Read Las mujeres que hay en mí Online
Authors: María de la Pau Janer
Me besó el cuello y se perdió por los huesos que marcan el comienzo de los hombros. Tenía la piel de las manos áspera, pero era una dureza grata. Notaba sus aristas en el nacimiento de los pechos, en los pezones, en los muslos. Cuando nos acoplamos, todo mi cuerpo se curvó. Me recordaba al arco de un violín. Me había olvidado de la impaciencia. Yo era de fuego y las llamas esparcían un ardor amigo. Recorrían mi espalda, se instalaban en mi vientre, en mi entrepierna. Los movimientos de Ramón me invitaban a seguirlo por caminos desconocidos. Volvió a murmurar el nombre que no habría querido oír:
—Elisa.
No decía nada más. Tan sólo aquel nombre cual un conjuro. Se le escapaba de los labios poco a poco y me sonaba distinto. Era como si nunca lo hubiese oído pronunciar a nadie, como si yo misma lo descubriera por primera vez. Me desconcertaba y me daba miedo. Era incapaz de reaccionar para corregirlo. En el fondo, qué importaba. Todo lo que me había obsesionado se convertía en los restos de agua que quedan en la ventana, tras la madrugada. El agua que se evapora con el sol, que todo lo calienta. Él era el sol; las inquietudes eran las gotas que desaparecen. Sabía que vivía un paréntesis: un espacio de tiempo en el que las dudas se adormecían. No me pregunté si volverían a abrir los ojos, a perseguirme.
Una ola de calidez y de vértigo me invadió. Sentía el cuerpo despierto, a punto de capturar la explosión de gozo. Me concentré en ello, como me había concentrado antes en los labios. Círculos de aquel pequeño fuego se dibujaban en mi piel. Ramón se movía dentro de mí con la habilidad del buzo que nada en el mar. Eran movimientos rítmicos, acompasados. El placer me invadió de pronto y fue creciendo, hasta que toda yo era placer. Él también vino conmigo: fuimos la espuma y la ola que rompen en el arrecife. Volvió a besarme. Había una ternura extraña, en aquel beso. Yo me sentía como si hubiera tocado el cielo con un dedo; él parecía haber recuperado un paraíso perdido.
A partir de aquella noche, le seguí visitando durante muchas otras noches. No se convirtió en una costumbre, sino en una necesidad. Me urgía recorrer la distancia de jardín que nos separaba. Esperaba con afán que pasasen las horas, que llegara la noche. A la hora de cenar, la abuela Margarita me notaba distraída. Se daba cuenta de que tenía el pensamiento en otra parte. Veía el aire de ausencia que había en mi rostro, cada vez que me hacía una pregunta o un comentario. Me costaba centrarme en lo que decía, escucharla. Advertiría un cambio en mi actitud. Se extrañaba cuando me veía llegar cargada de bolsas, porque había decidido renovar el vestuario. Yo nunca había sido una persona muy preocupada por la ropa. De repente, empecé a comprarme vestidos seductores. Llenaba la habitación de faldas vaporosas, de blusas de tejidos delicados, de zapatos de tacón. En una visita a la peluquería, me ricé el pelo. Lo llevaba recogido bajo la nuca, con unos mechones sueltos, rizos que se escapaban a su aire. Me maquillaba poco, pero me gustaba perfilarme la línea de los ojos, el contorno de los labios. No abandoné los estudios, aunque los llevaba con una desidia que no era propia de mi carácter. A medida que Ramón tomaba protagonismo, todo el resto quedaba reducido a casi nada.
