Las pruebas (19 page)

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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

Thomas se lanzó sobre Minho y le apartó del cuerpo de Jorge hasta que cayeron al suelo. Enseguida se dio la vuelta para agarrar a su amigo, le rodeó el pecho con los brazos y le apretó para contener sus esfuerzos por escapar.

—¡Hay más ahí arriba! —le gritó Thomas al oído desde atrás—. ¡Tienes que parar! ¡Te matarán! ¡Nos matarán a todos!

Jorge se puso de pie tambaleándose y se limpió despacio un hilo de sangre que salía de la comisura de su boca. Su expresión bastó para que el miedo atravesara el corazón de Thomas. No sabía qué podía hacer aquel tipo.

—¡Espera! —gritó Thomas—. ¡Por favor, espera!

Jorge intercambió una mirada con él justo cuando unos cuantos raros cayeron al suelo desde arriba. Algunos dieron el salto y la voltereta como Jorge, otros se deslizaron por las cuerdas y aterrizaron directamente sobre sus pies. Todos se reunieron de inmediato en grupo, detrás de su líder; serían tal vez unos quince. Hombres y mujeres, algunos adolescentes. Todos iban sucios, vestidos con ropa hecha jirones. La mayoría, flacos y de aspecto débil.

Minho había dejado de luchar y Thomas por fin le soltó. Por lo que intuía, le quedaban tan sólo unos segundos antes de que una situación grave se convirtiera en un matadero. Presionó una mano con firmeza sobre la espalda de Minho y alzó la otra hacia Jorge con gesto conciliador.

—Por favor, dame un minuto —pidió Thomas mientras rogaba a su corazón y su voz que se calmaran—. No os beneficiará en nada… hacernos daño.

—¿No nos beneficiará en nada? —repitió el raro, y escupió un montón de porquería roja—. A mí me beneficiará mucho. Eso te lo puedo garantizar, hermano —cerró las manos hasta convertirlas en dos puños a sus costados.

Después ladeó la cabeza tan poco que apenas se notó. Pero en cuanto lo hizo, los raros de detrás sacaron todo tipo de objetos desagradables de las profundidades de sus ropas andrajosas: cuchillos, machetes oxidados, unos pinchos negros que alguna vez pudieron haber formado parte de un ferrocarril. Fragmentos de vidrio, manchados de rojo en sus puntas afiladísimas. Una chica que no podía tener más de trece años sostenía una pala astillada cuyo extremo de metal acababa en una punta irregular parecida a los dientes de una sierra.

Thomas tuvo la repentina y absoluta certeza de que ahora estaba suplicando por sus vidas. Los clarianos no podían ganar una pelea contra aquella gente. Ni hablar. No había laceradores, pero tampoco un código mágico que los apagara.

—Escucha —dijo Thomas mientras se ponía poco a poco de pie y esperaba que Minho no fuera lo bastante estúpido como para intentar nada—, tenemos algo que contarte. No somos simples pingajos colocados al azar en la puerta de vuestra casa. Somos valiosos… vivos, no muertos.

La ira en el rostro de Jorge disminuyó un poco; quizás apareció una pizca de curiosidad. Pero lo que dijo fue:

—¿Qué es un «pingajo»?

Thomas casi —casi— se rió. Una reacción irracional que de alguna manera habría sido acertada.

—Tú y yo. Diez minutos. A solas. Es lo único que pido. Trae todas las armas que necesites.

Jorge sí se rió al oír aquello, aunque fue más un resoplido que otra cosa.

—Siento si te fastidia, chaval, pero creo que no necesito ninguna —hizo una pausa y fue como si los siguientes segundos duraran una hora entera—. Diez minutos —dijo al final—. El resto quedaos aquí para vigilar a estos gamberros. En cuanto os avise, empezad los juegos de la muerte —extendió una mano hacia un oscuro pasillo que iba desde un lateral de la habitación y atravesaba las puertas rotas—. Diez minutos —repitió.

