Libros de Luca (6 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Sin lectores, los textos no dicen nada. Necesitan de, al menos, un lector. Entonces seguramente hablan. Y cómo… No sólo hablan, también susurran, incluso algunos gritan. —Se inclinó sobre la mesa de golpe y por poco estuvo a punto de derribar su botella—. Imagine una sala de lectura —dijo, haciendo una pausa para permitir que la imagen tomara forma—. No puede venir de fuera un auténtico coro vociferante. Sería terrible, en serio.

Se echó hacia atrás en su silla y miró a Jon con sus ojos rojos.

—Pero ¿usted escucha algunas voces aquí? —preguntó Jon.

El hombre ignoró el sarcasmo, y estiró los brazos.

—Éste es mi santuario. ¿Ve? Por aquí no hay muchos lectores. —Recogió la botella y la apuntó al cuello de Jon—. Hasta que a usted le dio por aparecer, claro —añadió, y se llevó la botella a los labios.

—Lo siento —se disculpó Jon.

—Ah, no entiende nada, ¿verdad? —gruñó el hombre incorporándose, sosteniendo todavía la botella en la mano—. Bueno, no importa, siga adelante y lea cuanto quiera. —Se balanceó un poco antes de poder moverse—. Ahora me marcho. —Al pasar delante de Jon en dirección a la barra, comentó en voz muy baja—: Su padre, en cambio, sí. El comprendía.

Asombrado, Jon miró al hombre apoyar con fuerza su botella sobre la barra y seguir tambaleándose hasta la puerta.

Capítulo
4

Después de una ausencia de quince años, Jon decidió visitar Libri di Luca al día siguiente del funeral. Durante todos esos años, muchas veces había pasado con el coche por delante de la librería y tenía la impresión de que el negocio siempre estaba abierto, aunque fuese a una hora avanzada de la noche. En algunas ocasiones, creyó ver a Luca detrás de los ventanales, ocupado afanosamente con la caja o bien intentando colocar los libros expuestos en el escaparate.

Las campanillas colocadas sobre la puerta seguían siendo las mismas de la última vez. El sonido le dio la bienvenida como si se tratase de un pariente lejano. A pesar de que nadie se acercó a recibirlo, encontró algunos «rostros» familiares: los de las largas hileras de estantes con libros, la gran lámpara que colgaba del techo, la luz de las pequeñas vitrinas sobre el pasadizo y la vieja caja registradora plateada sobre el mostrador. Nada más entrar, Jon se detuvo y aspiró el aire del lugar. Una sonrisa leve se dibujó en sus labios.

Antes de la muerte de su madre, la librería había sido su refugio favorito. Cuando Luca e Iversen estaban demasiado ocupados como para poder leerle algo, él se ponía a explorar el establecimiento, representando las historias que proponían los libros. De este modo, la escalera se transformaba en una montaña a conquistar; los anaqueles, en rascacielos de una ciudad futurista; y el pasadizo se convertía en el puente de mando de un barco pirata.

Pero lo que recordaba más claramente eran las largas horas que Iversen o Luca empleaban en leerle historias, sentados en la silla verde de cuero detrás del mostrador de caja, con Jon en el regazo o en el suelo, a sus pies. Durante aquellas horas, recibía el testimonio de cuentos fantásticos cuyas imágenes, aún hoy, podría recrear.

La librería anticuaría estaba exactamente igual a como la recordaba, a excepción de dos cosas: un trozo del pasamanos del barco pirata había sido sustituido por una nueva sección de madera fresca, de color claro, y un ramo de tulipanes blancos estaban colocados sobre el mostrador oscuro de la caja.

Ambos elementos parecían fuera de lugar en la atmósfera tranquila del negocio, como si fuese uno de esos cuadros de los pasatiempos en donde hay que adivinar los elementos que no concuerdan con la armonía del dibujo.

—Vendrá en un momento —dijo alguien a sus espaldas.

