Read Las trompetas de Jericó Online
Authors: Nicholas Wilcox
—El verdadero poder, el que no teme nada, es compasivo —dijo el judío.
—¿Alguien que haya tenido poder ha intentado ser compasivo?
—Salomón lo fue. Y algunos imitadores de Salomón.
—¿Quiénes?
—Esos templarios, cuyas huellas seguimos. Para ellos y para algunas sectas orientales, el poder debe ser un amor que impone las exigencias de la justicia. En eso consistía la sinarquía que buscaron los templarios. Entonces, como ahora, el mundo estaba desgarrado por las guerras. Los templarios idearon un plan para restablecer la armonía, un gobierno mundial que impusiese la justicia y la compasión sin hacer distinciones entre cristianos, musulmanes y judíos, el regreso a la Edad de Oro. Creían que las razas y las familias pertenecen a un grupo común.
—Una visión pueril.
—No, Herr Kessler —replicó Zumel. En la oscuridad su voz sonaba como la de un anciano—. Lo cruelmente pueril es incendiar el mundo en nombre de una simplificación que reduce la complejidad de la humanidad a una lucha entre una raza superior que debe aniquilar a otras inferiores para alcanzar su destino. Yo soy mayor que usted. En veinte años de vida universitaria he asistido al surgimiento de la mediocridad y al entronizamiento de la mentira. Yo he visto incubarse el huevo de la serpiente en mi querida Alemania. Ahora la serpiente nos está devorando a todos.
Von Kessler bebió un largo trago de la botella.
—La serpiente nos devorará a todos —repitió reflexivamente.
Londres
Sir Stewart Menzies, director del SIS, el Servicio de Inteligencia británico, cebó cuidadosamente su pipa de brezo con tabaco holandés, la prendió con un mechero de plata y exhaló una nube de humo blanco hacia la alta estantería de ébano, en la que se alineaba la colección completa del
Diario del Almirantazgo
encuadernado en piel de ternera. Así comenzaba la rutinaria reunión semanal para examinar los casos pendientes. Arrellanados en sendos sillones de cuero estaban Robert Hood, jefe de Contraespionaje y Andrew Burton-Peer, jefe de Operaciones Encubiertas. Menzies le echó un nuevo vistazo al folio que tenía sobre la mesa, carraspeó ligeramente y dijo:
—Hace una semana un ciudadano español se presentó en nuestra embajada de Madrid y le dio un sobre al guardia que vigila la puerta. Dijo que contenía un mensaje de un judío al que los alemanes llevaban prisionero. El guardia cree que estaba asustado. —Sir Stewart Menzies dio una chupada a la pipa y proyectó un nuevo sahumerio hacia los venerables
Diarios del Almirantazgo
—. Al día siguiente recibimos otra copia del mismo mensaje enviada por nuestro agente Flor de Lis, lo que nos indujo a pensar que pudiera tratarse de un asunto genuino.
Los tres hombres sabían que Flor de Lis era el nombre en clave de un funcionario menor de la Nunciatura Apostólica en Madrid, la embajada vaticana en España.
—Por Flor de Lis sabemos que un ciudadano alemán entregó una copia del mensaje, exactamente igual a la nuestra, a un sacerdote español, que lo hizo llegar a su obispo, quien a su vez lo transmitió al nuncio en Madrid. El nuncio lo ha enviado con suma urgencia a la Secretaría de Estado vaticana. —Dio una nueva calada, aspiró distraídamente el humo y prosiguió—: Dos días después, otro ciudadano español, el chófer de una agencia de alquiler de automóviles, solicitó hablar con algún funcionario de nuestra embajada y le entregó un mensaje idéntico a los anteriores. Al parecer, se lo había entregado un judío llamado Zumel al que los alemanes llevaban preso para buscar cierta inscripción en el sur de España.
Se relajó, dio dos o tres chupadas cortas a la pipa, que amenazaba con extinguirse, la avivó, exhaló dos chorros de humo por los orificios nasales y prosiguió:
—Podríamos pensar que se trata de un pirado. El mundo está lleno de pirados, después de todo. Sin embargo, dos días antes habíamos interceptado un mensaje cifrado del agente de la Abwehr en Madrid, en el que daba cuenta de la llegada de la expedición Jericó.
