Read Las trompetas de Jericó Online
Authors: Nicholas Wilcox
—Te revelaré un secreto familiar—dijo, volviéndose—. Mi padre sustrajo el diagrama de esa palabra judía, del
Shem Shemaforash.
Los componentes de la Logia de los Doce Apóstoles se habían juramentado para velar por la correcta aplicación del secreto, pero en vísperas de la Gran Guerra era previsible que algunos no jugaran limpio. Entonces mi padre procuró adelantarse y sobornó a un criado de la finca donde se hospedaban, en el sur de España, para que le permitiera copiar el diagrama. Es sólo un trozo de papel vegetal sobre el que frotó un carboncillo, pero reproduce fielmente la lápida que contenía el nombre.
—¿Quieres decir que tienes esa palabra mágica?
—No exactamente. Lo que tengo en el archivo de la familia es un diagrama que podría servir para descubrir la palabra. Mi padre lo tituló la Estrella Templaria porque tiene forma de estrella de doce puntas. Antiguamente se llamaba la Mesa de Salomón. La verdad es que no sé qué hacer con él porque se necesitan bastantes conocimientos cabalísticos para desentrañarlo. Ese judío, Zumel Gerlem, quizá podría deducir la palabra. Lástima que trabaje para los alemanes.
Churchill asintió con expresión grave. Luego dijo:
—Quizá pudiéramos persuadirlo para que cambiara de bando. Después de todo, sólo hay un motivo que lo liga a los alemanes: su hijo, al que retienen en un campo de concentración cercano a la frontera suiza.
—Creía que todos los campos estaban en Polonia y en el Este.
—El campo de Bezau es especial. En realidad se trata de un pintoresco pueblecito bávaro donde han alojado a unas decenas de judíos a los que mantienen discretamente vigilados. Les viene bien para mostrárselo de vez en cuando a las comisiones de la Cruz Roja. Así demuestran que tratan con humanidad a los judíos y a los prisioneros políticos. Quizá Zumel trabajaría para nosotros si los alemanes no retuvieran a su hijo.
—¿Cómo podríamos liberar al muchacho? Los alemanes nunca consentirán en intercambiarlo. Es su único argumento para que el padre trabaje para ellos.
Churchill pulsó un botón y el mayordomo acudió al momento.
—Que venga Higgins.
El capitán Higgins sólo tardó un minuto en comparecer. Era la ventaja de tener en el subsuelo del edificio las Salas Subterráneas de la Guerra. Churchill se lo presentó a O'Neill y le ofreció un café, que el oficial rechazó cortésmente.
—Capitán Higgins, tenga la bondad de explicarnos su plan para liberar a ese judío alemán.
—A sus órdenes, señor. El pueblo de Bezau dista sesenta kilómetros de la frontera suiza. Los judíos allí confinados trabajan en dos talleres de confección de prendas militares. Uno de los oficiales encargados de la vigilancia colabora con nosotros. Podríamos arreglar una fuga nocturna, después del toque de queda, de manera que no lo echaran en falta hasta siete horas después. En ese tiempo podríamos ponerlo a salvo en Suiza. Desde el punto de vista logístico no hay problema.
—El problema es el costo —añadió Churchill—: cincuenta mil marcos para el oficial y diez mil más para el guía suizo que lo introducirá en el país. Su resumen ha sido muy satisfactorio, capitán, puede retirarse.
Cuando se quedaron solos, Churchill prosiguió:
—Nuestros fondos en Suiza deben estirarse para alcanzar una gran cantidad de salarios y sobornos. ¿Crees que sería una buena inversión liberar al judío? Quiero decir, si liberamos al hijo, ¿se pondría el padre de nuestra parte?
—Probablemente si liberamos a su hijo estará dispuesto a trabajar para nosotros. No obstante, todavía quedaría el problema de hacerle llegar el diagrama del
Shem Shemaforash.
Y aun así, nada nos garantizaría que fuera capaz de deducir el
Shem Shemaforash.
Y finalmente, tampoco sabemos si la magia del Arca obrará correctamente. Todas las pruebas que tenemos se basan en textos escritos hace miles de años.
—Querido Patrick —sonrió Churchill, poniéndole la mano en el brazo—, ¿tendré que convencerte para que tengas fe?
O'Neill titubeaba.
—La Estrella Templaria es un diagrama. No se puede enviar por radio; ¿cómo se la haremos llegar a un hombre estrechamente vigilado, a cientos de kilómetros en el interior de la Europa nazi?
—Se la llevará un mensajero.
—No confiará en ninguno. Pensará que es una añagaza de los alemanes.
—Tenemos un mensajero en el que confiará.
Burton Scott, jefe de la Sección Documental del Servicio Exterior, le sirvió personalmente el té a su visitante.
—¿Está satisfecha con su trabajo, miss Fletcher?
Antes nunca había comparecido ante el jefe máximo, al que sólo conocía de vista. Se preguntaba por el propósito de aquella convocatoria. A juzgar por la amabilidad con la que el anciano la trataba, no era para someterla a una de sus famosas reprimendas.
