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Authors: Christopher Paolini

Satisfecho, Eragon volvió con Saphira. Se pasaron la noche descansando y hablando con Glaedr y los otros eldunarís.

Al amanecer se dirigieron a la roca de Kuthian. Dijeron sus nombres verdaderos y las puertas talladas de la torre cubierta de musgo se abrieron. Eragon, Saphira y los eldunarís descendieron a la cripta. En la caverna, iluminada por la piedra fundida de las profundidades del monte Erolas, el guardián de los huevos, Cuaroc, los ayudó a colocar cada huevo en un cofre. Luego amontonaron los cofres en el centro de la cámara, junto a los cinco eldunarís que se habían quedado en la caverna para proteger los huevos.

Con ayuda de Umaroth, Eragon pronunció el mismo hechizo que había usado antes y colocó los huevos y los corazones en una bolsa invisible que colgaba de Saphira, oculta en un punto del espacio donde ni ella ni nadie podían tocarla.

Cuaroc los acompañó al exterior de la cripta. Los pies metálicos del hombre con cabeza de dragón resonaban con fuerza contra el suelo del túnel al ascender hasta la superficie con ellos.

Una vez en el exterior, Saphira agarró a Cuaroc entre las patas —ya que era demasiado grande y pesado como para poder llevarlo en la grupa— y despegó, elevándose sobre el valle circular del centro de la isla.

Saphira cruzó el mar, oscuro y brillante. Luego sobrevoló las Vertebradas, con sus picos como hojas de hielo y nieve, y sus grietas como ríos de sombras. Se desvió hacia el norte y cruzó el valle de Palancar —para que Eragon y ella misma pudieran ver por última vez el hogar de su infancia, aunque fuera desde lo alto— y luego la bahía de Fundor, con el mar pintado de espuma blanca que formaba líneas como las de las cordilleras nevadas. Ceunon, con sus tejados inclinados de varios niveles y sus esculturas de cabezas de dragón, fue el siguiente lugar de referencia que pasaron, y poco después apareció Du Weldenvarden, cubierto de pinos altos y fuertes.

Pasaron varias noches acampando junto a arroyos y estanques y encendiendo hogueras que se reflejaban en el cuerpo de metal bruñido de Cuaroc, rodeados del coro de voces de ranas e insectos. En la distancia, ocasionalmente oían el aullido de los lobos hambrientos.

Una vez en Du Weldenvarden, Saphira voló una hora en dirección al centro del gran bosque, hasta un punto en que las defensas de los elfos le impidieron seguir. Entonces aterrizó y atravesó a pie la invisible barrera mágica, con Cuaroc a su lado, para volver a emprender el vuelo una vez rebasada.

Los árboles se sucedieron durante leguas y más leguas, con pocas variaciones en el paisaje, salvo por algún bosquecillo de árboles de hoja caduca —robles, olmos, abedules, álamos temblones y lánguidos sauces llorones— que aparecían de vez en cuando en las orillas de los ríos. Pasaron una montaña cuyo nombre Eragon había olvidado, y la ciudad élfica de Osilon, y luego enormes extensiones de pinos sin un solo sendero, todos únicos y, sin embargo, idénticos a sus innumerables vecinos.

Por fin, al anochecer, con la luna y el sol flotando en horizontes opuestos, Saphira llegó a Ellesméra y planeó hasta aterrizar entre las viviendas de la mayor y más orgullosa de las ciudades de los elfos.

Arya y Fírnen los estaban esperando, junto a Roran y Katrina. Al acercarse Saphira, Fírnen se echó atrás y abrió las alas, emitiendo un rugido de alegría que asustó a todos los pájaros que volaban en una legua a la redonda. Saphira respondió del mismo modo y se posó sobre sus cuartos traseros, depositando suavemente a Cuaroc en el suelo.

Eragon se soltó las correas de las piernas y se deslizó por la grupa de la dragona.

Roran corrió a su encuentro, lo agarró del brazo y le dio una palmada en el hombro, mientras Katrina lo abrazaba por el otro lado.

