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Authors: Javier Sierra

Las puertas templarias (17 page)

—Bernardo debe saber todo esto —dijo el escudero.

—Lo sabrá.

El druida se ajustó su capuchón al tiempo que comenzó a recoger cuanto tenía a su alrededor.

—¿Por qué decís eso?

—Vamos, caballero —resopló el druida, atando el saco donde lo guardaba todo—. ¿No fuisteis vos quien jurasteis en Jerusalén que buscaríais y protegeríais las Puertas de Occidente? ¿Acaso no confió el conde de Champaña en vuestra fortaleza para que trazaseis un plan que colocaría sobre cada una de las Puertas un templo que las sellase para siempre? Bernardo sabe tan bien como yo de vuestra iniciación, y confía plenamente en vuestra capacidad de trabajo.

—Pero ¿y cómo vos...?

Jean de Avallon no encontró la frase que necesitaba. Aquel desconocido, que hablaba empleando un estilo arcano y confuso, sabía algo que pertenecía a su círculo más íntimo, y que no había referido ni al mismísimo abad de Claraval, a quien el conde Hugo había responsabilizado de proteger. Ningún «simple» augur hubiera podido hacer un comentario tan preciso sin estar en el secreto.

—¡Oh, vamos! ¿Os sorprende que conozca vuestro juramento?

Gluk miró con fuego en los ojos a un Jean de Avallon tieso como su vara de serpiente.

—Explicádmelo.

—Es sencillo, mi buen caballero. Aunque jamás me hayáis visto, ni tampoco nadie os haya hablado de mí, yo soy uno de los que ha preparado el camino en estas tierras para lo que ha de llegar. Bernardo es otro. El conde de Champaña otro más. Somos como peones en un tablero de ajedrez gigante, y vamos moviéndonos a ritmo lento para allanar el terreno para la más grande revolución que conocieron los siglos.

—¿Y qué ha de llegar, según vos? —le abordó Jean.

—Hacia aquí viene un cargamento que salió de Jerusalén meses después de vuestra marcha y del que jamás oísteis hablar. Ese cargamento está protegido por los hombres con los que compartisteis vuestro destino en la Cúpula de la Roca, y está llamado a renovar un viejo pacto con Dios. A algunos de los que ahora custodian esa carga los conozco desde su infancia, pues debéis saber que también fui instructor de muchos de ellos. Y fueron éstos los que me han referido qué misión fue la que decidisteis aceptar en Tierra Santa.

—Pero cómo... —Jean volvió a atorarse.

—¿Cómo me lo contaron? No os torturéis más, mi amistad con el abad de Claraval y con vuestros compañeros de milicia es más que circunstancial. Ambos compartimos un mismo destino. Sin embargo, yo no lo sé todo. Por ejemplo —hizo un guiño de complicidad—, no imaginaba que vos vendríais esta noche por mí. Y al hacerlo en este preciso lugar, es evidente que os habéis reafirmado en la misión que aceptasteis.

—Mi misión no ha empezado aún —protestó.

—¡Sí lo ha hecho! —replicó el druida—. En la caravana que os acabo de anunciar se custodia toda la información que precisáis para poner en marcha vuestro plan. Sobre vuestros hombros recae la responsabilidad de hacer crecer la semilla que esos carromatos traen en su interior. Es más, ahora sé cuál es mi misión al haber tropezado con vos aquí: prepararos para el delicado momento de la llegada de los libros de la sabiduría. Obras que inspiraron otras como la que habéis visto en mi zurrón, y que hablan de cómo para llegar al cielo hay que tomar puertas desde la tierra.

—Puertas... —se estremeció—. ¿Acaso están aquí?

—¿Aún lo dudáis, caballero De Avallon? ¡Yo os mostraré la que descansa frente a vos!

Lo que ocurrió después le resultó vagamente familiar al templario. El druida alzó sus brazos lo más alto que pudo y pronunció unas frases extrañas, que retumbaron por toda la cripta. Cuando su eco se apagó, y mientras el anciano abría precipitadamente su libro por el centro, una suave brisa acarició sus rostros sumiéndolos en un estado de dulce embriaguez. Jean se resistió, pero cuando notó que comenzaba a «sumergirse» en el mismo zumbido que tres años atrás le hiciera caer de rodillas en otra cripta, la de la Cúpula de la Roca, se rindió. Felipe se tapó los oídos con ambas manos, aunque fue incapaz de resistir demasiado tiempo en pie. Después, atónito, vio caer de bruces al druida, su libro y su vara, y por delante de sus ojos comenzaron a desfilar destellos de un pasado cercano: Gondemar hablando en una lengua que no conocía, el bruto de Montbard levantando su espada al aire tratando de contener aquella furia invisible surgida de sabe Dios dónde, el gigante de Saint Omer con los ojos fuera de las órbitas y el venerable conde de Champaña cerrando los ojos en actitud orante ante el milagroso don de lenguas manifestado al de Anglure.

—¡Padre Santo! —su grito fue ahogado por un zumbido cada vez más poderoso.

—¡Sí! —rugió el druida—. ¡Ascended ahora! ¡La Puerta está abierta!

