Read Las trompetas de Jericó Online
Authors: Nicholas Wilcox
En aquel preciso instante, las sirenas comenzaron a aullar. Alarma aérea. Hacía unas semanas que algunos escuadrones de Heinkel alemanes se aventuraban Támesis arriba para bombardear las zonas portuarias de Londres. En la calle desierta, la mujer de la gabardina se había detenido y miraba a un lado y a otro, orientándose sobre la dirección del refugio antiaéreo más próximo. Arthur Walhead se dirigió a ella:
—¡Señora, por favor, venga por aquí!
Ella se dejó guiar. Descendieron tres tramos de escaleras mezclados con la turba de funcionarios que bajaban ordenadamente de los pisos superiores, muchos de ellos con el bolso de lona con el kit de supervivencia que facilitaba Defensa Civil, algunos, los más fieles observadores de las normas, incluso con la cabeza protegida con un casco de acero.
El refugio consistía en una serie de bóvedas de cemento con bancos corridos a lo largo de la pared. Se sentaron juntos y se presentaron:
—Arthur Walhead, de la RAF.
—Therese Fletcher.
Luego no era francesa.
—¿Vive usted por aquí cerca?
—No, es que trabajo en el Ministerio del Interior.
—Ya veo, una destructora de jardines —dijo Arthur con cierta sorna.
Una de las funciones del Ministerio del Interior consistía en habilitar zonas agrícolas en los jardines sustituyendo rosales por repollos.
Therese se rió con ganas
—En realidad mi trabajo es menos destructivo. Leo la prensa enemiga y redacto informes sobre el ambiente y la moral en Europa. Leyendo entre líneas se pueden adivinar las debilidades del enemigo. Los analistas del Estado Mayor prefieren que ese trabajo lo hagamos las mujeres. Somos más intuitivas. Aparte de eso, dos tardes a la semana, en mis horas libres, trabajo en el hospital de Sainte Agnes como traductora, con los pacientes continentales que no saben inglés; polacos, franceses, judíos alemanes y todo eso.
—¿Y usted conoce todos esos idiomas? —preguntó Arthur con auténtica admiración.
—Todos, no: solamente algunos —sonrió ella, restándole importancia. Se quitó el pañuelo de la cabeza y una cascada de cabellos rubios se desplomó sobre sus hombros. Era una mujer muy hermosa. Arthur calculó que rondaría los cuarenta. Se sorprendió deseándola e imaginándose a solas con ella en aquella cueva inhóspita, consolándola. Ella sonreía de un modo enigmático, quizá le había adivinado el pensamiento. Luego dirigió la mirada al techo y dijo—: Bien, vamos a ver si hay suerte hoy.
Las sirenas enmudecieron porque sus servidores habían corrido también a los refugios. En el subterráneo se hizo un silencio sepulcral sólo perturbado por alguna tos apagada. Las distantes luces rojas iluminaban unos rostros febriles, inmóviles como estatuas, que miraban al techo. Con un sordo rumor, las bombas comenzaron a estallar a lo lejos. La gente contaba los impactos y calculaba la distancia por el tiempo que transcurría entre el sonido apagado de la explosión y su vibración.
Arthur dejó de mirar al techo y descubrió que ella lo estaba observando con interés. Quizá había reparado en el cuello de su camisa algo raído. Sintió necesidad de decirle que vivía solo, que su esposa había muerto tres años atrás en uno de los primeros bombardeos, que desde entonces no se había acostado con ninguna mujer; que no había conocido a ninguna mujer como ella, pero permaneció en silencio. Como otras veces, temía que lo pudieran malinterpretar. Le horrorizaba la idea de salir a buscar mujeres como hacían los militares de permiso. De hecho, no había podido olvidar a Helen, y todavía lloraba algunas noches recordándola, cuando se acostaba derrengado en una habitación de la residencia de oficiales de Regent Street, a un paso de las Oficinas Subterráneas. Quizá era más sentimental de lo que estaba dispuesto a admitir. Aunque él lo atribuía a la tensión de la guerra.
El bombardeo se prolongó durante unos minutos más. Después se encendió una luz verde en la entrada del subterráneo. Fin de la alarma. La gente comenzó a abandonar el refugio charlando animadamente. Arthur y Therese subieron los tres tramos de escaleras en silencio. La acompañó hasta la puerta exterior.
—Muchas gracias por la compañía —dijo ella, tendiéndole una mano.
Él dejó que se alejara el ruido de la campanilla frenética de un camión de bomberos y respondió:
—Ha sido un placer conocerla, Therese. Quizá volvamos a vernos algún día: somos casi vecinos.
—Quizá.
Se estrecharon la mano y él la contempló alejarse acera adelante. Era una mujer muy hermosa.
El Martin negro del Ministerio de Defensa, con los faros provistos de carpetas de oscurecimiento, recorrió las nueve millas que separaban Hambroke Mannor del aeródromo de Pinkton y depositó a su pasajero ante la escalinata de la mansión. Un solícito mayordomo abrió la portezuela y condujo al invitado ante el primer ministro, mientras dos criados se hacían cargo del equipaje.
