones, todas ellas improductivas porque todas, sin excepción, se daban de bruces contra el muro indestructible de la falta de colaboración de la muerte, esa a que se habían habituado, de padres a hijos, como algo que por naturaleza les era debido, aprobaron un documento para someterlo a la consideración del gobierno de la nación, documento que adoptaba la única propuesta constructiva, constructiva, sí, aunque también hilarante, que fue presentada a debate, Se van a reír de nosotros, avisó el presidente de la mesa, pero reconozco que no tenemos otra salida, o esto, o será la ruina del sector. Informaba el documento de que, reunidos en asamblea general extraordinaria para examinar la gravísima crisis en que se estaban debatiendo con motivo de la falta de abastecimiento en todo el país, los representantes de las agencias funerarias, después de intenso y participativo análisis, durante el cual siempre había imperado el respeto por los supremos intereses de la nación, llegaron a la conclusión de que todavía era posible evitar las dramáticas consecuencias de lo que sin duda iba a pasar a la historia como la peor calamidad colectiva que nos cayó encima desde la fundación de la nacionalidad, o sea, que el gobierno decida declarar obligatorios los entierros o la incineración de todos los animales domésticos que fenezcan de muerte natural o por accidente, y que tal entierro o incineración, regulados y aprobados, sean obligatoriamente realizados por la industria funeraria, teniendo en cuenta los méritos prestados en el pasado como auténtico servicio público que ha sido, en el sentido más profundo de la expresión, generaciones tras generaciones. El documento proseguía, Solicitamos también la mejor atención del gobierno para con el hecho de que la indispensable reconversión de la industria no será viable sin abultadas inversiones, ya que no es lo mismo sepultar a un ser humano que llevar hasta su última morada a un gato o un canario, y por qué no decir un elefante de circo o un cocodrilo de bañera, siendo por tanto necesario reformular de arriba abajo nuestro know how tradicional, sirviendo de providencial apoyo a esta indispensable actualización la experiencia ya adquirida desde la oficialización de los cementerios de animales, o sea, lo que hasta ahora no había pasado de intervención marginal de nuestra industria, aunque, no lo negamos, bastante lucrativa, pasará a ser actividad exclusiva, evitando así, en la medida de lo posible, el despido de centenares si no millares de abnegados y valerosos trabajadores que durante todos los días de su vida se han enfrentado valerosamente a la imagen terrible de la muerte y a quienes la misma muerte ahora les da de forma inmerecida la espalda, Expuesto lo que, señor primer ministro, rogamos, con vista a la merecida protección de una profesión a lo largo de milenios clasificada de utilidad pública, se digne considerar, no solamente la urgencia de una decisión favorable, sino también, en paralelo, la apertura de una línea de créditos bonificados, o mejor, y eso sería oro sobre azul, o dorado sobre negro, que son nuestros colores, por no decir de la más elemental justicia, la concesión de préstamos a fondo perdido que ayuden a viabilizar la rápida revitalización de un sector cuya supervivencia se encuentra amenazada por primera vez en la historia, y desde mucho antes de ella, en todas las épocas de la prehistoria, pues nunca a un cadáver humano debe de haberle faltado quien, más pronto o más tarde, acudiese a enterrarlo, aunque no fuera nada más que la generosa tierra abriéndose. Respetuosamente, solicitamos de V. E. que atienda nuestra solicitud.