Las mujeres que hay en mí (29 page)

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Authors: María de la Pau Janer

La carta me llenó de curiosidad. La releí muchas veces y habría formulado muchas preguntas al hombre que la había escrito. Le habría pedido que me contara historias sobre la India, que me hablase de la gente que había conocido, del olor de la tierra y del aire. Cuando yo la encontré, habían pasado muchos años desde que fue enviada a Mallorca. El papel estaba amarillento y había polvo entre las hojas. En alguna hoja, el tiempo y la humedad causaron estragos. Aparecían círculos oscuros que dificultaban su lectura. El papel se rompía por los bordes, lo que aumentaba la impresión de fragilicad. Hacía muchos años que el jardinero había retornado de su viaje y vivía en una casa de piedra en el fondo del jardín. No le veía mucho. Estaba demasiado concentrada en los amigos, las clases, mi mundo. Además, era un hombre solitario. No se relacionaba con la gente. Hacía su trabajo con una pulcritud y una dedicación absolutas, ofreciendo lo mejor que poseía, la sabiduría y la experiencia de los años, pero no tenía un carácter abierto.

No fue sólo la carta También él empezó a inspirarme curiosidad. Sin darme cuenta, le convertí en el centro de mi atención. Primero le observé durante mucho tiempo. Esto sucedió cuando el abuelo aún vivía y podía hacerle preguntas. Me decía que trabajaba en la casa desde que era un adolescente y que, a pesar de la proximidad que dan los años, apenas le conocía. Lo definía como un hombre correcto y respetuoso, eficiente en el trabajo, que dedicaba muchas horas a la lectura y que había ido reuniendo una buena biblioteca. Lo sabía porque era la única cosa que explicaba con orgullo. Incluso un día había tenido el gesto, impensable en otras circunstancias, de mostrarle su tesoro de libros. El abuelo me contó que, a pesar de su carácter arisco, siempre le había parecido de una peculiar sensibilidad. Nunca había tenida problemas con las personas que le rodeaban. Sabía rehurlos con suficiente habilidad para no ofender a nadie. Si le pedían un favor, respondía de una manera afable. Si podía resolver un problema, lo hacía generosamente. Desde la distancia que él mismo imponía, la gente le respetaba.

Le observé. Había activado la capacidad de imaginar vidas, de recomponer historias. Durante años había dispuesto de un material de primera mano al que apenas dediqué atención. No lo podía dejar pasar de largo. Ramón se acercaría a los sesenta. Era alto y tenía el cuerpo musculoso de los que han realizado un trabajo físico. El pelo le blanqueaba y se le marcaban las facciones. En las manos llevaba dibujado el jardín. Eran las manos rudas de quien había vivido en contacto con la tierra, trabajando las semillas y haciéndolas crecer. A la vez, tenía los dedos delgados y largos, acostumbrados a volver las páginas de un libro. Llevaba ropa amplia, camisas de cuadros pequeños, pantalones de pana, zapatos de suela gruesa. No andaba muy de prisa. Me imaginé que aquella lentitud la había aprendido de sus años en la India. Cuando hablaba con alguien, movía las manos. Los gestos mesurados acompañaban la oscilación de las palabras. Me di cuenta de ello, mientras le observaba de lejos. A veces, sus manos dibujaban pequeños gestos. Era como si quisieran explicar la pequenez del mundo. En otras ocasiones, trazaban movimientos amplios. Entonces yo pensaba que intentaban medir la inmensidad. Me acostumbré a seguir sus pasos, sin que él se diera cuenta. No quería interponerme en su vida, sólo contemplarla desde fuera.

Me habría gustado que me contase la historia de la casa. Él tenía que conocerla muy bien, después de haber vivido en ella tantos años. Habría conocido a mi abuela y a mi madre. Quizá no tuvo mucha relación con ellas, teniendo en cuenta que era un hombre poco comunicativo. Tal vez aún se acordaba, y me podría hablar de ellas. Me conformaba con bien poco. Me bastaban los recuerdos que los demás quisieran compartir conmigo. Como no las había conocido, descubrir un matiz nuevo me parecía un gran hallazgo. No me atreví a pedirle que hablase de ellas. Durante meses no tuvimos conversación alguna. Él iba a su aire; yo le observaba de lejos. Era una relación extraña, porque sólo existía en mí, pero no me molestaba que fuese así. Me acostumbré a parcelar mi vida: tenía mi mundo fuera de la casa, los compañeros de clase, las horas en la biblioteca o en un bar, las amigas de siempre. Tenía también aquella existencia recluida en una casa y un jardín, con aquel hombre que actuaba como si yo no estuviese. Cada una de las dos partes en las que se dividía mi existencia era atractiva. Poco a poco, sin embargo, la segunda fue ganando terreno a la primera. No lo podía evitar, ya que no se trataba de una cuestión de voluntad. La curiosidad iba creciendo, a medida que pasaban las semanas. No tenía nada que ver con el cotilleo, ni había sombra de mala fe, sino muchas ganas de conocerle. La carta había constituido un revulsivo que él mismo hizo crecer, sin darse cuenta.