La casa distaba mucho de ser una tranquila residencia campestre. Por el pasillo circulaban burócratas uniformados con papeles en las manos. Pegados a la pared corrían haces de cables telefónicos que conectaban con el mundo la improvisada centralita de la mansión. Churchill, el viejo león inglés, mantenía un ojo abierto incluso cuando se retiraba a descansar en la paz de su madriguera de Hambroke Mannor.
El mayordomo golpeó discretamente la puerta antes de abrirla y anunció:
—Sir Patrick O'Neill.
Churchill, parapetado detrás de una mesa abrumada de carpetas, atendía a sir Stewart Menzies, el director de SIS. El premier tenía el puro en la boca y el escaso pelo despeinado. Se levantó sonriente para recibir al visitante.
El recién llegado estrechó las manos de los dos hombres.
—¿Qué tal, Winston? ¿Qué tal, Squiff?
«Squiff» era el apodo de Menzies en Eton, el exclusivo colegio donde los tres habían sido compañeros de aula. Medio siglo después, la vida volvía a reunirlos.
—Patrick, viejo amigo, te agradezco tu visita —dijo Churchill—. ¿Has tenido un buen viaje?
—Un vuelo tranquilo.
—Lo celebro. ¿Qué tal va tu pierna?
O'Neill hizo un gesto de resignación y mostró el bastón con empuñadura de plata en el que se apoyaba.
Al otro lado del antiguo salón de baile había un enorme sofá de cuero y varios sillones. Tomaron asiento los tres.
Churchill descolgó un teléfono y solicitó tres whiskis con soda. Conversaron distendidamente de los días de Eton, y cuando el criado que sirvió las bebidas se marchó, el premier fue directamente al grano.
—Hay un asunto que nos está causando ciertos problemas, Patrick.
—Puede ser una tontería —advirtió Menzies—, pero si nuestro vecino Adolfo se lo toma en serio, nosotros también debemos hacerlo.
Ciertamente, no había sido ésta la opinión del primer ministro dos días antes, cuando el informe de Menzies sugirió que la Operación Jericó no se refería a la bomba atómica, como temían los aliados, sino a la utilización mágica de dos antiguas piedras judías halladas en Túnez. Pero cuando Churchill decidió que había que olvidarse del asunto, Menzies insistió:
—Winston, te recuerdo que desde que supimos que Hitler y sus jerarcas tienen en cuenta el aspecto de la carta astrológica para tomar sus decisiones militares, nuestro servicio mantiene un astrólogo en nómina. De sus observaciones inferimos las de los astrólogos de Hitler y este conocimiento nos ayuda a calcular los momentos en los que se muestra agresivo, que son cuando cree que la suerte de los astros está de su parte.
Churchill, enfadado, mordisqueó el puro, pero tuvo que reconocer que Menzies tenía razón.
—Está bien —suspiró—, pero, por Dios santo, que no trascienda que en plena guerra gastamos parte de nuestros recursos en el seguimiento de dos piedras mágicas, o no volveremos a ganar unas elecciones en quinientos años.
Dos días después, Churchill seguía dudoso, pero, de todos modos, había telefoneado personalmente a sir Patrick O'Neill, y había enviado un avión Lysander de la RAF a recogerlo.
—Estupendo tu desciframiento del mensaje de Madrid —alabó—. Deberías trabajar en la Escuela Gubernamental de Códigos y Cifras.
—Debería estar en algún lugar más movido —reconoció O'Neill con pesar—, y ten por seguro que lo estaría si no fuera por esta maldita pierna.
Churchill compuso un gesto comprensivo.
—Te he llamado porque tengo un problema algo mayor que una simple jaqueca —se sinceró.
O'Neill apreció el chiste. Los O'Neill curaban las jaquecas imponiendo las manos, una facultad que se transmitía de primogénito en primogénito desde los tiempos del rey Alfredo.
—Supongo que es una cuestión de autosugestión. El que se hace imponer las manos cree que su dolor se aliviará.
—En Eton se murmuraba que los O'Neill habíais heredado esa gracia de los templarios.
En los días de Eton, Churchill había pasado algún fin de semana invitado en el castillo de los O'Neill, en Kilmartin. En la escalinata de la mansión, entre viejos óleos que representaban antepasados, había un extraño escudo de armas: una cruz potenzada con un cáliz en el centro y la leyenda:
Je garde le sang real,
guardo la sangre real. «Una antigua leyenda —explicó O'Neill padre a su joven invitado— sostiene que el primer conde de O'Neill heredó el Santo Grial, el cáliz en el que José de Arimatea recogió la sangre de Cristo.» La cruz templaria en el centro del escudo mostraba la vinculación de la familia con la orden.
—¿Conoces a un judío alemán llamado Zumel Gerlem?
El nombre pareció sorprender a O'Neill.
—Claro que lo conozco. O mejor dicho, sé quién es, aunque no lo conozca personalmente. Mi padre y el suyo fueron miembros de la logia los Doce Apóstoles a principios de siglo. ¿Qué ha sido de él?
