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Authors: Nicholas Wilcox

Las trompetas de Jericó (26 page)

Lo tradujo mentalmente. Eran las cifras 11, 46, 28, o sea el libro de Jeremías, capítulo 46, y el versículo 28.

Como impulsado por un resorte, se levantó, fue a la estantería, cogió una vieja Biblia y leyó el pasaje al que aludía la nota: «No temas, siervo mío Jacob, ni desfallezcas, Israel, pues mira que acudo a salvarte desde lejos y a tu linaje del país de su cautiverio.»

Los ojos se le arrasaron de lágrimas. Aquellos mensajes que fue dejando en España habían llegado finalmente a su destino. Alguien que conocía la cifra del Temple le enviaba un mensaje de esperanza.

Cuando los gorilas vinieron a buscarlo para acompañarlo a la sinagoga tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le notara la conmoción que sentía. Afortunadamente, Von Kessler estaba ausente porque había aprovechado las primeras horas de la tarde, en que el tráfico telegráfico era menos intenso, para transmitir a Berlín, al cuartel general de Himmler, su informe diario sobre la marcha de los trabajos.

Por la tarde, después del trabajo, solían esperar la hora de la cena en el jardín posterior del Excelsior, tomando un
pastis.
No eran veladas muy interesantes, Von Kessler y Zumel ocupaban un velador y los dos mastines de la Gestapo ejercían su vigilancia desde otro, prudentemente distante, cercano a la puerta. La clientela del hotel, oficiales alemanes y estraperlistas ricos, aprovechaba este espacio común para confraternizar discretamente. A veces acudían
demimondaines
de lujo, invitadas a cenar por algún oficial, o chicas decentes que tras la generosa cena se dejaban invitar a una última copa en la habitación del galán.

Aquel día, Zumel estuvo especialmente distraído. No lograba quitarse de la cabeza el mensaje templario encontrado en el libro. Therese había pasado un par de veces ante sus ojos distraídos, mientras servía otras mesas, sin captar su atención. De pronto reparó en ella, a pocos metros. Sintió una intensa conmoción. ¿Era Therese o solamente alguien que se le parecía? Therese le sostuvo la mirada durante un segundo, después prosiguió con su trabajo con aparente indiferencia. ¡Era Therese Fletcher, la alumna británica, cuyo cálido recuerdo lo había acompañado durante años, lamentando lo que pudo ser y no fue! La contempló sorprendido. Ella dejó la bandeja en la mesa de servicio y se dirigió resueltamente a la puerta que comunicaba con el cuarto de la limpieza y los retretes auxiliares del jardín. Antes de traspasarla volvió la cabeza, se cercioró de que él la miraba y le sonrió. Un dulce licor le invadió el estómago. Comprendió que la presencia de ella allí se relacionaba con el mensaje templario. Para disimular su turbación apuró de un sorbo el vaso de
pastis.
Von Kessler, un poco sorprendido por aquella repentina avidez, en un judío abstemio, le volvió a llenar el vaso.

—Hoy parece tener sed —comentó, casi divertido.

Una sospecha le golpeó la cabeza como un mazo. El mensaje templario, la aparición, después de tanto tiempo, de Therese, a la que hacía en Inglaterra. Evidentemente eran dos hechos que se relacionaban. ¿Sería una trampa alemana? Lo descartó porque era demasiado retorcido incluso para los alemanes.

Si se daba prisa podía alcanzarla.

—Creo que debo ir al urinario —murmuró.

Las visitas de Zumel al urinario del patio obedecían a una rutina pactada, como todos los otros actos de su vida, incluso los más nimios. Uno de los gorilas lo acompañaba y se quedaba aguardándolo junto a la puerta exterior. No había otra escapatoria: las ventanas del pequeño edificio auxiliar eran demasiado angostas para permitir el paso de un hombre. Buhrro se levantó de su silla y acompañó discretamente al prisionero, manteniéndose a pocos metros de distancia. Zumel entró en el pasillo: en primer término estaban los servicios de señoras, con la encargada de la limpieza sentada junto a la mesa de las propinas; a continuación, doblando el pasillo, los de los caballeros y al fondo la puerta del cuarto de la limpieza. Therese estaba pasando una escoba ancha por el pasillo. Cuando lo vio, se dirigió a él, lo besó en la mejilla y murmuró: «David está a salvo en Suiza. Mañana o pasado te pondré en el libro que lees una carta suya y una reproducción de la Estrella Templaria que Londres te envía. Me alegro de que estés bien.» Zumel iba a responder cuando un usuario entró en los lavabos. Entonces ella se dirigió apresuradamente a la puerta del fondo.

Zumel regresó al jardín.

