Read Las mujeres que hay en mí Online
Authors: María de la Pau Janer
Hay un momento en la vida en el que te dicen que alguien a quien amas se va a marchar. Te lo comunican cuando aún ves su rostro lleno de vida, cuando puedes tomar su mano y sentir que el otro se da cuenta de tu contacto. Son hechos que se producen en momentos inesperados, justo antes de que podamos empezar a imaginárnoslos. Nuestra capacidad para imaginar situaciones, en estos casos, siempre va unos pasos atrás de la realidad. La realidad impone sus normas; el pensamiento debe adaptarse a ellas. Pasaron las horas. Después de comprobar cuál era la reacción del médico, y de observar que el abuelo parecía una vela que se va apagando, abandoné mi actitud incrédula. La sustituí por una sensación de perplejidad, que me aproximaba a los abismos. El ánimo perplejo oscila entre la sorpresa y la duda. Esto es lo que me sucedía. Mientras tanto, la abuela Margarita, sentada a mi lado, hacía pasar entre los dedos de su mano las cuentas de un rosario. No hablábamos mucho, pero su compañía me resultaba grata. En aquellas horas críticas, cuando le velábamos esperando una leve mejoría, la sentí muy próxima.
Observaba, durante horas, su rostro dormido. Tenía los ojos cerrados, las mejillas enjutas, los labios delgados, transformados en dos líneas finas que no hacían ningún gesto. Aquel perfil se alejaba poco a poco de lo que había sido y adoptaba una apariencia nueva, irreconocible. Yo me esforzaba por rescatar sus rasgos conocidos. No quería permitir que se le fuera afilando la nariz, que tomara la forma de la muerte. Le miraba fijamente y le decía, sin palabras, que tenía que volver a ser mi abuelo. La sensación de recorrer aquel proceso que avanzaba hacia la muerte era extraña. Por una parte, me incitaba a concentrarme en el deseo. Retornaba a las creencias infantiles: si deseaba intensamente una cosa, por fuerza iba a cumplirse. Yo no quería que muriese. No lo quería. La solución, pues, era repetirlo mil veces, hasta que los labios me dolieran de tanto murmurar lo mismo. Por otra parte, me parecía que yo tenía que poder hacer algo. No era capaz de resignarme a la inmovilidad. No me refiero a la quietud física, aquel sentarme en una silla, junto a la cabecera de la cama, sino a la actitud de espera. Me negaba a esperar la muerte. Habría hecho cualquier cosa por conjurarla. Me habría sometido a las ceremonias más absurdas: todo antes de esperarla pasivamente. De vez en cuando, me acercaba al abuelo y le murmuraba palabras de consuelo. Le apretaba el hombro con una mano, mientras le suplicaba que fuese valiente, que superase aquel mal trago.
A veces, retornaba de la ausencia, del sueño, y hablaba. Eran palabras ininteligibles, que sólo comprendíamos de vez en cuando. Teníamos que concentrarnos en los sonidos que emitía. Eran frases entrecortadas, balbuceantes, que pronunciaba inquieto. Con el cuerpo empapado de sudor, el movimiento tembloroso bajo las sábanas, repetía una letanía de palabras. Me impacienté:
—¿Qué dice? —se me ocurrió preguntarle a la abuela Margarita.
—No dice nada en concreto. Sólo repite algunos nombres de mujer. ¿No lo oyes?
—Me cuesta comprenderlo. Pero me gustaría saber qué dice.
—Sofía, Elisa, Carlota.
—Nuestros nombres.
—Sí, vuestros nombres.
—¿Y no dice...? —callé, sin saber cómo debía formular la pregunta, pero ella se me adelantó.
—No, no dice el mío —hablaba tranquila, sin rastros de tristeza.
—No me parece justo. ¿Por qué?
—No es una cuestión de justicia, hija, sino de seguridades. A ellas, las perdió. Tú eres su gran incógnita. Yo soy la seguridad. No necesita preocuparse por mí.