—¡Ah! ¡Ya basta! ¡Dejadme respirar! —se quejó él, entre risas—. Bueno, ¿qué os parece Ellesméra?

—¡Es preciosa! —dijo Katrina, sonriendo.

—Pensaba que exagerabas, pero es tan impresionante como decías —añadió Roran—. El pabellón en el que nos hemos alojado…

—La Sala Tialdarí —apuntó Katrina.

Roran asintió.

—Esa misma. Me ha dado algunas ideas sobre cómo podríamos reconstruir Carvahall. Y luego está Tronjheim y Farthen Dûr… —Sacudió la cabeza y soltó un silbido agudo.

Eragon volvió a reírse y los siguió hacia el sendero del bosque que llevaba a la zona oeste de Ellesméra. Arya se les unió, con un aspecto tan regio como el que antes tenía su madre.

—Nos encontraremos a la luz de la luna, Eragon. Bienvenido.

Él la miró.

—Desde luego, Asesina de Sombra.

Ella sonrió al oírle usar aquel apodo, y la penumbra bajo los árboles agitados por la brisa pareció iluminarse un poco.

Después de que Eragon le quitara la silla, Saphira y Fírnen emprendieron el vuelo —aunque Eragon sabía que Saphira estaría agotada tras el viaje— y juntos desaparecieron en dirección a los riscos de Tel’naeír. Mientras despegaban, Eragon oyó que Fírnen decía:

Esta mañana he cazado tres ciervos para ti. Están esperándote sobre la hierba, junto a la cabaña de Oromis.

Cuaroc se puso en marcha tras Saphira, puesto que los huevos aún seguían con ella, y era su deber protegerlos.

Roran y Katrina condujeron a Eragon por entre los gruesos troncos hasta llegar a un claro flanqueado por cerezos silvestres y malvas reales, donde se habían dispuesto unas mesas con un gran surtido de platos. Un grupo numeroso de elfos, vestidos con sus mejores túnicas, dieron la bienvenida a Eragon con vítores y risas suaves y melifluas, con canciones y con música.

Arya ocupó su lugar a la cabeza de la mesa, y el cuervo blanco, Blagden, se posó en un soporte tallado, muy cerca de los comensales, graznando y recitando de vez en cuando fragmentos de versos. Eragon se sentó junto a Arya, y comieron y bebieron, divirtiéndose hasta entrada la noche.

Cuando la celebración tocaba a su fin, Eragon se escabulló unos minutos y corrió por el oscuro bosque hasta el árbol Menoa, guiado más por el olfato y el oído que por la vista.

Las estrellas volvieron a aparecer en el cielo cuando emergió de entre las ramas de los grandes pinos. Se detuvo para recuperar el aliento y el valor, y reemprendió la marcha por entre el mar de raíces que rodeaba el árbol Menoa.

Se paró junto a la base del inmenso tronco y apoyó la mano contra la agrietada corteza. Orientó la mente hacia la aletargada conciencia del árbol que en otro tiempo había sido una elfa y dijo:
Linnëa… Linnëa… ¡Despierta! ¡Tengo que hablar contigo!

Esperó, pero no detectó ninguna respuesta del árbol; era como si intentara comunicarse con el mar, con el aire o con la propia tierra.

¡Linnëa, tengo que hablar contigo!

Un suspiro como el viento le atravesó la mente, y sintió la presencia de un pensamiento, leve y distante, un pensamiento que decía:

¿Qué hay, Jinete…?

Linnëa, la última vez que estuve aquí te dije que te daría lo que quisieras a cambio del acero brillante que se escondía bajo tus raíces. Estoy a punto de abandonar Alagaësia, así que he venido a cumplir con mi palabra. ¿Qué quieres de mí, Linnëa?

El árbol Menoa no respondió, pero sus ramas se agitaron un poco, unas cuantas agujas cayeron sobre las raíces y una sensación divertida emanó de su conciencia.

