Read Las trompetas de Jericó Online
Authors: Nicholas Wilcox
El coche enfiló la Wilhelm-Strasse, dobló la esquina de la Prinz-Albrecht y se detuvo junto al número nueve. La bandera de la cruz gamada ondeaba sobre la recargada fachada del antiguo hotel Palais, reconvertido en central de las SS. El profesor Hesse había conocido el edificio en sus tiempos de hotel, a veces en su magnífico salón se celebraban los banquetes universitarios. Al subir la masiva escalera de granito, que sustituía a la antigua
art nouveau
diseñada por Schinkel, sintió que la aprensión volvía a atenazarle la boca del estómago. Los escoltas dieron su nombre y un secretario con aspecto ratonil lo condujo directamente al despacho del
Reichsführer.
—¿Cómo van las cosas por Potsdam, Herr profesor? —preguntó el secretario amablemente, mientras atravesaban dos antecámaras llenas de taquígrafas, mecanógrafas y telefonistas en plena actividad.
—Bien, bien... mucho trabajo —murmuró Hesse.
Llegaron ante la puerta grande y oscura del despacho. El secretario se tiró de los faldones de la guerrera, llamó dos veces con los nudillos y abrió.
—Pase, Herr profesor—ordenó.
Himmler, que estaba junto al enorme mapa de Europa que ocupaba todo el testero frontal, recibió al profesor con una sonrisa amable. Respondió mecánicamente a su ensayado saludo nazi y después de estrecharle la mano le ofreció asiento en un sofá, junto a la ventana.
—Lamento haberlo arrancado de sus ocupaciones tan intempestivamente —comenzó. El profesor esbozó una amable protesta—. Lo he llamado para hacerle una consulta de índole arqueológica. —Hesse respiró, aliviado—. ¿Sabe qué son los
tabotat,
Herr profesor?
El académico hizo memoria.
—Creo que sí, Herr
Reichsführer,
creo que son unos objetos mágicos que en las iglesias etíopes representan a las Tablas de la Ley del Arca de la Alianza.
—Veo que está usted versado en estudios orientales —sonrió Himmler con agrado—. El Reich está interesado en rescatar los
tabotat
originales, los verdaderos, que están enterrados en un cementerio cartaginés en las afueras de Túnez.
—¿Un cementerio cartaginés? —murmuró Hesse, descorazonado—. Herr
Reichsführer,
en las afueras de Túnez se extiende la antigua Cartago. Es una zona arqueológicamente compleja. Tendría que consultar bibliografía para determinar el estado de la investigación en este momento, pero puedo asegurarle que existen varias necrópolis en esa zona y desde luego no se han descubierto todas las que hubo.
Himmler torció el gesto.
—Ustedes lo complican todo... Es un cementerio cercano al mar. Un fraile templario fugitivo de Francia, un tal Roger de Beaufort, se construyó allí una especie de ermita en una isla adyacente, la llamada isla Redonda, y pasó el resto de su vida, hasta su muerte, en 1327, vigilando su tesoro y esperando el regreso de los templarios.
El semblante de Hesse se iluminó.
—Eso lo explica todo, Herr
Reichsführer.
La isla Redonda de la que me habla debe de ser el antiguo puerto militar cartaginés y el cementerio pagano es, sin duda, el
tofet,
que está a doscientos metros de la isla Redonda. Usted me está hablando del
tofet
de Cartago, un cementerio único.
—¿El
tofet
?
—Es el cementerio donde los cartagineses sepultaban los restos de los niños sacrificados a Baal Hammon, el dios fenicio. Cuando la patria atravesaba dificultades, los fenicios, comenzando por las familias más poderosas, que debían dar ejemplo, le inmolaban sus primogénitos a Baal Hammon, el dios de la guerra, para que favoreciera los asuntos de la comunidad.
—Una costumbre cruel, propia de semitas
untermensch
(infrahumanos).
El profesor hizo un gesto de disculpa.
—Entonces, ese cementerio, ¿es conocido?
—Sí, Herr
Reichsführer.
Se descubrió hace unos veinte años y desde entonces lo han excavado los franceses y los americanos.
—¿Los americanos? —se alarmó Himmler.
—La Comisión Norteafricana del Comité de Trabajos Históricos y Científicos. Uno de sus miembros, Icard, señaló los cuatro niveles que se observan en el yacimiento. Después el equipo francoamericano del conde de Prorock las ha reducido a tres períodos, denominados Tanit uno, dos y tres.
—Ahórrese los tecnicismos, profesor. Lo que yo quiero saber es si será muy difícil buscar un enterramiento en ese cementerio.
—Herr
Reichsführer,
se trata de una necrópolis con cientos de enterramientos, miles, quizá. Los niños sacrificados se quemaban, sus cenizas se guardaban en una vasija que se enterraba y encima se colocaba una piedra labrada e inscrita. El cementerio ocupa al menos una hectárea de terreno y el nivel de los enterramientos llega a más de cinco metros de profundidad. Excavar sistemáticamente una hectárea para dar con dos piedras del tamaño de un ladrillo será como buscar una aguja en un pajar.
