Las trompetas de Jericó (4 page)

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Authors: Nicholas Wilcox

—¿Y qué ocurrió?

—Un cabalista experto examinó los datos que consiguieron reunir e intentó deducir el jeroglífico original,
el Shem Shemaforash.
Al parecer, había una copia de la Mesa, tallada por un antiguo templario, sobre una piedra en un antiguo monasterio visigodo.

Himmler se impacientaba.

—¿Y lo consiguieron?

—Parece que no, Herr
Reichsführer;
al parecer, tanto el Vaticano como los judíos hicieron trampas y al final no consiguieron nada.

—¡Aja, típico de ellos! —dijo Himmler. Meditó un momento con los dedos apoyados en el labio y prosiguió—: Bien, profesor, por lo que me está diciendo, hay una posibilidad de obtener esa reliquia, el Arca de la Alianza, a partir de los descubrimientos de ese investigador, del que habló, en los archivos de Venecia. Y existe, también, la posibilidad de obtener la fórmula del Nombre Divino, que sirve para hacerla funcionar, en esos monasterios del sur de España.

—Sí, más o menos —admitió Ulstein, al que no le agradaba el reduccionismo del
Reichsführer
—. Lo malo es que la comisión se disolvió un tanto abruptamente y luego vino la Gran Guerra, que acabó de dispersarlos.

—¿Había algún alemán entre ellos?

—Dos alemanes, Herr
Reichsführer,
dos dignatarios eclesiásticos, pero han muerto, al igual que el resto de los miembros de la comisión. También había un judío berlinés, un rabino, llamado Moshé Gerlem. Eran todos ancianos. Hemos conseguido la minuta del viaje de uno de ellos, que era obispo de Ulm. Por ella sabemos dónde estuvo cada día, y hemos deducido que la Piedra del Letrero, probablemente con la copia de la Mesa de Salomón, está en un lugar de España, entonces llamado Monte Sión, y hoy Montizón.

—¡Ah, España y los españoles! —El puñito de Himmler se crispó sobre el escritorio mostrando unos nudillos blancos—. Hace dos años visité la montaña de Montserrat, probable escondite del Santo Grial, pero el abad y los curas me trataron displicentemente y se negaron a enseñarme sus tesoros. Fingían ignorar de qué estaba hablando. Esos españoles son unos cazurros malintencionados. La gente inferior sólo atiende al palo. Si vieran aparecer una columna de
panzer
por la mezquina carretera que conduce a su montaña se pondrían suaves como malvas.

Los dos hombres departieron un rato más y, al despedirse, Himmler decidió que se verían de nuevo cuatro días después en el castillo de Wewelsburg.

3

Roma, 10 de febrero de 1943

Luigi Ferrarese, archivero jefe de la Secretaría de Estado, era consciente de vivir un momento histórico cuando cruzó el patio de San Dámaso, subió por la escalinata de mármol y se dirigió a las habitaciones del pontífice por un pasillo que nunca había pisado en sus treinta y dos años de servicio en el Vaticano. Estaba tan nervioso que, a pesar de su interés por el arte, no prestó atención a los frescos de Lucca de Ferrara. Al final del pasillo había una puerta dorada. Consultó su reloj. Faltaban diez segundos para las cuatro y veinte. Aguardó a que transcurrieran antes de llamar. El propio Robert Leiber, el jesuita secretario personal del pontífice, le franqueó la entrada y lo hizo pasar a una rica antecámara cubierta de frescos y mármoles.

—Tenga la bondad de esperar, padre.

Se deslizó sobre la gruesa alfombra dorada que amortiguaba los pasos y desapareció tras la puerta del fondo, más lujosa aún que la anterior, para reaparecer al instante:

—El Santo Padre lo recibirá ahora —le susurró, invitándolo a pasar con un gesto elegante de la mano—. Recuerde que sólo dispone de dos minutos.

Pacelli estaba de pie ante su mesa de despacho, en la pose que adoptaba cuando recibía visitas protocolarias, las afiladas manos plegadas sobre el pecho, hierático e inmóvil. El padre Ferrarese conocía la etiqueta vaticana. Hizo una genuflexión junto a la puerta, se aproximó a cinco pasos del pontífice e hizo una profunda reverencia. Pío XII adelantó la mano del anillo y Ferrarese se lo besó.

—¿Tienes algo que decirme, hijo? —preguntó el papa con su voz algo chillona.

—Santo Padre, puede ser tan grave que prefiero comunicarlo solamente a Vuestra Santidad.

Pacelli le dirigió una mirada severa y por un momento un punto de ira brilló en sus ojos grandes y negros enmarcados por las gafas de oro, pero no descompuso su hierático semblante.

—Espero que sea verdaderamente grave —dijo, e hizo una señal imperceptible a su secretario, que abandonó la estancia y cerró la puerta.

