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Authors: Andriesse Gauke

Tags: #Policíaco

Las pinturas desaparecidas (15 page)

—Algo tengo que hacer todas estas horas que me paso aquí sentado —respondí al hombre que había contratado.

Chris Veter tenía un aspecto descuidado con sus viejos pantalones vaqueros, la camiseta blanca y las sandalias de cuero desgastadas en sus pies desnudos. Para él era como si estuviéramos ya en pleno verano, y su piel tenía un tinte moreno. Casi siempre estaba fuera de casa, y dedicaba días enteros a pasear por Amsterdam y sus alrededores, a la intemperie, acompañado por su perro Fred, un enorme perro pastor. Ambos eran inseparables y también lo había traído ahora. Fred se había buscado un lugar bajo un árbol, junto al canal. El animal parecía fuerte y estaba en forma, sin duda como consecuencia de todos esos largos paseos. Tumbado tan tranquilo y con la cabeza sobre las patas, mantenía fija la mirada en el coche en el que había entrado su dueño. Chris hacía tiempo que ya había cumplido los cuarenta, pero siempre le echaban menos edad y atraía con facilidad la mirada de las mujeres no porque fuera especialmente atractivo, sino porque irradiaba una especie de inaccesibilidad que, por lo visto, fascinaba.

Aunque le conocía desde hacía años, no sabía mucho de él; era hosco en el trato y sólo hablaba para decir lo estrictamente necesario. Era algo huraño y, aparte de los detalles sobre el asunto por el que había sido contratado, se veía que le costaba esfuerzo mantener una conversación normal. Dándole charla estaba claro que no le hacía ningún favor.

Le señalé el edificio en el que debía introducirse, al otro lado del canal. No a robar, ésa no era su especialidad, sino para colocar micrófonos ocultos en Terborgh, pues poseía la incomparable combinación del conocimiento de estas dos artes: colarse en cualquier lugar y manejarse con escuchas. No le interesaba la razón por la que quería que instalara los micrófonos, o al menos nunca me lo había preguntado. Estaba al tanto de las últimas novedades en el terreno del espionaje, frecuentaba convenciones internacionales y sabía mucho de la electrónica indispensable. Todo ello se traducía después en sus tarifas, porque barato no era.

Le indiqué que quería pinchar el teléfono fijo de la oficina. Su propuesta fue sencilla, un procedimiento que ya habíamos utilizado antes. Colocaría un transmisor en el propio teléfono o en el soporte, dependiendo de lo que se encontrara, que enviaría todas las conversaciones a un receptor instalado en mi coche, bajo uno de los asientos. Ni siquiera hacía falta que me quedara aquí todo el rato: las conversaciones se grabarían de manera automática y, de vez en cuando, había que cambiar la cinta. La frecuencia de UHF empleada garantizaba una perfecta reproducción del sonido. Como siempre, nos pusimos de acuerdo rápidamente. Ni siquiera eran demasiado caros los aparatos que necesitábamos.

—¿Qué quieres hacer con su móvil? —preguntó Chris.

Me encogí de hombros y dije:

—Dejémoslo así para empezar.

—¿Estás seguro? —me preguntó un poco decepcionado.

—Sí. No quiero demasiado barullo a su alrededor. No debe sospechar nada en absoluto.

Se quedó mirándome, sorprendido, e insistió:

—Pero hoy en día se pueden interceptar las señales de cualquier móvil con un receptor IMSI. No se dará ni cuenta.

Eso ya lo había oído antes. Por Amsterdam circulaban coches de la policía con ese equipo receptor, pero tampoco me entusiasmaba mucho.

—Ya lo sé —le respondí—, pero hay que estar bastante cerca del teléfono para interceptarlo y no me apetece nada. Y ese receptor IMSI parece ser que también produce interferencias. Si lo notara, podría empezar a sospechar. No creo que lo haga, pero tampoco quiero correr ningún riesgo.

—Muy bien, lo que tú quieras.

Al final quedamos en que esa misma noche iría a colocar el transmisor. Después de haber instalado el receptor en el coche, nos despedimos. Si todo iba bien, a partir de mañana por la mañana estaría conectado y podría oír por primera vez la voz de Steven Terborgh.

—¿Te acompañará esta noche también? —le pregunté mientras señalaba a Fred, que estaba preparado y esperando a que su dueño abriera la puerta. Se lo pregunté con una sonrisa en los labios, pero su respuesta fue muy seria:


Fred
siempre me acompaña.

El perro, al oír su nombre, reaccionó meneando la cola. Cuando se alejaron los dos juntos, me pregunté qué haría Fred si algún día llegaran a amenazar a su dueño. Obedecería cualquier orden de Chris, sin dudarlo.

Cogí del salpicadero el libro sobre Vermeer y me puse cómodo. Mientras leía, podía seguir vigilando el otro lado del canal. El libro me procuraba distracción para todas esas horas de espera en el coche e incluso me dio algunas ideas sobre lo que podía hacer con mi falso Vermeer.