—Los alemanes lo tienen en París. Está colaborando con ellos en el desciframiento de los
tabotat.
—¿Colaborando con los nazis? Resulta difícil de creer.
—No tiene otra opción. Retienen a su hijo en un campo de concentración.
O'Neill comprendió.
—Lo siento por él. Creo que, al igual que su padre, es un hombre de mucho mérito y uno de los cabalistas más expertos que existen.
—Lo sabemos. Y un experto en templarios. Por eso vamos a necesitar tu ayuda. Queremos ponernos en contacto con él y dirigir su trabajo.
O'Neill comprendió.
Churchill intercambió una rápida mirada con Menzies, cediéndole la palabra.
—Ahora —dijo Menzies—, creo que debemos hacerte una pregunta que quizá te resulte difícil de contestar. Los alemanes están buscando una fórmula sagrada que despierta el poder del Arca de la Alianza. El trabajo de Zumel consiste en encontrarla. Por nuestra parte, tenemos indicios de que tu familia podría poseer esa fórmula. Si es cierto, te ruego que nos lo digas. Es urgente que sepamos cómo funciona todo esto para diseñar nuestra estrategia.
O'Neill abandonó su asiento y se encaminó cojeando hasta una ventana de cristales emplomados desde la que se contemplaba el jardín posterior de la mansión. Un jardinero con mono azul rastrillaba el césped recién cortado. Lejos, detrás de un seto, un centinela vigilaba el campo con la metralleta bajo el brazo. El cielo estaba azul. Sobre los parterres de flores pegados al muro revoloteaban los insectos. La vida continuaba su curso, pero lejos de esta idílica escena había una guerra, la gente moría, se despedazaba en el campo de batalla, expiraba bajo los aludes de metralla y los escombros de los bombardeos. Era la humanidad doliente que los templarios, un día, habían soñado redimir. Quizá el mundo se había vuelto más loco que nunca, pero el ideal de los templarios continuaba vigente. O'Neill se volvió hacia sus antiguos camaradas.
—Hace seis siglos, el rey de Francia y el papa decretaron el exterminio de los templarios. Poco antes de que los apresaran, una flota templaria compuesta por dieciocho navios zarpó de La Rochele y se perdió en el mar. Las naves bordearon Irlanda y vinieron a refugiarse en Kimbry y Castle Swim, cerca del castillo de mi familia. Años después, el 24 de junio de 1314, en la batalla de Bannockburn, Robert Bruce, rey de Escocia, derrotó a Eduardo II de Inglaterra, yerno de Felipe el Hermoso de Francia. Los templarios huidos de Francia combatieron al lado de Bruce como caballeros de la Orden de San Andrés del Cardo. San Andrés es, en realidad, Eliazar, o sea Lázaro, el resucitado, porque la orden templaria resucitó en Escocia. Desde el siglo XVI encabeza la masonería jacobita o estuardista; después, en 1593, Jacobo VI de Escocia fundó la Rosa Cruz, con treinta y dos caballeros de San Andrés del Cardo, y la orden se diluyó en varios grupos masónicos que crearon una selva de rituales y una maraña de extrañas mistificaciones.
Regresó a su asiento, tomó un sorbo de whisky y prosiguió:
—El primer O'Neill acogió en Kilmartin a los templarios refugiados. En agradecimiento lo nombraron Custodio de la Sangre, un puesto elevado de su orden secreta.
—Supongo que se refiere al Santo Grial —aventuró Churchill—. ¿Conserváis todavía el relicario?
—No, no es más que una leyenda para justificar las armas familiares, supongo.
Churchill miró distraídamente hacia la ventana. Su día de descanso, aunque no había descansado en absoluto, iba de vencida. Reprimió un bostezo de cansancio y miró a Menzies, indeciso.
—Patrick... ¿por qué se interesan los alemanes por todo esto?
O'Neill comprendió que Churchill estaba abrumado por multitud de problemas y que no sabía qué importancia otorgar a este último.
—Los jerarcas nazis comparten la mentalidad fantasiosa de la clase media alemana de la que proceden. Desde el siglo XVIII se ha asociado a los templarios con el ocultismo. Se ha rodeado a los templarios de una aureola romántica al considerarlos las víctimas del despotismo y la arbitrariedad de los gobernantes. Los románticos inventaron muchos mitos templarios absolutamente falsos y algunas logias masónicas, no menos pintorescas, que reclamaban la supuesta herencia templaria para proveerse de un origen ilustre. Ritos, arquitectura y todo un arsenal esotérico.
—¿Y no hay nada de cierto entonces?
—Ni una pizca de verdad.
—¿Por qué creen esas fantasías los alemanes?
O'Neill se encogió de hombros.
—Quizá porque los bárbaros del norte son muy soñadores; quizá porque son proclives a la lucubración mística; quizá por su inclinación a lo mágico y a las óperas de Wagner.
—Pues ahora esos pirados tienen las piedras del Arca de la Alianza.