El padre Ferrarese tragó saliva. Las pesadas cortinas de brocado tamizaban la luz procedente de la piazza de San Pedro, pero a pesar de ello la estancia relumbraba de rojos y dorados, de preciosos jaspes y mármoles, de cornisas y marquetería forradas de oro. Al fondo, detrás del escritorio papal, había un gran mapamundi y un mapa de Europa y el Mediterráneo, en los que el pontífice seguía el curso de la guerra con banderitas negras para las posiciones alemanas y rojas para las aliadas.

—Ahora estamos solos —dijo Pacelli—. ¿De qué se trata?

—Santo Padre, un arqueólogo alemán ha encontrado una pista segura del paradero del Arca de la Alianza. Está en Túnez.

Pacelli permaneció inmóvil, mirando fijamente a Ferrarese, pensativo.

—¡El Arca de la Alianza! —murmuró como si la enunciación de las palabras conjurara el prodigio—. ¿Cómo te ha llegado esta noticia, hijo mío?

—Un amigo, canónigo de San Marco de Venecia, me lo ha comunicado por carta, Santo Padre. La tengo aquí. —Ferrarese se sacó un sobre del bolsillo.

—Déjalo sobre esa mesa —indicó Pacelli.

El padre Ferrarese depositó la carta sobre una mesita taraceada que estaba junto a la ventana.

—¿Quién más conoce el asunto de esa carta?

—Nadie más, Santidad.

Pacelli asintió, complacido, y adoptando su pose más solemne le impartió su bendición, dando por terminada la audiencia. Ferrarese volvió a besar el anillo de la mano extendida y abandonó el despacho caminando hacia atrás, en una profunda inclinación.

El secretario del papa, que aguardaba frente a una de las ventanas de la antecámara, enarcó una ceja y contempló la marcha nerviosa de Ferrarese. Se disponía a entrar en el despacho papal cuando una lucecita roja se iluminó sobre la puerta. El Santo Padre estaba meditando y no se le debía interrumpir.

4

Wewelsburg, Alemania, 9 de febrero de 1943

El Graf und Stift, modelo 1934, negro, con las ruedas niqueladas, se deslizaba por la carretera rectilínea que conducía al castillo de Wewelsburg, cerca de Paderborn, en Westfalia. El doctor Karl Ulstein, sentado junto a la ventanilla trasera, se sentía plenamente feliz mientras contemplaba distraídamente el bosque de robles y encinas. Himmler lo había invitado a la casa madre de la Orden Negra alemana, de la que las SS eran la rama militar, un honor que raramente se dispensaba a un simple civil. La carretera era una línea recta como trazada sobre un mapa.

—Recta como una flecha —pensó, y en seguida se corrigió—: Recta como el astil de una lanza.

Porque Ulstein sabía que la carretera que conducía a Wewelsburg representaba exactamente el astil de la Lanza Sagrada, mientras que el castillo de planta triangular constituía el hierro del arma. La estancia principal del castillo, la capilla de la Lanza, cubierta por una cúpula de piedra imitada de la capilla de Carlomagno en Aquisgrán, cobijaba una enorme mesa circular de granito pulido, rodeada por doce sillones medievales tapizados en rojo. En el centro de la mesa había una hendidura que representaba el depositario de la Lanza Sagrada, la máxima reliquia del Sacro Imperio romano-germánico.

Ahora aquel joven investigador de modales tímidos, Fritz Rutger, había encontrado en un archivo veneciano la pista de una reliquia judía capaz de alterar el curso de la historia, una reliquia frente a la cual incluso la Lanza Sagrada del Imperio romano-germánico palidecía.

El Arca de la Alianza.

—Es un honor que el
Reichsführer
Himmler nos reciba en Wewelsburg —comentó Karl Ulstein en tono paternal—. Si le causas buena impresión, puedo asegurarte que tendrás un espléndido futuro como investigador del
Ahnenerbe.

El joven Rutger sabía que el
Ahnenerbe
era el Instituto de Investigación Secreto de las SS, uno de los círculos más exclusivos a los que podía aspirar un investigador alemán. Sintió tal emoción que los ojos se le arrasaron de lágrimas y disimuló haciendo como que contemplaba el paisaje. El profesor Ulstein se percató y le apretó familiarmente el brazo.

A medida que se aproximaban fueron perfilándose las torres cilindricas de Wewelsburg, coronadas de conos de pizarra que brillaban al sol. El castillo sólo databa de 1934, pero había sido construido sobre las ruinas de otro más antiguo.

—Es hermoso, ¿verdad? —dijo Ulstein, cuando se aproximaron—. Éste es el verdadero santuario de la raza alemana. El
Reichsführer
Himmler lo construyó en menos de un año con un coste de trece millones de marcos. —El joven Rutger mostró un conveniente gesto de asombro. Ulstein sonrió con suficiencia y añadió—: Y eso que la mano de obra fue gratuita: delincuentes políticos. Cada estancia del castillo está amueblada en un estilo distinto y dedicada a uno de los personajes históricos relacionados con la Lanza Sagrada desde que Carlomagno, en el año 800, la convirtió en la reliquia máxima del Imperio romano-germánico.

