Las puertas templarias (24 page)

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Authors: Javier Sierra

—No me negará que aun admitiendo esa hipótesis, tiene usted una gran laguna histórica entre Hermes y Catalina de Médicis. Por lo menos —barruntó provocativamente— veinticinco siglos.

—Si no más, en efecto. Lo que usted ignora es que un ilustre antepasado de Catalina, el célebre comerciante florentino Cósimo de Médicis, adquirió un ejemplar del
Corpus Herméticum,
una versión parcial de los hoy perdidos Libros de Hermes, y lo mandó traducir al latín a Marsilio Ficino hacia 1460. De ahí, la familia conservó el secreto para la fabricación de talismanes y lo traspasó a hombres sabios como Nostradamus. Tras él los hubo que acuñaron talismanes pequeños como el de Catalina, y gigantescos, como París.

—¿Como... París?

Meteor man
miró instintivamente hacia fuera, tratando de descubrir más allá de los cristales tintados algún detalle de la ciudad que se le hubiera escapado hasta ese momento. El tráfico de los Campos Elíseos era intenso a aquella hora.

—¿Cómo? ¿Tampoco se fijó? La
Voie Triomphale
que pasa por aquí delante atraviesa a su paso varios símbolos egipcios indiscutibles: pirámides, obeliscos, fuentes con esfinges... ¡Amuletos todos! Napoleón, obsesionado con Egipto después de su campaña militar, fue iniciado en la masonería y militó en una logia llamada, precisamente, del «Hermes egipcio», a la que se afiliaron también su padre y su hermano José. ¿Se lo imagina? Napoleón quiso convertir su capital en un gigantesco talismán protector para su proyecto político. Lo que no sabía entonces es que otros antes que él y su logia, habían construido su propio amuleto siguiendo instrucciones herméticas llegadas desde Jerusalén y Egipto.

—¿Otros? No sé adónde...

—Escúcheme, por favor —le atajó Charpentier—. Esos otros fueron los templarios. Los Médici, desde Florencia, supieron de sus actividades para construir un supertalismán en Francia en el siglo trece, cuando el proyecto estaba ya plenamente en marcha, y les guardaron el secreto hasta los tiempos de la reina Catalina y del papa Clemente VII.
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Y ese supertalismán templario, señor Monnerie, tenía forma de constelación de Virgo, ocupaba cientos de hectáreas de terreno y sus extremos fueron marcados por catedrales.

—¡Catedrales!

Monnerie saltó de su asiento aferrándose a los reposabrazos. Sin decir nada más, comenzó a deshacer nerviosamente el hatillo de papeles que apretaba bajo sus manos. Aunque torpe, el ingeniero empezaba a hilar ciertas cosas.

—Eso es precisamente lo que no hemos sido capaces de fotografiar con el ERS, señor—murmuró—. ¡Catedrales!

El hombre del habano no se inmutó en absoluto por aquella revelación.

—Lo sé —dijo, aspirando una nueva bocanada de su aromático puro—. Contraté los servicios del ERS para asegurarme de que la profecía contenida en la medalla era cierta, que el supertalismán existía tal como suponíamos, y que se activaría en estas fechas. Las fotos de su satélite me dieron la razón. Ahora estoy seguro de que el talismán comenzó a funcionar hace unos días bajo la configuración estelar que previeron sus constructores. Lo que no esperaba es que comenzara a irradiar una señal magnética.

Con cara de póker, el ingeniero trató de ordenar sus ideas.

—Entonces, si usted ya tiene claro este galimatías, ¿cuál es mi problema?

—Su problema, señor Monnerie, no son las fotografías. En realidad, su trabajo técnico ha sido un completo éxito. Su problema —repitió— reside en las actividades no controladas de uno de sus empleados, Michel Témoin. Como sabe, su jefe de proyecto dejó su puesto de trabajo después de que usted ordenara una investigación que determinara sus responsabilidades en el «fallo» del ERS. Él, abrumado, se decidió a investigar las anomalías de las fotos por su cuenta para demostrarle su inocencia.

—¡Témoin! No puedo creer que Témoin...

—Eso no es todo. Monsieur Témoin intuyó acertadamente cuál era la vía de investigación a seguir para descifrar la naturaleza de las emisiones captadas por el ERS, y marchó hacia Vézelay, donde inició sus pesquisas. Tratando de demostrarle a usted que debía existir alguna anomalía energética que justificara lo detectado por el ERS, sin querer ha puesto sobre la pista de un viejo secreto a poderosos enemigos nuestros.

—Entonces, no es un problema mío, sino suyo.

—Mire usted —le atajó Charpentier—, si no es capaz de apartar de su investigación a su hombre y nuestros adversarios acceden a información que no deben por culpa suya, el último perjudicado de esta cadena será usted y el laboratorio que dirige. ¿Lo ha comprendido?

—Perfectamente.

