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Authors: Frank McCourt

Tags: #Biografía, drama

Sentado en ese parque escucho a los hombres de camisa blanca y corbata que hablan de sus trabajos, de la bolsa, del ramo de los seguros, y me pregunto si están satisfechos de saber que harán esto mismo hasta que se les ponga el pelo gris. Se cuentan el uno al otro que han dado un corte al jefe, que lo dejaron sin habla, con la boca así, ya sabes, clavado en el sillón. Ellos serán jefes algún día y la gente les dará cortes, y ¿qué les parecerá entonces? Hay días en que daría cualquier cosa por estarme paseando por las orillas del Shannon o por el río Mulcaire, o incluso escalando las montañas que están a espaldas de Lenggries.

Pasa junto a mí uno de los cursillistas de la Cruz Azul que vuelve a la oficina.


Yoh
, McCourt, son las dos. ¿Vienes?

Dice
yoh
porque pilotó un tanque en una unidad de caballería en Corea, y así era como hablaban cuando la caballería tenía caballos. Dice
yoh
porque así dice al mundo que él no fue un vulgar soldado de infantería.

Caminamos juntos hasta el edificio de los seguros y yo sé que no puedo atravesar esa puerta de catedral. Sé que el mundo de los seguros no es para mí.


Yoh
, McCourt, vamos, es tarde. Puglio se va a cagar de rabia.

—No voy a entrar.

—¿Qué?'

—Que no voy a entrar.

Me pongo a andar por la Cuarta Avenida.


Yoh
, McCourt, ¿estás loco, hombre? Te despedirán. Mierda, hombre, tengo que irme.

Sigo caminando bajo el sol luminoso de julio hasta que llego a la plaza Union, donde me siento y pienso en lo que he hecho. Dicen que si dejas un trabajo en cualquier compañía grande o te despiden, informan a todas las demás compañías y se te cierran las puertas para siempre. La Cruz Azul es una compañía grande y más me vale perder la esperanza de tener alguna vez un trabajo importante en una compañía grande. Pero es mejor haberlo dejado ahora que haber esperado a que se descubriesen las mentiras de mi impreso de solicitud. El señor Puglio nos dijo que ésta falta era tan grave que no sólo te despedirían sino que la Cruz Azul te exigiría la devolución del sueldo que habías cobrado en el cursillo de formación, y encima de eso envían tu nombre a todas las demás compañías grandes con una banderita roja que ondea en lo alto de la página para advertirles. Según dijo el señor Puglio, esa banderita roja significa que estás expulsado para siempre del sistema empresarial americano, y más te vale emigrar a Rusia.

Al señor Puglio le encantaba hablar así, y yo me alegro de alejarme de él, y abandono la plaza Union para pasearme por Broadway con todos los demás neoyorquinos que al parecer no tienen nada que hacer. Es fácil advertir que algunos tienen esa banderita roja en el nombre, los hombres de barba y bisutería y las mujeres de pelo largo y sandalias a los que jamás dejarían pasar de la puerta del sistema empresarial americano.

Hay sitios de Nueva York que veo hoy por primera vez, el ayuntamiento, el puente de Brooklyn a lo lejos, una iglesia protestante, la de San Pablo, donde está la tumba de Thomas Addis Emmet, hermano de Robert, al que ahorcaron por Irlanda, y, bajando más por Broadway, la iglesia de la Trinidad, que domina Wall Street.

Abajo, donde llegan y zarpan los transbordadores de la isla de Staten, hay un bar, La Olla de Judías, donde tengo apetito para comerme un bocadillo de
liverwurst
entero y una jarra de cerveza, porque me he quitado la corbata y he dejado la chaqueta sobre el respaldo de una silla y me siento aliviado por haberme escapado con la banderita roja en el nombre. Hay algo en el hecho de haberme terminado el bocadillo de
liverwurst
que me dice que he perdido a Emer para siempre. Si se llega a enterar de mis tribulaciones con el sistema empresarial americano puede que vierta una lágrima de pena por mí, aunque a la larga agradecerá haberse quedado con el empleado de seguros del Bronx. Se sentirá segura al saber que está asegurada de todo, que no puede dar un paso que no esté cubierto por un seguro.

El transbordador de la isla de Staten cuesta cinco centavos, y el espectáculo de la estatua de la Libertad y de la isla de Ellis me recuerda la mañana de octubre de 1949 cuando arribé a Nueva York a bordo del
Irish Oak
, que dejó atrás la ciudad y remontó el río para fondear aquella noche en Poughkeepsie y navegar al día siguiente hasta Albany, desde donde cogí el tren para volver a Nueva York.

Hace casi cuatro años de eso, y aquí estoy yo, en el transbordador de la isla de Staten con la corbata metida en el bolsillo de la chaqueta que llevo al hombro. Aquí estoy sin el más mínimo trabajo, habiendo perdido a mi novia y con la banderita roja que ondea sobre mi nombre. Podría volver al hotel Biltmore y proseguir donde lo dejé, limpiar la recepción, fregar retretes, poner moqueta, pero, no, un hombre que ha sido cabo no puede volver a caer tan bajo.

