Read Las trompetas de Jericó Online
Authors: Nicholas Wilcox
Se había prometido no solazarse con los recuerdos de Berlín, pero las sensaciones de aquella invitadora tarde la arrastraron de nuevo a rememorar el día en que llegó a la capital alemana forzada por un nuevo traslado de su padre. Al principio le pareció un fastidio verse obligada a dejar Oxford, donde ya había estudiado dos años. Fue una sensación transitoria. Berlín la cautivó desde el primer momento. La animación de las anchas avenidas repletas de coches y de autobuses de dos pisos, los enormes escaparates de los grandes almacenes, los anuncios luminosos, los restaurantes, las tiendas de moda, los edificios suntuosos, los tipos extraños que se veían por la calle, los museos, las ruidosas cervecerías, los cines y los teatros, las salas de conciertos, la ópera. En la Navidad del año 1928, papá le había regalado un gramófono. Recordó su cuarto berlinés, con el techo abuhardillado, en el número 234 de la Moorlakestrasse, en el barrio de las embajadas. Rememoró los viejos discos de pizarra que giraban con mayor frecuencia entre aquellas paredes: el Miserere de
El Trovador
, los
Cuentos de Hoffmann
de Offenbach, el dúo de
La fuerza del destino,
la muerte del amor en
Aida,
el cuarteto del último acto de
Rigoletto, Bella Figlia dell'amore.
Se propuso estudiar intensamente, no se iba a dejar arredrar por la fama de severidad de las universidades alemanas, aunque sentía que se le iba a escapar la juventud sin conocer el amor. A los diecinueve años no la había besado ningún chico. Quizá también porque los que conoció hasta Oxford le parecían niños mal crecidos, con acné en las mejillas, o porque se les veía venir claramente. Todos inadecuados para la relación, primero romántica y después pasional, con la que ella soñaba. A veces pensaba que el amor no tenía por qué parecerse a la literatura amorosa y otras que la literatura amorosa determinaba nuestro comportamiento sobre el amor. Pero sus anhelos amorosos pasaron pronto a un segundo término en Berlín. La universidad era una inmensa maquinaria fría y anónima, con sus bibliotecas y clases, desde cuyas ventanas casi se podían alcanzar las ramas altas de los tilos del Unter den Linden. Allí todo contrastaba vivamente con la luminosidad y la cordialidad de Oxford. Había sociedades de alumnos cuyo objetivo principal era concertar duelos a sable. Los duelistas lucían con orgullo las cicatrices en las mejillas. Era un mundo tan alejado del que había frecuentado en Inglaterra que nunca llegó a abarcarlo. La Universidad de Berlín adquirió, como todo lo prusiano, cierto aire cuartelero difícil de acatar por los que estaban acostumbrados a instituciones más cordiales. Allí, el extremo formalismo exigía que los alumnos vistieran con traje oscuro y corbata pajarita y las escasas alumnas debían usar vestidos hasta los pies, mangas por las muñecas y escote hasta el cuello. Se sonrió al recordarse vestida como una vieja ama de llaves victoriana. Los alumnos se hablaban de usted, y anteponían siempre
Herr
o
Fraulein
delante del apellido. En Oxford, al salir de clase, oías comentarios como «Nos vemos en el pub Liberty esta noche; quiero echarle el lazo a ese despistado de Richard». En Berlín los comentarios eran muy diferentes: «¿Cree usted en la dialéctica, Herr Block? ¿No le parece que el porvenir de la historia se marca en cada generación indisolublemente?»
A pesar de todo, el primer año no le fue mal. Las conferencias de famosos científicos o filósofos en el aula magna —en una ocasión el propio Karl Jaspers le cedió el paso ante una puerta, ¡el gran hombre!—, las excursiones cinegéticas a las buenas librerías, las reuniones de estudiantes izquierdistas para discutir los artículos de opinión aparecidos en el
Frankfurter
y en el
Kölnische,
las tertulias en la casa del editor S. Fisher, en el barrio del Grunewald... ¡Berlín bullía de ideas, de proyectos, de sueños!
El segundo año se matriculó en el curso de Sistemas Filosóficos que impartía distraídamente Zumel Gerlem. El doctor pertenecía a la selecta minoría de profesores judíos de la universidad y cimentaba su prestigio en el de su padre, considerado el mayor especialista europeo en historia de las religiones. Therese había asistido a algunas conferencias libres de Gerlem, hijo, y se había sentido fuertemente atraída por él, tanto por su inagotable sabiduría como por su físico. Gerlem era alto y fuerte, aunque tímido con las damas, un aspecto de su personalidad bastante sorprendente, cuando se sabía que Gerlem era uno de los cuatro profesores de la universidad que habían conseguido la Cruz de Hierro de primera clase durante la Gran Guerra por comportamiento heroico frente al enemigo. Detrás de su apariencia delicada y asustadiza había un hombre valiente y quizá apasionado. Therese se había enamorado del profesor, a pesar de que él parecía no reparar en ella, la llamaba miss Fletcher, e interponía entre ellos un helado formalismo decimonónico. La hizo sentirse una intrusa en aquella clase de alumnos alemanes concentrados y laboriosos como hormigas. En una de las primeras lecciones ella levantó la mano para preguntar, una costumbre de Oxford desconocida en las formalistas universidades alemanas. Él la ignoró y prosiguió su explicación.
