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Authors: Christopher Paolini

De nuevo se oyeron risas tras ellos. Y entre ellas, Eragon distinguió el sonido de la voz de Katrina.

Una mueca de rabia apareció en el rostro de Sloan.

—Y tenías que traerla «a ella» a Ellesméra. No tenías bastante con exiliarme, ¿verdad? No, debías torturarme haciéndome saber que mi única hija y mi nieta estaban aquí, y que nunca podré verlas, y mucho menos hablar con ellas. —Sloan mostró los dientes, y parecía como si fuera a saltar sobre Eragon—. Eres un bastardo sin corazón, eso es lo que eres.

—Lo que tengo son demasiados corazones —dijo Eragon, pero sabía que el carnicero no lo entendería.

—¡Bah!

Eragon dudó. Le parecía más humano dejar que Sloan creyera que había querido hacerle daño en lugar de decirle que su dolor se debía simplemente a que no se había acordado de él.

El carnicero volvió la cabeza y su rostro volvió a llenarse de lágrimas.

—Vete —dijo—. Déjame. Y no vuelvas a molestarme, Eragon, o te juro que uno de los dos morirá.

Eragon pasó los dedos por entre las agujas de los pinos del suelo; luego se puso en pie y miró a Sloan. No quería marcharse. Lo que le había hecho a Sloan trayendo a Katrina a Ellesméra le parecía un error y una crueldad. La culpa le reconcomía, y la sensación era más intensa a cada segundo, hasta que por fin tomó una decisión y recuperó la calma.

Con apenas un murmullo, usó el nombre del idioma antiguo para alterar los hechizos que había lanzado a Sloan. Tardó más de un minuto, y cuando estaba a punto de acabar, Sloan gruñó entre dientes:

—Deja esos malditos murmullos, Eragon, y vete. ¡Déjame, maldita sea! ¡Déjame en paz!

Pero Eragon no se fue, sino que inició un nuevo hechizo. Recurrió a los conocimientos de los eldunarís y de los Jinetes de muchos de los dragones más ancianos y recitó un hechizo restaurador. Fue una labor difícil, pero la sabiduría de Eragon era mucho mayor que tiempo atrás, y consiguió lo que quería.

Mientras el chico recitaba, Sloan se retorció y empezó a maldecir y a rascarse las manos, las mejillas y la frente, como si le hubiera dado un ataque de urticaria.

—¡Maldito seas! ¿Qué me estás haciendo?

Una vez completado el hechizo, Eragon volvió a agacharse lentamente y retiró la tela de la cabeza de Sloan. Este resopló al sentir que le quitaban la venda, y extendió las manos para detener a Eragon, pero no llegó a tiempo, y dio un manotazo al aire.

—¿También quieres arrebatarme mi dignidad? —dijo Sloan, con una voz cargada de odio.

—No —contestó Eragon—. Quiero devolvértela. Abre los ojos.

El carnicero dudó.

—No. No puedo. Quieres reírte de mí.

—¿Cuándo he hecho yo eso? Abre los ojos, Sloan, y mira a tu hija y a tu nieta.

Sloan se estremeció y luego, lentamente, sus párpados fueron abriéndose y, en lugar de las órbitas vacías, revelaron un par de ojos brillantes. A diferencia de los ojos que tenía de nacimiento, los nuevos eran azules como el cielo del mediodía y de un brillo impresionante.

El hombre parpadeó y sus pupilas se encogieron adaptándose a la escasa luz del bosque. Se puso en pie de un respingo y se dio la vuelta para mirar por encima de las raíces hacia el lugar donde se celebraba la fiesta, al otro lado de los árboles. El resplandor de los faroles sin llama de los elfos iluminó su rostro con una luz cálida y le devolvió la vida y la felicidad. La transformación en su expresión era impresionante; Eragon sintió que a él también se le escapaban las lágrimas al observar al anciano.

Sloan no dejaba de mirar por encima de la raíz, como un viajero agotado al descubrir un gran río ante él. Con voz ronca, dijo:

—Es preciosa. Ambas son preciosas. —Se oyó otra carcajada—. Ah… Parece muy feliz. Y Roran también.

—A partir de ahora podrás mirarlos si quieres —dijo Eragon—. Pero los hechizos no te permitirán hablar con ellos ni dejarte ver, ni contactar con ellos de ningún modo. Y si lo intentas, lo sabré.

—Lo entiendo —murmuró Sloan.

Se giró y se quedó mirando a Eragon con una fuerza inquietante.