Fue lo último que oyó de Gluk. El suyo fue un bramido seco, ahogado también por aquel pitido agudo, que enmudeció en cuanto una extraña luz azul les envolvió y les arrancó del suelo. Fue como si un torbellino les arrastrara hacia lo alto. Pero ¿qué alto? A pocos palmos sobre sus cabezas sólo estaba la roca viva de la cripta.

Después, llegó el silencio.

PADRE PIERRE

Sor Inés se quedó de una pieza al abrir la puerta. La madre Cazuelas no podía ni imaginarse quién podría estar martilleando el timbre con aquella insistencia a una hora tan tardía. Lo cierto es que su cara debía ser de órdago, porque el que llamaba dio instintivamente un paso atrás antes de atreverse a articular palabra.

Hasta cierto punto era lógico. El hombre de la gabardina «extranjera» y el bigote recortado al que había estado espiando hacía un rato desde la cocina, estaba ahora allí, plantado frente a ella cuan largo era, y la examinaba de arriba abajo. Eso intimida a cualquiera. Además, la monjita no pudo evitarlo: una ola de calor se instaló en sus mejillas, sonrojándola en un santiamén. «Tranquila, Inés —se dijo—, este hombre no te conoce de nada.» Y disimulando su azoramiento como buenamente pudo, hizo lo imposible por atenderle.

—Dígame —balbuceó sor Inés por fin—. ¿Puedo ayudarle en algo?

—Deseo ver al padre Pierre, hermana.

El visitante, francés sin duda alguna, no ocultó su impaciencia.

—Él no me conoce de nada —añadió—, pero comuníquele, por favor, que se trata de un asunto urgente y que debo verle a la mayor brevedad posible.

La religiosa dibujó la mejor de sus sonrisas, y tras pedirle que aguardara en la puerta a que confirmara la disponibilidad del padre, resopló camino de las escaleras. No tardó mucho en regresar. Al cabo de un par de minutos, sor Inés volvía a abrir la puerta de madera lacada de la calle y, sin más preámbulos, condujo al visitante hasta el despacho del padre Pierre.

Éste, un hombre de envergadura, alto y con un amplio flequillo cano que le caía como una cascada sobre la frente, le tendió la mano nada más verle.

—Perdone el desastre —se excusó—, pero llega usted en un momento un tanto delicado. Cuando estoy escribiendo algo, no hago más que amontonar papeles y libros por todas partes. Luego no me queda tiempo suficiente para ordenarlos y el resultado es este caos.

Aquello empezaba bien, barruntó Michel Témoin. Su interlocutor parecía un hombre abierto.

—No se preocupe —dijo—. Trataré de entretenerle lo menos posible.

—Se lo agradezco.

El padre Pierre se acomodó detrás de la mesa de su despacho y aguardó a que el visitante comenzara a explicarse. Aquel hombre de aspecto impecable, vestido con una soberbia gabardina de Armani, se sentó frente a él, presentándose como ingeniero aeroespacial a sueldo del gobierno francés. «Usted no me creerá —comenzó—, pero me he visto envuelto en un oscuro misterio a raíz de unas fotografías que uno de nuestros satélites obtuvo de esta zona del país.» El ingeniero le explicó cuál era su trabajo, y cómo debía confirmar ciertas emisiones energéticas incontroladas que parecían emanar de un número incierto de templos en toda Francia que habían detectado sus satélites. «Usted no sabrá a qué me refiero, ¿verdad?», apostilló sin moverse de su butaca.

—¿Emisiones energéticas incontroladas? —repitió el padre Pierre, abriendo los ojos como platos—. Aquí vivimos todo el año junto a la basílica de Sainte Madelaine y no hemos notado nada fuera de lo común. Piense que cada día visitan el templo dos o tres centenares de personas, y hasta la fecha.

—Esto debió de ser hace dos o tres días como mucho —le interrumpió Témoin.

—Bueno —el sacerdote se reclinó en su butaca—, yo no entiendo nada de satélites, pero por lo que usted cuenta tal vez todo se deba a una «descarga» puntual, quizá de calor, que sus máquinas captaron por azar en un momento determinado, y que luego se esfumó. Ésta es una zona llena de termas, geológicamente muy activa.

—Ya lo comprobamos y esa emisión se repitió veinticuatro horas después de idéntica manera. No fue algo al azar. Y como le digo, conseguimos fotografiarlo todo. Observe.

El ingeniero sacó del bolsillo la imagen del ERS correspondiente a Vézelay que ya había mostrado a Bremen, y se la tendió al padre Pierre. Éste la tomó con cuidado, desplegándola sobre la mesa. Al principio no supo dónde mirar, pero en cuanto localizó el sinuoso recorrido del río Cure y comprobó la existencia de un asentamiento en una de sus márgenes, se centró. En cuanto ubicó la silueta alargada de la «colina eterna», los restos de su muralla, la disposición en panal de sus calles, el pequeño bosque adyacente al arco de entrada y la plaza donde se alzaba la basílica, el problema se le hizo claro. En efecto, en aquella imagen había algo que no encajaba: ¡Sainte Madelaine no estaba en la foto!

