Read Las trompetas de Jericó Online
Authors: Nicholas Wilcox
Se sentó en la cama a meditar. Tengo que aceptarme, ahora soy así y no voy a cambiar. Le he dado a la patria lo que me pedía. Otros han dado más. Recordó a las docenas de compañeros que habían muerto en Francia, en Grecia, en Rusia. Intentó sentirse orgulloso. Había ganado condecoraciones codiciadas, sobre el respaldo de una silla estaba su guerrera negra constelada de medallas y distintivos. En la manga negra brillaba el galón de plata de las heridas, el único que no había codiciado jamás. Hubiera preferido no tenerlo.
El
Reichsführer
lo condecoraría al día siguiente. Tenía la tarde libre y le había dado permiso a su asistente, el cabo Kolb. Decidió visitar el hogar Lebensborn Germania. Tenía que enfrentarse con el mundo, comenzaría visitando a Inga Lindharsen, la muchacha aria que había concebido un hijo suyo rubio y con ojos azules, un modelo perfecto del nuevo superhombre alemán. Estaba prohibido que los sementales SS mantuviesen contacto con las madres nodrizas después de la concepción, puesto que el proyecto Lebensborn sustituía la familia tradicional por el Estado, pero, no obstante, el recuerdo de aquella muchacha rubia, sumisa y de modales dulces, lo había acompañado tanto, aliviándole el dolor, que se había decidido a escribirle a su dirección de Colonia. Le había enviado una postal desde el hospital, a la que ella contestó en seguida con el ofrecimiento de ir a visitarlo, pero él rehuyó el encuentro: «en un hospital, no. Estoy muy bien atendido. Prefiero que nos veamos cuando salga». Ahora se arrepentía de haberle ocultado lo de sus mutilaciones.
Tomó un taxi. El Lebensborn Germania estaba en el extremo más alejado del Tiergarten, pasada la columna de la Victoria. Contempló sobre el elevado capitel el ángel dorado que todavía no habían retirado para preservarlo de los bombardeos. El criadero racial estaba instalado en una antigua casa de campo, rodeada por un amplio bosquecillo. Era un lugar idílico. El césped estaba recién cortado y olía a polvos de talco, a papilla y a perfume de bebé. Un altavoz situado en la horquilla de un olmo difundía suave música, de Strauss, naturalmente. Rubias nodrizas paseaban a la sombra de los árboles vigilando a niños rubios irreprochablemente arios. Von Kessler cruzó la explanada de hierba que conducía a la puerta principal. Una carcajada femenina le llamó la atención. Miró a su izquierda y descubrió a Inga en un cenador parisino, medio cubierto por la buganvilla, el rincón más romántico de la residencia. Charlaba animadamente con un joven teniente SS que la estaba requebrando, a juzgar por la actitud. Von Kessler se acercó a la pareja sintiendo una cierta desazón interior. No tenía nada que reprocharle a la muchacha. Al fin y al cabo, las internas del Lebensborn eran buenas patriotas alemanas que se ofrecían para reproducir hijos arios puros a fin de mejorar la raza. Las implicaciones sentimentales eran inaceptables. Se consideraba que derivaban de un criterio pequeño burgués de las relaciones interpersonales que la ideología nazi aspiraba a desterrar.
—Tú, ¿Otto? —Inga casi no lo reconoció. Miró horrorizada el rostro deforme, el parche negro, la mano ortopédica y la pierna renqueante. Se llevó una mano a la boca y reprimió un sollozo. Después echó a correr y se refugió en la casa.
No intentó seguirla. Respondió automáticamente al saludo del joven oficial, que se había quedado helado, dio media vuelta y se marchó. El taxista lo esperaba todavía, como si de antemano hubiese conocido el desenlace de aquella historia.
—¿A la residencia de oficiales?
Von Kessler le hizo un gesto de asentimiento.
Se encerró en su cuarto y no volvió a salir hasta que, a la mañana siguiente, el asistente Kolb vino a buscarlo para el masaje terapéutico y para plancharle el uniforme de gala. El
Reichsführer
en persona confirmaría su ascenso y le impondría la condecoración SS más preciada.
Comenzó a oscurecer sobre Auschwitz. El doctor Mengele solicitó permiso al oficial de mayor graduación, un coronel SS, para dar por finalizado el concierto. Una patrulla de guardias ucranianos armados de palos y pistolas escoltó a los músicos a sus barracones tras la empalizada electrificada.
Mengele acompañó a Von Kessler a la residencia de oficiales y lo invitó a cenar. Von Kessler se duchó y se tendió en la cama, donde un enfermero enviado por el doctor Mengele le frotó con linimento los muñones de la pierna y el brazo antes de encajarle los mecanismos ortopédicos.
La música lo había puesto melancólico: «Muero desesperado y nunca he amado tanto la vida», repitió entre dientes. Se vistió con la ayuda del enfermero y bajó al comedor de oficiales. La cena fue sabrosa: pescado ahumado, ensalada de col y jamón cocido con jugo de manzana.