El cerebro de Jacques Monnerie, saturado de información, trató de ordenar precipitadamente toda aquella avalancha de datos y exigencias. Mientras recogía las imágenes digitales del ERS, calibró la situación: si lo que Témoin buscaba estaba en los templos fotografiados por su satélite, quedaba claro que el ingeniero iba tras la pista de alguna fuente de energía poderosa que otros codiciaban. Un «emisor» que, por lo que deducía de lo dicho por el señor Charpentier, estaba sujeto a una especie de temporizador programado desde hace siglos. Una fuente de energía, en suma, que querían sólo para ellos los directivos de la Fundación que sostenía su estatus financiero.

—Corríjame si me equivoco, señor Charpentier —prosiguió el ingeniero—, pero lo que sus adversarios quieren es aprovecharse de la investigación de Témoin para alcanzar algo que sirve para activar todos esos talismanes de los que me habla.

—Así es.

—¿Y por qué no investigan directamente?

—Es una larga historia, pero digamos que se trata de un grupo de gente a los que no les está permitido intervenir directamente en la Historia desde hace siglos.

—¿Tiene eso que ver con la «fuente» energética de los talismanes?

—Mucho.

—¿Y qué es esa «fuente»?

Monsieur
Charpentier hinchó de aire sus pulmones antes de responder.

—Estoy obligado a contestar sus preguntas... así que se lo diré. Se trata del Arca de la Alianza.

Monnerie abrió los ojos como platos.

—¿Y sus adversarios?

—Ángeles, señor mío. Ángeles caídos. Aunque usted no tenga fe en ello, se ha metido en una lucha que lleva milenios en marcha
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.

El ingeniero se irritó.

—¡Vamos! No soy creyente, ¿sabe?

—No quiero ser brusco con usted —se apresuró a suavizar su discurso el señor Charpentier—. Pero debo ponerle al corriente, lo crea o no, de que el trabajo de la organización que presido no está exento de muy serios adversarios. De hecho, llevamos años tratando de proteger discretamente todos los «talismanes» gigantes que hemos localizado en Europa, y esos enemigos, para minar nuestra labor, se están sirviendo de Témoin para sus propósitos.

—¿Adversarios? Yo creía que la suya era una Fundación filantrópica.

—Y lo es. Esos enemigos, se lo diré por última vez, no son competidores comerciales. Sé que le suena raro, pero representan la facción diabólica dentro de todo este asunto. Si hasta ahora usted pensaba que los diablos eran seres con cuernos, de piel roja y rabo puntiagudo, se equivoca. Como los ángeles, son personas de carne y hueso, sólo que vienen de otro lugar.

—¿De otro lugar? ¿Quiere decir extraterrestres? ¡Por favor!

—No. No quiero decir extraterrestres, ni astronautas de otro planeta, ni nada parecido. Llegan aquí por otras vías, por otras, llamémoslas así, Puertas. Y harán lo que sea por sacarnos de este proyecto y hacerse con el control de los talismanes.

—¿Qué es eso de «harán lo que sea»?

—Lo que sea. De hecho, acaban de secuestrar a nuestra mejor agente, en quien confiábamos para que detuviera a su ingeniero: la ex mujer de Michel Témoin. ¿Comprende ahora por qué me urgía reunirme con usted?

Meteor man
se sobresaltó. De todo lo que le había dicho su financiero, aquello era lo único verdaderamente grave. Conocía a Letizia bastante bien. Lo suficiente para saber que lo más raro en lo que había estado aquella mujer en toda su vida era en una especie de logia masónica femenina bastante insípida a la que acudía religiosamente una vez por semana. Recordaba a Letizia como una mujer inteligente y tranquila. Ideal para aplacar una personalidad ciclotímica como la de Témoin. Pensar que podía estar en manos de un grupo de chiflados, de una secta satánica —qué otra cosa podía ser, a tenor de lo dicho por Charpentier—, le aterrorizaba.

Jacques Monnerie, nervioso, comenzó a atar cabos.

—Dígame una cosa, ¿es usted masón, señor Charpentier? —preguntó a bocajarro.

—Puede decirse que algo así. Tuve antepasados albañiles trabajando en las catedrales. Y eso, literalmente, es un
maçon
, ¿no es cierto?

—Lo que no termino de entender —le atajó grave—, es por qué me pone usted al corriente de todo esto. ¿Qué espera que haga?

—Quiero que viaje urgentemente a Amiens, que es a donde sabemos que se dirige Michel Témoin en estos momentos. Debe ganarse su confianza, contarle lo que sabe, y cancelar su investigación. Es fácil, ¿no?

—¿Sólo eso?

—Retirándolo de la escena, nuestros adversarios perderán la principal guía que tienen ahora para descubrir el emplazamiento de la fuente de los supertalismanes, y su secreto permanecerá a salvo mucho tiempo más.

—¿Y no va a avisar a la policía?

—Témoin ya ha alertado a la gendarmería de Chartres sobre lo ocurrido, pero no creo que sepan muy bien qué hacer con este caso. Nosotros nos ocuparemos de rescatar a Letizia.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Ella lleva encima un micrófono con un localizador. No se preocupe. Es cosa nuestra.