Pasaron las semanas. Eran tiempos de impaciencia. Nohabía espacios para otras historias: sólo aquel hombre abrazándome, al caer la tarde. Los compañeros de la facultad, los amigos de siempre, se convirtieron en presencias diminutas que no me alteraban en absoluto. Era como si no existiesen. Podía pasar muchos días sin apenas hablar con ellos. Fui espaciando, sin darme cuenta, las llamadas, los encuentros. Una enorme pereza me ganaba por entero, cada vez que debía encontrarme con alguien. Me inventaba excusas en el último segundo. Les decía que tenía trabajo, que tenía que hacer un encargo, que me sentía mal. Insistieron en muchas ocasiones, pero yo siempre tenía alguna justificación a punto. Aprendí a modular la voz para hacer más creíbles mis palabras. Dejaron de llamarme. Ya no me invitaban a las juergas que montaban, lo que para mí suponía un descanso. Por fin, no debía continuar inventando mentiras. Podía respirar tranquila, refugiarme en mi casa, y esperar a que oscureciera.
Una noche, mientras cenábamos, la abuela me habló de aquellos cambios:
—Te veo la mirada perdida, Carlota. Tengo la sensación de que estás ausente.
—Mi vida ha cambiado. Será una cuestión de prioridades, pero las cosas que antes me importaban ahora son insignificantes.
—Cuando esto sucede es porque otra cosa ocupa su lugar.
—Será lo que tú dices. —Me costaba dar explicaciones sobre el estado de confusión mental en el que vivía.
—Anoche te vi salir al jardín.
—A veces, no me puedo dormir y salgo a dar una vuelta. El jardín es un buen lugar.
—Ibas vestida de fiesta. Caminabas de prisa, inquieta.
—No lo recuerdo, abuela.
—Me pareció que ibas a una cita.
—¿A una cita? No seas ridicula. ¿Con quién iba a encontrarme, de noche?
—He pensado en ello. Llevo muchas noches pensando en ello.
—No me alegra estorbarte el sueño con manías extrañas. Ya te he dicho que me gusta dar una vuelta, antes de ir a la cama.
—Vas a ver a Ramón, el jardinero —lo dijo sin alzar mucho la voz, con su misma actitud de siempre.
—¿Cómo lo sabes?
—Tú me lo has dicho. Es sencillo leer en tus ojos, Carlota.
—Somos amigos. Me invita a tomar café, hablamos de libros y de música. Tú misma me dijiste que era una persona que merecía la pena.
—Te he visto volver de madrugada.
—¿Me espías?
—No. Ya sé que no tengo ningún derecho. Quizá no debería haberte hablado de ello.
—Seguramente. Me extraña de ti, que eres la discreción personificada.
—Estoy preocupada.
—No hay motivos de preocupación. Tranquilízate.
—Sigues el camino de tu madre. Elisa hacía lo mismo que tú.
—¿Cómo lo sabes? —salté—. ¿Por qué no me lo quisiste contar?
—No quería crearte preocupaciones inútiles sobre el pasado. Pienso que no vale la pena removerlo. Pero ahora...
—Ahora pretendes avisarme. No hace falta.
No sé si era necesario. La verdad es que aparqué aquella información en un rincón de mi cerebro. Procuraba actuar como si no la tuviese, como si me hubiera olvidado por completo, convencida de que el tiempo la iría pulverizando. Creía que los días la empequeñecerían, hasta que no quedase ni una sombra. Pero no sucedió como lo había previsto: todo se complicó aún más. Sin quererlo, pensaba en ello. Volvía a preguntarme qué relación había tenido mi madre con Ramón. Me asaltaban las dudas antes de verlo y después de estar con él. Los encuentros eran paréntesis que conseguían alejar las incógnitas. Su personalidad adquiría fuerza suficiente para hacer desaparecer cualquier pensamiento. Cuando él estaba, no me importaba nada.