Me fijé en que, cuando andaba, inclinaba un poco los hombros. Agachaba mucho la cabeza, pero con el gesto de mirar al suelo. No era una actitud de modestia ni de falsa humildad. Lo interpreté como un cierto desinterés por las cosas que sucedían a su alrededor. Iba a su aire, concentrado en lo que tenía que hacer, alejado del mundo. Su actitud ausente me fascinaba. No veía en ello simplemente el reflejo de un carácter distraído, sino una historia que se escondía detrás. La gente a la que había conocido no se abstraía del exterior de una forma tan absoluta. Era necesario el contacto con la realidad, la percepción de lo que sucedía cerca. Él prescindía del entorno con una aparente indiferencia. No había grietas en su coraza. Estaba forjada de una sola pieza, sin puntos débiles por donde aproximarse. Un día hablé de ello con la abuela Margarita. Pensé que tenía que medir bien mis palabras, para que no se sorprendiese si me refería a él. Pero aquella mujer no se sorprendía de nada. Le dije:

—¿Qué te parece nuestro jardinero? Es un personaje muy curioso.

—Tiene toda mi confianza y ya tenía la de tu abuelo. Es un hombre como Dios manda.

—Apenas sabemos algo de él. A veces, me da un poco de miedo su aspecto.

—¿Su aspecto? No sé por qué.

—No es, que digamos, un jardinero convencional...

—Eso no —se rió—. Si vieras la biblioteca que ha ido reuniendo con los años, te quedarías boquiabierta. Me lo contó tu abuelo, que la conocía. Sé que vivió algunos años en la India y que después decidió volver.

—Pues no sabes mucho. El abuelo ya me lo contó. ¿Sabes si conoció a mi madre?

—Naturalmente. Es lo suficiente mayor para haberla conocido. Creo que eran amigos. Además, también debió de conocer a tu abuela. Él sería un jovencito, cuando ella vino a vivir a esta casa.

—¿Amigo de mi madre? ¿A qué te refieres?

—A nada en concreto. No sé los detalles, ya que tu abuelo nunca quiso hablar de ello. Creo que se conocían. En todo caso, debían de tener una buena relación.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Él estaba a su lado, cuando murió.

—¿En el faro de Formentor?

—Sí.

Me quedé muda. Aquella conversación sólo sirvió para avivar mi curiosidad. Había oído hablar de la muerte de mi madre. Era un relato duro y terrible, que me había llegado en versiones diferentes, según el narrador que lo contara. Sabía que había ido a Formentor con un grupo de amigos. Me dijeron que había una gran tormenta y que se la llevó el viento. Cayó por los acantilados. Ignoraba que Ramón estuviera allí. Nunca conseguí saber sus identidades. Tampoco me había interesado en exceso. Consideraba que era un detalle anecdótico. Ahora ya no me lo parecía. Cuando conseguí rehacerme de la sorpresa, insistí:

—¿Cómo podía estar presente Ramón?, no lo entiendo.

—Han pasado muchos años, hija. Seguro que él debía de ser otro hombre. Un hombre que formaba parte de la casa, un hombre de confianza de la familia. Los años lo han vuelto arisco y lejano. Entonces todo sería diferente. Además, tu madre era una muchacha encantadora. Tenía un carácter abierto y decidido. Muy parecido al tuyo, por cierto.

—No le veo ningún sentido. ¿Irse de excursión con el jardinero de la casa? Sinceramente, no lo comprendo.

—Ni falta que hace. Ya te he dicho que iban un grupo de gente. Ahora no me acuerdo del nombre de los demás. De todas formas, hay cosas que es mejor no obsesionarse en descifrar. El tiempo o la vida misma se encargan de ello. Lo aprendí hace mucho.

—Creo que, a veces, debemos poner algo de nuestra parte. Tenemos que ayudar al tiempo y a la vida. No nos podemos quedar quietos y esperando.

—Tienes la impaciencia de la juventud. Es inevitable. Todos hemos tenido esta curiosidad que no nos deja seguir el curso natural de lo que sucede.

—No es simple curiosidad. Te recuerdo que estamos hablando de la muerte de mi madre. Me gustaría saber los detalles. Nunca conseguí que el abuelo me los contara.

—Es natural. Para él fue muy doloroso. Ya había perdido a tu abuela en plena juventud. A la misma edad, muere su hija. Se le cayó el mundo encima.

—Sí, vivía con añoranza.

—Tuve que acostumbrarme. En el fondo, no me resultaba nada difícil entenderle. Sólo tenía que imaginarme lo que habría supuesto para mí perderlo a él. Antes sólo lo imaginaba. Ahora ya lo sé.

—Yo no tuve la oportunidad de añorar a mi madre. Al menos, a una madre real. Tenía que inventarla.

—Fue difícil para los dos: para él y para ti.

—No podía entender que nunca me hablase de ella. Como si fuese su secreto. Siempre me he hecho preguntas.

