Las puertas templarias (25 page)

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Authors: Javier Sierra

Fue toda una sorpresa.

Bernardo dialogó con él durante una hora. Pidió que le quitaran los grilletes y le dieran de comer. Y así, sentado ante su cuenco de carne hervida, escuchó a aquel monje piadoso que trataba de insuflarle confianza asegurándole que todos sus pecados le serían perdonados si le entregaba la verdad de su estancia allá.

Poco pudo sacar Bernardo de la garganta de aquel extranjero. Peregrino compostelano, prófugo del señor de Monzón y aventurero por naturaleza, aquel hombre confesó haber hurgado en el contenido de los carros sin entender demasiado el valor de tanta tablilla grabada.

—¿Le hablasteis de esas Tablas al obispo de Orléans? —preguntó el abad.

—Sí. Le hablé.

—¿Y qué os dijo?

—Nada que recuerde.

—¿Y no dispuso nada más para vos?

—Sí. Me pidió que no las perdiera de vista.

Por último, aquella misma jornada el monje blanco fue conducido a una pequeña vivienda situada tres callejuelas más allá de la iglesia. En ella, una familia local había dado generoso cobijo al tercero de los «reaparecidos» en Chartres. Todos los que le vieron antes que él, le aseguraron que se trataba de un personaje de lo más peculiar. Vestía un camisón muy desgastado y sus maneras eran ciertamente singulares. Hasta dijeron que podía hablar tantos idiomas que era capaz de hacerse entender incluso con los árboles del huerto familiar.

A última hora Bernardo llegó a la casa de Christian, el herrero, acompañado de dos monjes más. Su esposa y sus dos hijos habían terminado en ese momento de cenar, y el huésped se había retirado ya a su alcoba para, según dijo, concentrarse en sus oraciones.

La mujer de Christian, una bretona de caderas anchas y amplia sonrisa, les explicó que el anciano se había recuperado muy rápidamente de su viaje, pero se quejó de sus modales un tanto taciturnos y de su escasa locuacidad. Como el resto de Chartres, la familia del herrero ardía en deseos de saber qué había sucedido exactamente en la iglesia de Notre Dame. Tenía, por fuerza, que ser un milagro... pero ¿cuál? El anciano no lo dijo.

Después de pasar al interior de la vivienda, y dejar atrás la forja, Bernardo bendijo a la familia y pidió que le dejaran a solas con el extranjero. Christian obedeció. Y así, tras cerciorarse de qué estancia de la casa hacía las veces de celda y dormitorio del visitante, se dirigió hacia ella rogando a sus monjes que no les importunaran.

La habitación —si es que así podía llamarse— era un anexo de las cuadras, cerrado con un improvisado muro de tablas y despejado para dejar hueco al camastro de paja y la improvisada mesa en la que reposaban varios frascos cuidadosamente etiquetados.

Con la luz de una vela gruesa, sin duda lo que quedaba de alguno de los grandes cirios de la iglesia de San Leopoldo, un anciano de larga cabellera leía un libro grueso y sucio.

Bernardo conocía aquellas pelambreras.

—¿Gluk? —se le hizo un nudo en la garganta—. ¿Sois vos, maestro?

La voz de Bernardo quebró el silencio que envolvía el lugar. El anciano, tieso como una vara, levantó la vista del manuscrito que sostenía y buscó tranquilamente en la penumbra la silueta blanca del abad. También él, aunque no lo expresara, parecía haberle reconocido.

—¡Ah, Bernardo! —tronó al fin—. Debí suponer que estabais aquí.

El monje tendió sus manos para ayudar a levantarse al druida, y se fundió en un largo abrazo con él. Al apretarlo contra su cuerpo, Bernardo notó lo escuálido que estaba.

—Gluk,
magister
, ¿qué es lo que hacéis aquí? Nunca pensé que os vería en momento tan oportuno.