Era un hombre callado, que imponía el silencio como una consigna. A su lado, las palabras sobraban. Cuando se iba, todo volvía a ocupar su sitio. Entonces surgían los interrogantes. Durante semanas, fui incapaz de formularle preguntas relacionadas con el pasado. Él aprendió a llamarme Carlota y me gustaba oír mi nombre en sus labios. Sin embargo, descubrí que procuraba no pronunciarlo. Lo eludía de la misma manera que se evita una realidad molesta. Intuía que habría preferido llamarme Elisa, pero nunca lo acepté. Conscientemente, quería liberarme de una confusión de identidades. Le conté que la noche de nuestro encuentro vivió un espejismo, que debíamos olvidarlo y poner las cosas en su sitio. En otro nivel, que me costaba dominar y admitir, inicié un proceso de aproximación a mi madre. Me sorprendía ante el espejo, insistiendo en acentuar nuestro parecido. Además de peinarme como ella, procuraba vestirme imitando su estilo. Buscaba los colores que ella habría escogido, las telas que le gustaron. Nunca lo habría reconocido, pero vivía dividida entre la realidad y una extraña ficción.
La realidad eran sus brazos, recorriéndome entera. Era el beso que me hacía creer que el mundo gira y da vueltas. Era el movimiento de Ramón al abrirme la puerta de su casa. Su mirada tranquila, su sonrisa, sus pasos, que intuía antes de verlo. Era contar las horas que duraba la ausencia, imaginarlo en el jardín, entre los árboles y las flores. La ficción era el silencio que nos tocaba protagonizar, las suposiciones que se ocultan, las dudas que no se dicen. Era simular que las cosas habían sucedido de otra forma, que nadie se interponía entre nosotros, que los fantasmas dormían. Los fantasmas tienen horas de reposo y horas de vida. Saben invadir los espacios que fueron suyos, los cuerpos que aprendieron a amar, las existencias que vivieron.
Se puede vivir entre el cielo y el infierno. Yo malvivía en una marea de dudas. Fueron tiempos extraños, que recuerdo con el corazón encogido, ya que toda mi vida giraba en torno a una persona. De la concentración en una historia única, pasaba a dudar de todo. De la felicidad que dura un instante, iba a la tristeza. Había descubierto que Ramón me hacía feliz. Momentáneamente feliz. Era feliz cuando tocaba su piel, cuando me abrazaba, cuando escuchaba su voz. Las primeras noches, habría querido imaginar que se puede recortar el tiempo: el tiempo como un rompecabezas enorme que está formado por muchas piezas. Cada una de las piezas encaja con las otras. Se produce una sincronía absoluta. Tenemos que procurar que no se pierda alguna, porque podría desaparecer un trozo de cielo o la forma de las nubes. No existen figuras extrañas, que estorben al conjunto de un paisaje perfecto. Me esforzaba por creerlo, pero sabía que no era cierto. Mi historia estaba incompleta. El pasado de aquella casa tenía demasiadas sombras.
Los primeros encuentros fueron una explosión de descubrimientos. Me entregaba a ellos con la sensación de no llegar a tiempo, quizá porque no me podía refugiar plenamente, ya que una parte de mí estaba siempre en alerta. Las sospechas no surgen de repente. No confiamos del todo en alguien y, en un instante, dejamos de tener fe en esa persona. La realidad es muy complicada. Hay quien dice que la confianza se gana o se pierde, como si fuese un juego de dados. Ganarla es un proceso gradual, lento. Perderla puede depender de muy poco. En realidad, nunca había confiado en él. Había existido una curiosidad que me llevó a acercarme al personaje, una fascinación difícil de explicar, que tomó fuerza con la proximidad física. ¿Es posible desear beberse el aliento de alguien y, a la vez, temer sus ojos? Esto es lo que sucedía. Me besaba y yo pensaba que el mundo entero debía ser un jardín. Nos mirábamos y el recuerdo de mi madre aparecía entre los dos.
