Read Las trompetas de Jericó Online
Authors: Nicholas Wilcox
Sonó un teléfono. Uno de los puestos de retaguardia avisaba de que estaban aterrizando planeadores. El cielo estaba lleno de paracaidistas.
—Hay miles de ellos —decía el comunicante—, cientos de miles, es un espectáculo sobrecogedor, sargento.
Al mismo tiempo comenzó a despejarse la tormenta. Del mar llegaban otros ruidos de anclas lanzadas al fondo, así como ruidos de motores maniobrando. A medida que se levantaba la niebla se veían los centenares de barcos de todos los calados que se alineaban en la bahía del Sena frente a las playas de Normandía.
—¡Es la invasión, maldita sea! —gritó el sargento Lhenburg a los hombres que iban reuniéndosele en el parapeto—. Peter: telefonea al mando del área. Nos están invadiendo.
Por toda la línea de la costa cundió la alarma. Los que dormían se levantaron; los armeros distribuyeron munición; se desconvocaron los permisos; se adoptaron las medidas de la Situación Uno de máxima alarma.
El jefe del Estado Mayor del XV Ejército telefoneó a su comandante, el general Hans von Salmuth.
—Un comunicado del Séptimo Ejército, general. Frente a las playas normandas hay buques de transporte de tropas y otros de guerra, grandes y pequeños, con grandes masas de embarcaciones anfibias, pero no se ha efectuado desembarco alguno.
El general Hans von Salmuth miró hacia la oscuridad exterior.
—Bien, parece que el desembarco se ha suspendido. Será mejor que volvamos a la cama.
Levantó la mano a guisa de saludo y regresó a su habitación.
Las barcazas de desembarco comenzaron a descolgarse con cabrias y grúas sobre el mar encrespado.
—¿Cómo va la cosa?
—Sigue el viento fuerza cinco, pero la tendencia es a amainar. Cabecearán un poco, pero llegaremos a la playa, si Dios quiere.
«La mar comenzó a calmarse en cuanto las lanchas enfilaron el camino hacia las playas», escribe Tim O'Leary en su
Historia del Día D.
—Ha amainado la fuerza del viento.
—¡Gracias a Dios!
A las cinco y media de la madrugada, un leve resplandor azul en el horizonte indicaba que comenzaba a amanecer. Media docena de aviones de observación sobrevolaron las playas para dirigir el tiro de la marina. Unos minutos después, con la luz turbia que precede al amanecer, los cruceros y navíos abrieron fuego sobre las defensas costeras con sus piezas de grueso y mediano calibre. Inmediatamente después una oleada de aviones bimotores descargó una lluvia de bombas sobre los obstáculos costeros, los campos minados, las alambradas y los búnkers.
El teniente Eismann, del 22 de Granaderos de Eisen, se asomó a la ventanilla de su puesto de tiro.
—¿Se ve algo?
—Sí, se ve. Una muralla de hierro. Decenas de lanchas de desembarco. ¡Sargento: dé la alarma, despierte a todo el mundo porque esto va en serio! ¡No se ve el mar!
A las seis de la madrugada, los primeros lanchones abrieron sus compuertas sobre la arena.
Los que defendían la costa dispararon sobre los invasores, pero en la playa mejor defendida, la de Utah, las ametralladoras alemanas permanecieron en silencio. Una corriente generada por la tormenta arrastró las barcazas de desembarco a medio kilómetro de su objetivo y las depositó en otra playa desprovista de defensas.
El telégrafo comenzó a repicar en la oficina de comunicaciones del Berghof. La cinta perforada registró un largo telegrama cifrado, procedente de Berlín, en el que se comunicaba que los aliados estaban lanzando paracaidistas en la región normanda y que una fuerza de desembarco había aparecido delante de las costas.
El oficial de comunicaciones llevó el texto descifrado al ayudante del Führer, Otto Günsche.
—Parece que la invasión ha comenzado.
Otto Günsche volvió a leer el telegrama. Estaban esperando el desembarco desde hacía meses. Había que despertar inmediatamente al Führer para que se hiciera cargo de la situación. Miró por la ventana. Un súbito vientecillo agitaba la masa oscura de las copas de los árboles recortada contra la claridad del cielo. «Por otra parte —meditó—, las noticias son todavía bastante imprecisas y el Führer ha tenido un mal día.» El doctor Morell le había suministrado uno de sus compuestos macrobióticos para asegurarle un sueño tranquilo. Günsche se quedó en el pasillo, indeciso, con el papel en la mano. Miró a través de la ventana las ramas de un abeto que el viento mecía dulcemente, como al compás de uno de esos valses que tanto gustaban al Führer. No, mejor dejarlo dormir.
Otto Günsche regresó a la oficina del telegrafista.
—Manténgame informado de cualquier noticia que llegue.
—A sus órdenes.