La pintura estaba todavía junto a la cama, la había dejado allí de manera temporal hasta que pudiera ponerla en otra parte. ¿Pero dónde? En mi casa no lucía y, si recibía visita, tenía que inventarme una buena historia para contarles. Podía dejar el lienzo de cara a la pared en el dormitorio hasta que llegara a pasarme inadvertido, pero al pensar en Adriaan no me sentía bien, tenía que hacer algo distinto.

Encontré una posible solución al leer en el libro sobre Vermeer el capítulo dedicado a las falsificaciones de Han van Meegeren. Mucho antes de que saliera a la luz el asunto de Göring, había vendido por personas interpuestas al Museo Boijmans un falso Vermeer:
Los peregrinos de Emaús
. En 1937 fue recibido con mucha publicidad como el «eslabón perdido en la obra de Vermeer» y, por entonces, los expertos lo consideraronun punto culminante de su obra pictórica. El museo tuvo que pagar por él 540.000 florines, una cantidad enorme para aquella época. Una comisión de especialistas en arte llevó a cabo un análisis pericial y su opinión fue unánime: un magnífico Vermeer, y había que hacer todo lo posible para que este cuadro se quedara en el reino de los Países Bajos. Había rumores de que en el extranjero también estaban interesados en él, y por eso hubo una aportación de 100.000 florines por parte de la Asociación Rembrandt, 400.000 florines dio el rico coleccionista Willem van der Vorm y el resto fueron recogiéndolo de diversos donantes.

Que Van Meegeren era un personaje taimado lo había podido deducir de la carta de Adriaan, y esto lo corroboraba una vez más. Había encontrado una manera astuta de demostrar la
provenance
. Uno de los asesores del museo fue el diputado G. A. Boon, una persona respetable a primera vista que llegó a asegurar que el lienzo había estado en posesión de una familia neerlandesa que residía en el sur de Francia. Más tarde resultó que este Boon era un amigo de juventud de Van Meegeren y que había recibido por sus servicios la cantidad de 100.000 florines.

Cuando detuvieron a Van Meegeren, se dio a conocer que el cuadro de
Los peregrinos de Emaús
también era falso. Tras toda la conmoción subsiguiente, el museo retiró la pintura, avergonzado, y la almacenaron en un depósito; se quería correr un tupido velo sobre el asunto. Hasta 1970 no volvió a aparecer ni a ser expuesta. Por aquella época se pensaba que esta adquisición también constituía una página —aunque fuera negra— de la historia del museo y que no debía ocultarse. Cada cual podía pensar lo que quisiera: una bonita pintura, una falsificación vulgar, una historia espectacular, la prueba del saber limitado y sobrevalorado de los supuestos expertos... La consecuencia fue que el público pudo volver a contemplar de nuevo la obra.

Después de leer esta historia, me pregunté si no le interesaría al museo otro lienzo de Van Meegeren: el cuadro que había heredado de Adriaan. Yo estaría dispuesto a cederlo, aunque me daba cuenta de que probablemente no fuera tan sencillo. Si se diera a conocer que había aparecido otro falso Vermeer de Van Meegeren, la noticia volvería a causar con toda seguridad mucho revuelo y publicidad y todo el mundo querría saber cómo había llegado al museo. Tanto el museo como la prensa harían preguntas y yo no tenía ni intención ni ganas de saltar a la palestra con nombre y apellidos. ¿Y qué iba a responder cuando me preguntaran cómo había llegado el lienzo a mis manos? ¿Qué historia plausible podría contar sobre su
provenance
? Un periodista espabilado no tendría que esforzarse mucho para descubrir que había sido amigo de Adriaan Mantingh. Costara lo que costase, quería evitar que su nombre saliera a la luz pública.

Pasó algún tiempo antes de que encontrara una solución, pero cuando lo conseguí me puse a tamborilear con las manos en el salpicadero, muy satisfecho de mí mismo. El entramado que me había construido me mantendría en el anonimato. Tenía que volver a Colonia para hablar con Peter Kurth, el director del ALR.

XI

A la mañana siguiente nadie me llamó, lo que significaba que Chris Veter había colocado los aparatos sin problemas. Esa tarde cogí la cinta del coche y la sustituí por otra nueva. Sentado a la mesa de la cocina, escuché la cinta. En el silencio de mi casa, oía por primera vez la voz de Steven Terborgh.

Hablaba un neerlandés muy correcto, sin llegar a sonar esnob, las pocas veces que lo hablaba, porque la mayoría de las conversaciones las mantenía en inglés. También se expresaba en ese idioma con fluidez, empleando incluso el acento tan característico de las clases superiores de ese país. No me sorprendería que hubiera estudiado o trabajado allí. Su voz era agradable, con un timbre cálido y profundo. Sonaba amable y mostraba interés hacia su interlocutor, pero al mismo tiempo hablaba con autoridad y se le oía muy seguro de sí mismo cuando se discutían negocios serios. Por lo que oí, poseía un sentido infalible para acertar con el momento adecuado para introducir el tema.