—Y bien que lo decís, De la Fontaine —sonrió—. El Enemigo ha pretendido hacerse con el control de este lugar santo para apropiarse de lo que habéis traído hasta aquí.

—¿Vos ya sabíais que...?

—Vamos, Bernardo. En la cripta abrí la Puerta para vuestro centinela, el caballero De Avallon. En cuanto le vi, supe que las Tablas no debían de andar lejos de aquí, porque el Umbral se abrió con facilidad. ¿Acaso no fue este caballero el elegido en Jerusalén para localizar las Puertas y sellarlas después junto a las Tablas? ¿No fue él el señalado por la Providencia para dejar descansar estos lugares e impedir que caigan en manos impuras?

El abad asintió.

—Sin embargo, Gluk, temo perder tan preciosa carga antes de cumplir con mi trabajo.

—Lo decís por la muerte del maestro Blanchefort, ¿verdad?

—Y porque hemos capturado a un espía del obispo de Orléans que, al parecer, ha estado siguiendo a nuestra caravana durante su último trayecto, desde Troyes hasta aquí.

El druida vio que el rostro sereno del monje blanco se enturbiaba.

—Pero, Bernardo, ¿de qué os han servido mis lecciones? ¿Habéis olvidado ya que la calma de espíritu es imprescindible para vuestra lucha contra el Mal? Si la inquietud os vence, habréis perdido la batalla. Y además, nadie puede abrir las Puertas de Nuestra Señora si no posee la llave. Y nadie puede utilizar esa llave si no posee el libro de instrucciones adecuado para ello.

—¿Libro de instrucciones?

Instintivamente, el cisterciense echó un nuevo vistazo al libro que leía el druida.

—¡Mi buen Bernardo! ¿Habéis olvidado los años en los que trazamos este plan para vos? ¿Tampoco recordáis las sesiones de aleccionamiento en los bosques cercanos a Claraval, donde os mostramos los símbolos mágicos que representaban las Puertas?

—Recuerdo el laberinto. Metáfora del camino interior y de la peregrinación a las Puertas Santas de Jerusalén, Roma y Santiago... Recuerdo la escalera. Alegoría que disfraza el viaje de Jacob a los cielos y el acceso al conocimiento sagrado. Recuerdo...

—No habéis olvidado nada —dijo el druida.

—No.

—Entonces, mi viaje ha sido oportuno. Después de que habléis con Jean de Avallon, podréis usar esto como vuestro manual para girar la llave. Será el inicio de un período glorioso en el que vuestras obras crecerán como agujas hacia el firmamento, atrayendo sobre vuestros fieles la bendición de las luminarias celestes. Y en ellas incluiréis los símbolos que os fueron enseñados para que otros sepan leerlos llegado el momento oportuno.

Gluk tendió a Bernardo aquel raído volumen escrito en latín, que tomó cuidadosamente entre las manos. Estaba toscamente encuadernado, y la mugre de sus páginas había ennegrecido los bordes exteriores de cada cuartilla.

Sin terminar de soltarlo, el druida explicó a Bernardo que aquel texto había sido originalmente escrito en árabe por sabios de Harrán, la ciudad a la que se dirigía Jacob cuando tuvo su visión de la
Scala Dei.
Después, un sabeo —uno de aquellos habitantes iluminados de Harrán— se llevó una copia a la magnífica biblioteca de Córdoba, desde donde, tras la conquista, llegó a manos de los precursores de la Escuela de Traductores de Alfonso X en Toledo. Allí fue volcado finalmente al latín, «y de sus depósitos lo tomé yo», dijo.

El libro, crípticamente titulado
El fin del sabio y el mejor de los dos medios para avanzar
, estaba dividido en cuatro tratados que explicaban pormenorizadamente la ciencia de las estrellas. «Estudia sobre todo la cuarta de sus partes, en especial el capítulo dedicado a Hermes y a la fundación que hace de una ciudad idéntica a la Jerusalén Celestial del Apocalipsis —le advirtió—, y después usa su sabiduría para establecer el lugar donde levantarás tu Puerta y las proporciones que darás a tu obra para protegerla.»

