Read Las trompetas de Jericó Online
Authors: Nicholas Wilcox
—La
bimah
sefardita —dijo Von Kessler, alardeando de cultura hebrea.
—¿Dónde aprendió esa palabra, Herr Kessler?
—En los
Ordensburger
de las SS nos dieron algunas lecciones de cultura hebrea. Hay que conocer al enemigo al que se quiere combatir.
Zumel miró a Von Kessler. En el ojo del cíclope había un brillo malicioso, pero no había acritud en el semblante mutilado, sino más bien simpatía.
—Se lo enseñaron mal, Herr Kessler. El término
bimah
es griego y lo usan los judíos asquenazíes. Los que descendemos de sefarditas españoles preferimos usar la
tebah,
o caja, en memoria del Arca de la Alianza.
Von Kessler se encogió de hombros.
—Supongo que nada de esto importa ya —murmuró.
Al fondo de la sala, subiendo tres gradas de mármol veteado, había una especie de tabernáculo de ébano ricamente tallado, el lugar del Arca que preservaba los textos sagrados, la Torah. En el muro quedaban las señales de media docena de cuadros de gran tamaño que habían desaparecido.
—Éste es el
aron ha-kodesh,
o santuario —dijo Zumel—. Faltan la
ner tamid
y el
parokhet.
—Ante la expresión de perplejidad de Von Kessler, aclaró—: La lámpara y la cortina. No son relevantes para lo que nosotros haremos.
Recorrieron en silencio el resto del edificio, un laberinto de salas y habitaciones devastadas. Los archivos habían sido saqueados y las estanterías y armarios estaban vacíos, pero la biblioteca, en la segunda planta, con dos ventanas a la calle, se conservaba casi intacta. Predominaban los libros del siglo XIX, entre ellos los anuarios de las escuelas rabínicas de Europa y América. Zumel pensó, melancólicamente, que todas las manos que habían compuesto aquella montaña de erudición estaban muertas.
—Aparte de este material hay unos fondos judíos importantes en la Biblioteca Nacional y en la Sorbona —informó Von Kessler—. El Centro de Estudios Alemanes ha conseguido permiso para que usted los use. Mi asistente, el cabo Kolb, será su enlace. Lo hemos provisto de una bicicleta para que vaya y venga con los libros que necesite.
Zumel asintió en silencio.
—Mientras duren los trabajos —prosiguió Von Kessler— residiremos en el hotel Excelsior, que está cerca de aquí, en el Quai de Montebello.
Zumel abrió una ventana encajada, detrás apareció una reja tupida de gruesos barrotes, los pájaros piaban en las ramas altas de un árbol cercano.
—¿Y cuando termine el trabajo, qué ocurrirá?
—El gobierno del Reich le entregará diez mil marcos y un visado para Suiza. Allí se le reunirá su hijo, que mientras tanto permanece en Alemania en lugar seguro.
Zumel asintió.
—¿Cuándo puede comenzar los trabajos?
—Cuando ustedes quieran.
—Mañana, entonces. ¿Tiene algún requerimiento especial?
—Los
tabotat.
—Los
tabotat
están depositados en la caja fuerte de la prefectura en avenue Foch. Se los traerán cada mañana y se devolverán a la prefectura cuando termine su jornada.
—Así no podré trabajar. Los
tabotat
tendrán que estar aquí permanentemente. De otro modo quizá no funcione su magia.
—Transmitiré esa exigencia a Berlín —concedió Von Kessler secamente.
—Y nadie podrá verlos, ni mucho menos tocarlos —continuó Zumel—. Además, habrá que construir un modelo de Arca, para lo que necesitaré un carpintero y un orfebre, madera de acacia y un kilo de oro.
—¿Un kilo de oro?
—Para transformarlo en planchas que recubran por completo el Arca.
Von Kessler tomó nota de todo y emitió las órdenes pertinentes.
Londres
El Golden Palace había conocido mejores tiempos. Sin embargo, a pesar de la guerra seguía siendo un lugar elegante. La placa de la puerta estaba bruñida y resplandeciente, las dos macetas de laurel estaban tan cuidadas como siempre, porque les limpiaban a diario las hojas para eliminar el polvillo gris de los bombardeos y la contaminación. Era caro, pero se comía muy bien y uno se sentía importante. En ningún otro lugar de Londres e incluso del mundo, exceptuando quizá el palacio de Buckingham, se cosechaban tantas reverencias por metro cuadrado. El botones de la entrada, con uniforme rojo y botones dorados, se inclinó profundamente al hacerlos pasar. El empleado del guardarropa, de gris, con botones plateados, se inclinó igualmente al coger los abrigos para colgarlos en el perchero corrido de su cubículo, donde los abrigos militares con galones habían sustituido a los de cachemir de antaño. Ahora había más gorras militares con galones que bufandas blancas y chisteras negras.
