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Authors: Nicholas Wilcox

Las trompetas de Jericó (16 page)

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CERO

DOS

—Es una antigua cifra monoalfabética, la cifra Pigpen. Con algunas variantes, la utilizaron los masones hasta el siglo XVIII.

Turing ordenó el texto descifrado, pero resultaba ininteligible.

—¿Qué significa eso? —preguntó Riggulsford.

—Puede ser un idioma extraño.

—¿Podría ser hebreo? —sugirió el oficial del SIS—. El hombre que lo escribió es judío.

—Si es judío, y evidentemente un judío muy culto, puesto que conocía la cifra secreta templaria, podría haber cifrado el texto resultante una segunda vez, para mayor seguridad, por medio del Notarikon.

—¿El Notarikon? —se extrañó Riggulsford—. ¿Qué es eso?

—Un procedimiento cabalístico. Consiste en desglosar una palabra en varias, formar una nueva a partir de otras o bien tomar las letras que la componen como iniciales de otros nombres. Se ajusta a la lista de las 32 Middot o reglas de interpretación hermenéutica de Rabbi Eliezer.

El hombre del SIS suspiró.

—¡Esto es increíble! Ese tipo se juega la vida al hacernos llegar este mensaje y resulta que lo ha cifrado de manera tan impenetrable que ni él mismo podría leerlo.

—Tenía que protegerse de los alemanes, ¿no? —preguntó Turing con la mayor candidez.

—Supongo que sí.

—Una cifra que sólo puede leer un judío dedicado a la mística judía —dedujo Turing—. Nuestro amigo ha supuesto que en Alemania no quedarían muchos judíos dispuestos a ayudar a los nazis.

—En eso hay que darle la razón. Será más fácil encontrar a quien pueda descifrarlo en Inglaterra.

—Me temo que en Bletchley Park no podemos hacer nada más —dijo Denniston. Ahora, si lo permite, mister Turing debería volver a su trabajo.

Riggulsford asintió.

—Ha sido de gran utilidad —dijo al estrechar la mano del gordito—. Le prometo ver esa película,
Blancanieves,
en cuanto pueda.

—Le encantará.

20

Norte de Inglaterra

El bimotor de la RAF describió un amplio giro y descendió cabeceando hacia la pista de aterrizaje de Kirkintilloch. El único pasajero de la aeronave despertó y miró por la ventanilla. A través de la espesa niebla se adivinaban dos hileras de luces amarillentas que señalaban la pista.

—Un perfecto puré de guisantes para dejarse el culo —le oyó gritar al piloto a través del zumbido de los motores.

Andrew Burton-Peer, el jefe de Operaciones Encubiertas del SIS, cerró los ojos mientras aterrizaban. No le gustaba volar, pero Churchill lo había designado su mensajero personal para entregar una carta a sir Patrick O'Neill.

Un coche Rolls Phanthom con matrícula de la RAF lo esperaba. Tomó un té hirviendo en la cantina del aeródromo y prosiguió su viaje hasta el pueblecito de Kilmartin, atravesando Dumbarton y bordeando el lago Lomond y el Fyne. El castillo de sir Patrick O'Neill se alzaba sobre una colina boscosa que dominaba el pueblo. Remontaron una estrecha carretera adoquinada que serpeaba entre un bosque de añosos robles y castaños hasta que les cerró el paso una vetusta cancela de hierro pintada de negro, con las puntas de las lanzas en dorado, y la inscripción Kingblood Castle.

El chófer, un sargento de la RAF, se apeó y pulsó un timbre. Un criado acudió a abrir la puerta, para que pasara el coche y volvió a cerrarla. Un viejo mayordomo aguardaba al visitante en el apeadero de la mansión.

—Bienvenido a Kingblood Castle, señor. Sir Patrick O'Neill lo está esperando en el embarcadero. Tenga la bondad de acompañarme.

Burton-Peer siguió al mayordomo por un sendero lateral que discurría entre corpudos castaños y acacias.

—Sir Patrick está impedido de una pierna —explicó el anciano—, y se distrae pescando.

Al volver en un recodo del camino apareció un pequeño lago con un diminuto embarcadero. Un hombre con la cabeza cana vigilaba el anzuelo sentado en un banco.

—El caballero Burton-Peer, sir —anunció el mayordomo.

Sir Patrick O'Neill aseguró la caña y se levantó para estrechar la mano del visitante.

—Estaba esperándolo, mister Burton-Peer. Pug me telefoneó anoche para anunciarme su llegada.

Pug era el sobrenombre de sir Hasting Ismay, jefe del estado mayor de Churchill, en Eton, donde habían sido compañeros de colegio, cincuenta años atrás.

Cuando se quedaron solos le preguntó:

—Tengo entendido que lo envía el primer ministro.

—Así es, sir Patrick. Soy portador de esta carta —dijo, entregándosela.

—Siéntese, por favor.

O'Neill desgarró delicadamente el sobre y desdobló los tres folios que contenía. Los dos primeros eran la carta personal de Churchill a su antiguo compañero de las aulas de Eton, el tercero una copia del mensaje cifrado de Zumel, que O'Neill examinó durante unos minutos.

