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Authors: Javier Sierra

Las puertas templarias (18 page)

—¿Y son luces que brillan durante mucho tiempo?

—Su vida es de apenas unos segundos.

—Ya.

—Bueno —añadió, dándose algo de bombo—, hay otra posibilidad.

—Usted dirá.

El sacerdote tomó de nuevo la imagen de Vézelay vista desde el espacio y gesticuló moviendo su dedo índice en el cielo.

—Nuestro planeta es un emisor natural de ondas de radio. Generalmente son de baja frecuencia y totalmente ininteligibles, pero si esa emisión se hace a través de piedras que condensan bien la energía como, digamos, el cuarzo, pueden alterar su frecuencia y quizás podrían ser captadas desde el espacio exterior como si fueran una señal inteligente. Ahora bien, ¡sería cosa del mismísimo Diablo juntar lugares telúricos y cuarzos, y poder controlar esa emisión como si fuera Morse!

—Bromea, claro —dijo Témoin muy serio.

—Naturalmente —sonrió el padre—. Por cierto, dígame una cosa, ¿se fijó si alguno de los puntos fotografiados por su satélite presentaba un nivel de luminosidad mayor que los demás?

—Quizá Chartres. Tal vez Amiens. ¿Por qué lo pregunta?

—Entonces, sin duda uno de esos lugares debe de ser el foco, la fuente. Si no me equivoco, el resto de luminosidades que fotografió su satélite se debieron activar como si fueran bombillas conectadas a una misma red eléctrica. Si quiere saber los porqués, deberá viajar hasta allá y confirmar cuál es el emisor principal. A fin de cuentas, Vézelay debe de ser sólo un pálido reflejo de esa red principal.

—Pero usted habla de una energía terrestre, telúrica dijo, y lo que más me extraña es que esos puntos tienen forma de constelación si se aplican sobre un plano de Francia. Recuerdan a Virgo. De igual modo, sé que Vézelay es la más exterior de las abadías benedictinas de la Champaña que imitan la Osa Mayor. ¿Eso no le parece significativo?

—Tal vez —respondió el padre sin inmutarse por aquellas revelaciones.

—¿Tal vez?

El padre Pierre no pestañeó.

—Tal vez, he dicho. Por si le sirve de algo, yo sí creo en el Diablo.

FUGIT

Nadie se dio cuenta de la desaparición de Jean de Avallon hasta bien entrada la mañana del 24 de diciembre. ¿Desidia? No. La razón, sin duda, había que buscarla en la tranquilidad que anidaba en el corazón de los monjes desde que se supieron dentro de los muros de Chartres; allí dentro, la protección de un guerrero no era tan necesaria como en los caminos, y a buen seguro no requerirían de él para casi nada a menos que decidieran regresar pronto a Claraval.

El primero en darse cuenta de que algo no marchaba bien fue el hermano Alfredo. Responsable último de la cocina de los frailes, necesitaba de un hombre fuerte y joven como De Avallon para mover el pesado armario en el que pensaba guardar los alimentos de la cena de Nochebuena. Fue al ir a buscarlo a su alcoba cuando encontró que ésta estaba desierta. «Qué extraño —pensó—, nunca se ausenta sin avisar.» Fray Alfredo lo buscó por todas partes, y aunque tenía el absoluto convencimiento de que no debía de andar muy lejos (sus armas estaban todas apiladas, en orden, en su aposento), fue incapaz de dar con él. Su montura, sus ropas, y todos los enseres que lleva un caballero, incluyendo el sagrado estandarte bicolor de su orden, estaban en su lugar. Ningún caballero saldría sin ellos.

A la hora sexta, cuando el sol estaba en lo más alto del cielo, no sólo fray Alfredo sino todos los monjes y mozos de cuadras lo buscaban por los alrededores, gritando su nombre. Junto a él, además, había desaparecido Felipe, lo que no podía ser más que otra señal de que algo funesto les había ocurrido. Jamás caballero y ayudante hubieran desaparecido sin dar cuenta de sus intenciones de viaje al abad.