—... los marxistas no son ateos. Russell escribió sobre Lenin: se tenía por ateo, pero se equivocaba. Creía en Dios, en el dios dialéctica y se consideraba un elegido, como Mahoma por Alá y como Jesucristo por Yahvé, un mesías visionario.
Entonces Therese levantó las dos manos.
—Miss Fletcher —interrumpió Zumel su explicación—. ¿He de suponer que se rinde al conocimiento?
Ella le sostuvo la mirada.
—No, Herr doctor. Solamente intentaba exponer una duda.
—Todos tenemos dudas, Miss Fletcher, es más, la propia sustancia del hombre se compone de dudas, más que de carne, huesos, venas, nervios y tendones. Le agradeceré que tenga la bondad de esperar hasta el final de la conferencia para consultar sus dudas.
Sus compañeros de clase esbozaron una sonrisa irónica. Era evidente que estaban de parte de aquel envarado profesor antes que de su condiscípula. Se sintió ultrajada. Se sonrojó violentamente, y se sentó con el firme propósito de no volver a despegar los labios en todo el trimestre. Una semana después, profesor y alumna coincidieron en un pasillo.
—Miss Fletcher —dijo él—, a juzgar por la expresión seria con que sigue mis clases tengo la impresión de haberla ofendido. Puedo asegurarle que el otro día no intenté en absoluto herir sus sentimientos. ¿Me permitirá que la invite a tomar el té, con otros alumnos, el próximo jueves?
Era la primera vez que estaban tan cerca y ella descubrió en la mirada del profesor la recóndita razón de su distanciamiento. El profesor Gerlem se azaraba, se defendía de su alumna inglesa, porque se sentía violentamente atraído por ella. El miércoles siguiente fue a casa de los Gerlem, en el Wannsee, junto a Berlín, y una criada con cofia y delantal almidonado la hizo pasar a un oscuro salón tapizado de maderas nobles, completamente atiborrado de libros desde el suelo al techo. En el centro había sofás y sillones de cuero, muebles cómodos y algo ajados. El santuario de una estirpe de sabios que habían vivido en aquella casa: un músico, dos naturalistas, dos filósofos.
Llegaron otros cuatro estudiantes, los más aventajados de la clase, que se sorprendieron un poco al verla allí. El profesor la trató con gran deferencia, pero evitaba mirarla a los ojos. No se sentía cómodo, era evidente.
En el té de los Gerlem no se concebía el chismorreo universitario. En realidad era una prolongación de las lecciones, más profunda, más íntima, más interesante. A pesar de ello, Therese anhelaba que Gerlem la invitara. Mientras tanto asistía a sus clases, en las que se analizaba la visión histórica de Friedrich Meinecke, Hermann Oncken y otros liberales. En la universidad no todos comprendían el programa de Gerlem porque los vientos soplaban hacia otra parte y los nacionalistas exaltados eran más cada día. Algunos estudiantes que antes adoraban al profesor comenzaron a faltar al té de los miércoles pretextando diversas excusas. Mientras Alemania cambiaba de día en día, Gerlem, ajeno a la espantada general de los profesores judíos, se aferraba a sus estudios. Quizá se estaba enfrascando en los estudios cabalísticos de su padre para huir de la realidad. En una conferencia sobre la música en Schopenhauer relacionó mística, matemáticas, Cábala y música. Los alumnos se miraron, divertidos, y uno de ellos murmuró a sus espaldas: «¡El judío acecha!» Gerlem captó el comentario. Miró al que lo había hecho y respondió con una sentencia de Spinoza:
Omnis determinatio est negatio,
toda determinación es negación, negación de todas las demás opciones. Después continuó su explicación como si tal cosa.
—...en fin, todos estos meandros nos llevan a comprender por qué Schopenhauer le asigna a la música categoría metafísica, por encima de las matemáticas.
Las invitaciones al té filosófico se repitieron otras dos veces en el último cuatrimestre. Después, la clase hizo un viaje de estudios por Alemania. Therese recordaba gratamente un paseo en grupo a orillas del Isar, junto al palacio del príncipe Carlos y entre la arboleda del Hofgarten. El último día al caer la tarde encontró a Zumel Gerlem, con su traje claro de lino, sentado en un velador en la Odeonplatz, completamente abstraído. Caminaron un rato juntos mientras el resto de los alumnos seguía por la Briennerstrasse hasta la sombra del Obelisco. Allí el grupo se reunió sobre la hierba y un chico rubio llamado Fritz Lehar propuso recitar versos del
Handschuh
de Schiller.
Therese hacía lo posible para quedarse sola con Zumel y él no rehuía su compañía. Se le acercó en el ámbito oscuro de la Hofkirche, la iglesia de Todos los Santos, entre cientos de cirios que iluminaban espectralmente las paredes de piedra.
