Libros de Luca (7 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Jon emitió un silbido de admiración.

—Impresionante —exclamó, deslizando una mano por los libros del estante más cercano—. No es que entienda mucho de esto, pero debo admitir que se trata de un hermoso espectáculo.

—Puedo asegurarte que aun para aquellos que sí creen saber, la vista no es menos impresionante —añadió Iversen. Sonreía con orgullo, dejando vagar la mirada de estante en estante—. La colección es fruto de las fatigas de siglos de tu padre y tus antecesores. La mayor parte de las obras viajaron por casi toda Europa antes de terminar aquí. —Con sumo cuidado, extrajo un volumen y acarició el cuero oscurecido con las yemas de sus dedos—. Si pudiese oírlo hablar —dijo con aire absorto—. Una historia en la historia sobre la historia.

—¿Valen mucho?

—Muchísimo —contestó Iversen—. Quizá no tanto en dinero, pero en términos afectivos y bibliográficos seguramente son valiosísimos.

—¿De modo que éste es el gran secreto? —preguntó Jon.

—Sólo una parte —respondió Iversen—. Siéntate, Jon.

Le indicó uno de los asientos de cuero y se acercó a cerrar la puerta. Todavía le parecía estar en un estudio de grabación, o dentro de una campana de cristal. Jon tenía la impresión de que ningún sonido era capaz de penetrar la atmósfera de la biblioteca, y que podían gritar todo lo que quisieran y nadie los escucharía. Se acomodó en una de las sillas de cuero, colocando los codos sobre los reposabrazos, y entrelazó las manos.

Iversen se sentó en otra silla, frente a Jon, y se aclaró la garganta antes de comenzar.

—Ante todo, debes saber que Cuanto estoy a punto de contarte, antes o después, te lo habría dicho tu padre, de la misma forma que Luca fue iniciado por Armando, su padre. El debería haberlo hecho hace mucho tiempo, pero el ambiente en tu familia no ha sido el más propicio para este tipo de revelaciones.

Jon no dijo una sola palabra, y la expresión de su rostro permaneció imperturbable.

—Pero no quiero meterme en esas cuestiones —continuó Iversen—. Aunque me gustaría decir que, a pesar de que las cosas no sucedieron del modo en que tendrían que haberlo hecho, me siento muy orgulloso de ser yo quien tenga el privilegio de revelarte el secreto que ahora escucharás. —La voz de Iversen temblaba un poco; respiró profundamente antes de continuar—: Sabes por experiencia propia que tu padre era excepcionalmente bueno para la lectura de historias en voz alta, como también lo fue tu abuelo. Yo mismo, modestamente, soy bastante aceptable, pero nada comparado con Luca. —Hizo una pausa—. Dime, Jon: según tú, ¿qué es necesario para que alguien pueda ser un buen narrador?

Jon conocía demasiado bien a Iversen como para que le sorprendiera la pregunta. Le parecía haber vuelto a tantos momentos vividos años atrás con aquel hombre que, sentado en el sillón verde de cuero detrás de la registradora como si fuese un trono, lo interrogaba sobre las historias que le había leído. Eran preguntas acerca de lo que Jon pensaba de los relatos, las descripciones, los personajes.

Jon se encogió de hombros.

—Práctica, empatía y también, claro, un poco de habilidad interpretativa —contestó sin quitar sus ojos de los de Iversen.

El anciano lo aprobó.

—Cuanto más lee una persona, mejor llega al encuentro del ritmo y las pausas en los momentos justos. Con la práctica las palabras fluyen con mayor facilidad de sus labios, y eso le permite dedicar más atención a los otros dos rasgos que mencionabas: empatia y habilidad interpretativa. No es una simple coincidencia que los actores a menudo lean historias en la radio, —Iversen se apoyó en Jon—. Pero algunas personas tienen, por así decirlo, otra carta bajo la manga para jugar. —Hizo una pausa para lograr cierto efecto dramático—. Saber leer un texto no es una habilidad innata. La capacidad de descifrar las letras del alfabeto no está en nuestro bagaje genético. De hecho, se trata de una acción antinatural, una habilidad artificial que adquirimos durante nuestros primeros años en la escuela, algunos con mayor fortuna y talento que otros. —Miró hacia arriba, a la tienda que estaba sobre ellos, donde Katherina probablemente continuaba su danza entre las estanterías—. Cuando leemos, se activan muchas áreas diferentes del cerebro. Se da allí una combinación entre el reconocimiento de símbolos y modelos y la capacidad de asociarlos a sonidos, de recogerlos en sílabas, hasta llegar a descifrar finalmente el significado de una palabra. Además, la palabra tiene que ser puesta en relación con el contexto en la que se encuentra para producir el significado…

Jon notó que, nervioso, sacudía una pierna de forma involuntaria. De inmediato, se puso de pie.