Pero ¿acaso no habían sido ambos los comisionados para investigar la muerte y mutilación de Pierre de Blanchefort? Los rumores, claro, se dispararon antes de empezar la tarde.

Al no encontrarse ni rastro de ellos en las caballerizas o en las tiendas del pueblo, comenzó a extenderse el rumor de que el asesino del maestro de obras podría haber dado cuenta de los dos hombres aprovechando un descuido. Lo peor era que eso sólo podía significar una cosa: que el criminal era alguien muy cercano a ellos, y que debía conocer sus momentos de debilidad antes de atacar. Pero ¿y sus cuerpos? «Aparecerán flotando en el río», decían unos. «O enterrados junto a algún requiebro del camino», murmuraban otros, persignándose.

Según transcurrían las horas, la desazón fue instalándose en el corazón de los monjes. Nadie les había visto salir de sus aposentos durante la noche, ni habían cruzado con ellos palabra alguna que permitiera sugerir la intención de acudir a algún lugar para continuar su investigación. Sencillamente —concluyeron— era como si se los hubiera tragado la tierra.

El abad de Claraval, cada vez más consternado, no salió de sus aposentos en toda la jornada. No probó bocado, hasta que, finalmente, temiéndose lo peor, mandó escribir una nota para que fuera entregada al obispo Bertrand, en la que le daba cuenta de los hechos.

Lo meditó mucho, pero finalmente se decidió. Dado lo mucho que se había sincerado con él el obispo durante su última conversación, y que le consideraba ya un aliado contra el Enemigo, no tenía otra alternativa.

«Me atrevo a importunarle por este medio —dictó a uno de sus frailes de confianza—, porque tengo suficientes razones para creer que los dos hombres que se hacían cargo de nuestra protección militar han podido correr la misma suerte que su maestro de obras. Llevamos buscándolos desde esta mañana en los alrededores de esta casa, y hasta ahora lo único que hemos encontrado fuera de lugar ha sido un cirio casi deshecho en la cripta que tan funesto recuerdo nos trae sin duda a ambos. No es mucho, cierto, pero dado que nadie se ha responsabilizado aún de haber bajado hasta allá la cera, mis temores se multiplican. ¿No fue vuestra eminencia quien dijo que su maestro de obras se volatilizó en aquel mismo lugar? ¿Y no fue a su regreso cuando éste enfermó y murió?»

Bernardo tosió antes de continuar, enjugándose el sudor nervioso que se acumulaba en sus sienes. A renglón seguido, el abad ordenó añadir lo siguiente: «Os ruego que mantengáis vuestra cripta sellada, para evitar que estas desgracias puedan volver a repetirse antes de concluir nuestra investigación. Me inclino a pensar que el Diablo anda tras estas calamidades, y como ya le dije, el único remedio es poner piedras sobre el lugar de acuerdo a los planes de Dios que ya vienen de camino. Suyo afectísimo. Bernardo».

Después de plegar cuidadosamente la pieza de papel dictada y estampar sobre la mancha caliente de lacre su sello personal, entregó aquel escrito al padre Andrés para que lo llevara personalmente al obispo. Éste, obediente, inclinó la cabeza en señal de sumisión, aunque no pudo evitar su sorpresa ante aquellas extrañas revelaciones.

—¿Le hará caso, padre? —preguntó el fraile antes de abandonar la alcoba del abad, aun a riesgo de pecar de indiscreto.

El abad no se inmutó.

—Más vale, hermano —le respondió lánguido—. De lo contrario, y si no nos da tiempo a iniciar nuestra obra según lo planeado, el Mal podría extenderse libremente por la Tierra durante los próximos mil años. ¿Lo imagina? Un milenio de terror.

—¡Ave María Santísima! ¡Mil años!

Y el fraile desapareció a toda velocidad.

