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Authors: Nicholas Wilcox

Las trompetas de Jericó (30 page)

—Da la vuelta, Franz —le ordenó al chófer—. Vamos a irnos unos días a Alemania. Necesitamos descansar de todo esto.

—Creo que es una medida prudente, general —convino su ayudante de campo—. Un descanso le vendrá bien a todo el mundo.

El mismo día, a la misma hora, otros caudillos nazis con grandes responsabilidades en la zona de la invasión decidieron ausentarse de su puesto de combate. Dollmann, el general del VII Ejército destacado frente a las playas normandas, recibió una convocatoria para rutinarios ejercicios de estrategia en la escuela de Estado Mayor en Rennes. Le hubiera sido fácil excusarse alegando necesidades del servicio, pero decidió asistir para poder chismorrear sobre ascensos y prebendas con sus compañeros de rango. Por su parte, Sepp Dietrich decidió ir a Bruselas para adquirir ciertas obras de arte que le ofrecía un marchante.

El cuarto día, Miguel te tomará de la mano y honrarás a Nabu bajo el almendro, la vara de Aarón.

El quinto día, Izidkiel te tomará de la mano y honrarás a Marduk bajo la rama del terebinto que dio sombra a Abraham.

46

Lila, Francia

El cabo Fritz Appen estaba exultante después de terminar su maqueta de la torre Eiffel: doce mil trescientos palillos de dientes partidos y teñidos con posos de café, los remaches y los refuerzos pintados a mano, con lupa y pincel de una sola crin de caballo, novecientas horas de trabajo a lo largo de tres años en cuatro destinos distintos, aunque todos ellos en Francia, componían aquella obra notable que era un monumento a la paciencia y a la laboriosidad germánicas. Al terminar había titubeado sobre qué bandera colocar en la cúspide de la torre, pero al final se decidió por la del Reich, con la cruz gamada en el centro y la cruz de hierro en un ángulo.

Estaba contemplando su obra, junto con otros compañeros de barracón, cuando el despertador le recordó que faltaban tres minutos para las nueve quince de la noche, la hora en que comenzaba la segunda emisión de la BBC. Se colocó los cascos, sintonizó el Telefunken y buscó las familiares notas de la Quinta Sinfonía de Beethoven. El mensaje número trece que leyó la monótona voz desde Londres estaba tan desprovisto de emoción como los restantes:
blessent mon coeur d'une langueur monotone,
hieren mi corazón con monótona languidez.

Era la segunda parte de la contraseña para la Resistencia: la orden de sabotear las carreteras, el ferrocarril y las líneas telegráficas y telefónicas del sector costero porque la invasión se produciría antes de cuarenta y ocho horas.

Por un momento el cabo Fritz Appen se sintió confundido por la emoción de estar viviendo un momento histórico. Probablemente era el primer alemán que tenía noticia del comienzo de la mayor batalla de todos los tiempos. Esa emoción, que por un momento incluso había superado a la de haber rematado su maqueta de la torre Eiffel, dio paso a la zozobra de no saber si, al fin, aquella bandera que ondeaba en la cúspide de su obra iba a durar mucho sobre Francia, incluso era posible que la obra misma, su torre de palillos de dientes, su monumento imperecedero al tesón germánico, resultara dañada o incluso destruida si su unidad se veía obligada a realizar un rápido repliegue. Procuró alejar tan torvos presentimientos y cumpliendo con su deber fue a comunicarle la noticia a su oficial superior, el sargento Hans Somkenbauer, el cual, a su vez, la transmitió al oficial de servicio, el teniente Kurt Heilmann.

—¡El segundo verso de Verlaine!

Dos minutos más tarde, un cabo motociclista saltaba sobre su BMW con sidecar para llevar la noticia al Estado Mayor de Gerd von Rundstedt, instalado en una casa de dos pisos de la rue Alexandre Dumas, en el suburbio parisiense de Bourgival. El cabo dejó al soldado al cuidado de la motocicleta y subió al piso segundo, donde estaba el despacho del oficial de Inteligencia, coronel Wilhelm Meyer-Detring, para entregarle en mano el oficio, pero se encontró con que este oficial estaba de permiso en Berlín.

El cabo titubeó.

—El coronel Meyer-Detring había insistido en que este comunicado se le entregara a él personalmente —adujo.

—Pues ya ves que está ausente —le dijo el escribiente que lo recibió—. ¿No te sirve otro?

—Supongo que se lo podré entregar al oficial que lo sustituya.

—Es el teniente coronel Mayerborst, pero está dando un paseo nocturno a caballo por el bosque de Fleury y no regresará hasta tarde —dijo, señalando una puerta de despacho cerrada.

—¿Pueden dejarlo sobre su mesa, entonces? Es muy urgente.

El escribiente se encogió de hombros.

Cuando regresó del paseo a caballo, el coronel Mayerborst leyó el comunicado que había sobre su mesa y montó en cólera.

—¿Cómo no se me ha comunicado antes?

—Mi teniente coronel, es que lo han traído tarde.