—¿Qué tal? —le preguntó Von Kessler.

—No muy bien. Creo que tengo ardor de estómago. Me parece que no voy a cenar.

Von Kessler endureció el gesto.

—¿El trabajo progresa?

—Creo que sí —respondió el prisionero—. Me parece que ahora voy por el buen camino.

36

Berghof, Berchtesgaden, Alemania

La explanada de gravilla del Berghof, el nido de las águilas, el chalecito alpino que Adolf Hitler adquirió con los derechos de autor de su libro
Mi lucha,
crujió bajo el peso del magnífico Mercedes blindado. El automóvil se detuvo al pie de la escalinata, a la sombra de los abetos rojos. El conductor, Erich Kempka, le abrió la portezuela al Führer y a Fraulein Eva Braun. Hitler vestía el uniforme pardo nazi, con el brazalete rojo y negro con la cruz gamada. El pelotón de la guardia, soldados de uno noventa de estatura impecablemente uniformados, presentaron armas con las nuevas ametralladoras Schmaiser. El amo del Reich y de media Europa respondió al saludo elevando la mano hasta la altura de la oreja. El personal del servicio de la casa los recibió en la escalinata, trece personas, entre mozos, camareras y cocineros. El ama de llaves, la señora Margarethe Mittlstrasser, dio la bienvenida a la pareja en nombre de todos con un pequeño
bouquet
de flores del bosque. Hitler sonrió y subió seguido de Fraulein Braun. Una doncella comentó en voz baja que el Führer tenía grandes ojeras y que parecía que había envejecido varios años en quince días. «¡Ah! —suspiró otra—, trabaja demasiado y no se cuida lo suficiente.» «Si no lo hace por él, debería hacerlo por Alemania», comentó la primera. Lo adoraban.

Hitler estaba cansado. En los dos últimos días había asistido a tres importantes conferencias, en Berlín, en Munich y en el cuartel general de Prusia Oriental, el
Wolfschanze,
la Guarida del Lobo, como lo llamaban. Estaba rodeado de incompetentes, sospechaba que los generales desobedecían sus órdenes o las cumplían con desgana, tarde y mal. El tremendo peso de la guerra descargaba cada vez más en sus hombros. No podía fiarse de nadie, tenía que controlarlo todo. Por si fuera poco, las noticias de los frentes de guerra eran cada día más desalentadoras. Desde el desastre de Stalingrado no habían dejado de ceder terreno en el Este. Los infrahombres se reproducían como animales y disponían de un suministro constante de divisiones. Sacrificaban una en el frente de combate y en seguida tenían dos más para reemplazarla. Y lo mismo sucedía con las armas: ¿de dónde salían esas manadas de tanques, esos enjambres de aviones, cada vez más blindados, cada vez más operativos, cada vez más agresivos? Las cosas marchaban mal para Alemania y por lo tanto mal para su Führer. Se sentía cansado y hastiado. En momentos especialmente bajos se preguntaba si la humanidad sabría apreciar algún día lo que estaba haciendo por ella. A veces se sentía tentado de arrojar la toalla: Churchill, los americanos, toda esa gente que le hacía la guerra, ¿cómo podía estar tan ciega?, ¿cómo podían ser tan mezquinos para no comprender que Alemania era su aliado natural, que el enemigo eran las razas inferiores, los judíos, los pueblos morenos y bajitos que usurpaban el espacio vital que los arios necesitaban? Únicamente la esperanza que había depositado en las armas secretas mantenía su optimismo. Colgó la gorra en la percha del vestíbulo y se retiró inmediatamente a sus habitaciones, mientras Eva Braun disponía el servicio y supervisaba el menú.

El Führer se asomó a la galería corrida que rodeaba la casa y contempló las espléndidas vistas de los Alpes bávaros. Delante de él, al otro lado del valle, se alzaba majestuosa la montaña Watzmann Unterberg, donde, según la leyenda, se encontraba la gruta luminosa en la que dormía el emperador Federico, que un día despertaría de su sueño para ponerse al frente del ejército alemán y aplastar definitivamente a sus enemigos. Hitler entornó los ojos y musitó sus propias palabras tantas veces repetidas en discursos y alocuciones privadas: «Es una llamada del destino.» Hitler era Federicus Rex y hacía todo lo posible por acomodarse a su destino de rey sagrado.

Heinz Linge, su ayuda de cámara, una de las tres personas que tenían permiso para interrumpir al Führer cuando se retiraba a descansar a sus habitaciones privadas, se acercó con un teléfono negro que se unía a la clavija por un largo cordón.


Mein
Führer, el
Reichsführer
Himmler está al aparato. Dice que es importante.

—Esperemos que lo sea.