Thomas asintió. Como Jorge no se movió, él caminó primero hacia su lugar de reunión y, tal vez, la discusión más importante de su vida. Y quizá la última.

Capítulo 27

Thomas percibió a Jorge pisándole los talones cuando entraron en el oscuro pasillo. Olía a moho y podredumbre; del techo caían gotas de agua que emitían unos ecos escalofriantes, algo que, por alguna razón, le hacía pensar en sangre.

—Sigue adelante —ordenó Jorge desde atrás—. Al final hay una sala con sillas. Como hagas el más mínimo movimiento contra mí, morirán todos.

Thomas quería darse la vuelta y gritarle a aquel tipo, pero continuó andando.

—No soy idiota. Puedes dejar de hacerte el duro.

El raro se limitó a reírse por lo bajo como respuesta. Tras varios minutos de silencio, Thomas se acercó a una puerta de madera con un pomo redondo y plateado. Extendió el brazo y la abrió sin vacilar, intentando demostrar a Jorge que aún le quedaba algo de dignidad. Una vez dentro, sin embargo, no supo qué hacer. Estaba negro como boca de lobo.

Notó que Jorge caminaba a su alrededor y entonces se oyó un fuerte sonido, como si sacudieran una tela al aire. Se encendió una caliente luz cegadora y Thomas tuvo que protegerse la vista con sus antebrazos. Al principio sólo pudo entreabrir los ojos, pero luego dejó caer los brazos hasta que pudo ver bien; advirtió que el raro había tirado de una gran lona que había en la ventana. Una ventana que no estaba rota. Fuera no había más que sol y cemento.

—Siéntate —dijo Jorge con un tono de voz menos brusco de lo que Thomas habría esperado.

Esperaba que el raro al fin hubiese aceptado que su nueva visita iba a abordar la situación de forma racional y calmada. Que tal vez hubiera algo en aquella discusión que terminaría siendo beneficioso para los residentes actuales del edificio en ruinas. Por supuesto, aquel tipo era un raro, así que Thomas no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar.

La sala no contaba con más muebles que dos sillas pequeñas de madera y una mesa en medio. Thomas cogió la que estaba más cerca de él y tomó asiento. Jorge se sentó al otro lado, inclinado hacia delante y puso los codos sobre la mesa, con las manos juntas. Tenía la expresión perdida y los ojos clavados en Thomas.

—Habla.

Thomas deseó disponer de un segundo para repasar todas las ideas que se le habían pasado por la mente en la otra sala, pero sabía que no tenía tiempo para aquello.

—Vale —vaciló. Una palabra. Hasta ahora, no iba muy bien. Respiró hondo—. Mira, antes te he oído mencionar a CRUEL. Lo sabemos todo sobre esos tíos. Sería muy interesante oír lo que tenéis que decir vosotros de ellos.

Jorge no se movió ni tampoco cambió la expresión de su rostro.

—No soy yo el que va a hablar ahora, sino tú.

—Sí, lo sé —Thomas acercó su silla un poco más a la mesa. Entonces volvió a retirarla y apoyó un pie sobre la rodilla. Necesitaba calmarse y dejar que las palabras fluyeran—. Bueno, esto me cuesta porque no sé lo que sabes. Así que haré como si fueras tonto.

—Te aconsejo que no vuelvas a usar la palabra «tonto» conmigo.

Thomas se obligó a tragar saliva con la garganta tensa por el miedo.

—Es una manera de hablar.

—Continúa.

Volvió a respirar hondo.

—Éramos un grupo de quince chicos. Y… una chica —al decir eso, sintió un fuerte dolor—. Ahora somos once. No conozco todos los detalles, pero CRUEL es una especie de organización que nos está haciendo un montón de cosas desagradables por algún motivo. Empezamos en un lugar llamado el Claro, dentro de un laberinto de piedra, rodeados por unas criaturas llamadas laceradores.

