Lo es (21 page)

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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Chris Wayne, de Lisdoonvarna, era el mayor de los huéspedes, tenía cuarenta y dos años, trabajaba en la construcción y estaba ahorrando para traerse a su novia, de veintitrés años, para que pudieran casarse y tener hijos mientras a él le quedase un ápice de fuerzas. Los huéspedes le llamaban el Duque por su apellido y por la tontería. No bebía ni fumaba, iba a misa y comulgaba todos los domingos y nos evitaba a todos los demás. Tenía mechones grises en su cabello negro rizado y estaba demacrado por su piedad y por su frugalidad. Tenía toalla y jabón propios, y dos sábanas que llevaba consigo en una bolsa por miedo a que las usásemos nosotros. Todas las noches se arrodillaba junto a su cama y rezaba el rosario completo. Era el único que había conseguido una cama propia porque nadie, ni borracho ni sereno, sería capaz de meterse en la cama con él ni de usar la cama en su ausencia a causa del olor de santidad que la rodeaba. Trabajaba de ocho a cinco todos los días laborables y cenaba con los Logan todas las noches. Lo apreciaban por ello, porque así les pagaba siete dólares más cada semana, y lo apreciaban todavía más por lo poco que se metía en el cuerpo escuálido. Dejaron de apreciarlo más tarde, cuando empezó a toser y a escupir y tenía gotas de sangre en el pañuelo. Le dijeron que tenían que pensar en su hijo y que más le valía buscarse otro alojamiento. Él dijo al señor Logan que era un hijo de perra y un cabrón lastimoso que le daba pena. Si el señor Logan se creía que era verdaderamente el padre de aquel hijo, debería mirar a sus huéspedes, y si no era completamente ciego descubriría en la cara de uno de los huéspedes una semejanza manifiesta con el niño. El señor Logan se levantó penosamente de su sillón diciendo jadeante que si no fuera porque estaba mal del corazón mataría a Chris Wayne allí mismo. Intentó lanzarse contra el Duque, pero su corazón se lo impidió y tuvo que escuchar los chillidos que le soltaba Nora de Kilkenny, suplicándole que lo dejase para que ella no se quedara viuda con un niño huérfano.

El Duque se rió y dijo por fin, jadeando, a Nora:

—No se preocupe, ese hijo siempre tendrá padre. Claro, ¿acaso no está en esta habitación?

Salió de la habitación tosiendo, bajó las escaleras hasta la planta baja y nadie volvió a verlo más.

Después de aquello fue difícil vivir allí. El señor Logan sospechaba de todos y se le oía gritar a Nora de Kilkenny a todas horas. Quitó una de las toallas y ahorraba dinero comprando pan duro en la panadería y sirviendo leche en polvo y huevos de huevina en el desayuno. Quería que todos fuésemos a confesarnos para mirarnos las caras y darse cuenta de si era verdad lo que había dicho el Duque. Nos negamos. Sólo había cuatro huéspedes que llevaban en la casa el tiempo suficiente para ser sospechosos, y Peter McNamee, el más antiguo, dijo al señor Logan abiertamente que lo último que se le ocurriría sería liarse con Nora de Kilkenny. Le dijo que ésta estaba hecha tal saco de huesos de tanto trabajar en la casa, que se le oía crujir y traquetear cuando subía por las escaleras.

El señor Logan soltó un suspiro en su sillón y dijo a Peter:

—Me duele que digas eso, Peter, que mi mujer traquetea, siendo como eres el mejor huésped que hemos tenido nunca, a pesar de que nos engañase mucho tiempo la falsa piedad del tipo que se acaba de marchar, gracias a Dios.

—Siento que le haya dolido, señor Logan, pero Nora de Kilkenny no es en absoluto un buen bocado. Ninguno de los presentes la miraría dos veces en una pista de baile.

El señor Logan nos echa una mirada a todos los que estamos en la habitación.

—¿Es verdad, muchachos? ¿Es verdad?

—Lo es, señor Logan.

—¿Estás seguro de eso, Peter?

—Lo estoy, señor Logan,

—Gracias a Dios, Peter.

Los huéspedes ganan un buen dinero en el puerto y en los almacenes. Tom trabaja en los Almacenes Portuarios cargando y descargando camiones, y si hace horas extraordinarias le aplican un plus del cincuenta o del cien por cien, de modo que gana bastante más de cien dólares a la semana.

Peter McNamee trabaja en la Compañía Refrigeradora Mercante, descargando y almacenando la carne que se recibe en los camiones congeladores de Chicago. Los Logan lo aprecian por las piezas de carne de vaca o de cerdo que lleva a cuestas a casa todos los viernes por la noche, esté borracho o esté sobrio, y esa carne sustituye a los dieciocho dólares. Nosotros no vemos nunca esta carne, y algunos huéspedes juran que el señor Logan la vende a una carnicería de la avenida Willis.