Lo era. El judío de París había anunciado que la magia del Arca comenzaba a funcionar. Estaba a punto de descubrir la palabra mágica que pondría el poder del Arca al servicio del Reich.

—Gracias, Heini —respondió Hitler, exultante, nombrando a su ministro con el apelativo familiar—. Es la mejor noticia que me podías dar y veo en ella la mano del destino. Es evidente que existe una relación con el asunto que tratamos ayer en la
Wolfschanze.

Himmler asintió. Los servicios de información alemanes dependientes del Ejército y de la RSHA, directamente controlada por Himmler, se habían mostrado de acuerdo por una vez: la invasión de Europa se realizaría en los primeros días de junio, quizá entre el 4 y el 6.

A la hora del almuerzo, Eva Braun compareció elegantemente ataviada con su vestido verde Nilo con mangas largas y orla de piel de leopardo en el borde inferior de la falda. Hitler, de un humor excelente, besó la mano de las invitadas y conversó distendidamente con ellas: Gretel, la linda hermana de Eva, Frau Herta Schneider, Frau Marion Schönmann y la esposa del doctor Karl Brandt.

El menú consistió en sopa de cebolla y asado de ciervo, aunque el Führer, que era vegetariano, tomó un plato de verduras. Mientras los invitados atacaban el excelente asado, el Führer sin dejar de sonreír les dispensó una soflama contra las depravadas costumbres de consumir cadáveres, lo que los convertía en seres tan crueles y despiadados como los animales salvajes. Les ocultaba que su plato favorito eran las albóndigas de hígado al estilo bávaro, que consumía a veces en privado. Después del postre, que consistió en una macedonia de fresas, mientras sus invitados bebían champán Dom Perignon de 1919, el Führer tomó una copa de licor digestivo Boonekamp, lamentando íntimamente que ni siquiera el día que tenía buenas noticias dejara de molestarle aquel estómago rebelde, al que los disgustos continuos de los últimos años habían echado a perder.

Cuando levantaron los manteles, el Führer propuso un paseo hasta la casa de té, situada en un cerrete frente al Berghof. Los invitados aceptaron encantados y formaron una alegre comitiva para acompañar al amo de Alemania, al que precedía su perra
Blondi
y los perros de Fraulein Braun. El día estaba despejado y pudieron divisar el torrente del Ach y las cúpulas barrocas de Salzburgo.

Por la tarde, en la bolera del sótano, que servía también como sala de proyección con capacidad para veinte personas, vieron una película americana del oeste de las que tanto le gustaban al Führer. Después del té, Hitler y Eva Braun se despidieron de los invitados y se retiraron a sus habitaciones privadas, donde pasaron el resto de la tarde escuchando música de Strauss, de Franz Lehar, de Wagner y de Hugo Wolf.

Por la noche la pareja cenó en la intimidad. Después de cenar, mientras Eva y sus invitadas veían una película española protagonizada por Imperio Argentina, doblada especialmente para el Führer, en la que la tonadillera cantaba sevillanas en alemán, Adolf Hitler se reunió con su asistente militar en la sala de los mapas y leyó los últimos partes de guerra, una sarta de eufemismos técnicos con los que sus generales justificaban las retiradas y pérdidas territoriales como corrección de líneas. Estaba rodeado de inútiles, derrotistas y saboteadores, pero la suerte de la guerra estaba a punto de cambiar en la batalla más sangrienta de la historia: la Lanza Sagrada atraería a sus enemigos, el mayor ejército que jamás había visto el mundo, y el poder del Arca de la Alianza le otorgaría una victoria tan completa y devastadora como la de los judíos cuando tocaron las trompetas y demolieron las murallas de Jericó.

37

—¿Le gusta a usted esa mujer? —preguntó Von Kessler.

Zumel se sonrojó violentamente y miró su
pastis.

—Sí —confesó—. Creo que es muy hermosa.

Estaban en el jardín del hotel, antes de la cena. Habían transcurrido tres días desde la fugaz entrevista con Therese, pero desde entonces no se les había presentado una nueva ocasión de hablar. Zumel no quería forzar las cosas por miedo a que la descubrieran. Había llegado a la conclusión de que trabajaba para los ingleses bajo una identidad falsa. Quería protegerla. Casi lo angustiaba su presencia en el hotel después de haber servido de correo. A veces intercambiaban miradas en el comedor, cuando ella servía la mesa, y todos los días aparecían flores frescas, un pequeño
bouquet,
en la consola de su habitación.

—Todas estas camareras se acuestan por dinero —dijo Von Kessler, apurando de un trago su vaso—. Veinticinco o treinta marcos es suficiente. Las mujeres de los pueblos vencidos se entregan con facilidad al vencedor.

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