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Authors: Javier Sierra

Las puertas templarias (27 page)

—Es una larga historia, Témoin.

—Por aquí también han pasado muchas cosas, ¿sabe? Pero creo que ya tengo respuesta para algunos interrogantes.

Monnerie esperó a que su ingeniero recuperara el aliento de su rápido descenso, y le invitó a sentarse en la barandilla de piedra que tenían allí mismo.

—En realidad, ya no necesito respuestas a lo del ERS, Michel —dijo el profesor sin esperar más—. Yo mismo retiraré el expediente que le abrí y pediré al gabinete de D’Orcet que olvide los cargos contra usted por negligencia.

—Vaya. ¿Ha ocurrido algo que deba saber?

—Hablé con la Fundación Charpentier, como usted me sugirió, y a ellos no les sorprendieron los resultados del ERS.

—¿Charpentier? —su rostro mudó de repente, al recordar las últimas palabras de Letizia antes de ser secuestrada—. Debo hablar con la Fundación de inmediato.

—Aguarde un momento. Déjeme explicarle algo antes.

—Usted no lo entiende, profesor.

—Sí lo entiendo. De alguna manera, la Fundación ha estado al corriente de todas sus actividades durante este tiempo. Ellos sabían que estaba aquí y me han mandado para que hable con usted. Temen que su investigación sobre las «anomalías» en las catedrales sea aprovechada por terceros para apropiarse de algo indebido.

La palabra «indebido» molestó a Témoin.

—¿Indebido? ¿Le parece indebido que hayan secuestrado a Letizia? —gritó—. ¿Se acuerda de Letizia? ¿Eh? ¿Se acuerda?

Las protestas de Témoin retumbaron bajo el pórtico de Notre Dame. Su interlocutor, impasible, ni siquiera se inmutó por aquella revelación.

—Eso también lo saben, Michel. De hecho, ya la están buscando por su cuenta, y la encontrarán, amigo mío.

—¿Cómo?

—Letizia es una de los suyos.

—¿De los suyos? ¿Qué quiere decir?

La ira del ingeniero se transformó de repente en curiosidad.

—Que trabajaba para la Fundación y que el contacto que usted estableció con ella entraba dentro de sus planes. Eso me dijeron. Por cierto, que la relación que usted estableció entre aquel Louis Charpentier de donde sacó su idea de la «conexión estelar» de las catedrales y la Fundación de ese nombre, debe de ser cierta. Son una especie de sociedad secreta.

—Esta bien —dijo sin importarle demasiado el último comentario del profesor— Supongamos que la encuentran. Lo que no me explico es por qué le envían a usted a detenerme.

—Accidentalmente, el CNES se ha visto envuelto en algo que no le incumbe. Y si el cliente que nos ha metido en este embrollo dice que paremos, debemos hacerlo. Sólo le diré una cosa más,
monsieur
Charpentier me mostró en París un amuleto antiguo en el que la situación de sus estrellas parece coincidir con la ubicación actual de la bóveda celeste sobre Francia. Me explicó que era una especie de aviso profético de que en estos días algo se activaría en estos templos. Es decir, ellos sabían lo que iba a pasar.

—¿Algo? ¿Que se va activar?

—Algo relacionado con las catedrales. Un supertalismán o algo así que forma parte de una Puerta. La verdad es que no entendí muy bien el galimatías que me contó, aunque me dejó incluso un libro para que lo estudiara.

—¿Le habló de una Puerta? Letizia me dijo que las catedrales eran como Puertas Estelares.

—¿Y la creyó?

Ni los cristales de las gafas de pasta negra de Témoin amortiguaron el fuego de su mirada.

—Sí. La verdad es que sí.

—Está en su derecho, naturalmente, pero...

—Dígame, ¿le dijo
monsieur
Charpentier algo acerca del Arca de la Alianza?

Monnerie dejó pasar un par de segundos antes de responder.

—Sí. Que fuera lo que fuese su contenido, allí se encontraba el origen de las emisiones que captó nuestro satélite. Creo que lo llamo la «fuente».

—¡Exacto! Y lo que contiene el Arca, según me explicó Letizia, son los Libros Esmeralda de Hermes.

—A Hermes también lo citó, en efecto.

—Profesor, somos dos peones accidentales en un tablero del que no conocemos nada. Y si no somos capaces de desvelar ahora de que va todo esto, nos vamos a quedar con la duda el resto de nuestras vidas. Yo no sé —continuó— que demonios son los Libros de Hermes ni que contienen, pero sí sé que ocultan una especie de pila energética. Y es tan fuerte que es nuestra responsabilidad destaparla y ponerla bajo control científico. Imagine si otros menos preparados dan con ella por azar... ¡sería un desastre!

Meteor man
dudó.

—¿Y dónde cree usted que se esconde esa pila?