El teniente coronel lo llevó personalmente al general Bodo Zimmerman, un viejo prusiano que desconfiaba por igual del servicio de Inteligencia de la Abwehr y de su rival el RSHA de Himmler, especialmente si coincidían en algo. La pretendida trascendencia del verso de Verlaine era una de las pocas cosas en que los dos servicios secretos coincidían. De pie, frente a la ventana que daba al boulevard de l'Hôspital, calculó la importancia del mensaje. Un hombre pedaleaba de regreso a casa. Una brisa inquietaba las copas de los sauces. Por un momento se le ocurrió que aquel viento presagiaba tempestad. No, el mensaje no es tan importante después de todo, decidió. No obstante, no estará de más que lo conozca el mariscal. Telefoneó al palacio de Saint Germain en Laye, la residencia de Von Rundstedt a las afueras de París.

—El mariscal se ha retirado a sus habitaciones hace diez minutos —le comunicó el oficial de guardia.

De ordinario, Von Rundstedt se iba a la cama una hora después, pero aquel día había pasado la tarde en el invernadero de la mansión cuidando sus rosas y se sentía fatigado. Le habían traído la cena del exclusivo restaurante Coq Hardit, del que era cliente asiduo, que había acompañado con una botella de burdeos Château Grand Mayne de 1922 casi entera y se había ido a la cama con una novela policíaca de Agatha Christie.

Zimmermann se quedó pensando con el auricular en la mano. Detrás de los ventanales, el viento agitaba las copas de los árboles. Decidió no molestar al mariscal. La alarma podía esperar unas horas, después de todo. Se despidió del oficial de enlace y colgó, pero se quedó pensativo, con la mano en el teléfono. Por otra parte, razonó, el mensaje de Verlaine es inequívocamente el que anuncia invasión en cuarenta y ocho horas. Debo avisar al mariscal. Se disponía a descolgar de nuevo cuando sonó el teléfono. El oficial de guardia le comunicaba el parte meteorológico. En el canal se había levantado un viento de fuerza cinco. Zimmermann decidió que con ese tiempo los aliados no desembarcarían, después de todo. Hubiera sido una locura.

Al rato recibió una llamada del coronel Benzer, del Estado Mayor del IX Ejército.

—Zimmermann, ¿sabe ya el mariscal que han radiado la invasión?

—No, no lo sabe. Me da la impresión de que es una argucia de guerra sicológica para mantenernos despiertos y cansados.

En Calais también se agitaban las copas de los árboles.

—Creo que tienes razón —respondió Benzer después de un largo silencio—. Los aliados no pueden ser tan tontos como para informarnos de su llegada a través de la BBC, con una frase en clave que lleva ocho meses circulando por Europa.

La estación de escucha de radio de Salmuth también había captado la emisión y había alertado a los niveles de mando inferiores y al grupo de ejércitos B, dirigido desde el cuartel general de Rommel.

—El general Rommel está en Alemania —respondió el oficial de guardia.

—Pues póngame entonces con su segundo.

—El general Hans Speidel está ausente.

Estaba celebrando una cena en La Roche Guyon en honor de su cuñado el doctor Joachim Horst y del filósofo Ernst Jünger.
[2]

47

Berghof, Berchtesgaden, Alemania

A media tarde, el Führer había presidido una reunión de la comisión técnica encargada de evaluar un nuevo modelo de motor diesel para camiones. Después se había reunido con dos funcionarios del Ministerio de Armamentos, que lo informaron sobre las importaciones de wolframio de Portugal y Galicia. Antes de cenar había evacuado la muestra de heces que le solicitaba el doctor Morell. La cena había sido ligera: revuelto de verduras con huevos y el elixir estomacal. Después de la cena, en la terraza del Berghof, el Führer había meditado sobre la guerra mientras contemplaba a lo lejos los destellos de los escuadrones de bombardeo americanos que pasaban a gran altura camino de sus objetivos. Por una desgraciada coincidencia, las rutas de los bombarderos aliados procedentes de Italia se cruzaban cerca de la residencia alpina del Führer con los ingleses que operaban desde Gran Bretaña. De día veía pasar a los americanos y de noche a los británicos volando hacia Austria y Hungría, después de descargar su mortífera carga sobre las martirizadas ciudades del Reich. Cuando el objetivo era Munich, un leve resplandor anaranjado se divisaba desde el Berghof, especialmente si había nubes que reflejaran los incendios. Al principio, cada avistamiento de bombarderos provocaba en Obersalzberg un pandemónium de sirenas de alarma, lo que obligaba a los habitantes del Berghof, según las estrictas normas sobre alarmas aéreas, a escapar por la puerta trasera camino del refugio aéreo, un túnel cercano excavado en la montaña. Con cada alarma se reproducía una escena lamentable y humillante. Por otra parte, el refugio, construido atropelladamente bien entrada la guerra, se había planeado deficientemente y distaba mucho de ser un lugar cómodo. Había que subir sesenta y cinco peldaños antes de alcanzar el refugio propiamente dicho, provisto de habitaciones con literas, de servicios con duchas y de una cocina de campaña. Como las alarmas solían durar pocos minutos, casi todos esperaban en la escalera, sentados en los peldaños. A la luz rojiza de las lámparas de seguridad contemplaban al Führer, algo cargado de espaldas, hosco y concentrado, humillado, que se mantenía invariablemente junto a la gruesa puerta de acero a través de la cual se filtraban los sonidos de los disparos de las baterías antiaéreas.