Jon se sobresaltó y se dio la vuelta para ver de dónde procedía la voz. Medio oculta detrás de la estantería del fondo, vio a una mujer pelirroja que llevaba un jersey negro y una falda larga de color granate. Su mano descansaba sobre el borde de la estantería, de tal modo que su rostro permanecía parcialmente oculto, sobre todo la boca y la punta de la nariz. Las únicas partes que Jon alcanzó a divisar fueron el cabello rojo y un brillante ojo verde que lo observaba con frialdad.

Jon la saludó con una cortés inclinación y estuvo a punto de decir algo, pero para entonces ella ya se había vuelto a retirar detrás de la estantería. En la parte delantera del establecimiento había una mesa larga donde se hallaban expuestos los libros recién llegados. Fingiendo estudiar los nuevos volúmenes, se movió a lo largo de la mesa y de allí al pasillo por donde la mujer había desaparecido. Ella lo había recorrido hasta la mitad. Al verla de espaldas, Jon pudo advertir que llevaba el cabello rojo sujeto en una cola de caballo y que le llegaba a la mitad de la espalda. Avanzaba con pasos amortiguados, como un gato, entre los estantes, controlando los lomos de los libros con la punta de los dedos, como si descifrara el alfabeto Braille o buscara irregularidades. No daba la impresión de leer los títulos, parecía más bien una ciega orientándose en un ambiente conocido. Un par de veces ella se detuvo y apoyó su palma entera sobre los lomos, como si pretendiera absorber las historias que contenían. Al final del estante, la mujer giró en la esquina, pero lanzó una mirada rápida en dirección a Jon antes de volver a desaparecer de su vista.

Jon dirigió de nuevo su atención a los libros que tenía delante. Era una heterogénea colección de obras de narrativa y ensayo, tanto en ediciones de tapa dura como en rústica. Algunos libros estaban como nuevos, virginales, sin un rasguño o un pliegue, mientras que los otros claramente habían sido leídos en la playa o durante un largo viaje.

Antes de llegar a ser lo suficientemente mayor para poder leer «en serio», uno de los pasatiempos favoritos de Jon había sido examinar los volúmenes recién llegados en busca de puntos de lectura olvidados. Esto se transformó en una verdadera obsesión de coleccionista, de la misma forma que otra gente se ocupa de sellos o monedas. La variedad era notable. Había puntos de lectura oficiales, pequeños fragmentos rectangulares de cartulina, decorada por una imagen que podía tener —o no— alguna relación con el propio libro. También estaban aquellos más insignificantes, trozos en blanco de papel, un pequeño trozo de cuerda, gomas elásticas o billetes de banco. Otros puntos de lectura revelaban indirectamente algo sobre los hábitos del lector o sus intereses. Podía ser un recibo, un billete de autobús, una entrada de cine o de teatro, la lista de la compra o el recorte de un periódico. Finalmente, estaban los puntos de lectura más personales, tarjetas de visita, dibujos, cartas, postales y fotografías. La carta o la tarjeta podía ser de un amor; la foto, llevar un saludo o una dedicatoria escrita al dorso, y el dibujo, por lo general, era el regalo de un niño.

A menos que se tratara de un billete de banco —que a Jon le era permitido guardar—, el resto de los puntos de lectura era recogido en una caja de madera que se encontraba bajo el mostrador de caja. Siendo niño, cuando no sabía encontrar alguna otra cosa que hacer, Jon extraía la caja y colocaba todos los objetos en el suelo, como si se tratase de un juego de cartas, inventándose historias con lo que ellos le inspiraban.

Las campanillas de la puerta tintinearon e Iversen entró con una enorme caja roja en sus manos. Era una pizza. Cuando levantó la vista y descubrió a Jon, en su rostro apareció una amplia sonrisa, y mientras se apresuraba para cerrar la puerta detrás de él, le ofreció vociferante un saludo.

—¡Qué grata sorpresa! —le dijo.