—Sí, señor. Estoy contenta.
—Bien, bien.
Burton Scott sorbió de su té sin dejar de escrutarla con sus ojillos claros. Tenía una mirada desagradablemente penetrante, quizá a causa de las cejas blancas y espesas terminadas en una especie de cuernecillo piloso.
—Tengo aquí el expediente de su declaración, cuando se unió a nosotros —continuó el anciano, mientras repasaba una docena de folios mecanografiados y firmados que sacó de una carpeta—. Nos ha llamado la atención el hecho de que, hace años, usted estudiara en la Universidad de Berlín.
Therese se sobresaltó. ¿La habían tomado por espía de los alemanes? Ella misma había detallado en su declaración sus años berlineses, no había ocultado nada.
—Mi padre pertenecía al cuerpo diplomático, estaba destinado en la embajada de Berlín.
—Sí, sí, lo sé. —Burton Scott le dedicó una sonrisa tranquilizadora, pero sus ojillos parecían dos puñales fríos—. En la universidad, según cuenta usted misma, siguió los cursos del profesor Zumel Gerlem.
—Es cierto.
—Hábleme de él.
Era lo último que hubiera esperado aquella mañana. Hacía una semana que se había reincorporado al trabajo, después de quince días en una casa de reposo, entre árboles, en Dorset, para superar la depresión que le produjo la muerte de Arthur. La Cruz Roja la certificó después de un mes de angustiosa incertidumbre. Durante ese período había pensado más en Zumel que en Arthur. Absurdamente, el fantasma de Zumel volvía una y otra vez a su memoria. Quizá se defendía de la desgracia actual pensando una y otra vez en los únicos días realmente felices de su vida, aquellos de Berlín, cuando estaba cerca de Zumel, aunque no se hubiera sentido correspondida. Por lo demás, ignoraba la suerte de Zumel. Sólo sabía que no había abandonado Alemania, como sus primos. Quizá estuviera muerto.
—Me regaló un ejemplar antiguo del
Buch der Lieder
de Heine —recordó. Era todo lo que conservaba de él, aparte del recuerdo.
—¿Cómo dice? —Burton Scott enarcó una de sus poderosas cejas. Apuró el resto de su té y apartó la taza.
—Es un libro de canciones muy popular en Alemania. Un gran estudio del sentimiento amoroso.
—Esos alemanes, siempre tan delicados —farfulló el anciano con hosca ironía. Depositó los folios sobre la mesa y cruzó las manos por encima—. Permítame que le haga una pregunta personal, miss Fletcher, sobre algo que obviamente no figura en su declaración. ¿Estaba usted enamorada del doctor Gerlem?
Ella bajó la mirada.
—Sí —susurró—. Creo que sí.
Burton Scott juntó las manos con los dedos separados y reflexionó un momento antes de hablar de nuevo.
—Señorita, el doctor Gerlem está trabajando para los alemanes en París.
Therese compuso un gesto de sorpresa.
—¡Es judío!
—Sabemos que es judío. De hecho realizaba trabajos forzados en un campo de concentración, pero lo han sacado para que trabaje para ellos. Tienen como rehén a su hijo. Necesitamos a una persona de entera confianza nuestra y suya para que le entregue un mensaje en mano. Hemos pensado que la persona idónea es usted.
Therese iba a replicar, cuando Burton Scott la detuvo con un gesto.
—No me responda nada todavía, por favor. Reflexione primero sobre el asunto. Tómese la mañana libre, salga a dar un paseo y piénselo. Su trabajo consistiría en viajar a París y entregarle un mensaje en mano.
—¿Cómo voy a ir a París?
—¿Lo dice porque está ocupado por los alemanes? —El anciano rió de buena gana, la primera vez que lo hacía—. No se preocupe por ese pequeño detalle. Disponemos de medios para llevarla a París y para traerla a Londres de nuevo. Lo único que tiene que hacer es aceptar.
Se levantó dando por terminada la reunión. Le estrechó la mano y la acompañó hasta la puerta.
—Si acepta le explicaré todos los detalles. Por ahora sólo le puedo decir que la misión que le propongo es muy importante para el desarrollo de la guerra. Muchas gracias por haberme visitado, señorita Fletcher.
Salieron de Victoria Station al atardecer, en el tren que hacía la línea Londres-Manchester. No hablaron mucho durante el trayecto. Therese, aturdida por la responsabilidad, fingía contemplar por la ventanilla la sucesión de suburbios, barrios de casitas de ladrillo con miradores saledizos asomados a los minúsculos jardines que las exigencias de la guerra habían convertido en huertos. A esa hora, una muchedumbre de mujeres taciturnas, que tenían a sus hombres en el frente, acudía al trabajo en bicicleta. Sintió una dolorosa punzada al recordar a Arthur. La rememoración de las horas felices junto a él la distrajo de la fealdad de las zonas industriales, envueltas en la niebla sucia de la mañana, que se extendían detrás de los desmontes y de los almacenes del ferrocarril. Había pasado una mala noche y tenía sueño. Cerró los ojos, reclinó la cabeza sobre la madera de la ventanilla y se dejó acunar por el vaivén del tren. En la duermevela oyó confusamente las frases que susurró Higgins al entregarle los documentos de viaje al revisor.
