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Authors: Javier Sierra

Las puertas templarias (26 page)

—Pero no sucederá.

—No, de momento.

—¿De momento?

Jean de Avallon suspiró antes de proseguir.

—La naturaleza y propósitos de esos diablos no es tan diferente de la de los propios
charpentiers
. Debéis saber que ellos buscan lo mismo que vos: erigir templos sobre las Puertas y controlar esos pasos al Cielo. El hecho de haberse apropiado de la cabeza de vuestro maestro de obras obedeció sin duda a la vieja costumbre de santificar los cimientos del edificio que planean. La cabeza, vos lo sabéis bien, es el receptáculo de todos los misterios, la sede de la iluminación interior. Es necesario su sacrificio para tener un espíritu guardián que proteja el lugar; un pilar sobre el que sostener el edificio entero.

—Lo sé —se inclinó el abad—. Juan el Bautista fue decapitado como símbolo de la columna que habría de sustentar el edificio místico del Cuerpo de Cristo. Por eso la orden templaria rinde también tributo a la cabeza.
[47]

—Allí donde en adelante se venere un cráneo, una testa, habrá, con seguridad, una Puerta escondida. Sea que la proteja el Lado Oscuro o sea que la defiendan los caballeros de la Luz.

—¿Puedo confiar en vuestras palabras?

—Podéis. Al otro lado de la Puerta vi que los templos que guardarán las Tablas, aquellos que contendrán el secreto de cómo abrir las Puertas, se construirán y permanecerán levantados durante generaciones.

—Gracias a Dios.

Jean de Avallon había vuelto a hablar sabiamente. El abad, sobrecogido por aquel ilimitado acceso a la sabiduría de los Altísimos, besó su mano, murmurándole algo entre dientes. El templario, visiblemente agotado por el
esfuerzo
, apenas adivinó lo que el abad intentó decirle. «A partir de ahora —escuchó—, mereceréis llamaros Juan de Jerusalén, pues ha sido allí, en la Jerusalén celeste, donde habéis encontrado la iluminación. Mañana mismo pondré a vuestra disposición a uno de mis monjes para que le dictéis todo lo que habéis visto de nuestro futuro, para que ese saber quede por escrito.»

—Amén —dijo el templario.

—Amén.

PICATRIX

Jacques Monnerie no despegó la vista del ejemplar del
Picatrix
durante buena parte del trayecto por carretera hasta Amiens. A bordo del confortable Mercedes 190 E que la Fundación Charpentier había puesto a su disposición, tuvo tiempo suficiente para hacerse una idea global acerca del contenido del libro.

Se trataba, como se temía, de un abigarrado tratado medieval de magia en el que se enseñaba a su propietario a fabricar amuletos. Al principio, le pareció uno de tantos volúmenes simplistas que debieron de circular por Europa entre los siglos XII y XIII, y en el que se contenían fórmulas absurdas para conseguir el amor de la persona deseada, o riqueza y prosperidad para quien supiera manejarlas. Constaba de cuatro tratados o partes, a cual más confusa. Sus referencias históricas a titanes que gobernaban Nubia o a reyes todopoderosos en Egipto no se ajustaban a nada de lo que él había estudiado en el Bachillerato, y por si fuera poco, su conocimiento del Sistema Solar, al que hacía frecuentísimas menciones, se reducía —lógico, por otra parte— sólo a los siete planetas conocidos entonces.

Cansado de leer estupideces, cuando iba a dar carpetazo definitivo al
Picatrix
y recostarse sobre los asientos de cuero del Mercedes, encontró un pasaje que le llamó la atención. En realidad, esperaba encontrar algo como aquello desde que salió del despacho del señor Charpentier. Algo que justificara el interés de su mecenas para que leyera el libro.

El pasaje en cuestión afirmaba que los coptos eran los herederos de los antiguos egipcios en cuestiones religiosas y, así mismo, en el manejo de sus poderosos talismanes mágicos. Hasta ahí, eso era bastante razonable. Pero decía, además, que sus amuletos, contrariamente a lo que pensaba, no se reducían a simples medallitas como la de Catalina de Médicis o a pedazos de pergamino con símbolos «de poder» escritos sobre ellos, sino que también podían enmascararse tras la construcción de grandes edificios e incluso en la distribución geométrica de las ciudades. Todo dependía, básicamente, de las alineaciones estelares a las que se orientaran sus cimentaciones.

—¡Como París! —barruntó, recordando su cita en los Campos Elíseos.

El libro decía, además, cosas tan llamativas como ésta: «En la construcción de ciudades —leyó— hay que utilizar las estrellas, y en la construcción de las casas los planetas; toda ciudad que se construya con Marte en medio del cielo o cualquier estrella fija de la misma naturaleza, verá morir a filo de espada a la mayoría de sus gobernantes».