El profesor Karl Ulstein debía buena parte de su posición académica a sus trabajos para los nazis sobre la Lanza Sagrada. Había reconstruido su historia desde que sirvió para que el papa sacralizara a Carlomagno hasta el fin del imperio alemán en 1806, en que hubo que sacarla de su santuario de Nuremberg para evitar que cayera en manos de Napoleón. Desde entonces estuvo en Viena hasta que, en 1938, Hitler la recuperó y trasladó a Nuremberg, la ciudad nazi por excelencia. Cuando terminara la guerra, la Lanza Sagrada se depositaría en Wewelsburg, junto con las otras reliquias históricas que buscaba la Orden Negra.

El segundo control era una casamata de cemento, disfrazada de alegre cabana alpina, con el tejado de paja y parterres de rosas, que vigilaba una barrera de hierro pintada a rayas negras, blancas y rojas. Dos soldados con el uniforme gris de las SS examinaron los pases de los dos pasajeros y del chófer.

—A sus órdenes, doctor Ulstein —dijo el sargento, devolviéndole la documentación—. Pueden aparcar en aquella explanada, junto a los tilos.

El asistente del
Reichsführer,
avisado telefónicamente, salió a recibirlos.

—Buenos días, doctor Ulstein —lo saludó jovialmente, pues eran viejos conocidos—. ¿Han tenido un buen viaje?

—Muy agradable, gracias.

—El
Reichsführer
los espera en la estancia de Enrique el Pajarero.

Un gran honor. La estancia privada de Himmler era la dedicada al emperador Enrique, en el que el
Reichsführer
se creía reeencarnado.

El granito, el hierro de forja y las maderas nobles impresionaron al joven Rutger. Los largos pasillos, en los que el suelo pulimentado como un espejo contrastaba con los muros de sillares toscamente terminados, estaban decorados con viejas banderas, escudos y armas. También había lienzos de artistas nazis con alegorías guerreras o patrióticas: Germanias orondas y rubias, valquirias de grandes pechos nutricios y anchas caderas esgrimiendo lanzas doradas... Al
Reichsführer,
como a todos los hombres menudos, le gustan las hembras poderosas, pensó el doctor Ulstein, e inmediatamente alejó el pensamiento, temeroso de que el todopoderoso ministro pudiera captarlo. Las runas de la SS esculpidas y pintadas en negro decoraban las puertas de sólido roble con refuerzos de forja.

La manita del
Reichsführer,
embutido en el uniforme negro de las SS con las insignias de plata en el cuello, estrechó la de los visitantes y les indicó un sofá de cuero, en el que tomaron asiento. Tras varios comentarios banales sobre el viaje, mientras dos camareros vestidos de blanco les servían un té con pastas, Himmler examinó al joven Rutger. Después le preguntó a Ulstein:

—Esperaba que su alumno fuera una persona de más edad, doctor. ¿Cómo es que no está en el servicio?

—Herr Rutger ha sido declarado no apto para el servicio, Herr
Reichsführer
—informó el profesor Ulstein—. No obstante, sirve al Reich preparando una tesis doctoral sobre el comercio alemán de la sal en la Edad Media.

Himmler clavó en el doctorando sus ojillos incisivos y desconfiados.

—¿Y eso se investiga en Venecia?

—Sí,
Reichsführer
—respondió el interesado—. Cada año acudían a Venecia cuarenta mil caballos de Alemania para cargar la sal de Istria. Los mercaderes de la sal se alojaban por ley en el Fondaco dei Tedeschi, un severo palacio que todavía existe.

5

Vaticano, 1 de marzo de 1943

Aldo Doglio cruzó la
piazza
de San Pedro bajo el sol de mediodía, se detuvo a la sombra de la columnata de Bernini, sacó un pañuelo y se enjugó el sudor del cogote y de la frente. El frac le estaba estrecho. Había engordado desde la última vez que lo usó, cuatro años atrás, en la ceremonia de coronación de Pío XII, en la que le cupo el honor de manejar uno de los
flabelli
o abanicos de plumas ceremoniales. En la gran fotografía del papa que presidía el salón de su casa, Aldo Doglio aparecía en segundo término, en un ángulo, con el
flabelli
en la mano. Doglio cifraba su mayor orgullo en el hecho de pertenecer a los
uomini di fiducia
del Vaticano, la reducida aristocracia seglar que servía a los pontífices por tradición familiar. Como tal, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por el papa, incluso a pecar.

En su entrevista, monseñor Doménico Tardini, el encargado de Asuntos Extraordinarios del Vaticano, había alabado la fidelidad y entrega de los Doglio a la causa papal. Aldo se preguntaba si el cardenal conocía verdaderamente el historial de la familia o si le dedicaba los mismos elogios a cualquier
uomo di fiducia
del que solicitara un servicio. No era ningún secreto que su bisabuelo Marco Doglio sufrió presidio por eliminar a media docena de agitadores nacionalistas en tiempos de Garibaldi, cuando los revolucionarios arrebataron sus Estados a la Iglesia.

Por fin llegó su sobrino con el coche. Doglio se cercioró de que nadie lo estaba observando desde las ventanas papales, que permanecían cerradas, antes de despojarse de la chaqueta del frac para entrar en el coche.

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