Colocó la caja de pizza sobre el mostrador y le tendió la mano.

—Hola, Iversen —respondió Jon, estrechando su mano derecha—. Espero no molestar —añadió, señalando hacia la pizza.

El fuerte aroma del queso fundido y el salami picante lograron expulsar por un momento el olor del pergamino y el cuero.

—En absoluto —gritó Iversen—, pero espero que no te importe si empiezo a comer. No hay nada que hacer, siempre es mejor cuando está bien caliente.

—Para nada. Que aproveche.

Iversen respondió con una sonrisa de gratitud.

—Entonces vayamos abajo. Allí podremos hablar sin que nos moleste nadie —sugirió, cogiendo la caja—. ¿Katherina? —llamó, dirigiéndose a lo largo del pasillo rumbo a la tortuosa escalera en el fondo del establecimiento.

La pelirroja apareció al final de la estantería, como si hubiese estado esperando a ser convocada. Era ligeramente más baja que Jon, y su cuerpo era delgado sin ser enjuta. Los cabellos rojos enmarcaban un rostro estrecho, pálido, de labios finos, que traducían una expresión severa. Sus ojos verdes miraron a Jon como si él estuviese en el lugar incorrecto.

—Bajamos a la cocina —dijo Iversen—. ¿Podrías mientras tanto vigilar la tienda?

La mujer asintió en silencio por toda respuesta y desapareció de nuevo.

—¿Es tu hija? —preguntó Jon, descendiendo por la escalera de caracol.

Los escalones de madera crujieron con fuerza bajo el peso de los dos hombres.

—¿Katherina? —Iversen se rió—. No, no, es una amiga de la librería. Ha sido una inestimable ayuda para nosotros dos, pobres ancianitos. Se ocupa de asuntos prácticos, como la limpieza y cosas semejantes. —Iversen se detuvo al final de la escalera—. Para ser sincero, no es exactamente la mejor dependienta que pueda tener una librería —añadió en voz baja.

Jon asintió.

—Parece un poco tímida, ¿verdad?

Iversen se encogió de hombros.

—Sí, pero no es por eso. Ella es disléxica.

—¿Una dependienta disléxica en una librería? —exclamó Jon, sin poder evitar la sorpresa, en un tono algo más alto de lo habitual. Y luego, en un susurro, agregó—: Es como tener un elefante en una cacharrería.

—No tengo nada malo que decir de Katherina —contestó Iversen con seriedad—. Tiene una inteligencia superior a la media. Pronto lo descubrirás.

Estuvieron parados por un momento al pie de la escalera, en un pasillo estrecho, encalado, iluminado por dos bombillas desnudas. A ambos lados del pasillo se abrían dos puertas, e Iversen se dirigió a la que comunicaba con la cocina. El cuarto de enfrente estaba inmerso en la oscuridad, pero Jon sabía que su padre solía utilizarlo como taller, para la encuadernación y restauración de libros. Al final del corredor, había otra puerta de roble macizo.

La cocina era pequeña, pero funcional. Un fregadero de acero inoxidable, un armario, dos hornillos eléctricos, una nevera y una mesa con tres sillas plegables. Sobre las paredes y las puertas del armario colgaban sobrecubiertas e ilustraciones desechadas, en cualquier parte donde hubiera espacio.

Iversen colocó la pizza sobre la mesa, se quitó la chaqueta y la colgó de un perchero junto a la puerta. Jon siguió su ejemplo.

—Adoro la pizza —admitió Iversen al sentarse a la mesa—. Sé que es ese tipo de comida que concuerda mejor con el gusto de los jóvenes, pero no lo puedo remediar. Y esto no ha sido culpa de la influencia de tu padre. Él odiaba las pizzas danesas. —Iversen se rió—. No tienen nada que ver con la verdadera pizza, solía decir. Según él, estaban demasiado preparadas, como si fuera un pastel con doble ración de crema.

Jon se sentó enfrente.