—Tiene usted el pajar y sabemos que contiene esas dos agujas. Encuéntrelas. Contrate a cientos de nativos, miles si es necesario, y encuentre esos
tabotat
cuanto antes.
El profesor Hesse sacudió la cabeza. Lo abrumaba la responsabilidad. Himmler acudió en su ayuda.
—El enterramiento que buscamos es el de un hombre que fue sepultado entero, sin quemar, uno de nuestros héroes nacionales, el caballero teutónico Lotario de Voss. Querido profesor: está en su mano recuperar sus restos para el Reich.
Hesse estaba desolado. Era un hombre acomodaticio que prefería quedarse en su casita de Potsdam, cuidando el jardín por las tardes, a las incomodidades de una excavación en zona de guerra. Y sobre todo, sabía que se jugaba su carrera y su futuro. ¿Qué sería de él si no encontraba el esqueleto y la reliquia que lo acompañaba?
—Un enterramiento convencional simplifica algo las cosas —admitió—, pues será fácilmente identificable, pero si no tenemos más datos habrá que excavar mucho antes de dar con esos restos. Por otra parte, mi equipo de colaboradores... —objetó—. Hace cinco años que no excavamos en Oriente. Muchos están en servicio de armas, algunos han muerto.
—Deje en paz a los muertos y haga una lista de los que están sirviendo a la patria —dijo Himmler—. Se reunirán inmediatamente con usted en Túnez, cuente con ello. Este asunto tiene prioridad absoluta. Las excavaciones deben comenzar antes de una semana.
No era necesario que el ministro explicara las razones de tanta precipitación. Había que encontrar la reliquia antes de que los condenados angloamericanos expulsaran a los alemanes de Túnez. Después de las derrotas del último año, el Afrika Korps se batía en retirada. El tiempo apremiaba.
El ministro Himmler miró a Hesse.
—Regrese a su departamento y prepare lo necesario para una larga ausencia. Mi secretario Flurbëck le explicará los detalles.
—Pero, Herr
Reichsführer,
así, de sopetón... mi cátedra.
—Quedará en manos del colaborador que designe hasta su regreso. Encuentre esos huesos y la reliquia que los acompaña y el Führer se lo recompensará debidamente. Es de interés vital para Alemania que encontremos esos, ¿cómo se dice, Hesse?
—Tabotat,
Herr
Reichsführer.
Le estrechó la mano y lo despidió. El profesor Hesse no olvidó cuadrarse con taconazo prusiano al llegar a la puerta, disparar el brazo derecho con la mano extendida en un ángulo de cuarenta y cinco grados y gritar: ¡
Heil
Hitler! El
Reichsführer
devolvió el saludo nazi desganadamente. Debía repetirlo más de cien veces al día para corresponder a otros tantos imbéciles.
El secretario Flurbëck había preparado una detallada minuta de viaje.
—Saldrá dentro de dos días del aeródromo de Tempelholf —explicó—. Primero volará a Trapani, en el sur de Italia, y desde allí a Túnez; se alojarán en el hotel Majestic. Vaya ahora al despacho del teniente Bleimberg y díctele a la secretaria una lista del equipo necesario. Sin límite alguno. Está previsto que los transporte a Túnez un Ju-52, pero si su bodega de carga es insuficiente la alojaremos en uno de los He-111 con base en Nápoles. Éste es su nombramiento de director de las excavaciones del Instituto Arqueológico Alemán en Túnez con plenos poderes para remover la tierra donde le venga en gana. El comandante Walter Barenthin pondrá a sus órdenes las tropas de ingenieros y los medios que estime necesarios. Su investigación tiene prioridad absoluta.
Mozhaisk, Rusia, 10 de enero de 1943
Caía la noche rusa, fría y oscura. En la línea del horizonte, el leve resplandor anaranjado de la artillería señalaba la dirección de la batalla. En la lejanía, las explosiones se percibían como una tormenta remota.
—¿Qué pasa? —preguntó Von Kessler, encogiendo los hombros, al cabo que manejaba la radio. Dentro del carro de combate no se oía nada a causa del fragor del motor.
El cabo se apretaba los auriculares contra las orejas y escuchaba atentamente con la boca entreabierta.
—Uno de los tanques delanteros se ha hundido en un fangal,
Obersturmführer.
El mando ordena que nos detengamos hasta que amanezca.
—Alto, entonces —ordenó Von Kessler presionándole el hombro al conductor, que frenó la mole acorazada y apagó el motor.
—Pasaremos aquí la noche.
Algunos tanquistas se instalaron en las cabañas de la aldea abandonada, para dormir tendidos, pero el teniente Von Kessler jamás vulneraba las ordenanzas. Él y su tripulación dormirían en su ataúd de acero sin desviarse un centímetro del lugar donde había recibido la orden de detenerse. Von Kessler tenía su manera de ver las cosas. Disciplina, disciplina y dureza de acero Krupp. Eso es fundamental para un ejército, especialmente si es un ejército en derrota. El
Obersturmführer
Von Kessler ordenó apagar la luz y guardar silencio. Los cinco tripulantes del Panther se durmieron profundamente con el leve resplandor rojizo de la estufa eléctrica, que apenas caldeaba los dos metros cuadrados del habitáculo de acero.
