Libros de Luca (9 page)

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Siempre con extraordinaria amabilidad, que tanto apreciaría en los años venideros, Luca le explicó que ella no era la única: al menos la mitad de la gente que había presenciado la lectura estaba dotada con las mismas capacidades.

Katherina nunca lo había considerado como tal. Creía quelas voces habían salido a su encuentro, forzándola a prestar atención; no era ella quien se detenía en ellas. Pero también era posible, según le había explicado Luca, que los poderes pudieran sintonizarse en el canal que abría en cuanto alguien leía, ya fuese en voz alta o silenciosamente.

En sólo quince minutos, él le enseñó una técnica que le permitió bajar el volumen de las voces hasta el punto de que ya no le resultaban molestas. Incluso, aunque la técnica requería de ejercicio, el efecto en su primera tentativa resultó tan extraordinario que Katherina se echó a llorar por el alivio obtenido. Luca la consoló y la invitó a visitar la librería tantas veces como quisiera para mejorar su técnica. Desde luego, ella podía hacerlo sin su supervisión, pero bajo ningún concepto debía intentar amplificar las voces o modificarlas, por lo menos no hasta obtener una mayor práctica en la utilización del método. Más tarde, Katherina averiguaría el porqué.

Los clientes de Libri di Luca siempre parecían distraídos. Entre las fugaces imágenes evocadas de los extractos de obras que leía, afloraban escenas sin mayor importancia en los textos. Era un efecto residual de sus poderes. Además de la capacidad de escuchar el texto que estaba siendo leído, Katherina podía ver a menudo las imágenes que la trama podía hacer evocar en el lector. Y si él o ella pensaban al mismo tiempo en otro tipo de cosas, también aparecerían como breves secuencias insertadas en una película. Era un efecto secundario que requería entrenamiento, y también en esto Luca la había ayudado. Durante esos años, Katherina había aprendido a percibir qué cosas ocupaban la mente de un lector distraído, como el hombre con las gafas de carey.

Al parecer, él tenía una cita con una muchacha, porque a intervalos regulares su imagen surgía junto a aquellas en donde ellos deberían encontrarse (en la plaza del Ayuntamiento), el restaurante adonde irían a cenar (el Mühlhausen), u otras que contenían sus expectativas decididamente eróticas para el resto de la noche. Katherina sintió subir el rubor en sus mejillas.

Sin embargo, no podía leer de esa manera la mente de cualquiera. Según Iversen, dependía de las fantasías de cada individuo, de la claridad de las imágenes generadas por el texto y del inconsciente de la persona; pero también era un asunto ligado a la modalidad de lectura. Estaban aquellos que recorrían las páginas a gran velocidad, produciendo una rápida sucesión de imágenes que, en los casos más extremos, daban la sensación de un cómic estilizado parpadeando ante los ojos. Otros lectores se tomaban su tiempo, tanto tiempo que las imágenes eran muy nítidas, y tan plenas que se podían explorar acercando el zoom a los más mínimos detalles, como lo haría la fotografía de un satélite espía.

—Me llevaré éstos —dijo una voz cautelosa, y Katherina abrió los ojos.

El hombre con las gafas de carey estaba ante la caja y le tendía dos libros. Se encogió de hombros, como disculpándose.

—Ochenta coronas —dijo Katherina sin mirar las ediciones de bolsillo que había elegido; ya sabía que se trataba de El sueño eterno y El palacio de la luna, que costaban treinta y cincuenta coronas respectivamente.

Ella se levantó y extrajo una bolsa de debajo de la caja, mientras el cliente revolvía en sus bolsillos buscando el dinero. Pagó y abandonó la tienda con una bolsa de plástico negra que llevaba impresa la inscripción LIBRI DI LUCA en letras doradas.

En algunos casos, los poderes de Katherina compensaban su dislexia, y en muchas situaciones le permitían ocultar completamente su discapacidad. Así, durante un cierto período sintió que había logrado «notables progresos» en sus clases de lectura en la escuela primaria. Pero cuando el profesor u otros alumnos no podían seguir el texto, ella volvía a sentirse fuera del significado de tas cosas, como antes. Esto le provocó un duro revés a la hora de los exámenes.

Luca estaba convencido de que había una conexión entre su dislexia y sus poderes como Lectora. Durante sus ejercicios había descubierto rápidamente que ella tenía un poderoso talento y, en su opinión, ello era debido a la dislexia, no a pesar de ella. Por este motivo, intentó convencerla de que considerara sus capacidades como un regalo y no un castigo, que era la forma en que ella las había percibido hasta ese momento. Si bien él mismo era un Lector, no era un receptor, y en consecuencia no podía saber por experiencia propia qué le sucedía a Katherina.

Para el hijo de su mentor, pensó ella, que ahora estaba siendo iniciado en los secretos del Lector en la habitación de abajo, debía de ser mucho peor. El escepticismo que ella había experimentado cuando Luca le explicó cómo eran las cosas pronto había desaparecido, porque ella ya lo había notado en su propio cuerpo. Había recibido una explicación, que por muy increíble que sonara, siempre era una explicación que ella podía aceptar. Pero no alcanzaba a imaginarse el efecto que tendría toda esa historia sobre un profano absoluto. ¿Cómo reaccionaría él?