Ve…
—susurró la voz, y luego el árbol se retiró de la mente de Eragon.

Él se quedó donde estaba unos minutos más, llamando a Linnëa por su nombre, pero el árbol se negó a responder. Al final, Eragon se fue, sintiendo que no había resuelto el asunto, aunque era evidente que el árbol Menoa no pensaba lo mismo.

Los tres días siguientes, Eragon se los pasó leyendo libros y pergaminos —muchos de ellos procedentes de la biblioteca de Galbatorix, enviados por Vanir a Ellesméra a petición de Eragon—. Al caer la noche, cenaba con Roran, Katrina y Arya, pero el resto del día lo pasaba solo, sin ver siquiera a Saphira, que seguía con Fírnen en los riscos de Tel’naeír, aparentemente ajena a todo lo demás. Por la noche, los rugidos de los dragones resonaban de vez en cuando por el bosque, distrayéndole de su estudio y haciéndole sonreír cuando contactaba con la mente de Saphira. Echaba de menos su compañía, pero sabía que tenía poco tiempo que compartir con Fírnen, y no quería robarle ni un momento de felicidad.

Al cuarto día, cuando ya había aprendido todo lo que podía de sus lecturas, se dirigió a Arya y les presentó su plan a ella y a sus consejeros. Tardó casi un día entero en convencerlos de que lo que tenía pensado era necesario y, sobre todo, de que funcionaría.

Una vez que lo consiguió, se fueron a cenar. Cuando la oscuridad se extendió por el territorio, se reunieron en el claro alrededor del árbol Menoa: él, Saphira y Fírnen, Arya, treinta de los mejores y más ancianos hechiceros elfos, Glaedr y los otros eldunarís que Eragon y Saphira habían traído consigo, y las dos Cuidadoras: las elfas Iduna y Nëya, que eran la personificación del pacto entre los dragones y los Jinetes.

Las Cuidadoras se despojaron de sus vestiduras y, siguiendo el antiguo ritual, Eragon y los demás empezaron a cantar y, mientras cantaban, Iduna y Nëya bailaron, moviéndose al mismo tiempo de forma que el dragón que tenían tatuado en la piel se convirtió en una única criatura.

En el momento álgido de su canción, el dragón se estremeció y entonces abrió la boca y extendió las alas, dando un salto adelante, abandonando la piel de las elfas y elevándose por encima del claro hasta que solo la cola permanecía en contacto con los cuerpos entrelazados de las Cuidadoras.

Eragon llamó a la luminosa criatura, y cuando consiguió que le prestara atención, le explicó lo que quería y le preguntó si los dragones estarían de acuerdo.

Haz lo que deseas, Asesino del Rey
—dijo la espectral criatura—.
Si contribuye a asegurar la paz en Alagaësia, no tenemos nada que objetar.

Entonces Eragon leyó un pasaje de uno de los libros de los Jinetes y pronunció el nombre del idioma antiguo mentalmente. Los elfos y los dragones que estaban presentes le prestaron la fuerza de sus cuerpos, y la energía así obtenida le atravesó como una gran tormenta. Con ella, Eragon formuló el hechizo que llevaba días perfeccionando, un hechizo que no se había formulado desde hacía cientos de años, que recurría a la gran magia ancestral que corría por las profundidades de la Tierra y por el interior de las montañas. Y con todo ello se atrevió a hacer lo que solo se había hecho una vez hasta aquel momento.

Forjó un nuevo pacto entre los dragones y los Jinetes. Vinculó no solo a los elfos y a los humanos con los dragones, sino también a los enanos y a los úrgalos, y así hizo posible que los miembros de cualquier raza pudieran convertirse en Jinetes.

En el momento en que pronunció las últimas palabras del potente hechizo, haciéndolo efectivo, un temblor sacudió el aire y la tierra.