Recordé las semanas anteriores a la enfermedad del abuelo. Habíamos tenido un otoño plácido, de hojas que caen y mañanas suaves. Ellos dos habían escogido las horas luminosas para salir al jardín. Aprovechaban las temperaturas benignas para sentarse bajo el almez. Después de desayunar, se instalaban en un mismo banco, justo a la sombra de las ramas. El abuelo leía el periódico, la abuela Margarita bordaba: unos manteles que yo le había pedido y que ella elaboraba con paciencia. Se pasaban un par de horas, tranquilos, sin apenas decirse nada. Nunca me extrañó, porque también conocía aquellos silencios junto a ella. Silencios en calma, llenos de la confianza de saberse acompañado. De vez en cuando, él expresaba algún comentario sobre una noticia que acababa de leer. No levantaba los ojos del papel escrito, como si no fuese necesario. Se limitaba a decir un par de frases, a esperar la respuesta de su mujer, siempre breve, y a seguir la lectura. En alguna ocasión, sin embargo, los sorprendí mirándose. Es curioso, porque no se miraban a la vez, como suelen hacer los que se aman. Ahora el uno, después el otro, no podían evitar espiarse mutuamente sus gestos. Había ternura en el abuelo, cuando la contemplaba de reojo con una sonrisa leve en los labios. Ella no se daba cuenta, absorta en el trabajo, de la mirada protectora. Había confianza, en los ojos de ella, cuando se detenía en su rostro. Se miraban como si quisieran comprobar que el otro estaba ahí. Sentían la necesidad de verse.
Pocos días antes de que llegara el invierno, con el viento y la lluvia, con el frío húmedo y la enfermedad del abuelo, los sorprendí una vez más, bajo el almez. Me voy a acordar siempre. Hay imágenes que se graban en el pensamiento y quedan retenidas. Son como fotografías que no existen, pero que guardamos en el álbum de la memoria. Estaban sentados el uno junto al otro. Él llevaba un jersey de cuadros; ella, una chaqueta de punto. Ambos tenían los cabellos grises: gris ceniza, el abuelo; gris plata, la abuela. Las manos rugosas. A la abuela Margarita le había caído una hoja de almez en el pelo. Sería una de las últimas, porque las ramas ya estaban casi desnudas. Era color ocre y se perdió entre sus cabellos grises. El abuelo intentaba quitársela. Con la cabeza inclinada y una sonrisa juguetona en los labios, ella esperaba, paciente. El abuelo tenía los movimientos torpes de quien padece artrosis. Le costó coger aquella hoja entre los dedos. Parecía una mariposa amarilla. Por fin, se la mostró en la palma de la mano con una sonrisa de triunfo. La abuela sopló y la hoja se fue volando. Rieron y me recordaron a dos niños contentos. Desde lejos, les envidié aquella alegría feliz, un punto inocente, que los devolvía a los mejores tiempos de su vida. No les dije nada, porque no les habría gustado saber que había sido testigo de la escena, pero pensé que eran afortunados. Yo también era dichosa por tenerlos. Habría querido explicárselo, pero llegué tarde.
El abuelo se murió de noche. Fue una muerte que se parecía al sueño. La abuela Margarita y yo le velábamos. Sentadas junto a la cama, contemplamos su partida. Se nos iba y no podíamos hacer nada. Respiraba con dificultad. Conté los últimos latidos de aquella existencia que se iba, los últimos suspiros. No lloré. No es que me resignara a verlo morir, la pena quedó dentro de mí. La llevaba conmigo y me oprimía el cuerpo y el pensamiento, pero ningún signo la exteriorizaba. Me sentía rígida, incapaz de moverme de la silla. En la mente, perduraba la imagen de la metamorfosis. Había visto cómo su rostro pasaba de la vida a la muerte. La expresión se convirtió en un rictus, su piel cambió de color, se endurecieron sus facciones. Aquella máscara había sido mi abuelo. No lo podía creer. La abuela Margarita no perdió la serenidad, se levantó para acercase a él. Puso una mano en los ojos que nos habían contemplado tantas veces, y los cerró. Después, se inclinó y le besó la frente. Temblaba, cuando se volvió hacia mí. Me hizo un gesto, para que me acercase. No era un movimiento imperioso, ni urgente. No me pedía nada. Tan sólo me invitaba a ocupar mi sitio a su lado. La miré con gratitud, pero fui incapaz de moverme.