Mientras Hitler, Rommel y Von Rundstedt dormían apaciblemente en suelo alemán, a cientos de kilómetros de las amenazadas murallas de la
Festung Europa,
donde la guerra y el destino de la humanidad se estaban decidiendo, Winston Churchill, en pijama y batín, paseaba desvelado en la sala de su vivienda de Storey's Gate con un vaso de coñac francés en la mano, aguardando noticias y tratando de alejar una imagen que últimamente frecuentaba sus sueños: la de una multitud de cadáveres británicos desangrándose en las playas de Francia y tiñendo de rojo el canal.
Churchill miró el teléfono. Tenía línea directa con Potsmouth, sede del Estado Mayor de la invasión. Con sólo descolgarlo podía comunicar con el general sir Hasting Ismay, pero recordó sus últimas palabras: «Hemos lanzado nuestra flecha. Ahora sólo cabe esperar que la mano misericordiosa de Dios la guíe a su blanco en interés de la justicia y de la humanidad.» A aquella hora, sir Hasting Ismay estaba escribiéndole a un amigo: «Esta noche es la peor de la guerra, lo peor casi ha pasado, la situación es espantosa.»
En el otro extremo de Londres, el general Eisenhower velaba en su residencia de Southwick House y contemplaba agitarse los árboles en el jardín. Bajo la carpeta de su escritorio había un folio con su dimisión, para tramitarlo en caso de que la operación fracasara. Lo había redactado meses atrás y se lo sabía de memoria: «Las tropas de tierra mar y aire han prestado todo su valor y devoción más allá de lo que se les podía exigir. El fracaso sólo se me puede imputar a mí. Consecuentemente, dimito de todos mis cargos como generalísimo de las fuerzas aliadas en Europa.»
París, martes, 6 de junio de 1944
El mayordomo dio dos discretos golpes en la puerta del dormitorio del mariscal Von Rundstedt y cuando escuchó «Adelante» entró con la bandeja del desayuno, casi empujado por el capitán Emil Eissen. Von Rundstedt, en batín y zapatillas, se extrañó de la insólita irrupción de su asistente.
—¿Qué ocurre, Eissen?
—Herr mariscal, los aliados están desembarcando en Normandía. Le traigo el mapa provisional y los últimos comunicados recibidos.
Con gesto preocupado, Von Rundstedt desplegó el mapa sobre una mesa auxiliar, se caló el monóculo y buscó en la costa normanda los lugares de aterrizaje de planeadores. Eissen le indicó las playas donde habían desembarcado las tropas aliadas.
—Cinco cabezas de puente —resumió Eissen—. En todas se libran encarnizados combates.
El mariscal no era hombre que cambiara fácilmente de opinión. Hacía meses que venía sosteniendo que los aliados desembarcarían en el paso de Calais. No le entusiasmaba la idea de que hubieran escogido un lugar distinto. Aunque, por otra parte, Normandía podía ser una trampa perfecta, desde el punto de vista estratégico, para atraer las reservas alemanas mientras la fuerza principal desembarcaba tranquilamente en Calais. Así debía ser. Sin embargo, esa opción, la de un desembarco principal, quizá único, en Normandía, no carecía totalmente de lógica.
Von Rundstedt meditó un momento sobre los mapas. Una sospecha le iluminó el semblante, ordinariamente inexpresivo: ¡Normandía era el verdadero objetivo! Eso era. Era lógico que aquellas playas alejadas de sospecha y deficientemente defendidas fueran el objetivo de la invasión principal. La trampa aliada consistía precisamente en hacerle creer ¡a él! que se trataba de una maniobra de distracción. Normandía era la meta. Estuvo claro desde el principio y si la inteligencia militar no hubiera desestimado una serie de indicios que lo sugerían, lo habrían advertido a tiempo para ponerle remedio. Cuando tomó su decisión, el generalísimo de las fuerzas alemanas en Francia emitió la orden decisiva:
—¡Que la Duodécima y la
panzer
Leh se dirijan inmediatamente a Normandía! Dé inmediatamente la orden, Eissen.
El asistente titubeaba.
—¿Hay algo más que deba decirme, Eissen? —preguntó el mariscal sin levantar la cabeza del mapa.
—Sí, Herr mariscal, si me lo permite. Le recuerdo que la XII División Panzer SS «Juventudes Hitlerianas» está estacionada entre París y Caen, y la
panzer
Leh, entre Caen y Chartres.
—Sé perfectamente dónde están esas fuerzas. ¿Qué intenta decirme?
—Para llegar a Normandía tendrán que recorrer un camino largo y peligroso, por carreteras angostas dominadas por la aviación aliada, mariscal.
—¡No habrá aviación aliada! —replicó Von Rundstedt—. Si parten inmediatamente llegarán allí antes de que se levanten las nieblas. Hacia mediodía ya se habrán cobijado en sus posiciones. Cuando levante el día se mezclarán en combate con los aliados y estarán a salvo de su aviación y de su marina. ¡Póngase en marcha!
—A sus órdenes.
—¡Ah!, informe al cuartel general del Führer cuando esas tropas estén en movimiento, no antes.
—Mariscal...
—Nada más por ahora, Eissen. Cumpla las órdenes inmediatamente y cuídese de que nadie me moleste en los próximos cuarenta y cinco minutos. Los aliados pueden esperar; la guerra puede esperar, incluso el cabo austríaco puede esperar; mi baño y mi desayuno, no. Prepáreme un informe completo. Quiero línea abierta con las zonas afectadas.