Sintió como si todo lo que los rodeaba —y quizá toda la Tierra— se hubiera movido, aunque fuera ligeramente. El hechizo le dejó agotado a él, a Saphira y a los otros dragones, pero cuando concluyó sintió que le invadía una gran satisfacción, y supo que había hecho un bien enorme, quizá lo mejor que hubiera hecho en toda su vida.

Arya insistió en organizar otra fiesta para celebrar la ocasión. Pese a lo cansado que estaba, Eragon participó de buen grado, disfrutando de la compañía de Arya, pero también de la de Roran, Katrina e Ismira.

En pleno banquete, no obstante, no pudo más de comida y de música y se excusó, abandonando la mesa donde estaba sentado con Arya.

¿Te encuentras bien?
—preguntó Saphira, mirándolo desde el lugar en el que estaba, junto a Fírnen.

Él le sonrió desde el otro extremo del claro.

Solo necesito un poco de tranquilidad. Volveré enseguida.

Se alejó y desapareció entre los pinos, respirando hondo el fresco aire de la noche.

A unos treinta metros del lugar donde estaban las mesas, Eragon vio a un elfo delgado y enjuto sentado sobre una raíz enorme, de espaldas a la fiesta. Se desvió para evitar molestarle, pero al hacerlo distinguió su rostro.

No era un elfo, sino el carnicero Sloan.

Eragon se detuvo, sorprendido. Con todo lo que había pasado, se había olvidado de que Sloan —el padre de Katrina— estaba en Ellesméra. Vaciló un momento, debatiéndose, pero al final se le acercó con pasos sigilosos.

Igual que la última vez que lo había visto, Sloan llevaba una fina tira de tela roja alrededor de la cabeza que le cubría las órbitas vacías donde antes tenía los ojos. Por debajo de la tela asomaban lágrimas, y tenía el ceño fruncido y los puños apretados.

El carnicero oyó que Eragon se acercaba, porque orientó la cabeza en su dirección y exclamó:

—¿Quién va ahí? ¿Eres tú, Adarë? ¡Ya te he dicho que no necesito ayuda!

Hablaba con rabia y resentimiento, pero había en sus palabras un dolor que Eragon no había oído antes.

—Soy yo, Eragon.

Sloan se quedó rígido, como si le hubieran tocado con un hierro de marcar al rojo.

—¡Tú! ¿Has venido a regodearte con mis miserias?

—No, por supuesto que no —respondió el chico, horrorizado. Se puso de cuclillas a un par de metros.

—Perdona que no te crea. A veces es difícil saber si alguien quiere ayudarte o hacerte más daño.

—Eso depende de tu punto de vista.

Sloan hizo una mueca.

—Una respuesta ingeniosa digna del elfo más taimado, desde luego.

Tras ellos, los elfos atacaron una nueva canción al laúd y a la flauta, y de la fiesta llegó una explosión de carcajadas hasta donde estaban Eragon y Sloan.

El carnicero echó la barbilla atrás, por encima del hombro.

—La oigo —dijo, y las lágrimas volvieron a aflorar bajo la venda de sus ojos—. La oigo, pero no puedo verla. Y tu maldito hechizo no me permite hablar con ella.

Eragon permaneció en silencio, sin saber bien qué decir.

Sloan apoyó la cabeza contra el árbol, y la nuez del cuello se le movió como una boya.

—Los elfos me han contado que la niña, Ismira, está fuerte y sana.

—Es cierto. Es la niña más fuerte y llena de energía que conozco.

Será toda una mujercita.

—Eso está bien.

—¿Qué has hecho todo este tiempo? ¿Has seguido haciendo tallas?

—Los elfos te mantienen informado de mis actividades, ¿no? —dijo. Eragon intentó decidir si debía responder, ya que no quería que Sloan supiera que ya lo había visitado en una ocasión—. Ya me lo imaginaba —añadió el carnicero—. ¿Qué crees tú que he hecho todo este tiempo? He pasado mis días a oscuras, desde el momento en que salí de Helgrind, sin nada que hacer en el mundo, mientras los elfos me dan la lata con tonterías, sin dejarme un momento en paz.

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