Aquel día, cuando regresaron al Berghof, el teléfono de la centralita no paraba de sonar. Era una llamada personal para Eva Braun de parte de Eleonore Bauer, una antigua monja del colegio donde la compañera del Führer se educó. Eva se echó a llorar desconsoladamente en los brazos de su amiga Marion Schönemann. El actor Heini Handschuhmacher, gran amigo de Eva Braun, había muerto en el bombardeo de Munich aquella mañana. Hitler trató de consolarla.

—Estos asesinos pagarán cara su maldad —declaró, mostrando un puño lívido—. La Luftwaffe tiene a punto unos aviones revolucionarios, sin hélice, dos veces más rápidos que los bombarderos americanos. Nuestros aviadores lanzarán cien toneladas de bombas por cada tonelada que esas hidras arrojan sobre la inocente población del Reich. También disponemos de cohetes estratosféricos que caerán inexorablemente sobre los ejércitos y las ciudades enemigas. Faltan pocos días para que veamos arder Londres como una tea. Finalmente —declaró con voz profunda, más calmada—, disponemos del arma más decisiva de la Historia, el arma que otorgó supremacía a los egipcios, el arma que conquistó la Tierra Prometida, el arma que asegurará la supremacía de la raza aria para el resto de los tiempos.

Aquellas crípticas palabras del Führer causaron honda impresión en los testigos. Los tres que sobrevivieron a la guerra las recordarían, años después, casi literalmente. Fue un día agotador en el que sólo se recibieron malas noticias. A media mañana, el ama de llaves del piso de Hitler en Munich telefoneó a su patrón para suplicarle que trasladara los enseres de la vivienda a un lugar más seguro porque el centro de Munich estaba ardiendo. Hitler se negó:

—Frau Winter, tenemos que dar ejemplo.

Después de la cena, Hitler se recluyó en sus habitaciones particulares con Eva Braun y los scotch-terriers de ella,
Stasi
y
Negus.
Durante un rato se escucharon los compases del
Lieder
de Schubert en el gramófono del dormitorio del Führer. Después se apagó la luz y se quedaron en silencio.

48

Gran Sinagoga, París

—El sexto día, Hanael te tomará de la mano y honrarás a Ishtar bajo el membrillo para que su dulzor llene tu boca —recitó. E inmediatamente sintió en sus fauces una saliva espesa que sabía a miel.

Zumel se apartó las manos del rostro y contempló el Arca radiante. Un leve resplandor azulado iluminó la superficie dorada produciendo en los ángulos un chisporroteo de descargas eléctricas minúsculas. Las alas extendidas de los querubines intercambiaban una culebrilla luminosa. El zumbido de abejas se hacía más persistente y el Arca irradiaba calor.

Mientras tanto, al otro lado del canal, en los puertos y en los atracaderos de toda la costa, miles de barcos de diferentes calados zarpaban en silencio y se aventuraban en medio de la galerna.

Los soldados, cargados con la impedimenta, vomitaban sobre las bordas.

—Vamos, muchachos —animaba un sargento—: Dentro de una hora estaremos pisando tierra firme y calentita.

Los radares alemanes no detectaron ningún movimiento del enjambre de embarcaciones. Por una extraña coincidencia, sus servidores dormían o estaban tan distraídos que no percibieron nada.

Las primeras noticias comenzaron a llegar al puesto de mando de Eisenhower.

—Señor, todo discurre a pedir de boca —informó su jefe de operaciones—. Los alemanes no lo han descubierto todavía.

—¿Es posible?

—Eso parece, señor.

Años después, durante una cena con el director del
New York Times,
Eisenhower confesaría: «El desembarco de Normandía fue un verdadero milagro. Aquella galerna que al principio parecía haberse puesto de parte del enemigo sirvió, después de todo, para que los alemanes permanecieran ciegos y sordos mientras les metíamos bajo las narices el ejército de invasión. Imagínese seis mil navíos en el mar sin que un solo avión de reconocimiento de la Luftwaffe los detectara, ni un submarino, ni un barco, ni un radar.»

49

Normandía, Francia

A las dos treinta de la madrugada, el sargento Lotar Lhenburg, que había salido a orinar fuera del bunker donde dormía, creyó escuchar un sonido metálico en el mar. Con ayuda de unos binoculares escrutó la niebla que cubría las playas. Le pareció distinguir una forma gris como a medio kilómetro de distancia. Podría ser un barco, pensó. El ruido parecía el de una ancla al deslizarse por el costado del barco. ¿Un barco fondeando ahí delante a estas horas? Decidió permanecer atento. Un minuto después percibió un rumor insistente que iba en aumento. Finalmente descubrió la causa: cientos de aviones enemigos penetraban tierra adentro, sobrevolando la tempestad.

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