Picatrix
se refería igualmente a una ciudad levantada por el propio Hermes «que tenía doce millas de largo y donde hizo una ciudadela con cuatro puertas, una por cada punto». Y seguía: «En la puerta oriental hizo la imagen de un águila. En la puerta occidental, la de un toro. En la septentrional, la de un león. En la austral, la de un perro alado». El ingeniero se extrañó: ¿no eran aquéllas las imágenes que tradicionalmente se asociaban a los cuatro evangelistas? ¿No se equiparaba a Juan con un águila, a Lucas con un toro, a Marcos con un león y a Mateo con un ser alado?

Fue lo último que leyó.
Picatrix
volvía a perderse en divagaciones absurdas sobre el poder de los supertalismanes, que nadie con dos dedos de frente podría tomar nunca en consideración.

Sin embargo, como si aquel último pasaje fuera parte de uno de esos acertijos sin solución posible, Monnerie se amodorró preguntándose si no pretendería el señor Charpentier hacerle creer que la catedral de Amiens, ciertamente la mayor de toda Francia, era algo así como el nuevo templo de Hermes del
Picatrix
. «Demasiado sutil», pensó. No obstante, lo cierto era que las catedrales también se orientaban hacia los cuatro puntos cardinales y a veces colocaban evangelistas en sus fachadas.

El chófer entró en Amiens por la avenida Port d’Aval a eso de las seis de la tarde. Enfiló su prolongación por la
rue des Francs Muriers
, sembrada de casas unifamiliares de tres plantas y estilo dieciochesco, y torció por la
rue Saint Leu
hasta desembocar frente a la fachada principal de la inmensa seo de la ciudad. Tras aparcar junto a una casa de madera que se caía a pedazos, y donde podía leerse el equívoco cartel de
Maison du Pélerin
, despertó a Monnerie.

—Señor —dijo, pellizcándole el brazo—. Ya hemos llegado.

El ingeniero jefe se desperezó como pudo, incorporándose a duras penas en su asiento. Cuando vio la cara oeste de Amiens parcialmente cubierta de andamios, comprendió que era allí donde debía comenzar a buscar a Michel Témoin. El templo, soberbio, era mucho más impresionante de lo que se había imaginado. Ninguna fotografía hacía justicia a aquel recinto de 7.700 metros cuadrados construidos, capaz de albergar a diez mil fieles para un solo oficio religioso.

Monnerie, cautivado, descendió del Mercedes y se dirigió a buen paso hacia una de las puertas laterales del templo, justo aquella que pasa por debajo del gigante de piedra que representa a san Cristóbal. Atravesó su portezuela de madera y desembocó muy cerca de la nave central, junto al laberinto. Prácticamente vacía, los pocos turistas que en esos momentos aún se encontraban en el interior de la catedral disparaban apresuradamente sus flashes, tratando de no llamar la atención de los vigilantes.

Meteor man
echó un vistazo a su alrededor.

Al principio no lo vio, pero una segunda «batida» a lo largo del muro norte le hizo sentir que allí había algo que no encajaba. Miró dos o tres veces más. No se trataba de ningún turista. Era algo del propio templo.

En efecto, a unos metros por delante de él, en el crucero, el rosetón encastrado en la fachada norte presentaba un aspecto fuera de lo común. Tanto, que creyó que se trataba de un fenómeno óptico, de una confusión. El ingeniero dio unos pasos adelante para apreciarlo mejor, confirmando lo que se temía: los «nervios» del círculo central de su estructura... ¡formaban una estrella de cinco puntas invertida! ¡El símbolo medieval de Lucifer!

No había duda. Se trataba de una estrella de cinco puntas invertida, la misma que tantas veces había visto asociada en películas y libros a la magia negra y al Diablo. Se estremeció. ¿Qué hacía aquel «sello» en un templo como aquél, tan visible? ¿Tendría razón
monsieur
Charpentier y, sin quererlo, estaría ahora implicado en una lucha de ángeles y demonios?

Tratando de no perder la serenidad —con aquellas cosas, ciertamente era muy fácil—, Monnerie deambuló por las naves laterales del templo en busca de su «objetivo». Se detuvo ante la capilla de San Nicasio, justo detrás del altar mayor, donde admiró unas magníficas vidrieras en las que podía distinguirse un coro de reyes tañendo sus arpas.

—La música —explicaba en ese momento un guía a su reducido grupo de turistas jubilados— era muy importante en la época de esplendor de las catedrales. Los templos se edificaban siguiendo la misma proporción matemática que Pitágoras aplicó a las cuerdas de los instrumentos musicales para que sonaran armónicamente. Ese saber, Pitágoras lo trajo de Egipto.

«Egipto.»
Meteor man
se repitió mentalmente aquel nombre, mientras se alejaba del grupo rumbo a otra capilla, la de San Agustín de Cantorberry. Un cartel indicaba que su absidiolo había sido modificado por Napoleón III, pero que sus vidrieras eran originales. Del siglo XIII.