En aquel momento, Katherina oyó el crujido de la escalera, y unos segundos después se encontró con Iversen. Sudaba y su cara estaba algo enrojecida, como le sucedía cada vez que participaba alterado en una discusión.

—Quiere la prueba —dijo casi sin aliento—. ¿Estás dispuesta a ofrecerle una demostración?

Capítulo
6

¿Cuál escoger?

Jon caminaba entre los estantes del sótano en busca de un libro para utilizar en la demostración. Podía seleccionar cualquier volumen que le gustara, según le había dicho Iversen con la desenvoltura de un mago que desafía a alguien del público a elegir una carta del mazo al azar. Según había entendido Jon, el plan consistía en que él debía leer un extracto del libro mientras Katherina trataba de influir en su percepción del texto, hasta el punto de no dejar dudas de que esto fuese posible.

Como Iversen había explicado, Katherina era una receptora, lo cual significaba que ella era capaz de escuchar y hasta cierto punto ver lo que otros leían. Pero lo que le parecía aún más increíble es que ella fuese capaz de acentuar a voluntad la experiencia perceptiva que el lector recogía del texto. Desde este punto de vista, los poderes de Katherina se parecían a aquellos que, según Iversen, él mismo poseía, pero mientras Jon debía declamar un texto para conseguir su efecto, Katherina era capaz de influir en el lector directamente, incluso si aquella persona leía para sí mismo.

Iversen había estado muy convincente, pero al insinuar cierta relación con la telepatía como una consecuencia del talento de Katherina, Jon exigió la prueba. La naturalidad con la que el anciano había aceptado inmediatamente su exigencia y la insistencia en hacerlo rápido plantó una semilla de preocupación en el ánimo de Jon. Si realmente todo aquel asunto escondía algo de verdad, no estaba del todo seguro de que le gustase que alguien registrara su cerebro mientras leía.

La entrada de Katherina a la biblioteca no ayudó a mejorar las cosas. No tenía el estilo rimbombante del mago ni el aire misterioso del místico; parecía un poco avergonzada de estar allí y, sin apenas dignarse echarle una mirada, se sentó en uno de los sillones de cuero con las manos en su regazo. Aun así, Jon sintió que estaba siendo observado, y no sólo por las dos personas que se hallaban presentes: tenía la sensación de que también los libros que atestaban las paredes parecían estudiarlo cortándole la respiración.

—¿Puedo coger uno de la tienda? —preguntó Jon, señalando el techo.

—Desde luego —respondió Iversen—. Tómate tu tiempo.

Jon abandonó la estancia y se dirigió arriba, a la librería. Iversen había cerrado la puerta, e incluso apagado las luces, de modo que el establecimiento estaba sólo iluminado por el resplandor de los faroles de la calle que entraba, por el escaparate. Después de habituarse a la oscuridad, Jon dejó vagar sus ojos entre los anaqueles. De vez en cuando, tomaba un volumen, lo examinaba un poco y lo descartaba de inmediato, devolviéndolo a su lugar. Finalmente comprendió que no tenía importancia alguna qué libro escogiera: a fin de cuentas, ¿cómo podía saber cuál era el texto conveniente para este tipo de prueba? Cerró los ojos y dejó deslizar sus dedos por los lomos de los libros que tenía delante, hasta que se detuvo al azar sobre un volumen y lo extrajo del estante. Con su trofeo en la mano, volvió a la sala de lectura en el sótano.

—Fahrenheit 451 —anunció Iversen, asintiendo con satisfacción—. Bradbury. Una excelente elección, Jon.

—¿Ciencia ficción, verdad?

—Sí, pero el género no tiene ninguna importancia. ¿Estás listo?

Jon se encogió de hombros.

—Tanto como pueda estarlo.

—¿Y tú, Katherina? —preguntó Iversen, mirando a la pelirroja que permanecía inmóvil en el asiento de cuero.

Ella alzó los ojos y le dedicó una penetrante mirada a Jon. Absorta, se pasó el índice sobre la barbilla antes de colocar de nuevo las manos en el regazo y afirmar con la cabeza.

—Bien —dijo Iversen, aplaudiendo—. Te conviene sentarte, Jon.

—¿Y puedo leer también mentalmente, sólo para mí?

—Exacto —respondió Iversen, estirando el brazo hacia una silla—. Comienza, entonces, y no tienes por qué preocuparte. Ella se encargará de ti.

Jon se sentó en el sillón colocado frente a Katherina. Ella le hizo una señal invitándolo a comenzar, y él, instintivamente, como respuesta asintió y luego bajó la mirada hacia el libro.

Originalmente había sido una edición ordinaria, en rústica, pero el propietario había hecho plastificar la portada reforzando el lomo y la contraportada con cartulina y cuero. Los bordes de las páginas estaban amarillentos y ligeramente ajados por el uso: apoyado de plano sobre las rodillas, el libro no se cerraba por completo.