—¿Lo ha visto ya?

El padre Pierre calló.

—Como verá no se trata de una energía sutil e invisible, sino que es algo que ofusca una parte muy concreta de la superficie terrestre y muestra en su lugar esa luminosidad lechosa.

—¿En su Centro no tienen ni idea de qué puede tratarse?

—Hasta ahora, la hipótesis oficial es que se trata de un error de las lentes del satélite. Pero un examen exhaustivo de esa posibilidad la deja fuera de juego.

—Comprendo —asintió pensativo el sacerdote.

—Verá, padre, han sido varias las personas que me han remitido a usted como la persona indicada para solventar este problema. Por eso he insistido en verle.

Pierre Dumont, al servicio de la Fraternidad Monástica de Jerusalén desde hacía veinte años, jamás había visto nada como aquello. Ni como cura ni como radiestesista. Lo que le desconcertaba era la proximidad de aquella visita con la del padre Rogelio horas antes. Recordaba ahora su boca de labios finos y dientes blancos rodeada de su barbita escrupulosamente recortada y afilada. Casi podía oírle diciendo amenazadoramente aquello de «vigilo de cerca a un hombre que pronto vendrá a verle y que le presentará la prueba que me pide». ¿Era aquél el hombre? ¿Y la foto la prueba de la energía diabólica de la que le habló el padre? ¿Y si éste y el egipcio estuvieran de acuerdo Dios sabe con qué oscuras intenciones? Sumido en sus cavilaciones, el padre Pierre volvió a inclinarse sobre la foto del ERS y acariciándose el alzacuellos, murmuró algo.

—Señor Témoin, ¿cree usted en el Diablo?

—Perdón, ¿cómo dice?

El padre Pierre insistió.

—Que si cree usted en el Diablo.

—Bueno, no quiero parecer grosero pero dejé de creer en Dios y en la Iglesia hace algunos años. Supongo que es a causa de mi trabajo, el estrés, las responsabilidades, usted ya sabe.

—Se lo pregunto, porque quienes estudiamos radiestesia sabemos que muchos lugares sagrados fueron construidos sobre enclaves donde existía en el pasado cierta energía telúrica muy intensa. Y esos enclaves, señor Témoin, estaban generalmente asociados con el Diablo.

Pierre sabía que aquella afirmación hubiera deleitado enormemente al padre Rogelio, y aguardó a que surtiera algún efecto en su interlocutor. «De estar compinchados —pensó—, tirará del hilo.»

—¿Radiestesia? Lo siento, pero no sé a qué se refiere.

—¡Oh! —el padre no pudo disimular su decepción—, usted perdone. Ese es el término con el que definimos la disciplina que estudia ciertas corrientes energéticas que surcan la Tierra. Los chinos la conocían como energía
chi
, y no fue hasta el siglo diecinueve que un médico alemán, el doctor Ernst Hartmann, la cuantificó científicamente y estableció una teoría por la cual aseguraba que esas corrientes tenían forma de cuadrícula y se extendían por toda la Tierra como si fueran venas.

—Perdón, ¿y qué pinta el Diablo en todo esto?

—Bueno, en este caso todo se reduce a leyendas. En España, por ejemplo, corrió mucho la fábula de que el rey Felipe II ordenó construir el monasterio de El Escorial sobre una de las puertas del infierno. Sellándola con su imponente edificio, el rey se garantizaba el acceso privilegiado a esa dimensión y el control absoluto de una fuente de conocimientos importante. Hoy, los radiestesistas que han medido esa zona cercana a Madrid han descubierto que por allí discurre una de las líneas telúricas más fuertes de Europa y que la leyenda de la puerta del infierno debió generarse por los efectos que las radiaciones de ese lugar causaban sobre la percepción de los testigos.

El ingeniero puso cara de no creerse nada, lo que terminó de convencerle de que no debía saber nada del padre Rogelio.

—Y eso... ¿se ha estudiado? —preguntó.

—Sí, señor Témoin. Llevo trabajando en ello casi toda mi vida. Los zahoríes usan su especial sensibilidad para captar esas corrientes de modo inconsciente, y la aplican para buscar agua; algunos animales «conectan» con esas redes antes de elegir el lugar donde dormir, e incluso gracias a la aplicación de aparatos electrónicos modernos como oscilógrafos, magnetómetros o contadores Geiger, se han podido detectar y cuantificar sus intensidades.

—¿Y cree usted que eso es lo que hemos fotografiado?

La mirada de Témoin se clavó en los ojos pardos del sacerdote, que no perdía de vista la extraña luminiscencia que cubría Sainte Madeleine en la foto.

—Tal vez —respondió ajeno—. Existen estudios que demuestran que en lugares telúricamente muy activos, donde además suele haber fallas geológicas y movimientos sísmicos de baja intensidad en la corteza terrestre, a veces se generan bolas de luz que llaman
Earth Lights,
luces de la Tierra. Una de esas luces, de considerable tamaño, pudo ser la causa de esta anomalía.

—¿Luces de la Tierra?

—Sí. Se trata de focos de luz producidos por piezoelectricidad, que es la corriente que se genera por el roce de rocas ricas en sílice.

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