—En el Arca, naturalmente. ¿Aún no la vio?

Témoin, risueño, señaló a través de los andamios un bulto rectangular ubicado justo sobre la corona de la Virgen. Se trataba de una caja de buen tamaño, idéntica a la que él mismo tocó en el pórtico norte de Chartres, y tallada con sus mismos cerrojos de piedra. La flanqueaban varias estatuas sedentes de los principales patriarcas del Antiguo Testamento. Allí estaba Jacob —el de la
Scala Dei
—, Abraham —el que protegió la Roca del Monte Moriah—, Salomón —custodio del Arca en su Templo—, David...

El Arca de Amiens estaba allí, a la vista de todos.

Monnerie, absorto, se quedó contemplándola un buen rato antes de decir nada. Era el mismo cofre que había visto en las vidrieras de la capilla de San Agustín de Cantorberry. Exactamente el mismo, pero de piedra.

Cuando se convenció de lo que veían sus ojos, temblando, propuso algo que nunca antes hubiera imaginado hacer.

—¿La... abrimos? —susurró.

—Claro, profesor.

El poderoso micrófono direccional Siemmens instalado en el techo de la Renault Space captó a la perfección las últimas palabras de Michel Témoin.

—Esto ha llegado demasiado lejos —dijo Gloria con los ojos desorbitados—. Os dije que no se detendría por que retuviéramos a su ayudante. Tiene un perfil de personalidad que le hace demasiado obstinado.

Gérard y Ricard no replicaron, y el padre Rogelio, extrañamente sereno, dejó hacer a la impetuosa jovencita.

—Si no hacemos algo, ¡los Libros de Hermes terminarán en sus manos! ¡Y la Puerta será suya!

—Quizá —dijo parco el ortodoxo, mirando fijamente el pórtico sur de Amiens y las siluetas de Monnerie y Témoin dirigiéndose hacia el andamio.

—Pero ¡padre!

—Quizá todo esto forme parte del Plan de Dios. De la señal que espera el padre Teodoro en el Sinaí.

—Señal, ¿qué señal? —bufó Gloria.

El ortodoxo no respondió.

LÍBER PROFETORUM
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Claraval

Los preparativos para la marcha de la comitiva de monjes blancos de Chartres se demoró todavía casi ocho meses más. En ese tiempo, Bernardo cuidó de cerca que la recuperación de Jean de Avallon fuera completa. No obstante, ni sus oraciones ni las curas a las que fue sometido consiguieron frenar el prematuro proceso de envejecimiento que minaba día tras día la salud del caballero. Como antes le ocurriera a Felipe, el escudero, las carnes del templario se tornaron progresivamente más blancas, y las formas de sus huesos pronto comenzaron a dejarse ver a través de una piel fina y resbaladiza, como la de una serpiente.

Su final, pensaron todos, no debía andar ya muy lejos. Durante aquellos meses, las atenciones del obispo Bernard y de las familias del burgo fueron exquisitas. Verduras frescas y caldos de carne se preparaban al alba de cada jornada sólo para el enfermo. Después de la salida del sol se le encendía también la chimenea y se le cambiaban las sábanas. A la hora tercia
[49]
se le lavaba de arriba abajo en una tinaja de agua caliente para, justo después, ventilar la habitación y dejarla lista para la inexcusable visita de fray Andrés. Podía caminar, pero no quería. El escriba de Bernardo se sentaba, pues, a los pies de la cama con un atril de madera, y allí permanecía hasta el mediodía, en el que se le servía la primera comida fuerte. Después dormitaba hasta entrada la tarde; rezaba en compañía de otro monje y tras una cena frugal, volvía a caer rendido en su colchón de paja.

Fray Andrés tomó así cientos de notas al dictado de Jean de Avallon. Se trataba, por lo general, de poesías cortas, armadas con ingenio por el templario, que al finalizar, se recogieron en un volumen con tapas repujadas que encuadernó un hábil monje de
L’Hopitot
.

La obra, que Jean decidió firmar misteriosamente como «Juan de Jerusalén, prudente entre los prudentes y sabio entre los sabios», viajó naturalmente junto al resto de las pertenencias y hombres hasta Claraval, adonde llegó en mayo de 1120, en plena explosión de la primavera. La tituló
Protocolo secreto de las profecías
, y aunque sólo la leyeron entera Bernardo y fray Andrés, durante semanas casi no se habló de otra cosa entre los miembros de la expedición de regreso a casa.

Un hecho, no obstante, enturbió el orden de los acontecimientos. Rodrigo, el prisionero que hicieran en la iglesia de Notre Dame el día de la reaparición del templario, fue su protagonista.