Antes de abrirlo, Jon dirigió una última mirada a Katherina. Estaba erguida, y continuaba con las manos en el regazo y los ojos cerrados. Entonces Jon comenzó a leer.

Al principio procedió con extrema lentitud. Leía con atención, pero a la vez se mantenía en guardia por intentar descubrir algo insólito, fuera de lugar. Continuó de la misma manera durante un par de páginas, sin comprender del todo realmente lo que estaba escrito, pero de pronto sintió como si el texto lo hubiese atrapado, y a partir de allí comenzó a leer con más libertad y fluidez, mientras la historia penetraba sin dificultad en su conciencia.

El protagonista de la obra, Montag, era al parecer un bombero, pero un bombero algo particular: en lugar de apagar los incendios, los provocaba. Su misión consistía en quemar libros, objetos que eran considerados por la sociedad en la que vivía como muy peligrosos. Un día, al volver del trabajo, se encontró con una muchacha, que lo acompañó hasta su casa. La descripción de la muchacha era increíblemente viva, y Jon pudo verla con claridad frente a él: ágil, sonriente, elegante y espontánea. Su corazón comenzó a latir más rápido, y la boca se le secó. Esa muchacha era asombrosa. Estaba impaciente por seguir leyendo sobre ella, quería saber de dónde venía y qué papel desempeñaba en la historia. Se le apareció tan viva que casi podía sentirla a su lado, mientras ella caminaba hacia la casa de Montag con pasos tan ligeros como plumas y su cabello rojo ondeando al viento. Comenzó a echarla de menos, a experimentar una sensación de vacío, cuando ella lo abandonó allí, en el umbral de la casa.

La descripción era tan convincente que Jon sintió el impulso de mirar de soslayo para observar mejor a la muchacha, pero sus ojos ya no le obedecían. Permanecían fijos, sin abandonar la página, y continuaron avanzando por el texto hacia el momento tan temido, el de la despedida. Desesperado, Jon trató de dejar de leer, o al menos de ralentizar el ritmo, pero la historia progresaba inexorablemente bajo sus ojos. El sudor había comenzado a aparecer sobre su frente y su pulso se aceleró.

En la historia, Montag y la muchacha habían llegado a la casa de éste, donde, siempre de pie en el umbral, conversaban sin prisa, pausadamente, como si ellos estiraran el tiempo para fascinación o tormento de Jon. El sintió una atracción increíble por esta muchacha, como si la conociese desde siempre y estuviese perdidamente enamorado de ella. Montag finalmente comenzó a despedirse de ella, y Jon debió reprimir un feroz deseo de llamarla, de atraerla de nuevo al texto, que ahora le parecía banal e improvisado. Notó que sus ojos estaban húmedos, pero al mismo tiempo comprendió que otra vez estaba en condición de controlarse, y aprovechó la oportunidad para interrumpir la lectura.

En el mismo momento en que levantó la mirada, Katherina abría muy lentamente los párpados, pero evitó mirarlo a la cara. Él notó que sus ojos estaban enrojecidos. Jon buscó entonces a Iversen, en silencio, que lo observaba fijamente, con expectación.

—¿Y bien?

Jon volvió a bajar la vista hacia el libro. Parecía uno como cualquier otro, como tantos, un montón de páginas con letras formando palabras, sin el más mínimo signo de aquella vida, de aquella riqueza de sensaciones que acababa de experimentar. Cerró el libro y lo giró entre sus manos, examinándolo.

—¿Cómo lo habéis hecho? —preguntó por fin.

Iversen estalló en una carcajada.

—¿No es asombroso? Estoy tan sumamente impresionado como siempre.

Jon asintió con aire ausente.

—¿Y podías oírme mientras leía? —preguntó, volviéndose hacia Katherina. Ella se ruborizó y lo confirmó de forma casi imperceptible.

—Sin embargo, cuidado —puntualizó Iversen, levantando el índice—. Lo que ella escuchaba no era tu voz. Y mucho menos la suya, ni siquiera la del autor, en realidad. Y esto es lo más increíble de todo. Al parecer, cada libro tiene su propia voz. —Miró con evidente envidia a la mujer de cabellos rojos—. Es como comunicarse con el libro mismo, con su alma.

—El sueño erótico de todos los bibliófilos.

—Hummm, pues sí —respondió Iversen, con una sonrisa avergonzada—. Quizá me dejé llevar un poco por el ambiente. A veces olvido que ser receptora implica también costos altísimos. Costos que tú y yo estamos muy lejos de poder imaginar.

Jon recordó al hombre de la cerveza fuerte que había encontrado en El Vaso Limpio tras el entierro de Luca. Entonces lo había tomado por un loco, un borracho fantasioso al que le daba por soltar tonterías sobre lectores y textos que cantaban y gritaban. Como una ironía del destino, aquellos delirios del pobre tipo ahora le ayudaban a dar crédito a la explicación de Iversen.

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