Fue una noche breve. Antes de amanecer, a la débil claridad del alba, un camión traqueteante se aproximó. Cuando el artillero abrió la escotilla lateral, por la que penetró el aire helado y limpio de la estepa, anunció:
—¡Ha llegado Papá Noel con el carbón!
El camión reculó hasta tocar la cubierta del blindado, su mecánico saltó ágilmente de la cabina y abatió la portezuela trasera. El conductor tiró de la manguera que el chófer le tendía y la introdujo en la boca del depósito. En silencio, comenzó a bombear un bidón de gasolina de quinientos litros, que el monstruo de acero consumiría en un par de horas. Se acordó de su familia, que afrontaba el invierno sin calefacción, refugiada en una buhardilla de Hamburgo.
El
Obersturmführer
Von Kessler ayudó a sus hombres a almacenar cuatro docenas de granadas S en las entrañas del tanque. Después se encaramó en la torre y vigiló el horizonte con los prismáticos que llevaba al cuello. Amanecía rápidamente.
—Rutina de inicio —ordenó—: Plank, comprueba el depósito de las ametralladoras; Kurt, la óptica.
—A la orden,
Obersturmführer.
Born, el conductor, giró la llave de contacto antes de recibir la orden. Había que caldear el motor durante unos minutos para que el aceite congelado fluyera. De lo contrario, las piezas se craquelarían en cuanto reanudaran la marcha.
Rugió el enorme motor, giraron las ruedas en sus engranajes, chirriaron las orugas al resbalar sobre la tierra helada y la mole de acero se puso en movimiento. Atravesaron el descampado de la marisma y se aproximaron a la aldea. Las chozas de madera temblaban al paso de los monstruos metálicos y la hierba seca, mal sujeta, que tapizaba los tejados se desprendía en manojos por efecto de la intensa vibración. Mediaba febrero, la ofensiva de verano había fracasado, a cien kilómetros de Moscú, su inalcanzable objetivo. Ahora los alemanes se limitaban a mantener sus posiciones amenazadas, pero los soviéticos no se concedían un respiro ni en lo crudo del invierno. El Panther de Von Kessler era uno de los cuatrocientos veinte blindados de las tres divisiones SS
Das Reich,
a las que el Führer había encomendado la misión de romper la tenaza rusa que amenazaba el nudo de comunicaciones de Vladivostock. A un lado estaba el Noveno Cuerpo de Caballería Soviético; al otro, la 122.ª División Blindada de la Guardia Roja. Von Kessler operaba en el tercer sector alemán, especialmente difícil, con pequeñas y onduladas colinas salpicadas de aldeas y alquerías, con multitud de obstáculos y de traidoras desenfiladas que parecían a propósito para camuflar tanques y tender trampas mortales. En alguna parte del horizonte aguardaba la 32 División de Fusileros siberianos con sus nuevos tanques T-34. Los cañones antitanque alemanes eran inoperantes contra ese blindaje, como ya les habían advertido. Para destruirlos tenían que colocarles cargas explosivas en la parte inferior, menos protegida, pero ya hacía tiempo que los candidatos a la Cruz de Hierro habían conseguido sus cruces de madera. Ahora los supervivientes de las campañas triunfales preferían conservar la piel y le dejaban el trabajo sucio a los tanques.
Von Kessler conocía el procedimiento: aproximarse para dispararles de cerca, exponiéndose aún más al fuego de sus mortíferos cañones. Una cuestión de suerte, más que de puntería o de rapidez. El blindado lanzado a toda velocidad está casi ciego. A pesar de los seis periscopios, sus tripulantes sólo divisan un segmento limitado del campo. Mientras apuntan un blanco distante ignoran que otro tanque enemigo, mucho más próximo, los está apuntando a ellos. En un momento todo ha terminado, un estampido que no oyen, una luz cegadora que no ven y están muertos.
—¿Qué pueblo es aquél?
—No sé. —Von Kessler consultó el mapa plegado sobre su muslo—. Debe de ser Mozhaisk.
Los carros cubiertos de barro. En cada parada había que raspar las cruces y letras identificativas para evitar que el fuego amigo los confundiera con tanques rusos. Avanzaron con cuidado por la senda embarrada, aplastando cadáveres militares y civiles, algunos recientes, hinchados de gases, que despedían a gran distancia un olor dulzón nauseabundo; otros estaban momificados, muertos meses atrás. Hombres, mujeres, niños, ancianos; también caballos, vacas, mulas, perros. Carne abierta, intestinos desparramados, huesos calcinados, las víctimas de la guerra.
—¡Trineos de Iván! —dice la voz tranquila del operador.