Esperó, buscando en el rostro de Jorge alguna reacción ante su arranque de extraña información. Pero el raro no mostraba ninguna señal de confusión o reconocimiento. Nada en absoluto.

Así que Thomas se lo contó todo. Lo que sucedió en el Laberinto, cómo habían escapado, que pensaban que estaban a salvo, pero acabó siendo otra parte del plan de CRUEL. Le habló del Hombre Rata y la misión que les había impuesto: sobrevivir lo suficiente para llegar a ciento sesenta kilómetros al norte, a un lugar que llamó «refugio seguro». Le contó que habían atravesado un largo túnel, que les había atacado un pegote plateado volador y que habían recorrido los primeros kilómetros de su viaje.

Le relató a Jorge toda la historia. Y mientras hablaba, le parecía cada vez más una locura revelárselo. Aun así, continuó hablando porque no se le ocurría otra cosa que hacer. Lo hizo con la esperanza de que CRUEL fuera un enemigo para los raros al igual que lo era para ellos.

No obstante, no mencionó a Teresa. Fue lo único que se calló.

—Así que debemos de tener algo especial —dijo Thomas, intentando concluir—. No pueden estar haciendo esto sólo por maldad. Porque, si no, ¿cuál sería su intención?

—Hablando de intenciones —respondió Jorge. Era la primera vez que hablaba en al menos diez minutos; el tiempo establecido ya se había agotado—, ¿cuál es la tuya?

Thomas esperó. Ya estaba. Era su única oportunidad.

—¿Y bien? —insistió Jorge.

Thomas no se cortó:

—Si… nos ayudáis… Bueno, si al menos unos cuantos venís con nosotros y nos ayudáis a llegar al refugio seguro…

—¿Sí?

—A lo mejor también estaréis vosotros a salvo… —y eso era lo que Thomas había planeado todo el rato, ese era su objetivo: propagar la esperanza que les había dado el Hombre Rata—. Nos dijeron que teníamos el Destello y que, si lográbamos llegar al refugio seguro, nos curaríamos. Dicen que tienen un remedio. Si nos ayudáis a llegar allí, quizá también os lo den a vosotros.

Thomas dejó de hablar y miró a Jorge con seriedad. Algo había cambiado —un poco— en la cara del raro al oír esto último, y Thomas supo que había ganado. Aquella expresión fue breve, pero sin duda reflejó esperanza, que pronto fue sustituida por una total indiferencia. Aunque Thomas sabía lo que había visto.

—Una cura —musitó el raro.

—Una cura —repitió Thomas, decidido a decir lo mínimo posible desde aquel momento. Había hecho todo lo que estaba en sus manos.

Jorge se recostó en la silla, provocando que la madera crujiese como si fuera a romperse, y se cruzó de brazos. Frunció el ceño como si reflexionara.

—¿Cómo te llamas?

A Thomas le sorprendió aquella pregunta. En realidad, estaba seguro de que ya se lo había dicho. O al menos le parecía que debería habérselo dicho en algún momento. Pero aquel escenario no era el más propicio para hacer amigos.

—¿Cómo te llamas? —repitió Jorge—. Supongo que tienes nombre, hermano.

—Ah, sí. Perdona. Me llamo Thomas.

Jorge adoptó otra expresión por un instante, esta vez de reconocimiento… mezclado con sorpresa.

—Thomas, ¿eh? ¿Te llaman Tommy? ¿Tom, quizá?

Lo último le dolió, le recordó su sueño con Teresa.

—No —contestó, probablemente demasiado deprisa—. Sólo… Thomas.

—Vale, Thomas. Déjame que te pregunte una cosa: ¿tienes la más mínima idea en ese blando cerebro tuyo de lo que les pasa a los que tienen el Destello? ¿Te parezco alguien que padece una horrible enfermedad?

Aquella pregunta parecía imposible de responder sin recibir a cambio una bofetada, pero Thomas fue a la apuesta más segura:

—No.