A partir de aquella conversación mi grado de curiosidad aumentó. El interés se había convertido en una quimera obsesiva, enfermiza, que no me abandonaba. Es difícil explicar cómo te sientes cuando un único pensamiento se fija en tu cerebro. Tienes la sensación de que lo ocupa por entero y que no queda espacio para otras ideas. Todo lo que antes me llenaba de curiosidad o de preocupación fue perdiendo importancia. Me costaba seguir el hilo de las clases de la facultad. En un instante, mi cabeza volaba y perdía el ritmo de la lección. Había enormes espacios en blanco en mi cuaderno de apuntes. Tampoco obtenía mejores resultados en las conversaciones con mis amigos. Pronto se dieron cuenta de que, a pesar de que me esforzaba en aparentar que escuchaba, estaba muy lejos de lo que me contaban. No había ningún interés por mi parte. Constantemente pensaba en Ramón. No sólo me preocupaba el pasado, cuestiones como qué papel había tenido en la vida de mi madre, sino el presente. A media mañana, me preguntaba qué estaría haciendo. Miraba a través de la ventana, en el aula, mientras me imaginaba el jardín. Entonces habría querido saber si se había percatado de mi existencia. Intuía que la respuesta sería negativa. Él vivía a su aire, sin preocuparse mucho de lo que sucedía a su alrededor.

En aquella época nos comunicaron que la tía del pueblo estaba enferma. Tía Ricarda llevaba tiempo delicada de salud. Era muy mayor y ya no nos visitaba. Vivía retirada del mundo, con sus manías, como un pajarillo que no se atreve a abandonar su nido. No había superado todavía la muerte de tía Antonia, acaecida inesperadamente el último invierno. Ni aun la de tía Magdalena, que se fue después de una larga enfermedad que duró dos primaveras. De pequeña, había tenido mucha relación con ellas. Mecieron mis juegos infantiles, acompañaron mis primeros años de vida, cuando la ausencia de mi madre era un vacío demasiado grande. La mala salud y los avatares de la existencia fueron espaciando sus visitas, hasta que no pudieron volver. Sufrían un cúmulo de enfermedades. Se repartían, según el humor y la temporada, los ataques de migraña y de reuma, las taquicardias y las cataratas. Cuando era una adolescente, me gustaba ir al pueblo a visitarlas. Aunque casi no pudieran moverse, se alegraban mucho cuando me veían llegar. Cada una me había contado los sufrimientos de su vida como si fueran un secreto inconfesado. Con el rostro colorado —parecían jovencitas confesando males de amor—, me hablaban del novio muerto en la guerra, de los tres pretendientes que desaparecieron por arte de magia, del cura del pueblo, que vivía retirado en la aldea donde nació. Narraron para mí las historias que habían llegado a emocionarlas, que les llenaron las horas, que les regalaron ratos felices.

Las tías también me hablaron de Sofía y de Elisa. Lo hacían a menudo y, aunque me gustaba escucharlas, intuía que sus relatos mezclaban la realidad con la ficción. A veces, era como si aún estuvieran vivas. Se referían a ellas en un tono de proximidad cotidiana, que me desconcertaba. Me preguntaban, por ejemplo, si a Sofía, la confitura le había salido buena. Se interesaban por el menú que había programado para las fiestas de Navidad. Querían saber detalles sobre el vestido que llevaba Elisa en determinada celebración. Se extrañaban de que yo llegara sola y me preguntaban si mis madres tenían problemas de salud. Nunca intenté contradecirlas. ¿De qué habría servido que me hubiera esforzado en que recordaran las muertes de ambas? ¿Qué sentido tenía devolverlas a una realidad que ellas mismas habían aprendido a negar? Curiosamente, no me costó acostumbrarme. Hallaba un placer cada vez mayor, cuando mantenía la ficción. Representaban mi paréntesis de mentira grata y consoladora. Se referían a situaciones que eran falsas, pero que me confortaban. Yo también habría querido eludir la evidencia, pero no me era posible. A su lado, jugaba a convertir el deseo en realidad. Con una sonrisa en los labios, les seguía la conversación. Me inventaba detalles sobre comidas que no habían existido, confituras espléndidas, músicas de piano y vestidos nuevos. Durante un rato, me imaginaba en la piel de Sofía o de Elisa. Ellas estaban contentas y yo también.

Cuando nos avisaron de que tía Ricarda estaba muy grave, yo llevaba tiempo sin haberla visitado. Los años me habían alejado de aquel paraíso infantil. De vez en cuando, las llamaba. Durante los últimos años, sus voces me llegaban debilitadas a través del hilo telefónico. Aun así, podía distinguirlas sin dificultad. Siempre me decían lo mismo. Me preguntaban cuándo iría al pueblo, cómo estaban mis madres, si me había comprometido. Les respondía con evasivas y ni se daban cuenta. El tiempo prácticamente había anulado su capacidad de discernimiento. Aquel día, la abuela Margarita esperaba que volviese de clase para darme la noticia. Reaccioné con sorpresa:

—¿Muy enferma?

—Sí, parece que es grave.

—Pero aún no se ha muerto.

—Tendríamos que ir.

—Cuéntame qué le ocurre.

—Ya sabes que apenas sale de casa. Tiene dificultades para andar, pero se empeñó en ir hasta la ermita del pueblo.

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