—En efecto, parece una vieja cifra templaria —declaró.

—Hemos podido transcribirla —dijo Burton-Peer—, pero cuando obtenemos los números no sabemos pasarlos a letras.

—Porque no sustituyen letras —dijo O'Neill—. En realidad remite a pasajes del texto sagrado.

—¿Del texto sagrado?

—De la Biblia. Más simple de lo que parece. Tenga la bondad de acompañarme.

Recogió la caña y regresaron al castillo. O'Neill cojeaba de la pierna izquierda a causa de una herida que nunca terminaba de cicatrizar.

La biblioteca del castillo era una sala amplia con tres ventanales abiertos a un jardín. Los muros estaban cubiertos de estanterías hasta el alto techo, con un pasillo de madera desde el que se alcanzaban los más elevados. En el centro había dos mesas iluminadas por sendas lámparas de estudio, alargadas y provistas de visera verde. O'Neill tomó asiento en uno de los sillones y examinó cuidadosamente el texto cifrado.

—En efecto, no se refiere a palabras sino a números —corroboró—. El desciframiento que ustedes hicieron es correcto.

—¿Números? ¿Y qué significan esos números?

—Tienen un significado cuando se relacionan con la Biblia. Es un sistema de doble cifra que usaron los templarios en Tierra Santa.

—¿Podríamos conocer el mensaje?

O'Neill abrió una vitrina, extrajo un viejo ejemplar de la Biblia, buscó una página determinada y se la señaló al correo de Churchill.

—Vea usted mismo. Las tres primeras cifras del mensaje son nueve, cuatro y veintidós. Eso significa el libro noveno, el capítulo cuarto y el versículo vigésimo segundo. Aquí lo tiene.

—«La gloria ha sido desterrada de Israel porque el Arca ha sido capturada» —leyó Burton-Peer—. El Arca, ¿qué Arca?

—Se refiere al Arca de la Alianza, cuando fue capturada por los filisteos, enemigos de Israel.

—Y las otras cifras, ¿qué indican?

O'Neill buscó en la Biblia.

—El 11 se refiere al Libro de Jeremías, según el canon hebreo, el 50 es el capítulo, el 4142 que sigue hay que descomponerlo en dos cifras de dos dígitos y señala los versículos 41 y 42. Léalos, si es tan amable.

Burton-Peer tomó el libro y leyó:

—«Mirad que un pueblo viene del norte, una gran nación y muchos reyes se despiertan en los confines de la tierra.»

—El gran pueblo del norte son los alemanes —interpretó O'Neill—, y esos muchos reyes son los aliados.

—«Arco y lanza blanden; crueles son y sin entrañas; su voz como la mar ruge» —terminó Burton-Peer—. No cabe duda: se refiere a los jodidos alemanes.

O'Neill contempló con aire abstraído uno de los cuadros que decoraban la estancia, una litografía de Fulton Thomas fechada en 1825 que representaba a los hebreos en el desierto portando el Arca de la Alianza. Con voz tranquila dijo:

—Creo que la interpretación no es difícil: el judío está usando una obsoleta cifra templaria para recordarnos la conexión de la tradición templaria con el Arca. Los templarios buscaron afanosamente el Arca de la Alianza en las ruinas del templo de Jerusalén, que el rey Balduino les concedió; después la siguieron buscando por todo Oriente hasta que dieron con ella en Etiopía y la consiguieron el año en que la orden fue suprimida. Creo que el judío nos está indicando que los alemanes tienen el Arca.

—¿Es posible?

—Es perfectamente posible. Hace cuatrocientos años, un templario llamado Vergino sacó de Etiopía los
tabotat
del Arca y los ocultó en Túnez.

—¿Los
tabotat
?

—Dos piedras o dos tablas de madera petrificada cubiertas de signos que constituyen la esencia del Arca. A partir de ellos, el Arca puede reconstruirse, puesto que sus medidas y disposición precisas aparecen en las Escrituras.

—¿Cree posible que los alemanes tengan los
tabotat
?

—¿Conquistaron Túnez, no? Dispusieron de varios meses para buscarlos. El mensaje parece indicarnos que tienen el Arca.

Londres

Aquella misma noche, después de la reunión del gabinete de guerra, Churchill invitó a Menzies a acompañarlo en su paseo diario.

—Hace una semana, un judío prisionero de los alemanes hizo llegar a nuestra embajada de Madrid un mensaje endiabladamente cifrado. Descartamos que fuera un chiflado porque al propio tiempo el mismo mensaje cayó en manos del Vaticano y nos pareció que le concedían mucha importancia.

—¿Y bien?

—Bletchley Park fracasó en el desciframiento, pero nuestro común amigo Patrick O'Neill lo ha descifrado satisfactoriamente.

—¿Ah, sí? —preguntó Churchill distraídamente.

—Parece algo descabellado, Winston, pero, al parecer, los nazis han encontrado el Arca de la Alianza.

—¿El Arca de la Alianza? ¿El Arca de la Alianza de los judíos?