—Jericó... —dijo Hood—. ¿De qué nos suena ese nombre?
—Nos suena del mensaje del embajador japonés en Berlín que nuestros primos americanos interceptaron hace quince días, un asunto que Churchill ha declarado de prioridad absoluta.
—¿Sabemos lo que contienen los mensajes del judío?
—No, no lo sabemos. Son en realidad copias de un mismo mensaje excepcionalmente breve y parece estar escrito en un tipo de cifra desconocido.
Les mostró una cuartilla en la que podían ver estos signos:
—¿No puede tratarse de una trampa alemana? —preguntó Hood.
Sir Stewart Menzies se quedó un momento pensativo con la pipa entre los dientes.
—Desde luego que podría tratarse de un engaño alemán. Madrid está infestado de agentes alemanes. No obstante, no debemos descartar que el asunto esté vinculado con esa Operación Jericó que tanto nos interesa.
—Si el Vaticano se interesa por el caso, es evidente que se trata de un asunto de importancia —añadió Burton-Peer.
—Para saber si la manzana es buena hay que hincarle el diente —dijo Menzies—. Es posible que no se altere el curso de la guerra si arrugamos el papel y lo tiramos a la papelera, pero creo que su posible vinculación con la Operación Jericó nos obliga a que, al menos, intentemos leer lo que dice.
Los otros dos estuvieron de acuerdo.
—Que Riggulsford lleve este mensaje a los gansos que ponen huevos de oro y nunca cacarean —sentenció Menzies.
Los gansos de los huevos de oro eran, en la jerga del SIS, los descifradores del Departamento de Criptografía del ejército británico o Escuela Gubernamental de Códigos y Cifras, más conocida como Bletchley Park, por el lugar donde se ubicaba. En una ocasión, Churchill había visitado Bletchley Park para subirle la moral a sus habitantes y se le ocurrió compararlos con «los gansos de los huevos de oro», los míticos animales que alertaron a Roma con sus graznidos cuando los celtas intentaban invadirla. Desde entonces, los de Bletchley Park estaban orgullosos de ser los gansos de Inglaterra.
El edificio principal de Bletchley Park era una mansión victoriana en estilo neogótico en la que el gobierno había hospedado a los matemáticos, a los ajedrecistas, a los crucigramistas más hábiles del reino. A medida que la guerra se prolongaba, la importancia de la criptografía fue en aumento y la mansión se quedó pequeña, por lo que hubo que instalar en sus jardines una serie de barracones auxiliares.
Dos horas después de la reunión del SIS, a mediodía, el comandante Alistair Denniston, jefe de servicio de Bletchley Park, recibió en su despacho a Philip Riggulsford, el enviado del SIS. Al otro lado de la ventana, en el césped que rodeaba la mansión, los miembros más jóvenes de la colonia aprovechaban el descanso del almuerzo para jugar
rounders,
una especie de béisbol.
—El mensaje se nos resiste —admitió Denniston, yendo directamente al grano—. ¿Están ustedes seguros de que contiene algo, de que no es una tomadura de pelo?
Riggulsford se encogió de hombros.
—Llegó en circunstancias un tanto insólitas, pero no tenemos manera de saber si es auténtico. Por eso queremos descifrarlo.
Denniston abrió una puerta lateral y mostró a Riggulsford el antiguo gabinete de fumadores de la mansión, una sala de considerables proporciones. Los paisajes japoneses de la decoración original estaban completamente cubiertos con tablones de madera de los que pendían racimos de cintas de papel con minuciosas cifras.
—Éstos son los mensajes interceptados, todavía sin descifrar, que van remitiendo las distintas salas de Bletchley. Llegan constantemente, a cientos, todos con la categoría de «Muy Urgente». El suyo ha pasado por los barracones 8, 3 y 4, le han aplicado distintas técnicas y no han conseguido descifrarlo. Sospechamos que sea un galimatías sin sentido, quizá una nueva estrategia alemana para confundirnos. Tenga en cuenta que nuestros descifradores trabajan contrarreloj. Los alemanes usan una máquina codificadora llamada Enigma cuyas claves cambian diariamente. Esto nos obliga a averiguar la clave del día antes de comenzar a descifrar sus mensajes, lo que, a veces, lleva horas. Mientras tanto, la guerra continúa y nuestras fuerzas no pueden prever los ataques, ni los bombardeos, ni los movimientos de tropas, ni las órdenes que reciben los submarinos. Cada minuto es precioso. No tenemos tiempo para acertijos. La clave de este mensaje es desconocida, son ángulos y puntos que incluso sometidos a identificaciones alfabéticas sólo conducen a un galimatías absurdo.