GLORIA

Los equipos instalados en el interior de aquel monovolumen de cristales tintados con matrícula de Barcelona, no cometían errores. Tanto los receptores de ondas ultracortas con microamperímetro, como el ohmiómetro o el magnetómetro de resonancia de protones, arrojaban la misma e inequívoca lectura. Aparcado a apenas trescientos metros de Sainte Madelaine, justo detrás del llamado camino de San Bernardo, el vehículo hizo centellear sus luces en cuanto apareció una familiar silueta descendiendo entre las encinas.

El padre Rogelio apretó el paso hacia la furgoneta, saludó a la cabina sin poder ver quién estaba en su interior, y descorrió la puerta lateral sin titubear. Una vez dentro, atento a las pantallitas de fósforo verde que marcaban las subidas y bajadas del nivel de intensidad de los campos controlados, suspiró. «Ningún cambio, ¿verdad?», preguntó. Uno de los dos operarios, un nubio fibroso con la cabeza rapada, le respondió escuetamente que no. A continuación, el padre tecleó un par de comandos en el ordenador de a bordo y aguardó a que en la pantalla se dibujara la gráfica comparativa con todas las mediciones de la jornada.

—¿Recuerdas desde cuándo llevan comportándose así?

—Desde hace dos días. El primero en dar la alarma fue el antiguo oscilógrafo 308 que siempre llevamos encima.

—Comprendo.

Ricard, un técnico catalán experto en telecomunicaciones, se ajustó sus lentes de culo de vaso antes de continuar su explicación. Había pasado toda la noche sin pegar ojo y lucía una densa barba de dos días que afeaba su rostro de luna.

—Ustedes estaban en lo cierto —Ricard sonrió mientras se desperezaba en su butaca—. Hace cuarenta y ocho horas una serie de puntos en Francia y España, especialmente en el cuadrante noreste, comenzaron a fluctuar de forma espectacular. No sé cómo lo averiguaron tan pronto ni a qué puede ser debido ese incremento de actividad telúrica, pero aquí se está preparando algo muy gordo. Lo que me cuesta entender es por qué el CNES no ha tomado aún cartas en el asunto.

—Mejor así —le atajó el padre mientras se quitaba su birrete y dejaba al aire un pelo recogido con horquillas, negro como la pez; antes de dejarlo sobre el salpicadero, añadió algo—: Por cierto, ¿tuvo éxito Gloria en su trabajo?

El nubio miró para otro lado, mientras Ricard forzó unas toses como si tratara de ganar tiempo para encontrar la respuesta adecuada.

—No del todo —dijo—. Verá, tal como usted ordenó, entró en la habitación de Témoin haciéndose pasar por su mujer. Rebuscó en todo su equipaje sin deshacerlo demasiado y no halló ni rastro de las fotos. Seguramente se las llevó consigo.

—Y a usted, ¿qué tal le fue con el padre Pierre?

La pregunta de aquel negro de metro ochenta tronó en la furgoneta desde la parte delantera. El catalán agradeció el gesto.

—Le advertí, pero no me hizo demasiado caso.

—¿A qué debía hacerle caso? —insistió el nubio, que se llamaba Gérard y era hijo de inmigrantes egipcios afincados en Lyon desde hacía dos generaciones.

—Por supuesto, a mi aviso de que puede verse salpicado por el estallido de la Fuerza.

—¿Y no le habló de las Tablas?

Encorvado aún sobre la consola donde estaban empotrados todos los sistemas de detección del vehículo, el padre Rogelio volvió su barba puntiaguda hacia Ricard, como si mirándolo fijamente pudiera fundirlo allí mismo.

—¿Y ponerle sobre aviso de su existencia? No, hermano. Nada de eso. Tu trabajo es encontrarlas y trasladarlas a nuestro monasterio... y basta.