—Blanchefort conocía las proporciones, maestro —se lamentó el abad.

—Pero no tenía aún ni las Tablas ni el conocimiento para usarlas —le atajó Gluk—. Tú y los tuyos, sí.

—¿Y quién mató al
magister comiciani
?

—Eso os lo desvelará también el caballero Jean, pues a esas revelaciones y a muchas otras accedió cuando fue ascendido al mismo cielo que los profetas Enoc o Ezequiel.

—Comprendo.

Bernardo de Claraval no volvió a ver más a Gluk. Después de recibir de sus manos el libro que durante tantos años había protegido, el abad estaba seguro de que el druida había dado por finalizada su tarea vital. Los sabios de los bosques eran así: impredecibles y sorprendentes. Gluk moriría en soledad, tal como él había elegido, y sus herederos —entre los que se encontraba el propio Bernardo— continuarían más o menos abiertamente con su misión: la de lograr establecer un vínculo definitivo entre la Tierra y el Cielo.

Por lo que había insinuado Gluk, Jean de Avallon era la última pieza antes de poner en marcha ese objetivo. Pero el templario, visiblemente avejentado, se recuperaba aún en la casa de huéspedes que les cediera el obispo Bertrand.

—No sé si sobrevivirá —se lamentó el abad—. Acabamos de enterrar a su escudero.

—Se recuperará. Ya lo veréis.

El augurio del druida le dio ánimos. Rodeado de toallas húmedas y palanganas de agua caliente, el guerrero todavía dejó pasar unos días antes de comenzar a narrar parte de su historia.

—Padre —murmuró al fin a primera hora de la mañana de San Julián—, ya sé que soy la llave que abrirá la Puerta.

La revelación le extasió. Bernardo no se despegó del templario en toda la jornada, atendiéndole en persona y animándole a vaciar el alma en sus manos.

—Vos aceptasteis ser esa llave ya en Jerusalén, hermano Jean. Lo que os ha sucedido después es fruto del plan que Dios preparó para un hombre de vuestro valor. No debéis temer nada.

—Mi señor abad —continuó—, en mi viaje al otro lado de la Puerta vi cielos e infierno. Un ángel al que no pude ver nunca el rostro me guió a través de las esferas celestiales, y gracias a él admiré las partes en las que está dividido el Universo. Volé hasta Jerusalén, siguiendo la ruta del Profeta de los infieles, y vi cómo una puerta al Averno se abría justo debajo de la Ciudad Santa. También allí admiré otro umbral por el que se accedía directamente hasta el trono de Dios.

—Proseguid.

—El ángel invisible, con infinita paciencia, me mostró asimismo cómo debemos construir nuestros templos a imagen y semejanza del Cuerpo Celeste de Nuestra Señora y cómo éstos, unidos por la misma corriente que ata a unas estrellas con otras, harán que podamos ascender a los cielos y hablar con los ángeles sin necesidad de desencarnar.

—¿Visteis todo eso con vuestros propios ojos?

—Y más aún, mi señor. Aquella criatura de voz poderosa me mostró muchas cosas que están todavía por venir. Como si fuera en sueños, admiré lo que vendrá en el año mil que sigue al año mil, las calamidades que asolarán nuestra tierra y los peligros que rondarán a nuestra fe. Aún más, me fue mostrado también el año mil que seguirá a este último y los prodigios que en aquél se obrarán. Pero, sobre todo, padre, me apercibí de qué encargo divino es el que debemos acometer en un lugar tan santo como éste.

—Decidme. Vos habéis visto, no yo.