—¿No? ¿No a las dos preguntas?

—Sí. Bueno, no. Bueno…, sí; la respuesta a las dos preguntas es no.

Jorge sonrió —nada más que un ligero movimiento en la comisura derecha de su boca— y Thomas pensó que debía de estar disfrutando cada segundo de aquello.

—El Destello funciona por fases, muchacho. Todos los de esta ciudad lo tienen y no me sorprende oír que tú y tus amigos maricas también lo tenéis. Yo estoy empezando, y sólo soy raro porque me llaman así. Me contagié hace tan sólo unas semanas y di positivo en el control de la cuarentena. El gobierno hace todo lo posible por mantener separados a los enfermos de los que están bien. Pero no está funcionando. He visto todo mi mundo irse directo a un agujero de mierda. Me enviaron aquí y luché para hacerme con este edificio con un puñado de otros novatos.

Al oír aquella palabra, a Thomas se le atascó la respiración en la garganta como una mota de polvo. Le trajo muchos recuerdos del Claro.

—Esos amigos que tengo ahí fuera con armas están todos en mi mismo barco. Pero ve a darte una vuelta por la ciudad y verás lo que ocurre cuando el tiempo pasa. Verás las fases, cómo es pasar al Ido, aunque no vivirás para recordarlo mucho tiempo. Aquí ni siquiera tenemos el agente anestesiante. Ni el Éxtasis. Nada.

—¿Quién te envió aquí? —preguntó Thomas, que decidió guardarse su curiosidad por el agente anestesiante para más tarde.

—CRUEL, igual que a ti. Salvo que no somos especiales como dices que sois vosotros. Los gobiernos supervivientes formaron CRUEL para luchar contra la enfermedad y afirman que esta ciudad tiene algo que ver con eso. No sé mucho más.

Thomas sintió una mezcla de sorpresa y confusión, y luego tuvo la esperanza de recibir respuestas.

—¿Quiénes son CRUEL? ¿Qué es CRUEL?

Jorge parecía tan confundido como Thomas.

—Te he dicho todo lo que sé. De todos modos, ¿por qué me lo preguntas? Creía que vosotros erais especiales para ellos, que estaban detrás de toda la historia que me has contado.

—Mira, todo lo que te he dicho es la pura verdad. Nos han prometido cosas, pero todavía no sabemos mucho sobre ellos. No nos dan detalles. Nos hacen pruebas para ver si podemos pasar por toda esta clonc aunque no tengamos ni idea de lo que está sucediendo.

—¿Y qué te hace pensar que tienen una cura?

Thomas tenía que mantener su voz firme y pensar en lo que le había oído decir al Hombre Rata.

—El tipo del traje blanco del que te he hablado nos dijo que esa es la razón por la que tenemos que llegar al refugio seguro.

—Mmm —murmuró Jorge con el tipo de tono que suena afirmativo, pero que significa exactamente lo contrario—. ¿Y qué te hace pensar que nos dejarán subir a vuestro caballo y obtener también la cura?

Thomas tenía que mantenerse igual de agradable y calmado:

—Es evidente que no tengo ni idea de eso. Pero ¿por qué al menos no lo intentamos? Si nos ayudáis a llegar hasta allí, tendréis una pequeña oportunidad. Si nos matáis, no os quedará ninguna. Tan sólo un raro completamente ido escogería la segunda opción.

Jorge volvió a dedicarle aquella patética sonrisa y soltó una breve carcajada.

—Tienes algo, Thomas. Hace unos minutos quería sacarle los ojos a tu amigo y haceros lo mismo al resto de vosotros. Pero vaya si no me has medio convencido.

Thomas se encogió de hombros e intentó mantener la expresión relajada.

—Lo único que me importa es sobrevivir un día más. Lo único que quiero es atravesar esta ciudad y luego ya me preocuparé de lo siguiente. ¿Y sabes qué? —se abrazó para parecer más duro de lo que se, sentía.

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