Todos los huéspedes beben, a pesar de que dicen que quieren ahorrar dinero y volver a Irlanda por la paz y la tranquilidad que hay allí. Sólo Tom dice que no volverá nunca, que Irlanda es un barrizal miserable, y los demás lo toman como un insulto personal y se brindan a solventar la cuestión si sale con ellos a la calle. Tom se ríe. Él sabe lo que quiere, y lo que quiere no es una vida de peleas y de beber y de suspirar por Irlanda y de compartir toallas en pensiones de mala muerte como esta. El único que está de acuerdo con Tom es Ned Guinan, y a él no se le tiene en cuenta porque tiene la tisis como el Duque y no va a durar mucho tiempo en este mundo. Está ahorrando el dinero suficiente para poder volver a Kildare y morir en la casa en que nació. Sueña con Kildare, y se ve apoyado en una cerca en el Curragh, viendo entrenarse los caballos por la mañana, trotar entre la neblina que nubla la pista hasta que se abre paso el sol y viste todo el mundo de verde. Cuando habla de este modo le brillan los ojos y tiene un leve rubor rosado en las mejillas, y sonríe de tal modo que te dan ganas de acercarte a él y estrecharlo un momento entre tus brazos, a pesar de que esas cosas podían estar mal vistas en una pensión irlandesa. Es singular que el señor Logan le permita quedarse, pero Ned es tan delicado que el señor Logan lo trata como a un hijo y se olvida del niño pequeño que podía verse amenazado por las toses, los esputos y las gotas de sangre. Es singular que lo mantengan en la nómina del almacén de Baker y Williams, donde lo tienen en la oficina atendiendo al teléfono porque está tan débil que no es capaz de levantar una pluma. Cuando no está atendiendo al teléfono estudia francés para poder hablar con Santa Teresita, la Florecilla, cuando llegue al cielo. El señor Logan le dice muy delicadamente que puede que no vaya por el buen camino en esta cuestión, que la lengua que hay que saber en el cielo es el latín, y esto conduce a una larga discusión entre los huéspedes sobre la cuestión de qué lengua hablaba Nuestro Señor, quien, según afirma como cosa fija Peter McNamee, hablaba hebreo.

—Puede que tengas razón en eso, Peter —dice el señor Logan, porque no quiere llevar la contraria al hombre que le trae los viernes por la noche la carne del domingo. Tom Clifford dice entre risas que todos deberíamos repasar el irlandés por si nos encontramos con San Patricio o con Santa Brígida, y todos le echan miradas aviesas, todos menos Ned Guinan, que sonríe con todo porque nada tiene importancia cuando estás soñando con los caballos de Kildare.

Peter McNamee dice que es increíble que siga vivo uno solo de nosotros con todas las cosas que tenemos en contra en este mundo, el clima de Irlanda, la tuberculosis, los ingleses, el gobierno de De Valera, la Iglesia Romana, Una, Santa, Católica y Apostólica, y ahora el modo en que tenemos que partirnos el culo para ganar unos dólares en el puerto y en los almacenes. El señor Logan le suplica que modere su manera de hablar delante de Nora de Kilkenny y de Peter, y él dice que lo siente, que se exalta.

Tom me habla de un trabajo de descargador de camiones en los Almacenes Portuarios. Emer dice que no, que debo trabajar en una oficina donde pueda aplicar mi inteligencia. Tom dice que los trabajos de almacén son mejores que los trabajos de oficina, que éstos están peor pagados y te obligan a llevar traje y corbata y te hacen pasar tanto tiempo sentado que acabas con el culo del tamaño de la puerta de una catedral. A mí me gustaría trabajar en una oficina, pero el almacén paga setenta y cinco dólares por semana y eso es más de lo que yo había soñado nunca después de los treinta y cinco dólares que ganaba por semana en el hotel Biltmore. Emer dice que está bien con tal de que ahorre algo y de que estudie. Habla así porque todos los de su familia estudiaron y no quiere que yo me dedique a levantar y a arrastrar pesos hasta que sea un viejo deshecho a los treinta y cinco años. Por el modo en que Tom y yo hablamos de los huéspedes, ella sabe que se bebe y se hacen canalladas de todo tipo y no le gustaría que yo me pasara el tiempo en los bares cuando podría estar esforzándome por llegar a algo.

Emer tiene las ideas claras porque no bebe ni fuma y la única carne que come es un bocado de pollo de vez en cuando para la sangre. Estudia en una escuela de empresa en el Centro Rockefeller para poder ganarse la vida y llegar a algo en América. Yo sé que sus ideas claras son buenas para mí, pero quiero ganar ese dinero en el almacén y le prometo a ella y me prometo a mí mismo que algún día estudiaré.

El señor Campbell Groel, propietario de los Almacenes Portuarios, no está demasiado convencido de que deba contratarme, le parece que quizás esté demasiado escuálido. Después mira a Tom Clifford, que es más pequeño y más escuálido y es el mejor trabajador del muelle de carga, y dice que, si soy la mitad de fuerte y de rápido que él, el puesto es mío.

El capataz del muelle de carga es Eddie Lynch, un hombre gordo de Brooklyn que cuando nos habla a mí o a Tom se ríe y adopta un acento de Barry Fitzgerald que a mí no me hace ninguna gracia, aunque tengo que sonreír porque él es el capataz y yo quiero cobrar los setenta y cinco dólares todos los viernes.