Unas semanas atrás, habían caído las últimas hojas del almez. Poblaron el suelo de una lluvia ocre y tiñeron el jardín. Una se había perdido entre los cabellos de la abuela. Encontró refugio. Los dedos del abuelo buscaron la hoja. Ambos se reían y era como un juego. Los vi relajados, felices. Me comunicaron una sensación de paz. Al poco tiempo, él estaba muerto. Se había marchado con nuestros nombres en sus labios. Los de Sofía, Elisa, y el mío. Los había ido repitiendo una y otra vez, mezclados con palabras inconexas de significados oscuros. No las supimos entender. Cuando pronunciaba los nombres, parecía querer comerlos.
Los días siguientes transcurrieron con lentitud. Tuvieron lugar las ceremonias de despedida, celebradas en el cementerio y en la iglesia del pueblo, donde mucha gente quiso decir adiós a un hombre bueno. Puedo recordar los rostros que desfilaron ante nosotras, las palabras que siempre se dicen, cuando se quiere acompañar a los vivos que han perdido a alguien, la sensación de fatiga, las ganas de recluirnos en casa. Queríamos refugiarnos en la tranquilidad del recuerdo, lo que quedaba de su presencia. Me dediqué a buscar su rastro. Me encerraba en su despacho y lo hallaba en los libros de medicina, alineados en las estanterías, en la pluma con la que escribía, en los papeles donde hacía anotaciones. Me gustaba fijarme en su letra. Era una letra pulcra que se inclinaba un poco en el papel. Sentada en la silla que él ocupaba, y que con los años se fue amoldando a su cuerpo, me sentía muy cerca de él. Entonces me dedicaba a abrir cajones, a revisar carpetas, a repasar la vieja correspondencia. No pretendía escudriñar su pasado, que adivinaba claro como un cielo sin niebla. Sabía que había sido un hombre de vida metódica. Una persona amiga de hacer favores, generosa con los demás. Los disgustos que tuvo no fueron causados por él, sino por las mujeres que amó. Pasó por el mundo sin dejar una sombra de sufrimiento. Sólo nos había dado momentos buenos. Cuando lo pensaba, me temblaba el corazón y me preguntaba si había sido feliz.
Mientras mi mirada recorría los papeles, los libros, las carpetas, tenía una impresión difícil de explicar. Mi abuelo se había ido y nos quedaban sus cosas. Eran objetos que sólo tenían valor porque habían formado parte de su vida. Su reloj servía para recordarme aquel brazo que ya no volvería a posarse en mis hombros, protector. Su cartera de piel me llevaba a pensar en la sonrisa que me ofrecía, cuando yo era una adolescente y le pedía dinero para salir de fiesta. Con un gesto pausado, se sacaba la cartera del bolsillo, la abría, y buscaba algún billete. Era una escena que se había repetido muchas veces. El escritorio me recordaba su figura inclinada, que se concentraba en la lectura. Veía la curva que dibujaban sus hombros, el gesto de concentración. El banco del almez me hacía pensar que me esperaba.
Pocas semanas más tarde, la abuela Margarita llamó a los pintores. Les ordenó que pintaran toda la casa de blanco, que le devolvieran el aire limpio. Durante días, la casa olió a pintura. Era un olor intenso que alejaba los malos pensamientos. Hizo limpiar los muebles, encerar las puertas, sacar brillo a la plata. Parecía que lo preparaba todo para una gran fiesta. Se lo dije y su respuesta fue contundente:
—Lo hago por él.