El aragonés, junto a los carros con las Tablas —a excepción de varias decenas que quedaron en depósito en Chartres—, formó parte del «ajuar» que los cistercienses se llevaron consigo. Bernardo creía, no sin razón, que todavía no les había referido todos los detalles de su asociación con el prelado de Orleáns, y decidió reclamar su custodia al obispo Bertrand. No obstante, si bien Rodrigo apenas había hablado de Raimundo de Peñafort en todo aquel tiempo, sí es cierto que se explayó narrando su peregrinación a lo largo del Camino de Santiago, aportando en ello detalles que sobrecogieron al abad.

Le dijo, por ejemplo, que el Camino era la contrapartida terrestre de la Vía Láctea, y que su ruta, desde la mismísima Vézelay, estaba jalonada por multitud de topónimos que indicaban claramente ese parentesco celestial. Casi en línea recta, dijo, podían encontrarse poblaciones como
Les Eteilles
, cerca de Luzenac;
Estillón
, junto a las estribaciones pirenaicas de Somport o
Lizarra
[50]
, fundada en fechas no muy lejanas como punto de inflexión de la ruta jacobea.

—¿Y vos qué valor dais a este diseño del suelo? —preguntaba capciosamente el abad.

—El mismo que ya os figuráis. Que Dios creó nuestra tierra a imagen y semejanza del Paraíso, y que de nosotros depende el acercarnos a ese mundo perfecto o no.

—¿Y para qué creéis que marcó Dios estrellas sobre el suelo?

—Estrellas y escaleras, abad —puntualizaba—. No olvide las poblaciones cuyo nombre está emparentado con la visión jacobita de la
Scala Dei
: Escalada, Escalante, Escalona...

—No me habéis respondido.

—Pero es evidente. Son lugares donde nuestras plegarias suben más rápidamente al cielo. Donde lo que hagamos, pensemos o digamos tendrá más eco allá arriba, en el reino donde habita nuestro Padre Celestial.

—Ya veo.

El de Claraval, por éstas y otras conversaciones similares, terminó por considerar a Rodrigo inofensivo, así que le asignó una celda en su monasterio y le dio permiso para moverse libremente por las tierras del convento.

Ése fue su error.

Aquellos meses, por lo demás, transcurrieron en medio de una intensa actividad. Fray Andrés repasó el libro de Jean de Avallon —ya Juan de Jerusalén— y lo copió íntegro en cinco pulcros ejemplares que conservó bajo llave. Mientras tanto, el abad se consagraba a la medición de toscos mapas de la región, y aún más allá, estableciendo los puntos por donde comenzaría la obra que daría sepultura a las Tablas. Fijó en la cercana Vézelay su punto de partida, como lugar intermedio entre las futuras catedrales de Notre Dame del norte y el Camino Estelar de Santiago al sur, y trazó las líneas maestras para representar sobre Francia la huella de Virgo.

Fue entonces cuando sucedió.

Ocurrió en la noche de Santo Tomás, el 3 de julio por más señas, mientras los monjes blancos estaban reunidos en la iglesia de Claraval para celebrar sus maitines. Habría unos cuarenta frailes, y la visita de uno de los hijos del conde de Champaña, llegado para supervisar los trabajos cartográficos de la congregación, les había dado cita a todos sin excepción en los oficios.

Los caballeros dormían; el servicio también, pero los monjes no fueron los únicos que estuvieron fuera de su lecho a aquellas horas. Rodrigo, que en ningún momento había dejado de cultivar su forma física, tenía claro el objetivo a alcanzar aprovechando las circunstancias. Treparía hasta la segunda planta del edificio de dormitorios, donde reposaban los cinco templarios que asistían a Bernardo en las labores de custodia de las Tablas, y allí tomaría su oportuno «salvoconducto».

Dicho y hecho.

Mientras el
Te Deum
retumbaba dos esquinas más allá, el aragonés, ágil como una lagartija, se deslizó por las enredaderas del muro oeste de la casa, hasta saltar a los ventanales del pasillo. Nadie le vio. Aunque en penumbra, la luz de la luna llena inundaba de tonos plateados los baldosines de arcilla del suelo. Orientarse no sería muy difícil.

Descalzo, pasó por delante de las celdas de Montbard, Saint Omer, Anglure y Angers, deteniéndose frente a la del De Avallon. Había estado allí antes, así que calculó bien sus pasos. Miró a ambos lados del corredor, asegurándose de que nadie le observaba, y abrió la puerta con todo sigilo.

Los goznes no chirriaron.

Una vez dentro, con la puerta cerrada tras él, respiró hondo. Contra la pared, fresca, aguardó a que sus ojos se aclimataran a la oscuridad y comenzaran a distinguir las formas de alrededor. Una cama con dosel cuatro pasos al frente, un arcón a su derecha, una pieza de madera donde debían guardarse las armas del caballero, un escritorio, la chimenea...

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