—Desde luego, todo esto que te estoy diciendo es bastante banal —se disculpó Iversen—, pero es algo en lo que por lo general no pensamos, y si lo hago es simplemente para subrayar que la lectura es un proceso complicado que va de la palabra que tienes en la página delante de ti al sonido que abandona tus labios. Muchas zonas del cerebro están implicadas en la traducción del símbolo en sonido, o en la comprensión, si es que estás leyendo en silencio. Y a partir de esta interacción puede verificarse un hecho extraordinario. —Los ojos de Iversen brillaron, como si estuviese a punto de revelar una oculta obra de arte al gran público—. Para un reducido número de personas, toda esta actividad mental incluye las áreas del cerebro que nos permiten ejercer cierta influencia psíquica sobre quienes nos escuchan. Jan enarcó una ceja, pero al parecer no era respuesta suficiente como para estimulara Iversen aque continuara su relato.

—¿Qué quieres decir? —preguntó entonces—. No hay puedes confundir el sentido de la gente a través de lo que lees en voz alta? ¿No se trata simplemente de una cuestión de técnica?

—A un nivel muy, pero que muy avanzado, sí —admitió Iversen—. Pero esto va más allá. Somos capaces de influir sobre la gente sin que ellos sean conscientes de ello, de influir sobre la comprensión del texto, su temática, e incluso sobre lo que va diciendo.

Jon estudió atentamente al hombre sentado frente a él: o bien estaba loco o todo se trataba de una broma. Pero Iversen no era precisamente un tipo capaz de tomarse la literatura como juego.

—Si quisiéramos, podríamos cambiar la opinión de los oyentes sobre el argumento de un texto. Para tomar un ejemplo extremo, podríamos confundir a un sacerdote católico y forzarlo a mostrarse favorable al aborto.

Iversen esbozó una sonrisa, pero resultaba evidente que estaba hablando completamente en serio.

—Pero ¿cómo?

—Bien, probablemente no soy la mejor persona para explicarlo, pero puedo hacerte un esquema sobre el principio general. Luego, otros podrán encargarse de hacerte saber los detalles. —Carraspeó—. Tal como yo lo entiendo, la cosa funciona así: cuando nosotros, y por nosotros me refiero a todos y cada uno de nosotros, recibimos una información, por ejemplo, cuando leemos o vemos una película o un programa de televisión, etcétera, en una situación cualquiera, se abre una especie de canal que elabora, clasifica y distribuye los contenidos de dicha información. Y también aquí hay énfasis añadido al comparar los datos recibidos con la presentación y las experiencias previas de cualquier persona, lo que incluye opiniones y convicciones. De hecho, es este proceso el que determina en qué medida nos gusta la música que estamos escuchando o si estamos de acuerdo con los argumentos de un orador.

—Y este… énfasis ¿es algo que se podría controlar? —lo interrumpió Jon.

—Con absoluta precisión —contestó Iversen—. Nosotros, y ahora me refiero a quienes cultivamos este arte, nos llamamos Lectores. Cuando leemos un texto en voz alta, estamos capacitados para cargarlo con cualquier acentuación que queramos, y de este modo podemos influir en la recepción de la lectura, en la actitud del oyente respecto a lo que está siendo leído.

Jon comenzó a sentirse un poco molesto. No estaba habituado a tener que lidiar con emociones, sensaciones, hipótesis sin documentar. En su mundo no valía la pena ocuparse de un caso sin un testimonio fiable, indicios o pruebas fehacientes. Esto se parecía más a una cuestión de fe, y eso no le gustaba nada.

—¿Puedes demostrar aunque sólo sea una pequeña parte de todo esto que has dicho? —preguntó Jon con firmeza.

—Esto no es una ciencia exacta, y hay muchas cosas que escapan, al menos en parte, a nuestra comprensión. Por ejemplo, hemos descubierto que ciertos tipos de texto se adaptan mejor que otros. Así, la narrativa ha demostrado ser más eficaz que el ensayo, y también incide de modo significativo la calidad de la obra. Incluso lo más notable es que el potencial del texto puede variar según sea leído desde un monitor, de una fotocopia barata o de una primera edición y, por supuesto, este último soporte se ha revelado mucho más poderoso que los otros dos. También ocurre que determinados libros se cargan con la lectura, de tal modo que la presentación sucesiva del texto se hace más potente, resulta más eficaz la comunicación del mensaje y de las emociones que contiene. Por eso, los volúmenes más antiguos y más leídos resultan más poderosos que las copias nuevas, con frecuencia vírgenes de lectores.

Iversen intercambió una mirada con Jon, y le invitó a que recorriera con los ojos las estanterías que los rodeaban.

Jon se levantó y se acercó al estante más cercano.

—¿Son caros estos libros? —preguntó con escepticismo, tomando un ejemplar al azar.

—Sí, muchos de ellos lo son. En realidad, puedes sentirlo cuando sostienes las copias más poderosas en las manos.

El abogado colocó sobre la palma de su mano el libro que había cogido del anaquel.