—En la tierra de Chartres debemos proteger sólo aquellas Tablas que tengan que ver con la agricultura. Las seleccionaremos del santo cargamento con cuidado y dedicación, prestando especial atención a los motivos impresos en su superficie esmeralda. Son las Tablas de saber infinito que hablan de cómo Nuestro Señor creó todos los vegetales y formas de vida del mundo. Éste será, pues, el templo de la Espiga y se unirá a la Estrella de la espiga de Virgo, su perla más brillante.

—¿Qué más debemos hacer?

—Las que tengan relación con la música y el poder del canto se custodiarán en Amiens, donde levantaremos la más grande iglesia que vieran los tiempos. A fin de cuentas, la música es la Palabra de Dios en estado puro, el Verbo del que habla el primer capítulo del Génesis. Y lo mismo se hará con las Tablas que describen los movimientos del Sol, que se llevarán hasta Évreux. La sabiduría deberá repartirse, para que la misteriosa fuerza que encierran estos libros de piedra teja una red que proteja a los fieles y bendiga nuestro reino.

—¿Te mostró el ángel si viviremos lo suficiente para terminar nuestra obra, Jean?

El caballero, aunque postrado, regaló al abad un gesto de solemnidad que nunca antes había visto dibujado en aquel rostro anguloso.

—No —dijo muy sereno—. Ni siquiera llegaremos a ver colocar la primera piedra de esta Gran Obra, padre. Pero hemos de disponer a los nuestros para que cumplan con su sagrado deber. Sólo los iniciados comprenderán lo que hemos hecho con las Tablas y las rescatarán a su debido tiempo.

—¿Y los
charpentiers
?

—Los
charpentiers,
maestro, nos vigilarán de cerca. Descuidad. Gluk, el último de ellos al que habéis visto, dejará una larga descendencia y su estirpe se perpetuará hasta el final de los tiempos.

Bernardo se arrodilló junto al lecho del caballero, dando gracias a Dios por todas aquellas revelaciones. En realidad, su gratitud no estaba motivada tan sólo por las palabras del templario, sino porque ahora comprendía que había llegado al final del camino: tenía la llave (Jean), tenía las instrucciones para accionarla (el libro de Gluk) y ya sólo le faltaba determinar el emplazamiento exacto de la Puerta para culminar su plan.

—Sé que estamos ya cerca de cumplir con nuestra misión, caballero —murmuró el de Claraval, acariciándole una de sus pálidas manos con ternura—. Sin embargo, nos falta la presencia de Blanchefort, el maestro de obras, que sabía bien dónde tantear la presencia de la Puerta y que había visto con sus propios ojos los planos de Enoc para la construcción del nuevo templo.

—No penséis más en él. Como yo, Pierre de Blanchefort atravesó el Umbral Sagrado y accedió a cuantos conocimientos hoy poseo. Matemáticas, geometría, armonía... ninguna de esas ciencias me son ajenas desde entonces. Aparte de cuanto yo os he narrado, también yo vi el diseño divino. Sin embargo, a diferencia de aquél, yo soy un caballero y sabré defenderme si llegara el caso.

—¿Sabéis acaso quién lo mató?

—Murió por haberse acercado imprudentemente al cielo cargando su astrolabio de cobre con él. Todo lo que tiene naturaleza divina, deberíais saberlo, repudia el metal y lo convierte en fuente de muerte. Hasta nosotros, los caballeros del Temple, aprendimos la lección en Tierra Santa al oír a los judíos relatar sus cuentos sobre el Arca de la Alianza y su contenido celestial.

—Murió, entonces, por la misma causa que Felipe, vuestro escudero —dijo el abad—, pero ¿quién y para qué le decapitaron?

—Fue la familia de Raimundo de Peñafort, obispo de Orléans. Él pertenece a una estirpe de diablos hechos carne que sabían lo que vos tramabais y que ha tratado de impedirlo a toda costa. Arrancando la cabeza al
magister comiciani
siguiendo su ancestral costumbre de depredadores, se aseguraban de que vos supierais lo cerca que estaban de las Tablas. Y que pronto, antes o después, os las arrebatarían.

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