El interior del Golden Palace era lujoso y confortable, y a no ser por las aspas de esparadrapo que cruzaban los vidrios de las ventanas detrás de los pesados cortinajes, nadie habría dicho que estaban en guerra. También se notaba en que el menú, a pesar de los platos de Wegwood y los cubiertos de plata, era más simple y más escaso que antaño. Charlaron animadamente mientras comían. Bebieron una botella de burdeos del año 1935 que Arthur había rescatado en el mercado negro, Dios sabe a qué precio.
Therese se sentía un poco alegre a causa del vino. Se sentía bien. Tan bien como no recordaba haberse sentido desde hacía años. En algún momento, entre el bistec de vacuno argentino enlatado y las natillas, Arthur alargó la mano sobre el mantel y la posó sobre la de ella.
—Nunca te había visto reír tanto —le dijo con voz modulada—. Celebro que parezcas feliz.
Ella no retiró la mano, pero su sonrisa se mitigó.
—¡Es que soy feliz! —murmuró, posando la mirada sobre el minúsculo
bouquet
floral que adornaba la mesa.
—Lamento que nos hayamos conocido en medio de esta miseria —continuó Arthur con un gesto que abarcaba tanto el restaurante como el mundo de fuera, las ruinas, el miedo, el frío, el hambre, la incertidumbre de cada día.
—¿Qué importa? —replicó ella—. La felicidad es especialmente valiosa cuando nace en las peores condiciones.
Retiró la mano suavemente. Él entonces cogió su copa. Estaba vacía pero la levantó y apuró las últimas gotas de vino.
—Tú... ¿no estás casado?
—¿Lo dices por esto? —preguntó él, mostrando la alianza de su dedo anular. Se sonrió tristemente—. No, no estoy casado. Lo estuve. Mi mujer murió en 1940, en uno de los primeros bombardeos.
Se había puesto triste. Ahora fue Therese la que le cogió la mano.
—Lo siento.
Él asintió.
Conversaron todavía otro rato, después Arthur pagó la cuenta y salieron. Había oscurecido totalmente, la calle estaba desierta, comenzaba a subir la bruma del Támesis. A lo lejos cruzó un policía enfundado en su capote, con la breve línea amarilla de una linterna sorda en la mano. Pasearon a lo largo de Denver Road y cruzaron Westgate. El monumento de la galería central estaba sepultado bajo una mastaba de sacos terreros.
Comenzó a caer una lluvia fina. Therese se estremeció y dijo: «Hace un poco de frío.» Él le echó un brazo por el hombro y la cobijó con su corpulencia. Era agradable sentirse al amparo de aquel hombre fuerte y noble que cuatro años después de la muerte de su esposa aún llevaba el anillo de casado.
Deambularon en silencio durante un rato. Al llegar a la esquina de Friars, Arthur se detuvo, la tomó delicadamente de la cintura y la besó. Después de una breve vacilación, Therese correspondió al beso; primero, delicadamente, en la flor de los labios, luego de manera apasionada, introduciendo la lengua mientras se estrechaban con fuerza entre los muslos abiertos invitadoramente. Se separaron para proseguir el paseo, abrazados. Ella sintió un sofoco de emoción en el pecho bajo la protección del brazo fuerte que la cobijaba. Quería gritar.
—Arthur, ¿puedo pedirte algo?
—Claro.
Ella se detuvo y lo miró a los ojos.
—Que te quites esa alianza; que sepultes el pasado; que olvides el dolor.
Arthur se humedeció el dedo con saliva, se sacó el anillo y se lo guardó en el bolsillo.
Esa noche la pasaron juntos en el hotel Bristol, en Park Road. Su primer encuentro sexual no fue completamente satisfactorio. Therese no había previsto que las cosas se desarrollaran tan rápidamente y en lugar de las bragas de satén rosa, con un pequeño volantito en la cintura, que reservaba para las ocasiones en que debía aparecer deslumbrante, llevaba unas calzas monjiles nada estimulantes. En cuanto llegaron a la habitación, después del primer beso junto a la puerta cerrada con llave, Arthur intentó introducir la mano bajo la falda pero ella lo detuvo.
—Tranquilo, amor, tenemos mucho tiempo. Sé bueno y métete en la cama mientras yo me preparo en el baño.
Mientras Therese practicaba sus abluciones, Arthur apartó un poco la cama del muro, para que la refriega amorosa fuera menos notoria en la habitación paredaña, se desnudó rápidamente, tiró la ropa de cualquier manera sobre una calzadora, y se metió en la cama. Se palpó el sexo erecto y duro como un hueso. En el baño comenzó a sonar el grifo de la bañera completamente abierto, aunque insuficiente para disimular la descarga de la cisterna del retrete. Therese abrió la puerta diez centímetros para suplicar, en su registro más mimoso:
—Amor, apaga la luz, por favor.