—Eso parece.

—Pero ellos abominan de los judíos, ¿cómo es posible?

—Abominan de los judíos, pero están convencidos de que consiguieron los secretos mágicos de los antiguos egipcios, Moisés y el Arca de la Alianza.

—Bien, supongamos que la han encontrado. No veo en qué modo puede afectar eso a la guerra.

—Es que, si la han encontrado, eso explica por completo el Proyecto Jericó del que el embajador nipón le hablaba hace un mes a la oficina imperial del Japón.

Churchill se detuvo en seco y apoyó una mano en el brazo de su acompañante.

—¡Diantre! Esos locos quieren convertir el Arca en una arma de guerra.

—A esa conclusión han llegado los analistas del SIS: si creemos en la Biblia, el Arca es una devastadora arma de guerra.

21

La muchacha con uniforme del Cuerpo Auxiliar dejó la bandeja de plata sobre la mesa, sonrió levemente y se retiró, cerrando la puerta. El propio Winston Churchill sirvió el té y le ofreció una taza al profesor Stein. El profesor vestía un sobrio traje pasado de moda y usaba gafas de montura dorada colgadas de la solapa con un cordón, al estilo de los profesores alemanes. Ese detalle y la costumbre de saludar con una leve inclinación y un taconazo era todo lo que había traído de Alemania el profesor Walter Johannes Stein, cuando se exilió a Gran Bretaña huyendo de los nazis.

El profesor Stein conocía a la camarilla ocultista de Hitler. Incluso habían intentado reclutarlo para ella en 1933, cuando vivía en Stuttgart, dedicado a la historia medieval y a la mitología del Santo Grial. Himmler lo invitó a unirse a la universidad ocultista de las SS, el
Ahnenerbe.
Stein rechazó el ofrecimiento un par de veces. No hubo una tercera: Himmler lo acusó de practicar actividades subversivas, le confiscó la biblioteca y los archivos y decretó su arresto domiciliario. Entonces Stein huyó al extranjero y obtuvo asilo en Gran Bretaña. En 1938 se imprimió clandestinamente en Berlín su monumental ensayo
La historia mundial a la luz del Santo Grial.

Desde el comienzo de la guerra, Churchill lo había llamado para conversar sobre la idiosincrasia y las motivaciones de los dirigentes nazis, especialmente cuando el lugarteniente de Hitler, Rudolf Hess, voló en solitario a Inglaterra para pactar la paz. Stein señaló que aquella aventura absurda tendría seguramente una motivación astrológica, una explicación que repugnaba al servicio de inteligencia británico, pero que finalmente tuvieron que admitir, lo que aumentó considerablemente el prestigio de Stein como especialista en ocultismo nazi.

Churchill añadió a su té un chorrito de leche e hizo sonar la taza de china al removerlo con la cucharilla de plata.

—¿Pueden estar tan chiflados como para creer que una reliquia puede cambiar el curso de la guerra? —espetó—. Creen que han encontrado las tablas del Arca de la Alianza o algo así y pretenden destruirnos con un conjuro.

Una de las espesas cejas de Stein se enarcó en un gesto de sorpresa.

—¡El Arca de la Alianza! —exclamó, y guardó silencio un momento, como si necesitara ordenar sus ideas antes de explicar algo bastante complejo. Comenzó—: Al plantear si los nazis pueden creer en la magia, hay que tener en cuenta la doble naturaleza del carácter alemán. Los alemanes pueden ser, por una parte, excelentes técnicos e ingenieros, profesiones nada proclives a la especulación, pero, por otra parte, tienen un lado místico e idealista, del que proceden los filósofos y los músicos. Ese idealismo es lo que justifica la nueva religión de los nazis. Lo terrible del caso es que esté inspirando tremendas aberraciones que no podrían cometer sin ayuda de la técnica, de la capacidad de trabajo y de organización. Creo, señor, que no podemos juzgar a Hitler a la luz del positivismo.

—¿Cómo si no? Yo no veo nada milagroso en la ascensión del nazismo —replicó Churchill—. Hitler es el producto, y el instrumento, de los financieros e industriales alemanes. Lo alimentaron para frenar el comunismo, no supieron atarlo corto y ahora se les ha escapado de las manos y ha metido al mundo en una guerra.

—Con todos los respetos, señor, las razones del señor Hitler están al margen de la razón cartesiana y de la realidad.

—¿Qué quiere decir?

—Que la política de Hitler se basa en razones religiosas y la religión es, por definición, irracional, dicho sea con todos los respetos. Esas ideas delirantes, esas procesiones de antorchas, esos altares a la esvástica, esas ceremonias fúnebres, esas consagraciones de estandartes tocando la bandera de la sangre que empapó la de las víctimas del
Putsch
de Munich, esos juramentos... constituyen una nueva religión con sus dogmas, sus sacramentos, sus creencias y su mitología. Hitler es el sumo sacerdote de una religión secreta que tiene como fundamento la creencia en la superioridad de la sangre aria. La Orden Negra de las SS agrupa a los iniciados de esa religión, una minoría.

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