—Los cocineros judíos se esmeran como si les fuera la vida en ello —bromeó Mengele.
Después de la cena prolongaron la sobremesa en el despacho de Mengele, donde el doctor guardaba, bajo llave, una considerable reserva de vinos franceses. Von Kessler advirtió que muchos de los oficiales de Auschwitz eran alcohólicos y lo atribuyó al desagradable trabajo que hacían.
Mengele, visiblemente borracho, explicaba la importancia de sus experimentos con gemelos univitelinos.
—Los gemelos judíos son muy útiles para el Reich. La autopsia simultánea de dos gemelos revela datos científicos de gran interés. Para repoblar el Reich con robustos especímenes de pura raza aria necesitamos embarazos gemelares en las madres germanas. El desguace de gemelos judíos es de gran provecho para la ciencia alemana. Además, tengo dos colegas del Instituto Antropológico de Berlín-Dahlen a los que les envío los cerebros más interesantes en tarros de alcohol.
Se le escapó un hipo beodo y se quedó mirando el vaso vacío con ojos estrábicos. La botella también estaba vacía. Mengele descolgó el teléfono y llamó a su asistente:
—Fritz, querido Fritz, tráenos otra botella de Schnaps. Desgraciadamente, la neurología está en mantillas —prosiguió—. Mis amigos de Berlín-Dahlen han examinado decenas de cerebros judíos sin encontrar la diferencia. Seguimos sin saber dónde radica el componente perverso del judío.
—¿Cree que existe una conformación física distinta? —preguntó Von Kessler.
—Tiene que existir, puesto que físicamente son distintos.
—¿Quiere decir las narices aguileñas, las cejas pobladas y todo eso?
—Bueno, no exactamente... Verá, entre los arios también se dan narices aguileñas y, por otra parte, muchos judíos son rubios y tienen los ojos azules, pues se han mezclado con nosotros para enturbiar nuestra raza. Además, no todos los arios puros son rubios y de aventajada estatura, piense usted en el Führer, o en Himmler, y no digamos en el doctor Goebbels.
—Sí, eso es cierto.
—No, hay algo en los judíos, más sutil, y más asqueroso.
Von Kessler arrugó el ceño, mostrando atención. El doctor Mengele, completamente borracho, se inclinó sobre él confidencialmente, miró a uno y otro lado para cerciorarse de que nadie más podía oírlo y susurró con su aliento de borracho:
—¡El sexo!
—¿El sexo?
Mengele se incorporó y asintió solemnemente, cerrando los ojos.
—Bueno, en las mujeres no hay diferencia —explicó—. Es en el sexo de los hombres... Sí, los judíos tienen un sexo, ¿cómo decirlo?, mayor, más largo y más grueso que el ario. Un pene de mayor tamaño, incluso de tamaños francamente repugnantes, como los animales. Vea esto.
Abrió un armario con llave y rebuscando detrás de los libros alineados en primera fila extrajo un abultado álbum que puso sobre la mesa. Contenía fotografías de la región púbica de decenas de judíos, cada cual con su correspondiente identificación de dos letras, un número de seis cifras y una fecha. Algunas representaban el pene tranquilo; otras, en erección.
—¡Fíjese, fíjese! —señalaba Mengele pasando las hojas—. ¡Es repugnante! ¡Tienen el pene más largo y más grueso que los arios! Esto explica que algunas alemanas desvergonzadas se encamen con judíos desafiando las leyes raciales que dicta nuestro bienamado Führer. ¡El sexo de los judíos las induce a traicionar a la patria!
A Zumel le confortó regresar a Berlín, aunque en sus últimos años aquella ciudad se había vuelto tan inhóspita para él que había dejado de considerarla como su hogar. En el trayecto desde el aeropuerto a la Prinz-Albertstrasse, en el asiento trasero de un Adler, comprimido entre dos inexpresivos agentes de la Gestapo llamados Burrho y Müller, advirtió cuánto habían cambiado las cosas durante su ausencia. La Berlín alegre, desenfadada y rica que conoció se había convertido en una ciudad triste y hostil. La ruina y el pesimismo estaban presentes en los edificios y en los corazones. En casi todas las calles había casas bombardeadas, solares ennegrecidos en los que trabajadores extranjeros rescataban los elementos reutilizables —ladrillos, madera, plomo, cobre—, al tiempo que adecentaban las montañas de escombros para que ofrecieran un aspecto germánicamente ordenado. Los berlineses que transitaban por las aceras parecían menos alegres que antaño. A la elegancia había sucedido el desaliño. Los escaparates exhibían enormes retratos del Führer para ocultar la escasez de artículos en venta. Los cines Bensben se habían reconvertido en almacenes de artículos de abrigo para los soldados en campaña. No obstante, todavía se veían jinetes en el Tiergarten, casi todos en uniforme militar, aunque tenían que sortear algún que otro cráter abierto por las bombas. La ópera continuaba abierta y anunciaba
El anillo de los nibelungos.