Al ver la isla de Ellis y un viejo transbordador de madera que se pudre entre dos edificios pienso en todas las personas que han pasado por aquí antes de mí, antes de mi padre y mi madre, en todas las personas que huían de la hambruna de Irlanda, en todas las personas de toda Europa que desembarcaban aquí con el corazón en la boca por el miedo a que les encontrasen enfermedades y les hicieran volver, y cuando se piensa en eso sale de la isla de Ellis un gran suspiro que llega por encima del agua y te preguntas si las personas a las que hacían volver tenían que regresar con sus niños de pecho a sitios como Checoslovaquia y Hungría. Las personas a las que hacían volver de esa manera eran las personas más tristes de toda la historia, peores que las personas como yo, que puede que tengamos los ojos enfermos y la banderita roja, pero por lo menos estamos seguros con el pasaporte americano.

No te dejan quedarte en el transbordador cuando atraca. Tienes que entrar, pagar tus cinco centavos y esperar al transbordador siguiente, y ya que estoy allí bien puedo tomarme una cerveza en el bar de la terminal. No dejo de pensar en que mi madre y mi padre llegaron en barco a esta bahía hace más de veinticinco años, y mientras navego de un lado a otro en el transbordador, seis veces, tomándome una cerveza en cada escala, no dejo de pensar en las personas que tenían enfermedades y a las que hicieron volver, y eso me entristece tanto, que dejo el transbordador definitivamente para llamar a Tom Clifford a los Almacenes Portuarios y pedirle que se reúna conmigo en La Olla de Judías para que me acompañe y me enseñe el camino de vuelta al pequeño apartamento de Queens.

Se reúne conmigo en La Olla de Judías, y cuando le digo que los bocadillos de
liverwurst
son deliciosos él me dice que ha terminado con el
liverwurst
, que aspira a cosas mejores. Después se ríe y me dice que debo de haberme tomado más de una copa, que me cuesta trabajo pronunciar la palabra
liverwurst
, y yo le digo que no, que es por el día que he pasado con Puglio y la Cruz Azul y la habitación sin ventilación y la banderita roja y los que tuvieron que volver, lo más triste de todo.

No sabe de qué estoy hablando. Me dice que se me están poniendo los ojos bizcos, que me ponga la chaqueta, que nos volvamos a Queens y a la cama.

El señor Campbell Groel me vuelve a contratar en los Almacenes Portuarios y yo me alegro de volver a cobrar un sueldo decente, setenta y cinco dólares a la semana que suben a setenta y siete por manejar la carretilla elevadora dos días por semana. El trabajo normal del muelle de carga significa estar de pie en el camión cargando los palets de cajas, cajones, sacos de fruta y de guindillas. Es más fácil manejar la carretilla elevadora. Subes los palets cargados, los almacenas dentro y esperas la carga siguiente. A nadie le importa que estés leyendo el periódico mientras esperas, pero si lees el
New York Times
se ríen y dicen:

—Mirad, el gran intelectual que lleva la carretilla elevadora.

Una de mis tareas es almacenar sacos de guindillas de los barcos de la United Fruit en la sala de fumigación. Los días de poco trabajo es un buen sitio para llevarse una cerveza, leer el periódico, echar una siesta, y al parecer a nadie le importa. Hasta puede que el propio señor Campbell Groer se asome al salir de la oficina y nos diga con una sonrisa:

—Tomadlo con calma, muchachos. Hoy hace calor.

Horace, el negro, se sienta en un saco de guindillas y lee un periódico de Jamaica o lee y relee una carta de su hijo que está en la universidad, en Canadá. Cuando lee esa carta se da palmadas en el muslo y se ríe diciendo «Ay, hombre, ay, hombre». La primera vez que le oí hablar, su acento me pareció tan irlandés que le pregunté si era del condado de Cork, y él no podía dejar de reírse.

—Todos los de las Antillas tenemos sangre irlandesa, hombre —me dijo.

Horace y yo estuvimos a punto de morir juntos en aquella sala de fumigación. La cerveza y el calor nos habían dado tanto sueño que nos quedamos dormidos en el suelo, hasta que oímos cerrarse la puerta de un portazo y el silbido del gas que entraba en la sala. Intentamos abrir la puerta a empujones pero estaba atascada y el gas nos estaba produciendo náuseas hasta que Horace se subió a una pila de sacos de guindillas, rompió una ventana y pidió ayuda. Eddie Lynch estaba cerrando por fuera y nos oyó y nos abrió la puerta.

—Sois dos desgraciados con suerte —dijo, y quiso llevarnos a un bar de esa calle a que nos tomásemos unas cervezas, nos despejásemos los pulmones y lo celebrásemos.

—No, hombre, yo no puedo ir a ese bar —dice Horace.

—¿De qué demonios estás hablando? —dice Eddie.

—El hombre negro no es bien recibido en ese bar.

—No me vengas con cuentos jodidos —dice Eddie.