—¿Lo ha visto Turing?
Denniston se sobresaltó.
—¿Quién le ha hablado de Turing?
—Comandante, le recuerdo que pertenezco al SIS —dijo Riggulsford con una amable sonrisa—. Nuestro oficio consiste en estar informados. Por eso sabemos que en alguna parte de esta casa guarda a un verdadero mago de los códigos secretos llamado Alan Turing, un tipo que cuando estaba en la escuela primaria derrotaba a profesores de universidad en certámenes matemáticos.
—Turing no está disponible —informó secamente Denniston—. Nuestro mejor criptoanalista trabaja para descifrar las claves de la armada alemana que utilizan un codificador especialmente complejo. No puedo distraerlo ni un minuto para atender esta tontería.
—Me temo que tendrá que hacer una excepción —repuso Riggulsford—. ¿Me permite usar su teléfono?
Denniston, hostil, le señaló el aparato con un gesto. Riggulsford solicitó a la centralita que lo comunicaran con una línea prioritaria de las Salas Subterráneas de la Guerra, en Londres. Un minuto después tenía al otro lado de la línea a sir Hastings Ismay, jefe del Estado Mayor de Churchill, y le pasaba el teléfono a Denniston.
—¿Comandante Denniston?
—Al aparato.
—Soy el coronel Ismay. El desciframiento de ese mensaje constituye una prioridad absoluta. Le ordeno que ponga inmediatamente en ello a ese criptógrafo infalible que tienen ahí. Lo necesito para hoy.
—A sus órdenes, señor.
Había poco que discutir. Denniston pulsó un intercomunicador y ordenó: «Fletcher, tráigame al señor Alan Turing.»
Se hizo un silencio desagradable. La cordialidad entre los dos hombres había desaparecido. Por fortuna, antes de un minuto sonaron unos golpes en la puerta y apareció un gordito pálido, de ojos lánguidos, con una chaqueta de
tweed
demasiado ancha y corbata de pajarita.
—¿Crees que podrías descifrar esto, Alan? —dijo Denniston, tendiéndole el folio—. Ya lo han intentado en las barracas, infructuosamente.
Alan Turing sonrió, tomó el mensaje, se sentó y se enfrascó en su estudio. «Moja la manzana en la poción —canturreó—, que la muerte durmiente penetre en la poción.»
—¿Eso dice? —se extrañó el agente del SIS.
—No, perdone, señor, estaba cantando —respondió Turing—. ¿Ha visto usted la película
Blancanieves y los siete enanitos?
—Desde luego que no —respondió el interpelado, lanzando una mirada de alarma a Denniston, que sonrió cruelmente—. Es una película infantil.
—Es una cancioncilla de esa película —aclaró Turing—, cuando la bruja mala envenena a Blancanieves. Me gusta.
Haber visto aquella película más de treinta veces era una de las numerosas excentricidades del genio matemático. Mientras se concentraba en el análisis de un texto cifrado, Turing canturreaba su tema musical favorito.
Turing sacó un cuaderno e hizo una serie de anotaciones a partir de la nota cifrada. Al cabo de unos minutos se incorporó, emitió un suspiro y dijo:
—Es una cifra medieval.
—¿Una cifra medieval?
—Sí, un sistema cifrado que usaron los templarios. Hace mucho tiempo que dejó de emplearse.
—¿Puede usted leerla? —preguntó el visitante.
—Puedo intentarlo.
—Inténtelo, por favor.
—Se basa en un dibujo sobre el que se distribuyen las letras —explicó Turing mientras trazaba en su cuaderno una cruz templaría y asignaba letras a distintos ángulos interiores o exteriores.
LETRAS
LETRA «U»
NÚMEROS