Al cabo de un par de segundos, sacudió la cabeza, colocó el libro en su lugar y repitió el proceso con otro.

—No siento nada —admitió finalmente.

—Necesitas tener el poder —explicó Iversen—. Más una buena práctica.

Jon volvió a dejar el libro en su estante y se giró para Colocarse frente a Iversen.

—¿Y cómo se hace para adquirir este poder? ¿Cómo se convierte uno en Lector?

—Es algo innato —respondió Iversen con decisión—. No se trata de algo que se pueda aprender, ni mucho menos elegir. Tu padre heredó este poder del suyo, Armando, que a su vez lo consiguió a través de su padre, etcétera. Por lo tanto, es altamente probable que tú también lo hayas heredado de Luca.

Iversen hizo una pausa antes de asestar el golpe de gracia.

—Tú podrías ser un Lector, Jon.

Jon miró incrédulo a Iversen. La sonrisa había desaparecido de los labios del anciano y su expresión había adquirido una solemnidad que contrastaba con su habitual alegría. Jon alargó el brazo hacia las estanterías.

—Pero hace apenas un momento he dicho que no sentí nada.

—En la mayor parte de la gente los poderes están latentes —dijo Iversen—. Algunos no los descubren nunca, otros nacen con un talento activo, e incluso en otros los poderes pueden activarse por casualidad. La mayoría revela alguna forma de talento en este sentido, ya sea en la elección de su profesión o en el modo de desarrollarla. —Dirigió entonces una mirada penetrante al abogado—. ¿Y tú, Jon? ¿No has vivido alguna vez una situación en donde tu lectura en voz alta haya influido o movilizado a quienes te escuchaban?

A pesar de que tenía la sensación de que fascinaba al público cuando exponía su alegato final, Jon nunca había notado nada extraño. Ni canales, ni energía ni cargas de ningún tipo. Se trataba solamente de técnica, nada más.

—Quizá leo mejor que la mayoría de la gente —admitió Jon—. Pero esto no significa algo necesariamente.

Iversen asintió con la cabeza.

—Tienes razón. Una persona puede tener un talento especial para leer en voz alta, pero eso no significa que pueda ser un Lector.

Jon se cruzó de brazos.

—¿Luca era un Lector?

—El mejor.

—Y los amigos de Libri di Luca… ¿también son Lectores?

—La mayor parte de ellos, sí.

Jon volvió a ver aquella congregación en la capilla y trató de imaginarlos como un silencioso grupo de conspiradores en vez de la muchedumbre heterogénea que había percibido. Sacudió la cabeza.

—Hay una cosa que no entiendo… Si la base de todo es la lectura… ¿Qué hace aquí una disléxica?

—¿Katherina? —preguntó Iversen con una sonrisa—. Ella es un capítulo aparte.

Capítulo
5

Katherina se sentó en la parte superior de la escalera del pasadizo y dobló las piernas hasta el pecho, de modo que pudiera hacer descansar la barbilla sobre las rodillas. Desde allí podía tener una visión completa de la tienda y, en particular, de la puerta de la calle.

Incluso ahora, una semana después de la muerte de Luca, todavía esperaba que la puerta se abriera de improviso e hiciera su aparición el pequeño italiano, que solía entraren la librería con la expresión satisfecha de quien retorna a casa, y no la de aquel al que sólo le espera por delante un día de trabajo. Desde hacía un par de años, también a ella la embargaba esa misma sensación al abrir la puerta y escuchar las campanillas dándole la bienvenida e invitándola a entrar. El sonido de aquellas campanas le transmitía una particular tranquilidad y seguridad, e imaginaba que para Luca era lo mismo.

Pero ahora todo había cambiado.

Su mirada fija recayó sobre el tramo de la barandilla que había sido sustituido. El carpintero, un conocido de Iversen, había hecho todo lo posible por encontrar la tonalidad que más se aproximara a la antigua madera del pasamanos, pero se podía apreciar con claridad que una parte había sido reparada recientemente. Pasarían un par de años antes de que la diferencia resultara imperceptible.

Al no escuchar las voces de Iversen y el hijo de Luca desde el sótano, Katherina imaginó que se habían escondido en la biblioteca. Se había enterado de la existencia de aquel hijo después de la muerte de Luca, y la noticia la pilló completamente desprevenida. Después de diez años en la librería y, de acuerdo con lo que ella pensaba que era una estrecha amistad tanto con Iversen como con Luca, la noticia de pronto la hizo sentirse excluida. Iversen sostenía que Luca había tenido buenas razones para mantener aquella información en secreto, ni siquiera él conocía del todo los motivos, pero probablemente estaban relacionados con la muerte de su esposa.

En el funeral, Katherina tuvo la posibilidad de estudiarlo con atención. Se parecía a su padre, aunque era considerablemente más alto. Los rasgos eran los mismos: ojos oscuros, cejas espesas y el cabello casi negro, lo que le confirmó que en su juventud Luca debía de haber sido un hombre muy atractivo.

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