La mandíbula se le movió arriba y abajo unos segundos, como si estuviera mascando algo, y por fin encontró las palabras:

—Gracias.

El chico asintió y se puso en pie.

—Adiós, Sloan. No volverás a verme, lo prometo.

—Adiós, Eragon.

Y el carnicero se volvió para mirar otra vez en dirección a la luz que emanaba de la fiesta de los elfos.

La hora de la despedida

Pasó una semana: unos días llenos de risas, música y largos paseos por entre las maravillas de Ellesméra. Eragon llevó a Roran, Katrina e Ismira a visitar la cabaña de Oromis en los riscos de Tel’naeír, y Saphira les mostró la escultura de piedra que había hecho para la Celebración del Juramento de Sangre. En cuanto a Arya, se pasó un día enseñándoles los numerosos jardines de la ciudad, para que pudieran ver algunas de las plantas más espectaculares que habían recogido y cultivado los elfos a lo largo de los tiempos.

A Eragon y Saphira les habría gustado quedarse en Ellesméra unas semanas más, pero Blödhgarm contactó con ellos y los informó de que él y los eldunarís a su cargo habían llegado ya al lago Ardwen. Y aunque ni Eragon ni Saphira deseaban admitirlo, sabían que era hora de irse.

Se alegraron, no obstante, al saber que Arya y Fírnen los acompañarían, al menos hasta el límite de Du Weldenvarden, o quizás algo más allá.

Katrina decidió quedarse con Ismira, pero Roran se ofreció para acompañarlos durante la primera parte del viaje, ya que quería ver cómo era aquel extremo de Alagaësia, y viajando con ellos iría mucho más rápido que montando a caballo.

Al día siguiente, al amanecer, Eragon se despidió de Katrina, que no dejó de llorar, y de Ismira, que le agarró el pulgar y se lo quedó mirando sin entender lo que pasaba.

Entonces se pusieron en marcha, y Saphira y Fírnen volaron uno junto al otro, sobrevolando el bosque hacia el este. Roran se sentó detrás de Eragon, cogiéndose a su cintura, mientras que Cuaroc colgaba de las garras de Saphira, reflejando la luz solar como un espejo.

Al cabo de dos días y medio avistaron el lago Ardwen: una pálida capa de agua más grande que todo el valle de Palancar. En su orilla occidental se levantaba la ciudad de Sílthrim, que ni Eragon ni Saphira habían visitado nunca. Fondeado junto a los embarcaderos de la ciudad, había un largo barco blanco con un solo mástil.

Eragon reconoció inmediatamente el barco, puesto que lo había visto en sus sueños, y sintió el peso inexorable del destino al contemplarlo.

«Esto tenía que ser así desde el principio», pensó.

Pasaron la noche en Sílthrim, que era muy parecida a Ellesméra, aunque más pequeña y heterogénea. Mientras descansaban, los elfos cargaron los eldunarís en el barco, junto a comida, herramientas, ropas y otros suministros. La tripulación del barco se componía de veinte elfos que deseaban colaborar en criar a los dragones y en el entrenamiento de los futuros Jinetes, además de Blödhgarm y sus hechiceros, salvo Laufin y Uthinarë, que llegados a aquel punto se separaron del grupo.

Por la mañana, Eragon modificó el hechizo que mantenía los huevos ocultos tras Saphira y retiró dos, que les entregó a los elfos que Arya había elegido para que los protegieran. Uno de los huevos iría a los enanos, el otro a los úrgalos, y era de esperar que los dragones que nacieran de ellos decidieran elegir a Jinetes de las razas asignadas. Si no, tendrían que intercambiárselos, y si aun así no encontraban a sus Jinetes…, bueno, Eragon no estaba muy seguro de qué hacer en ese caso, pero confiaba en que a Arya se le ocurriera algo. Una vez se abrieran los huevos, los dragones y sus Jinetes responderían ante Arya y Fírnen hasta tener la edad necesaria para unirse a Eragon, Saphira y al resto de los suyos en el este.

Entonces Eragon, Arya, Roran, Cuaroc, Blödhgarm y los otros elfos que viajaban con ellos subieron a bordo del barco y zarparon hacia el otro lado del lago, mientras Saphira y Fírnen volaban alto sobre sus cabezas.

El barco se llamaba
Talíta
, en honor a una estrella rojiza del cielo de oriente. El navío, ligero y estrecho, solo necesitaba unos centímetros de profundidad para flotar. Avanzaba en silencio y apenas había que mover el timón; parecía saber exactamente dónde quería llevarlo el timonel.