Hicieron otro viaje universitario a Salem, en el que, después de transbordar en Ulm y en Friedrichshafen, visitaron la aldea de Mimmenhausen y se hospedaron en el hotelito Schwan, el cisne. Por la mañana dieron un paseo a orillas del lago Constanza, por prados cubiertos de nieve. Siguieron la visita por Sigmaringen, antigua ciudad residencia imperial, y descendieron por el Danubio entre castillos y antiguas ciudades, hasta Riedlingen. Durante la visita al Jura, al salir de la iglesia barroca de Zwiefalten, encontraron en la plaza a un grupo de camisas pardas de Hitler repartiendo propaganda.
—Esta gente está preparando a una masa homicida dispuesta a cualquier crimen —lo oyó murmurar.
Nadie sospechaba toda la miseria que vendría después. Eran días alegres, de excursiones en bicicleta bajo corpudos árboles centenarios, de diatribas filosóficas sobre la hierba en los claros de los bosques, y, por la noche, una cerveza en algún mesón aldeano, entre campesinos fornidos y rubicundos vestidos con calzones de cuero. Sin embargo, al regreso, Therese tenía claro que el doctor Gerlem no tenía más interés por ella que por el resto de sus alumnos. Quizá, después de todo, era cierto que vivían en mundos distintos y que cualquier cosa que hubieran empezado habría acabado mal. Se despidieron como amigos en el despacho que él compartía con otros dos profesores. Ella, aprovechando que estaban solos, lo besó en la mejilla, como en un arrebato, y se marchó sin mirarlo a los ojos.
Therese terminó el curso y no volvió por la universidad. Unos meses después coincidieron en el salón literario de madame Antonina Valentín. Mientras los hombres se reunían en un extremo del salón para hablar de política y de filosofía, las mujeres aprovechaban la ausencia de la anfitriona, que había salido a ordenar más té en la cocina, para discutir si era todavía amante del ministro Stressemann o si ahora, como parecía, lo era del general Von Seeckt, comandante en jefe del ejército. Al atardecer salieron al jardín y Therese se hizo la encontradiza con Zumel. Se saludaron.
—Ahora no somos profesor y alumna, doctor —dijo ella.
—En ese caso no es necesario que me llame doctor, miss Fletcher.
—Con una condición.
—¿Qué condición?
—Que me llame Therese. Que rompamos el tratamiento. ¿Me permitirá que le proponga algo? Dado que parecemos congeniar, podemos tutearnos. Llámeme Therese.
Él se sonrojó cuando dijo:
—Therese es un nombre muy bonito.
Lo pronunció como si fuera la primera vez que lo oía. Se sintió terriblemente humillada. ¿Era posible que la hubiese olvidado en cuanto dejó de ser su alumna, que ni siquiera recordara su nombre de pila?
Un mes más tarde, mister Fletcher dejó de ser secretario de embajada para ocupar un cargo consular en Francia. Sus amigos de la embajada lo agasajaron con un almuerzo en el lujoso restaurante Kempinsky.
El profesor Gerlem estaba cenando con una dama en uno de los reservados del establecimiento. Therese fue a saludarlo y él le presentó a su esposa. Se habían casado hacía seis días.
París
La sinagoga vieja, en el corazón del barrio latino, era un edificio del siglo XVII, aunque la fachada había sido remozada a mediados del XIX gracias a la munificencia de los Rothschild. La fachada de piedra y ladrillo, profusamente adornada con frisos de azulejos policromados que representaban alternativamente estrellas de David y candelabros de siete brazos, remataba en una cúpula en forma de media naranja, revestida de cinc sobredorado, de cuya cúspide había desaparecido la estrella de David de bronce que la adornaba. Las tres puertas gemelas que se abrían a la fachada principal, protegidas por una cancela de lanzas, eran de madera oscura y brillante, con relieves geométricos y vegetales.
El agente Buhrro se dirigió a la puerta principal, en la que todavía se conservaban los cuatro agujeros que sostuvieron la placa de la sinagoga, y tiró de una cadena que hacía sonar una campanilla en el interior. Inmediatamente se descorrieron un par de cerrojos y un joven soldado alemán, tocado con gorrilla cuartelera, apareció en la puerta y se cuadró militarmente ante Von Kessler.
Detrás del soldado apareció un cabo gordo que se abotonaba la guerrera.
—A sus órdenes,
Hauptsturmführer.
El equipo de limpieza enviado de la comandancia militar de París estaba terminando su trabajo.
—El edificio ha estado cerrado tres años —se excusó el cabo—, y estaba hecho un asco. Por cierto, que las tuberías estaban atascadas de libros y papeles a medio quemar; un fontanero está reparando los retretes.
Por dentro la sinagoga estaba adornada con múltiples elementos arquitectónicos: cornisas, frisos, tallas y tantos detalles que parecía una iglesia barroca. Las paredes estaban tapizadas de ricos mosaicos geométricos. Dos galerías laterales, sostenidas sobre columnas de mármol con remates de bronce, habilitaban el espacio reservado a las mujeres. En el centro del patio central, en el que los bancos de madera tallada apenas dejaban ver el rico pavimento ajedrezado de mármol, se elevaba un podio rodeado de una balustrada que contenía dos artísticos atriles de bronce. El lugar de la lectura.