—¡Tablas! ¡Tablas! —gruñó Gérard—. ¿Qué importancia científica pueden tener hoy unas tablas de tres mil años? Seguro que en Santa Catalina ustedes ya tienen los textos copiados en alguna parte, y estamos aquí perdiendo el tiempo.

—No has comprendido nada. La última vez que estas Tablas escaparon a nuestro control se alteró el orden de las cosas que estaba previsto desde los tiempos de los primeros cristianos y aún antes. Lo que sirvió para construir templos en honor de Dios en un tiempo, de repente se adulteró y comenzó a inspirar el alzado de obras profanas, sin sentido religioso alguno o, aún peor, con intereses heréticos detrás. Y toda esa información —prosiguió— estaba en las Tablas.

Gérard torció el gesto, pero escuchó al sacerdote.

—De alguna manera, fragmentos del saber contenido en las Tablas que tan a la ligera te tomas, trascendieron al control de los caballeros del Temple y se extendieron por toda Europa.

—¿Y qué importancia tiene?

—¡Blasfemo!

Una sonora bofetada enrojeció el rostro de Gérard. El padre Rogelio, encendido, prosiguió.

—Si hubieras estudiado los textos del escritor renacentista Marsilio Ficino hoy sabrías que desde el siglo dieciséis hasta hoy comenzaron a construirse monumentos y hasta ciudades enteras que imitaban determinadas estrellas de las que pretendían atraer sus favores. Fueron pensadas como talismanes gigantescos, similares a los Templos de Dios, pero que en verdad eran ofensas titánicas a la sabiduría del Altísimo y a su deseo de ser el Único Dios verdadero.

—¿No cree usted que exagera? A fin de cuentas, si las Tablas son obra de Dios, sólo a Él puede honrar lo que se construyera con ellas, ¿no?

Ricard trató de apaciguar al padre.

—No, mi querido Ricard, no exagero. Si aquel conocimiento filtrado fue capaz de mutar una sociedad entera, haciéndonos salir de un modelo teocéntrico y entrar en un modelo antropocéntrico como éste, ¡imagina qué sucedería si hoy cae en manos no deseadas la fuente original de ese saber!

Un crujido interrumpió al padre. Era la puerta lateral de la combi que se deslizaba sobre sus guías. La curvilínea silueta de Gloria, que regresaba de su visita a
La Palombière
, se asomó al interior del vehículo. Sin decir palabra, movió su mano para saludar a Ricard y al nubio, y besó ceremoniosamente el anillo del padre Rogelio.

—¡Se va! —dijo a continuación.

—¿Se va? ¿Quién se va? ¿Témoin?

La afilada perilla del sacerdote se arrugó antes de formular una tercera pregunta.

—¿Y adónde?

—A Chartres. Eso es lo que dijo a la dueña del hotel al pagar la factura.

—¿Le pusiste un micrófono? —preguntó.

—Sí. En la maleta. Y lleva incorporado un localizador bastante potente que nos permitirá seguirle siempre que nos mantengamos en un radio de menos de diez kilómetros de distancia.

Gloria era la predilecta del padre Rogelio. Aquella criatura, con veintidós años recién cumplidos, no sólo era una profesional eficaz, sino que trabajaba sin dejar que su conciencia chirriara por nada. Era evidente que el obispo Teodoro, en su infinita sabiduría, había escogido el equipo más adecuado para apoyarle en su misión en Francia.

ORLÉANS

Con las mujeres nunca se sabe. O, al menos, eso debió de pensar Michel Témoin mientras deambulaba entre los coches aparcados junto al McDonald’s situado en la autopista hacia Chartres. Llevaba muchos meses sin ver a Letizia, y la sola perspectiva de acercarse de nuevo a ella le ponía nervioso como un colegial. Aunque sabía que lo suyo no iba a poder arreglarse, el simple hecho de volver a sentir el mismo cosquilleo en el estómago que cuando la esperaba a la salida de la Facultad le devolvía a sus años jóvenes. ¿Habría cambiado mucho?

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