Elisa, la mujer que me dejó cuando era una cría. La figura del retrato, audaz y sonriente. No había tenido tiempo de amarla. La vida no me dio ocasión. En cambio, la eché mucho de menos. Me lo enseñó el abuelo, me contagió la añoranza. También me contó que hay vidas que duran un instante. Pueden ser breves y contener la intensidad de muchos vientos y muchos mares. Los que las conocieron se sienten afortunados. Agradecen la gracia de haber podido acompañarlas. El espacio de vida que pudieron compartir. El vivió con la certeza de ser capaz de construir su presencia. Cerraba los ojos y tenía un aire ausente, de hombre que se nos escapa. Huía para acercarse. Se zafaba de la realidad —una conversación, alguien más, él mismo— y se escurría para recuperar a las mujeres que había perdido: Sofía y Elisa, dos misterios. Aprendí a compartir su desasosiego. Vivimos juntos la seducción de los retratos, el sentirnos indefensos porque no estaban. Fuimos cómplices de una ausencia que nos dejaba muy solos. Nos hicimos compañía, mientras las recordábamos.
El abuelo se había ido y no le podía contar lo que me sucedía. Tampoco era capaz de hablar de ello con Ramón. ¿Cómo iba a decirle que sabía que estaba junto a Elisa cuando ella murió? ¿Con qué palabras tenía que confesarle que no me fiaba de él, que ignoraba qué papel había tenido en la vida de mi madre? Él no era un hombre nada expresivo. Aquel silencio, que me había parecido seductor, se me antojaba ahora peligroso. ¿Por qué callaba? Habría sido lógico que me contara algo de los años pasados, que hiciera alguna referencia, pero nunca lo hizo. Tuvieron que transcurrir los días, que pueden volverse lentos e inexplicables. Tuvieron que pasar semanas enteras hasta que los hechos se encadenaron para interrumpir el silencio. Mientras tanto, yo vivía dividida en dos mitades que no podían reconciliarse. Por una parte, la atracción que me inspiraba Ramón. Las ganas de fundirme en él y desaparecer de la tierra. Habría prolongado cada abrazo. Me habría instalado en su cuerpo, como quien halla una casa y se recluye en ella, porque adivina que es su mejor refugio. Un refugio con el tejado inclinado que dibujaban los brazos, con la pared firme que era el pecho donde apoyaba mi cabeza, lleno de ventanales por donde entraba la luz del sol. Por otra parte, las dudas. No tardaron mucho, aparecieron para complicarme la existencia. Me asaltaban de noche y hacían volar el sueño. Con los ojos abiertos, inquieta, sentía que surgían los interrogantes.
Un día, oí una conversación desde la azotea. Una criada vieja, que llevaba trabajando en la casa mucho tiempo, hablaba con el hombre que, durante años y años, nos traía la leña. Ambos tendrían, más o menos, la misma edad. Los conocía desde pequeña y sus voces me resultaban familiares. Al principio, no les dediqué mi atención. El murmullo de las palabras no me alteraba. Estaba en la azotea, aprovechando el sol escaso de la mañana. Ausente, no me entretenía en seguir las conversaciones. Me dejaba columpiar por la quietud de aquella hora. Miraba hacia afuera y, a lo lejos, veía a Ramón trabajando en el jardín. El mes de en ro era una buena época para trasplantar árboles. Distinguía su perfil junto al tronco de un granado. Se protegía del vientecillo con una chaqueta ancha de cuello alto. Mi corazón se iba tras sus pasos.
La mujer tendía las sábanas. Este hecho atrajo mi atención. Es curioso, pero no fueron las palabras sino las telas blancas que levantaban el vuelo. El viento les daba formas diversas. Las colocaba una junto a otra, en una simetría que descubría años de práctica en aquella tarea sencilla cuya observación me resultaba placentera. Me habría gustado que mi vida fuese simple: una mano que alisa la arruga de la ropa mojada. No preguntarse por qué, tan sólo dejarse llevar. Aquello debía de ser la placidez. El hombre se había ido encogiendo, a medida que pasaban los años. La vida le robaba centímetros. Sin embargo, le regalaba una inteligencia natural que los años se encargaron de cultivar. Era más listo que el hambre, despierto y conversador. Tenía fama de malpensado y sincero.