Charpentier giró sobre sus talones y tomó un libro de la estantería de caoba que tenía detrás de su escritorio. Era un volumen de tamaño medio, encuadernado en rústica, que acarició con dulzura, como si aquel tomo pudiera hacerle olvidar sus preocupaciones.

—¿Lee usted español? —dijo, desempolvándolo.

—Algo. He veraneado desde niño en la Costa Brava, y allí aprendí algunas nociones básicas.

—Entonces, léase esto por el camino. Un coche de la Fundación le llevará ahora mismo hasta Amiens. Encuentre a Témoin y sáquele de allí.

Meteor man
tomó el libro entre sus manos, y sin siquiera mirarlo, formuló su última duda a
monsieur
Charpentier.

—¿Y la medalla? ¿Dice algo más de por qué se activa ese superamuleto de las catedrales? ¿Y qué clase de «cosa» es lo que lo activa?

El gordo le miró de reojo.

—Lamento no poder responderle a eso. Comprenda que no le diga nada más hasta no estar seguros de que su empleado ha abandonado totalmente su investigación.

Jacques Monnerie bajó la mirada en señal de asentimiento, echando un vistazo fugaz a la portada del libro que tenía en sus manos. El dibujo de un mago de barbas largas sosteniendo un papiro con su mano derecha y una pluma con la izquierda, coronaba el título del volumen:
Picatrix. El fin del sabio y el mejor de los dos medios para avanzar
.

—¡A saber! —refunfuñó para sus adentros.

—Léalo —insistió el gordo—. Marsilio Ficino se inspiró en él y en el
Corpus Herméticum
para componer su tratado sobre talismanes
De vita coelitus comparanda.
¿Sabe lo que significa?

—Ni idea.

—«Sobre cómo apresar la vida de las estrellas».

CLAVIS
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1129

Dos días tardó Jean de Avallon en recuperar el habla y la vista. Su repentina reaparición frente a un pequeño grupo de testigos en el ábside de la iglesia de Notre Dame de Chartres había despertado toda suerte de rumores en la comarca. Lo poco que se sabía de cierto era que el caballero había caído detrás del altar mayor como si fuera un pedrisco en noche de tormenta; nadie vio exactamente cómo fue, pero todos notaron el golpe.

En aquellos días no había un solo siervo del conde que no envidiara la privilegiada situación del abad de Claraval. A fin de cuentas, fueron caballeros al servicio de este monje quienes lo vieron todo con sus propios ojos y quienes le rindieron las cuentas oportunas.

El pueblo estaba en lo cierto. Aquellos templarios, en efecto, dieron detalle al abad de Claraval de cómo el cuerpo de su compañero fue vomitado por una bestia del Averno. Un ente invisible que debió descubrir entre sus muelas la mala carne de un cristiano piadoso. Y otro tanto, sin duda, explicaron de sus dos acompañantes, sobre los que también comenzaron a circular toda suerte de apuestas, a cada cual más absurda.

Bernardo, que era un religioso prudente y observador, estaba extrañado por tanto suceso extraordinario en un mismo lugar. Por ello, sin dilatarlo más de la cuenta, se apresuró a visitar de inmediato a Jean y a su escudero. E hizo bien. De hecho, a Felipe sólo tuvo ocasión de administrarle la extremaunción la misma noche de su regreso, y ordenar el inmediato entierro de sus restos mortales. Su cuerpo, débil y tullido, había aparecido literalmente cubierto de llagas; apenas conservaba sus cabellos y los que le quedaban presentaban un aspecto frágil y blancuzco. Felipe mostraba, además, los labios y las puntas de los dedos muy amoratadas, tal como las tendría un reo después de ser penosamente torturado. Le aquejaba, pues, una especie de lepra que no le permitía respirar bien y que había atrofiado definitivamente sus piernas.

Nunca llegó a hablar. Ni siquiera a abrir los ojos. Y así, cuando finalmente expiró abrazado aún a la espada de su señor, todos pensaron que Dios se había apiadado de él y le había querido evitar sufrimientos mayores al despertar. Aquel diabólico mal parecía no tener remedio.

El abad, compungido, visitó también en su celda al prisionero hecho por los templarios en la misma Notre Dame. A los guerreros les pareció sospechoso verle allí, de pie, presenciando el milagroso retorno de Jean de Avallon, sin inmutarse siquiera o caer de hinojos frente al milagro. Era como si un espíritu burlón se hubiera apoderado de la personalidad de aquel desdichado y le hubiera arrastrado hasta la iglesia sólo para meterle en problemas. Más tarde, repuesto de su estado, el prisionero aseguró llamarse Rodrigo, ser de origen aragonés y, tras un par de implacables interrogatorios a manos del gigante Saint Omer, admitió incluso haber trabajado como mercenario del obispo de Orléans para seguir de cerca la caravana templaria llegada de Tierra Santa.

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