Navegaron durante días a través del bosque, primero por el lago Ardwen y después por el río Gaena, que bajaba lleno de agua gracias al deshielo primaveral. Mientras pasaban por aquel túnel verde de ramas, a su alrededor cantaban y revoloteaban pájaros de diversos tipos, y las ardillas —rojas y negras— chillaban desde la copa de los árboles o se sentaban en las ramas, lejos de su alcance.

Eragon pasó la mayor parte del tiempo con Arya y con Roran, y solo voló con Saphira en raras ocasiones. Por su parte, la dragona se mantuvo al lado de Fírnen, y en muchas ocasiones se los veía sentados en la orilla, con las patas entrecruzadas y las cabezas apoyadas en el suelo, el uno junto al otro.

Durante el día, la luz del bosque era dorada y nebulosa; por la noche, las estrellas brillaban con fuerza y la luna creciente daba suficiente luz como para navegar. La cálida temperatura, la bruma y el balanceo constante del
Talíta
le hacían sentir a Eragon como si estuviera medio dormido, perdido en el recuerdo de un sueño agradable.

Por fin llegó lo inevitable y el bosque quedó atrás, dando paso a los campos que se abrían tras él. El río Gaena giraba al sur y los llevó, flanqueando el bosque, hasta el lago Eldor, aún mayor que el lago Ardwen.

Allí cambió el tiempo: estalló una tormenta. El barco se agitó a merced de las altas olas, y durante un día tuvieron que soportar la fría lluvia y los violentos embates del viento. No obstante, soplaba de popa, por lo que aceleró su avance considerablemente.

Desde el lago Eldor, entraron en el río Edda y siguieron al sur, pasando por el puesto avanzado de los elfos en Ceris. A partir de allí se alejaron del bosque, y el
Talíta
se deslizó por el río y entre las llanuras, como si fuera él mismo quien lo hubiera decidido.

Desde el momento en que dejaron atrás los árboles, Eragon esperaba que en cualquier momento Arya y Fírnen emprendieran el regreso. Pero ninguno de los dos dijo nada al respecto, y él no tenía ningunas ganas de preguntarles por sus planes.

Siguieron más al sur, atravesando terrenos despoblados.

—Esto está bastante desolado, ¿no? —preguntó Roran, mirando a su alrededor. Y Eragon tuvo que coincidir con él.

Por fin llegaron al asentamiento más oriental de Alagaësia: un pequeño y solitario conglomerado de construcciones de madera llamado Hedarth. Los enanos habían construido aquel lugar con el único objetivo de comerciar con los elfos, puesto que no había nada de valor en aquella zona, salvo las manadas de ciervos y de toros salvajes que se veían en la distancia. Los edificios se levantaban en el punto donde el Âz Ragni vertía sus aguas en el Edda, lo que aumentaba su caudal en más del doble.

Eragon, Arya y Saphira habían pasado por Hedarth anteriormente, en dirección contraria, cuando habían viajado de Farthen Dûr a Ellesméra tras la batalla con los úrgalos, así que Eragon sabía qué podía encontrarse en cuanto avistó el pueblo.

Sin embargo, se quedó asombrado cuando vio a cientos de enanos esperándolos en la punta de un embarcadero improvisado que se adentraba en el Edda. Su confusión se convirtió en alegría cuando el grupo se abrió y Orik se abrió paso entre los enanos.

Alzando su martillo,
Volund
, Orik gritó:

—No pensarías que dejaría que mi propio hermano de adopción se fuera sin despedirme como corresponde, ¿verdad?

Con una risita divertida, Eragon se puso las manos alrededor de la boca y gritó:

—¡Nunca!

Los elfos amarraron el
Talíta
el tiempo suficiente como para que desembarcaran todos, salvo Cuaroc, Blödhgarm y otros dos elfos que montaron guardia para proteger los eldunarís. Las aguas en aquel lugar de unión entre los dos ríos eran muy movidas como para mantener el barco estable en un punto sin que chocara con el embarcadero, así que los elfos zarparon de nuevo y siguieron río abajo por el Edda en busca de un lugar más tranquilo donde echar el ancla.

Eragon se quedó de piedra al ver que los enanos habían llevado hasta Hedarth cuatro jabalíes gigantes de las montañas Beor.

Ensartaron los nagran en ramas del grosor del muslo de Eragon y los asaron sobre unas brasas.

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