—¿Qué quieres decir, abuela? No te entiendo.
—Quiero que la casa que ama esté a punto para recibirlo, si desea volver.
—¿Volver? ¿Has perdido el juicio?
—No sé por qué te extrañan tanto mis palabras, Carlota. Precisamente tú deberías saberlo.
—¿Qué debo saber?
—Hemos vivido siempre rodeados de fantasmas. Tú misma lo reconocías.
—Los fantasmas de mis madres. Claro.
—Él también estará siempre presente en esta casa. A mí, si debo ser sincera, me costó acostumbrarme a la presencia de dos desconocidas.
—Retiramos los retratos por ti.
—¿Qué importa? Ellas estaban en su corazón. Lo que significa que la casa estaba llena de ellas. Ahora va a ocurrir lo mismo: él está en nuestro corazón. Por lo tanto, quiero la casa lista para recibirlo.
Le sonreí. Me inspiraba una ternura profunda verla ir de aquí para allá, ocupándose de cada detalle. Ponía flores frescas sobre las cómodas, quitaba las colchas de ganchillo y cubría las camas con colgaduras, limpiaba las piezas de cobre. La miré, menuda, casi transparente. Su actividad me devolvía poco a poco a la vida. Ella parecía cansada. Había sumado las noches de vela al enfermo a aquel movimiento constante, que la entretenía mañana y noche.
Recuerdo especialmente aquella noche. Pensaré siempre en lo que sucedió con una mezcla de sorpresa y gratitud por su generosidad. Aunque no me extrañó —hacía tiempo que conocía su gran corazón—, no me habría pasado por la cabeza que pensara en ello. Yo volvía de la facultad y estaba cansada. Era una tarde de invierno, cuando los días son tan cortos. No había conseguido liberarme del sentimiento de pérdida. Pensaba a menudo en mi abuelo y no conseguía concentrarme en el ritmo de las clases. La tristeza no era una buena compañía. Cuando llegué, estaban las luces encendidas. Desde fuera, las ventanas parecían luciérnagas. Estaba la puerta principal abierta de par en par. Me gustaba aquella sensación de refugio, de volver a casa. La abuela Margarita me esperaba en la entrada. Llevaba un vestido color gris perla que hacía juego con su pelo. Se había peinado con cuidado y tenía el aire irreal de los personajes de los cuentos. Menuda y nerviosa, parecía impaciente por verme. Le dije que no estaba de muy buen humor, que las clases habían sido largas, que no tenía ganas de cenar. Me interrumpió con un gesto y me cogió de la mano. Noté la calidez de su palma. Me llevó a la sala y no supe qué debía decirle. Había perdido las palabras. Los cuadros volvían a estar en su sitio. Después de tantos años, ocupaban la pared principal. La sonrisa de mis madres me acogía de nuevo desde la pieza más importante de la casa. Pensé en el abuelo. Me dije que le habría gustado verlo. La abuela Margarita sonreía a mi lado. Parecía un pájaro.
Desde que descubrí aquella carta en el desván, mi vida cambió. Hay transformaciones que tardan en manifestarse. Al principio son casi imperceptibles: mutaciones minúsculas de algo que no sabríamos explicar. Lentamente vamos tomando conciencia de ellas. En mi caso el primer síntoma fue la curiosidad. Los papeles que hablaban de tierras lejanas me despertaban las ganas de saber. Debo reconocer que soy de naturaleza viajera. Lo sé, aunque no haya tenido la oportunidad de moverme mucho por el mundo. No he perdido la esperanza y creo que, algún día, haré un largo viaje. Tengo el espíritu inquieto y el deseo de perderme por calles y plazas. A pesar de que me siento muy vinculada a la casa en la que siempre he vivido, quiero salir a recorrer mundo para regresar después, con la mirada abierta a nuevos parajes.