Estaba claro que su clientela era de alcance internacional, porque ya durante ese primer día estuvo hablando con países de casi todos los continentes. Por la mañana le llamaron desde Australia y Japón; repartidos a lo largo del día, habló con personas de Inglaterra, Suecia, Alemania y Bélgica, y más o menos a partir de las cuatro de la tarde tuvo contacto con Estados Unidos y Canadá. Unas veces era él quien llamaba y otras quien recibía la llamada. Fui apuntando los nombres, en la mayoría de los casos nada más que un nombre de pila, porque Terborgh parecía conocer bien a sus clientes. Les preguntaba por sus familias, cuándo volverían a los Países Bajos, qué tal iba el trabajo y la empresa, y era evidente que todo eso lo hacía con desenvoltura.

En primera instancia parecía como si, junto al vínculo comercial, hubiera creado con sus clientes también un cálido vínculo personal, pero, cuando me puse a escuchar todas esas conversaciones una detrás de otra, tuve la sensación de que se trataba de algo calculado. A pesar de esos movimientos envolventes, todo giraba siempre en torno a algo que nunca se perdía de vista: las personas con quienes hablaba coleccionaban arte y él lo ofrecía. Alguna que otra vez expresó abiertamente que las piezas que él ofrecía, en su opinión, encajarían muy bien dentro de sus colecciones.

Terborgh pasaba por ser el intermediario ideal, el hombre capaz de reunir de un modo discreto y profesional tanto oferta como demanda. Aunque no se hablaba de dinero, sin duda conseguiría muy buenos emolumentos por sus servicios, no en vano ya me había fijado en el Jaguar que le dejaba ante la puerta. Y por su intervención en la venta encubierta de una colección tan extraña y valiosa, de dudosa
provenance
, seguro que aumentarían aún más sus ganancias.

Las primeras conversaciones no fueron muy interesantes, pero ya la cuarta, con una persona de Australia, dio en el clavo. El informante, que con tanto empeño deseaba permanecer en el anonimato, se había ganado el dinero y no se había extralimitado: Terborgh se traía entre manos la venta de la colección Lisetsky. El hombre al otro lado de la línea, alguien llamado Anthony, indicó los cuadros por los que estaba interesado. Dio tres números, con los nombres correspondientes del pintor y del lienzo. Pronunció esos nombres en un neerlandés muy deficiente, pero los reconocí. Con la fotocopia del catálogo al lado, volví a escuchar la conversación y ya no quedó ninguna duda posible: estaban hablando de tres piezas de la colección Lisetsky. No se mencionaron cifras y Terborgh le comunicó que volvería a ponerse en contacto con él cuando hubiera recopilado las reacciones de todos los interesados.

La última información la dejó bien recalcada, para que no pudiera crearse ningún malentendido sobre lo solicitado que estaba el producto. Deduje que estaba compilando un inventario para tantear el interés. Por lo visto, llegaba hasta tal punto que había hecho circular algún que otro catálogo numerado para que pudieran elegir a su antojo. Todo este asunto le mantenía bastante atareado, ya que en el curso del día se sucedieron más conversaciones de este tipo. Ni una sola vez se pronunció la palabra «Lisetsky». Me pregunté con qué historia intentaría vender esa colección. ¿Qué respondería si alguien le preguntaba quién le había encargado la venta de los lienzos y de dónde procedían? Si esos compradores potenciales tenían conocimientos de arte, entre ellos debería de haber personas que hubieran oído hablar de la colección Lisetsky. En ninguna de las conversaciones que escuché se dijo o se preguntó nada al respecto, toda la atención la acaparaban los propios lienzos.

Los días sucesivos se repitió el mismo patrón y oí pocas cosas nuevas. La idea que me había formado fue confirmada y tampoco pude sacar nada en claro sobre la persona que había encargado a Terborgh & Terborgh la venta encubierta de la colección.

Mientras escuchaba las conversaciones del cuarto día, me llamaron la atención las palabras «certificado del ALR». Terborgh estaba hablando con un cliente suizo que preguntaba, casi como de pasada: «
Will it come with an ALR-certificate?».

La respuesta de Terborgh fue categórica: «
No, as I have explained earlier, in this particular case I am not in the position to do so».

«
Okay, I understand
», fue la reacción, así que tampoco es que se topara con escollos insuperables. No había sido nada más que un pequeño globo sonda; a continuación, la conversación volvió a seguir su curso de manera normal.

Aunque sólo fue un intercambio de palabras muy breve, había aclarado algo muy importante: este comprador debió de comprender que la procedencia de los lienzos ofrecidos no se hallaba libre de mácula. Eso por un lado, pero lo más importante era que, a pesar de ello, el comprador seguía interesado. Me retrepé en el asiento y silbé entre dientes. Terborgh no había mantenido en secreto que los cuadros no podían contar con el certificado del ALR, pero ¿cómo había explicado que no podía responder de la procedencia de las pinturas? ¿Y sería capaz entonces de escoger entre su clientela justo a las personas a quienes no preocupara ese vacío o que no lo consideraran un obstáculo?

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