Aquel héroe nazi bárbaramente mutilado que le habían asignado como ángel de la guarda se comportaba con helada corrección, pero eludía hablarle más de lo estrictamente necesario. Probablemente se sentía humillado en compañía de un judío. Se propuso hacerle lo más llevadera posible aquella tarea. Los meses de privaciones y desdichas pasados en Auschwitz le habían enseñado a mostrarse humilde y servicial con los guardianes. En el campo, como en el resto de Alemania, la supervivencia dependía totalmente de la condescendencia de los guardias.
El nazi mutilado se había levantado de su asiento cuando el avión rodaba todavía en la pista camino del aparcamiento en la terminal. Un giro imprevisto le había hecho perder el equilibrio y Zumel lo había sostenido por el brazo. Le respondió iracundo con una tremenda bofetada, al tiempo que le espetaba: «¡Quítame las manos de encima, maldito judío!»
Después, en la oficina de las SS del aeródromo, le había preguntado si quería ir al lavabo. Quizá era su manera de decirle que lamentaba lo ocurrido. Zumel tendía a disculparlo. Comprendía que un hombre que en plena juventud ha perdido un ojo, un brazo y una pierna tiene pocas razones para sentirse satisfecho con la vida. Más aún si lo han adoctrinado en los mitos del superhombre ario. En la propaganda bélica nazi no había lugar para héroes desmembrados. Eran la basura bélica que había que ocultar debajo de la alfombra.
Pensó en David. La despedida de su hijo no había sido tan emotiva como había esperado. O quizá sí. David era demasiado joven e impetuoso. Pertenecía a esa generación de jóvenes judíos envenenados por la utopía sionista que tildaban a sus padres y a sus antepasados de irresolutos y cobardes. Hace mil años que deberíamos haber regresado a Israel y no estaríamos lamentando todo esto, pero no, vuestra inacción, el apego a los negocios, a los barrios miserables, a las tiendecillas de mala muerte, os ha mantenido en la boca de la bestia y ahora os lamentáis cuando la bestia os engulle y os tritura los huesos.
Quizá tenía razón, pero, después de todo, él se sentía alemán antes que judío. Berlín había sido la patria de una floreciente comunidad judía que estaba orgullosa de haber contribuido con su esfuerzo al progreso de la ciudad.
El coche llegó al número 9 de la Prinz-Albertstrasse, un edificio barroco de piedra, construido a principios de siglo, en cuya fachada ondeaba la bandera de la cruz gamada.
—Hemos llegado —dijo Von Kessler como para sí, mientras el chófer torcía para enfilar el apeadero y se detenía ante la barrera guardada por dos SS con metralletas.
El agente Buhrro bajó la ventanilla y extendió los pases correspondientes. Se levantó la barrera. El automóvil continuó su marcha y aparcó en el amplio patio interior. Se apearon. Desde una ventana abierta llegaba la voz arenosa de Marlene Dietrich cantando
Lili Marlen
en la radio.
La celda, en los sótanos de la universidad ocultista de las SS, el
Ahnenerbe,
era lo más cómodo que Zumel había conocido en los últimos meses, casi la suite de un hotel de lujo. Tenía una cama de hierro atornillada al suelo, un buen colchón, sábanas limpias, una mesa de estudio grande, con los bordes quemados de las colillas, un lavabo y un retrete de taza alta medio disimulado detrás de un pequeño biombo. La luz entraba por una ventana alta que daba al patio de los aparcamientos. Los guardias eran SS, pero trataban al prisionero con corrección. Antes de abandonar Auschwitz lo habían sometido a un reconocimiento médico completo, le habían puesto inyecciones de vitaminas, le habían recetado un colirio para los ojos, lo habían llevado al baño —bajo la vigilancia de Müller y Buhrro, para evitar tentaciones de suicidio—, y le habían entregado ropa limpia de su talla.
Los nazis lo necesitaban. Habían conseguido, Dios sabe porqué medios, los
tabotat
del Arca de la Alianza, pero no sabían qué hacer con ellos. Después de casi un año de estudios, las distintas comisiones del
Ahnenerbe
que intentaron descifrar las enigmáticas piedras habían fracasado. Finalmente, Wolfram von Sievers, jefe de la oficina de ocultismo nazi y responsable de investigación académica sobre la Heilige Lance, había recomendado a Himmler que recurriera al hijo de Moshé Gerlem.
Zumel Gerlem, en las entrevistas previas, se esforzó en darles la impresión de que podía hacer el trabajo. Cualquier mentira estaba justificada con tal de escapar, aunque sólo fuera temporalmente, del infierno de Auschwitz. Quién sabe, se decía, es posible que dentro de unos meses acabe la guerra y cese toda esta locura. Pero a ratos lo asaltaba una angustia infinita: quizá he escapado de una muerte anónima y rápida para ir al encuentro de una muerte lenta y cruel. Él se consideraba ya inmune al sufrimiento, pero temía por su hijo David. Porque Zumel Gerlem estaba convencido de que su ciencia cabalística no sería suficiente para descubrir los arcanos del Nombre, un trabajo que había ocupado a su padre, mucho más erudito que él, toda la vida, sin resultados aparentes.