A mediodía nos sentamos en el muelle de carga con nuestros almuerzos de la casa de comidas de la esquina, largos bocadillos de
liverwurst
, embutido de hígado con cebolla impregnados de mostaza y cerveza Rheingold tan fría que hace que me duela la frente. Los irlandeses hablan de lo que bebieron la noche anterior y se ríen de lo mucho que han sufrido a la mañana siguiente. Los italianos comen la comida que han traído de sus casas y no saben cómo somos capaces de comer esa mierda del
liverwurst
. Los irlandeses se ofenden y quieren pegarse con ellos, si no fuera porque Eddie Lynch dice que cualquiera que tenga una pelea en este muelle de carga ya puede irse buscando otro trabajo.

Hay un solo hombre negro, Horace, que se sienta aparte de los demás. Sonríe de vez en cuando y no dice nada porque así son las cosas.

Cuando terminamos de trabajar, a las cinco, alguien dice:

—Bueno, vamos a tomarnos una cerveza, una, sólo una —y a todos nos hace reír la idea de tomarse sólo una cerveza. Bebemos en los bares con los estibadores de los muelles, que siempre están discutiendo si su sindicato, la ILA, debe afiliarse al AFL o al CIO, y cuando no están discutiendo esta cuestión están discutiendo las políticas de contratación injustas. Los encargados de contratación y los capataces van a otros bares, más adentro de Manhattan, por miedo a tener problemas en la zona del puerto.

Algunas noches trasnocho tanto y la bebida me deja tan mareado, que no vale la pena volver siquiera al Bronx y me resulta igual de fácil echarme a dormir en el muelle de carga, donde los vagabundos encienden hogueras en grandes bidones en la calle, hasta que llega Eddie Lynch con su acento de Barry Fitzgerald y nos dice:

—Moved el culo, venga, de pie.

Aun cuando tengo resaca, me dan ganas de decirle que culo no se pronuncia de ese modo, pero él es de Brooklyn y es el jefe y lo pronunciará siempre con ese falso acento irlandés.

A veces hay trabajo por la noche descargando barcos en los muelles, y cuando no hay suficientes estibadores con carnet de la ILA, la Asociación Internacional de Estibadores, contratan a almacenistas como yo, con carnet de
Teamster.
Hay que tener cuidado de no quitar trabajo a los estibadores, porque por menos de nada te clavan el gancho de estibador en el cráneo y te tiran entre el barco y el muelle, esperando que quedes aplastado e irreconocible. Los del puerto ganan más dinero que nosotros los de los almacenes, pero el trabajo es inestable y tienen que pelearse por él todos los días. Yo llevo mi gancho del almacén, pero no he aprendido a usarlo para nada más que para levantar pesos.

Después de tres semanas en el almacén y de todo el
liverwurst
y la cerveza estoy más escuálido que nunca. Eddie Lynch dice con su deje irlandés de Brooklyn:

—A fe mía, voto a Dios, podría pasaros a Clifford y a ti por el culo de un gorrión, a los dos.

Con las noches de bebida y de trabajo en los muelles me vuelven a arder los ojos. Se me ponen peor cuando tengo que llevar sacos de guindillas cubanas de los barcos de la United Fruit. A veces lo único que me alivia es la cerveza, y Eddie Lynch dice:

—Jesucristo, el chico tiene tanta ansia de cerveza que se la está metiendo por los ojos.

En el almacén gano un buen dinero y debería estar satisfecho, si no fuera porque no tengo en la cabeza más que confusión y oscuridad. El ferrocarril elevado de la Tercera Avenida está abarrotado todas las mañanas de gente con trajes y vestidos, frescos, limpios y contentos de sí mismos. Si no van leyendo el periódico van hablando, y les oigo contar los planes que tienen para las vacaciones o presumir de lo bien que van sus hijos en el colegio o en la universidad. Yo sé que trabajarán todos los días hasta que estén viejos y canosos y que estarán satisfechos de sus hijos y de sus nietos y me pregunto si viviré así alguna vez.

En junio los periódicos están llenos de artículos que hablan de las ceremonias de licenciatura en la universidad y de fotos de licenciados felices con sus familias. Yo intento mirar las fotos, pero el tren da bandazos y traquetea y me doy con los pasajeros que me dirigen miradas de superioridad porque llevo ropa de obrero. Me dan ganas de proclamar que esto sólo es provisional, que un día estudiaré y llevaré traje como ellos.

21

Me gustaría tener más firmeza en el almacén y decir que no cuando alguien dice en broma que vayamos a tomar una cerveza, una, sólo una. Yo debería decir que no, sobre todo cuando he quedado con Emer para ir al cine o para comernos una ración de pollo. A veces, después de pasarme varias horas bebiendo, la llamo por teléfono y le digo que he tenido que quedarme haciendo horas extraordinarias, pero ella sabe la verdad y cuanto más le miento, más fría tiene la voz y es inútil seguir llamando y mintiendo.

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