—¿Quieres un poco? —masculló Iversen con la boca llena.

Jon sacudió la cabeza.

—No, gracias. En este punto comparto la opinión de Luca.

Iversen se encogió de hombros y continuó masticando.

—Mientras como, cuéntame algo de tu vida.

—Bien —comenzó Jon—. Como sabes, fui adoptado por una familia de Hillerad. No estuvo mal, sólo que me quedaba un poco lejos de Copenhague cuando empecé a frecuentar la universidad. En mitad de los estudios hice una pausa de un par de años y trabajé como asistente legal en Bruselas, digamos que era una especie de becario. Luego, ya de vuelta en Dinamarca, me licencié en Derecho con muy buenas calificaciones, quedando entre los primeros de mi clase, lo cual me llevó a un contrato como abogado en el bufete Hanning, Jensen & Halbech, donde todavía trabajo.

Jon guardó silencio al descubrir que en realidad no tenía nada más que decir. No porque no hubiese más que contar, ya que siempre podría hablar de sus viajes, sus dificultades para el estudio, de los conflictos entre colegios o en la empresa, incluso del caso Remer, que era algo así como la guinda que coronaba la tarta. Pero ¿por qué implicar a Iversen, que no vivía una verdadera vida, justo ahora, después de tantos años, y teniendo delante la posibilidad de que la muerte de Luca fuese el definitivo final para sus relaciones?

—Como podrás comprender, no me he ocupado mucho de la literatura —agregó, encogiéndose de hombros.

—Quizá no con la literatura propiamente dicha —admitió Iversen entre dos porciones de pizza—. Pero la palabra escrita tiene una gran importancia para los dos, en nuestros respectivos campos. Aunque lo hacemos de modo diferente, ambos dependemos del libro.

Jon asintió.

—A pesar de que hoy se encuentra casi todo en versión electrónica, tienes razón. Todos mis colegas tienen una copia del Karnov en un sitio u otro. Tal vez porque siempre resulta más impresionante tener un montón de gruesos libros de consulta que un CD-ROM. —Extendió los brazos—. Supongo que por eso todavía hay necesidad de librerías anticuarías como ésta.

Iversen se tragó el último bocado de pizza.

—Seguramente.

—Y esto nos lleva al motivo de mi visita —dijo Jon en un tono pragmático—. ¿Qué querías decirme?

—Vamos a la biblioteca —dijo Iversen, señalando la puerta—. Hay más… ambiente.

Se levantaron y salieron al corredor. De niño, Jon tenía prohibido ir abajo, a no ser que estuviese acompañado por Luca o Iversen, y nunca había puesto un pie al otro lado de la puerta de roble a la cual ahora ellos se dirigían. A sus ojos, aquella estancia siempre había sido una cámara del tesoro o la celda de una prisión, pero no importaba la insistencia con que lo pidiera, jamás le permitieron entrar. La puerta estaba siempre cerrada con llave, y al cabo de un tiempo dejó de preguntar. Iversen extrajo un manojo de llaves del bolsillo de su pantalón y seleccionó una grande de hierro, que introdujo en la cerradura. Al abrirse, la puerta chirrió con solemnidad, Jon notó que se le erizaban los pelos de la nuca.

—Bueno, ésta es la colección Campelli —anunció Iversen, desapareciendo en la oscuridad, más allá de la puerta.

Un instante después, las luces se encendieron y Jon dio un paso hacia el interior. La habitación era baja, de unos treinta metros cuadrados, una gruesa alfombra oscura cubría el suelo. En el centro, cuatro sillas de aspecto cómodo rodeaban una mesa baja de madera, también oscura. Las paredes se veían cubiertas por completo de estanterías y armarios de cristal llenos de libros con las portadas más diversas. La mayor parte, no obstante, estaban forradas en cuero, y la iluminación indirecta sobre las estanterías inundaba los volúmenes y el resto de la habitación en una claridad suave, dorada.

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