Media hora más tarde, al llegar a Winterborne, Higgins le puso una mano en el hombro.
—Señorita Fletcher, nos bajamos en este apeadero.
Los esperaba un Austin con una mujer fornida, que vestía el uniforme azul de las WAAF, al volante.
Tomaron una pintoresca carretera, casi un camino asfaltado, que discurría entre corpudos tilos, por un paisaje que parecía ajeno a la guerra, de campos de labor y pastizales. En un recodo del camino encontraron una barrera y un control del Home Guards, cuatro ancianos armados con viejos fusiles de la Gran Guerra que la saludaron respetuosamente cuando leyeron su destino en los papeles. Era un secreto a voces en la comarca que el pequeño aeródromo de la Real Fuerza Aérea de Lutton Grove servía para enviar agentes secretos a la Francia ocupada. También se rumoreaba que sólo regresaba uno por cada diez que salían.
A los pocos minutos atravesaron un bosquecillo de abedules y avistaron la base. Lutton Grove era una pista de hierba al jado de tres oxidados hangares con bóveda de chapa corrugaba y un cuartelillo de madera, que podía confundirse con una de las cabanas de Obras Públicas para guardar herramientas, si no fuera por la pequeña chimenea y la gran antena de comunicaciones.
Los recibió el oficial de servicio, un antiguo conocido del capitán Higgins, que los llevó a la cantina para tomar una taza de té.
—Si prefiere un vaso de leche, sepa que es de toda confianza y que procede de nuestras propias vacas.
Therese pensó que le diría las mismas palabras a todos los agentes que una hora después se jugarían la vida en la Francia ocupada.
—Tenemos media base llena de vacas —proseguía el oficial—. Sólo las encerramos cuando hay despegue. Hoy, por ejemplo.
Bebieron el té en silencio. Había una gran pizarra escolar con avioncitos cuidadosamente dibujados, en filas impecables.
—El historial de Lutton Grove —explicó el oficial de vuelo—: Cincuenta y ocho salidas en tres años de funcionamiento. No está del todo mal.
Un coche se detuvo junto a la ventana y un joven bajito con pantalones y chaqueta de vuelo entró en la cantina.
—Aquí tenemos a nuestro piloto. —El oficial celebró su aparición con un entusiasmo tan falso como los nombres que dio al hacer las presentaciones. Nadie era quien parecía ser, una precaución elemental impuesta por los servicios secretos para los agentes que viajaban a Francia.
El piloto tenía veintidós años, pero parecía mucho más joven con la cara aniñada y salpicada de acné y la sonrisa boba que parecía su expresión natural.
—El teniente Harvey es uno de nuestros mejores hombres en vuelo nocturno —comentó Higgins para disipar la posible mala impresión.
El piloto apuró su té y se fue a preparar el avión. Los demás pasaron a un mísero cuartito pomposamente rotulado Sala de Operaciones de la Escuadrilla en el que sólo cabían una mesa, un archivador y tres sillas.
Higgins abrió la cartera que había llevado durante el viaje y le entregó el material a Therese. En un estuche de madera había un pequeño broche de bisutería. Presionó con la uña en el engarce de la piedra y se abrió un minúsculo compartimento que contenía dos pastillitas cuadradas. Therese las había visto en los dos días que duró su entrenamiento: cianuro en alta concentración, una muerte indolora y rápida en cuestión de segundos, sólo con aplastarla entre los dientes. La segunda pastilla era para Zumel, por si fuera necesario.
—Aquí tiene su documentación a nombre de Therese Dupont, cincuenta mil francos franceses, una bonita suma, y un pase
ausweiss
alemán válido para los tres próximos meses. Llévelo siempre con usted porque se lo pedirán en todos los controles. Y ahora, lo más delicado de todo. —Higgins se sacó del bolsillo de la guerrera un paquete de cigarrillos franceses medio vacío y lo depositó en la mesa con los otros objetos—. Éstos son los cigarrillos que una mujer de clase obrera se puede permitir en Francia. Si despega cuidadosamente el fondo encontrará dos microfilmes que cabrían sobradamente en la uña del meñique. Uno contiene una carta del hijo de Zumel que le demostrará que ha sido liberado; en el otro hay una especie de dibujo que llaman la Estrella de los Templarios. Él sabe qué es y para qué sirve porque su padre invirtió toda su vida en buscarla. —Therese se guardó en el bolso el paquete de cigarrillos—. Naturalmente, Zumel no dispone de medios para revelar esos microfilmes y aumentarlos hasta un tamaño legible. El paquete se lo entregará a un jefe de la resistencia que la acompañará en tren hasta París. Él le devolverá a usted las ampliaciones al día siguiente, a la hora del mediodía, en los retretes de la planta baja del hotel que usted estará limpiando a esa hora. Si el encuentro no se produce por alguna razón, volverá a los dos días, a la misma hora y en el mismo lugar. ¿Tiene usted alguna duda?