Mientras su mayordomo le preparaba el baño, exactamente a veintidós grados, Von Rundstedt meditó frente al ventanal que daba al parque. Un viento procedente del sureste agitaba los árboles. Después de todo, la galerna del canal no había detenido a Eisenhower.
—Normandía —murmuró mientras se sumergía en la bañera hasta que el agua le cubrió la cabeza—. ¡Normandía! Estos cowboys carecen del más mínimo sentido histórico. ¡Atacar por Normandía!
Todas las invasiones históricas que conocía el mariscal habían partido de Calais.
Berghof, Berchtesgaden, Alemania
El general Jold, jefe de operaciones del Alto Estado Mayor de Hitler, cerró la ventana, que una súbita ráfaga de viento había abierto, y se inclinó nuevamente sobre los mapas para valorar la situación:
—Creo que no debemos despertar al Führer. Lo de Normandía no es más que un ataque de diversión para preparar el ataque principal. Que Inteligencia prepare una valoración completa y la actualice cada quince minutos. Se la entregaremos al Führer cuando despierte. Mientras tanto, dejémoslo descansar.
—El mariscal Von Rundstedt ha ordenado que la Décima Panzer y la
panzer
Leh de la reserva OKW se dirijan a Normandía.
—¡Qué se cree el engreído de Von Rundstedt! —estalló Jold—. Sabe perfectamente que esas tropas forman parte de la reserva central de la OKW y que sólo el Führer puede disponer de ellas. ¡Ordene de inmediato que se detengan en seco donde estén!
París, 9.17 horas
En el Excelsior reinaba una gran animación. El personal de servicio y los huéspedes civiles confraternizaban animadamente en el vestíbulo, comentando las últimas noticias. La emisión matinal de la BBC había transmitido la noticia que todos esperaban desde hacía años: la liberación de Francia había comenzado. El general De Gaulle, el presidente Roosevelt, el rey de Inglaterra, el rey Haakon de Noruega, el primer ministro belga y el presidente del gobierno holandés habían radiado mensajes de esperanza a sus respectivos súbditos. Un ejército integrado por franceses libres, americanos, ingleses, canadienses y polacos había desembarcado en Normandía. Las noticias eran todavía bastante confusas y hasta contradictorias, pero en cualquier caso era revelador que todos los huéspedes alemanes del hotel hubieran partido atropelladamente por la mañana temprano para incorporarse a sus destinos. En el vestíbulo reinaba un ambiente festivo, camareros y clientes confraternizaban y brindaban por una Francia libre. Incluso aquellos que eran sospechosos de haber colaborado con los ocupantes invitaban a rondas y se unían al jolgorio, como si ese tardío gesto pudiera cancelar las pequeñas abyecciones y claudicaciones de los cuatro años de ocupación.
La inesperada aparición del agente de la Gestapo Burrho, con su traje mal cortado, heló las sonrisas y los brindis. Se hizo un profundo silencio mientras él, ajeno a la hostilidad que despertaba, se dirigió al mostrador de recepción a grandes zancadas.
—¡Necesito inmediatamente un receptor de radio! —advirtió al recepcionista—. Firmaré un recibo.
Mientras el recepcionista iba a buscar el receptor, Therese, que estaba alarmada por la ausencia de Zumel, se dirigió al agente de la Gestapo:
—Perdone, el señor Zumel Gerlem no durmió anoche en el hotel. ¿Podría decirme si ha cambiado de alojamiento?
Burrho se sonrió y acarició a la camarera con su habitual mirada lasciva.
—¿Tanto necesitas un buen polvo?
Therese ignoró la grosería.
—Por favor, se lo suplico, ¿puede decirme dónde está?
Llegó el recepcionista con un aparato de radio enorme. Burrho se lo quitó de las manos y se dispuso a salir. Therese se interpuso en su camino con expresión angustiada.
—Está ahí enfrente, en la Gran Sinagoga —dijo Burrho—. Tenemos mucho trabajo, así que será mejor que nos prepares una cesta con comida y vino para más tarde.
Gran Sinagoga, París
—Kessler al aparato.
Una remota voz femenina se impuso a las interferencias de la línea.
—¿Es usted? No se retire, por favor. Le va a hablar el
Reichsführer
Himmler.
Sonó la voz chillona de Himmler:
—¿Kessler? ¿Qué hace su maldito judío? ¡La invasión ha comenzado!
—Hace doce horas que está encerrado con el Arca,
Reichsführer.
Esta noche no ha dormido. Ni siquiera hemos ido al hotel.
—Comuníquele que la invasión está en marcha. Ésta es la única ocasión que tiene para redimirse y salvar a su hijo. Dígale que si el Arca no nos garantiza una gran victoria sobre los aliados, él y su hijo colgarán mañana mismo de los ganchos de una carnicería. Volveré a llamarlo dentro de una hora. Ahora voy a comunicarle al Führer que el Arca está actuando conforme a lo que esperábamos. No nos falle.