Arthur sonrió y apagó la luz, aunque por las rendijas de la ventana se filtraba un poco de luz del exterior. La sombra de Therese cruzó velozmente la alcoba para cobijarse bajo las sábanas. Su cuerpo olía a lavanda y a espliego; detrás de las orejas y entre las clavículas, a perfume francés. Arthur recorrió ansiosamente los pechos grávidos y frutales que se le ofrecían, primero con las manos, después con la lengua y con los labios, con pequeños mordisquitos en los pezones cuyos botones habían crecido hasta alcanzar gran tamaño y consistencia. Ella se dejaba hacer, gemía de placer, acariciaba el pelo ondulado del aviador y le susurraba al oído: «Despacio, calma, despacio»...
La erección estaba en su cénit, el miembro duro y tirante dentro de la funda insuficiente de la piel. Arthur puso un muslo encima de Therese, dispuesto a montarla, ella se acomodó para recibirlo, con los suyos abiertos, alzando ligeramente el pubis... Entonces ocurrió. Él eyaculó largamente, en espesos borbotones, sobre el vientre femenino, ante las puertas.
—¡Dios mío, qué torpe soy! —se lamentó amargamente—. Puedo asegurarte que no me ocurre a menudo: son los nervios.
Ella le acarició la barbilla y Arthur vio cómo brillaban sus dientes mientras sonreía en la oscuridad de la habitación.
—No tiene importancia, amor.
Se levantó para lavarse, con tan mala fortuna que arrastró el cordón y estrelló contra el suelo la lámpara de la mesita de noche. Arthur se precipitó para ayudarla y se hirió un pie con los vidrios rotos. Tuvieron que pedir gasas y alcohol, que el recepcionista subió personalmente. Arthur lo recibió con la puerta entreabierta y le entregó una propina. El recepcionista se permitió un guiño cómplice:
—Me temo, señor, que las mujeres de ahora no son tan resistentes como las de antes.
El resto de la noche la pasaron tranquilos, acariciándose y besándose, hablando en susurros, haciendo proyectos, contándose la vida, excepto los secretos que cada cual esconde.
Por la mañana, con las primeras luces del alba, volvieron a intentarlo. Esta vez fue plenamente satisfactorio, un orgasmo simultáneo, devastador, que los dejó desmadejados y sumidos en una agradable modorra hasta la hora del desayuno. Después de desayunar, con la cama llena de migajas, se amaron nuevamente y repitieron dos veces más antes de levantarse.
Sobre las doce abandonaron el hotel, escocidos y felices.
París
El Excelsior era un hotel de principios de siglo, de cinco plantas, con tejado de pizarra inclinado, ricos salones de cornisas doradas y enormes lámparas de cristal. Los altos techos de sus salones estaban decorados con frescos
belle époque
y los artísticos balcones de fundición de sus habitaciones se asomaban a una de las vistas más bellas de París, el Sena, la île de la Cité y el mercado de libros y flores entre el Petit Pont y el Pont du Double. La guerra lo había convertido en uno de los hoteles preferidos de los oficiales alemanes, lo que había ahuyentado a la clientela fija de adinerados rentistas que tuvo antes de la guerra, pero había atraído a los peces gordos del estraperlo que buscaban codearse con los boches, especialmente si eran altos oficiales de intendencia con los que se pudieran hacer buenos negocios.
Los integrantes de la Operación Jericó ocuparon cinco habitaciones de la cuarta planta, la de Zumel con baño propio, que se pudiera cerrar con llave y convertirla en calabozo de lujo. Desde el balcón había una caída de veinticinco metros, la fuga era imposible mediante sábanas anudadas, pero, no obstante, para evitar un posible suicidio instalaron una fuerte reja de hierro.
Los primeros días los consagraron a construir el Arca. En la comandancia regional localizaron a un excelente ebanista, Pierre de la Fontaine, antiguo jefe del equipo de carpintería del palacio de Versalles, que llevaba los cuatro años de guerra haciendo muebles caros para los jerarcas alemanes con destino en París. Conseguir la necesaria madera de acacia no constituyó problema alguno. El ebanista hizo sus consultas por teléfono e informó al asistente Kolb:
—Cabo, me han dicho que en el bulevar Haussmann hay un despacho de madera de acacia que perteneció a monsieur Ribonet, el fabricante de cuchillas de afeitar.
Media hora más tarde, una patrulla alemana registraba la casa del industrial y requisaba un despacho artísticamente tallado, además de los paneles que forraban las paredes. La viuda de monsieur Ribonet tuvo que conformarse con un recibo y una vaga promesa de restitución.
—Guarde ese recibo, señora, y reclame el despacho cuando termine la guerra.
Al día siguiente, monsieur De la Fontaine comenzó a construir el Arca siguiendo las detalladas instrucciones de Zumel:
—Un cofre rectangular de dos codos y medio de largo, uno y medio de ancho y uno y medio de alto. No debe usar clavos.
—Pues, ¿cómo lo sostengo?
—Con púas de la misma madera de acacia, cruzadas para que no sea necesario encolarlas, ¿sabrá hacerlo?
—Sí, señor. Llevo toda la vida restaurando muebles antiguos hechos con cuñas.
El carpintero terminó su trabajo al día siguiente por la tarde. Era una arca sólida, de tablas bien cepilladas, sin nudos, un armazón fragante.