—No, hombre, no quiero líos. Hay otro sitio donde nos tomaremos una cerveza, hombre.

No sé por qué tiene que someterse Horace de ese modo. Tiene un hijo en la universidad en Canadá y él no puede tomarse una cerveza en un bar de Nueva York. Me dice que yo no lo entiendo, que soy joven y que no puedo luchar en la lucha del hombre negro.

—Sí, tienes razón, Horace —dice Eddie.

Pocas semanas más tarde, el señor Campbell Groel dice que el puerto de Nueva York no es lo que era, que el negocio flojea, que tiene que despedir a varios hombres y, naturalmente, yo, que soy el más reciente, soy el primero que quedo despedido.

A pocas manzanas de distancia está la Compañía Refrigeradora Mercante, donde necesitan un mozo de almacén que cubra a los hombres que están de vacaciones de verano.

—Aunque estemos pasando una ola de calor, tú abrígate —me dicen.

Mi trabajo consiste en descargar carne de los camiones congeladores que traen canales de vacuno de Chicago. En el muelle de carga es el mes de agosto, pero dentro, donde colgamos la carne, está bajo cero. Los hombres se ríen y dicen que somos los únicos trabajadores que vamos tan deprisa del Polo Norte al Ecuador y al revés.

Peter McNamee está de jefe de muelle de carga mientras el titular está de vacaciones, y cuando me ve me dice:

—¿Qué haces tú aquí, en nombre de Jesús crucificado? Creí que tenías algo de cerebro.

Me dice que debería estudiar, que es inexcusable que esté acarreando medias canales de vacuno de aquí para allá cuando podría estar aprovechando el programa para militares veteranos para progresar en el mundo. Dice que éste no es trabajo para los irlandeses, llegan aquí y en menos de nada empiezan a toser y a escupir sangre y descubren que tenían la tuberculosis desde siempre, la maldición de la raza irlandesa aunque ésta sea la última generación que la padecerá. Es deber de Peter informar de si alguien tose sobre las canales de vacuno. Los inspectores de Sanidad clausurarían la empresa en un momento, y nosotros nos quedaríamos en la calle rascándonos el culo y buscando trabajo.

Peter me dice que él está cansado de todo el juego. No se pudo llevar bien con su primo de Long Island y ahora vuelve a estar en otra pensión del Bronx y es el mismo juego de siempre, si lleva a casa media canal de vacuno o cualquier otro tipo de carne los viernes por la noche recibe el alojamiento gratis. Su madre lo atormenta con cartas. ¿Por qué no puede encontrar una buena chica y asentarse y darle un nieto?, ¿o es que está esperando a que ella baje a la tumba? Le da tanto la lata con que encuentre una esposa que él ya no quiere leer sus cartas.

En mi segundo viernes en la Refrigeradora Mercante, Peter envuelve en periódicos media canal de vacuno y me pregunta si me apetece beber algo en un bar de esa calle. Apoya la media canal de vacuno en un taburete del bar, pero la carne empieza a descongelarse y hay gotas de sangre y eso molesta al camarero. Dice a Peter que no puede meter en el bar esas cosas y que será mejor que la ponga en alguna parte.

—Bueno, bueno —dice Peter, y cuando el camarero no mira se lleva la media canal de vacuno al servicio de hombres y la deja allí. Vuelve a la barra, y cuando se pone a hablar de la lata que le da su madre se pasa de la cerveza al whiskey. El camarero se solidariza con él porque los dos son del condado de Cavan y me dicen que yo no lo puedo entender.

Se oye repentinamente un rugido en el servicio de hombres y sale dando traspiés un hombre que grita que hay una rata enorme encima del asiento del retrete. El camarero grita a Peter:

—Maldita sea, McNamee, ¿has dejado allí esa carne condenada? Llévatela de este bar.

Peter recoge su carne.

—Vamos, McCourt, esto se acabó. Estoy cansado de arrastrar la carne de acá para allá los viernes por la noche. Voy a un baile a buscarme una esposa.

Vamos en taxi al Casa Jaeger, pero no quieren dejar entrar a Peter con la carne. Él se brinda a dejarla en el guardarropa, pero no la aceptan. Monta un escándalo, y cuando el director dice: «Vamos, vamos, llévese esa carne de aquí», Peter le tira un golpe con la media canal de vacuno. El director pide ayuda y a Peter y a mí nos tiran por las escaleras dos hombretones de Kerry. Peter grita que lo único que hacía él era buscarse una esposa y que debería darles vergüenza. Los hombres de Kerry se ríen y le dicen que es un gilipollas y que si no se comporta le van a enrollar esa carne en la cabeza. Peter se planta en plena acera y dirige a los hombres de Kerry una mirada serena especial.

—Tenéis razón —les dice, y les ofrece la carne. Ellos no la quieren. Él se la ofrece a la gente que pasa por la calle pero la gente niega con la cabeza y aprieta el paso.

—No sé qué hacer con esta carne —dice—. Medio mundo muriéndose de hambre y nadie quiere mi carne.

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