Realmente eran brillantes. Cuadros con pequeñas escenas representaban personajes sumidos en actividades frenéticas. Una de ellas, la más nítida del conjunto, mostraba a dos individuos con mantos blancos transportando un cajón gracias a dos varas que atravesaban longitudinalmente sus costados. Más arriba, otras cuatro «viñetas» daban a entender que aquel cajón había llegado por mar y que los hombres de los mantos blancos se habían hecho cargo de él para llevarlo... ¿adónde?

Monnerie tardó, pero cayó en la cuenta. ¡El Arca! Como si hubiera recibido una revelación divina, el profesor saltó sobre el pavimento de piedra. «Eso es exactamente lo que busca Témoin.» Un clérigo que salía en ese momento de la vecina sacristía pasó a su lado, mirándolo con incredulidad. Por supuesto, no desperdició la ocasión.

—¿Otras representaciones del Arca de la Alianza, dice? —murmuró el anciano, mirándole con sus vivarachos ojos grises.

El ingeniero jefe asintió.

—Naturalmente, joven. Cada vidriera tiene su correspondencia en piedra, y ese arcón que usted ve en el lado interior este de la catedral, lo encontrará justo en su vertiente opuesta.

—En la fachada exterior oeste.

—Precisamente —sonrió—. La lástima es que no podrá verla usted muy bien. El Cabildo gasta casi todo su dinero en mantener limpio ese frontis, y estamos siempre de obras. No se imagina lo que el dióxido de carbono puede llegar a comerse la piedra.

—¿Y no sabrá usted qué se ejecutó primero, si la vidriera o la fachada oeste?

El clérigo sonrió de nuevo, como si la ignorancia de aquel nervioso visitante le produjera ternura.

—¡Qué cosas tiene usted! —exclamó—. La cara oeste fue lo primero que se terminó de esta catedral. Déjeme pensar. Seguramente la levantaron los mismos que terminaron en 1220 la catedral de Chartres, así que debe de ser de 1230 o por ahí. Y por eso es la que más cuidados requiere.

—¿De veras?

La perilla puntiaguda de
meteor man
se arrugó bajo su labio inferior. Siempre que algo le impactaba hacía aquel gesto, mordiéndose la comisura de los labios con fruición mientras pensaba su siguiente paso. Así pues, excitado, tomó las manos fibrosas del clérigo y las sacudió enérgicamente, agradeciéndole sus servicios con un billete de cien francos. «Para la restauración», dijo poniéndolo entre sus dedos. El pobre no entendió mucho el porqué, pero aceptó aquel gesto extravagante. San Juan —pensó para sus adentros— atrae a muchos desorientados hasta allí, colocándolos en el verdadero camino de la fe.

Afuera no había nadie. Al ser sábado, los obreros responsables de la limpieza de la fachada no estaban merodeando por allí, y los andamios, cubiertos por una tela plástica grisácea, parecían vacíos.

La puerta del Arca debía de ser la de Notre Dame. Situada más a la derecha, se trataba de un pórtico ojival de profundidad media flanqueado por medallones que la estructura metálica de aquellas plataformas metálicas dejaban ver a duras penas. Sus relieves eran sorprendentes: hombres con gorros frigios parecían mirar planetas y estrellas, tomar medidas con sus manos, y levantar después torres sobre el suelo. «Como en el
Picatrix

La huida de José, María y el niño Jesús a Egipto a lomos de un burro, los tres Reyes Magos o el árbol del Paraíso, se mezclaban con medallones que representaban a Moisés frente a la columna de nubes que guió al pueblo elegido durante el Éxodo.

Aunque Monnerie no era un experto en la Biblia, sabía que aquellas medallas se referían a pasajes muy diferentes y muy separados en el tiempo. En cierta manera, su común denominador —todos parecían pendientes del movimiento de ciertas estrellas grabadas en piedra— le recordó al amuleto de Catalina.

Sin embargo, antes de que pudiera tomar nota de la posición de los astros, justo cuando pasaba sus manos por el relieve de un hombre con una vara mirando al cielo, una voz le gritó desde arriba.

—¡No toque eso! —bramó—. ¡Es la vara de Aarón!

Sorprendido, el ingeniero volvió la cabeza hacia allí. A unos cuatro metros de altura, por encima del parteluz con la estatua de la Virgen y el niño, un rostro regordete, muy rojo, le observaba fijamente. Y no era uno de los obreros.

—¡Michel!
—Meteor man
lo identificó de inmediato—. Es usted... ¿verdad?

La cabeza desapareció de inmediato, seguida por el brusco martilleo de unos pasos sobre los travesaños metálicos. Cuando cesaron, el pulcro bigote de Michel Témoin estaba a escasos centímetros de su rostro.

—Por todos los diablos, profesor. ¿Qué hace usted aquí?

—Eso debería preguntarle yo, ¿no cree?

—Bueno —dudó—, estoy recogiendo datos para explicarle por qué el ERS se comportó de forma tan extraña hace unos días. Sigo cesado de mis funciones, ¿recuerda?

—Desde luego.

—Creí que mi secretaria le había informado de que salí de viaje. ¿Cómo me ha encontrado?

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