Lo más extraño (16 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

¡Carmiña de Sarandón! Perdía la cabeza por aquella mujer. Estaba cachonda. Era caliente. Y de muy buen humor. Tenía mucho mérito aquel humor de Carmiña.

¡Demonio de perro!, murmuraba yo cuando ya no podía más y sentía sus tenazas rechinar detrás de mí.

Era un miedo de niño el que yo tenía. Y el cabrón me olía el pensamiento.

¡Vete de ahí,
Tarzán
!, decía ella entre risas, pero sin apartarlo. ¡Vete de ahí,
Tarzaniño
! Y entonces, cuando el perro resoplaba como un fuelle envenenado, Carmiña se apretaba más a mí, fermentaba, y yo sentía campanas en cualquier parte de su piel. Para mí que las campanadas de aquel corazón repicaban en el cobertizo y que, llevadas por el viento, todo el mundo en el valle las estaría escuchando.

O’Lis de Sésamo dejó la copa vacía en la barra y pidió con la mirada otro vino dulce. Paladeó un trago, saboreándolo, y después lo dejó ir como una nostalgia. Es muy alimenticio, dijo guiñando el ojo. La gente saldría enseguida de misa, y el local se llenaría de humeantes voces de domingo. Por un momento, mientras volvía a meter las manos bajo el grifo para fregar los vasos, temí que O’Lis fuese a dejar enfriar su historia. Por suerte, allí en la ventana estaba el monte, llamando por sus recuerdos.

Yo estaba muy enamorado, pero hubo un día en que ya no pude más. Le dije: mira, Carmiña, ¿por qué no atas a este perro? Me pareció que no escuchaba, como si estuviese en otro mundo. Era muy de suspiros. El que lo oyó fue él, el hijo de mala madre. Dejó repentinamente de ladrar y yo creí que por fin íbamos a poder retozar tranquilos.

¡Qué va!

Yo estaba encima de ella, sobre unos haces de hierba. Antes de darme cuenta de lo que pasaba, sentí unas cosquillas húmedas y que el cuerpo entero no me hacía caso y perdía el pulso. Fue entonces cuando noté el muñón húmedo, el hocico que olisqueaba las partes.

Di un salto y eché una maldición. Después, cogí una estaca y se la tiré al perro que huyó quejándose. Pero lo que más me irritó fue que ella, con cara de despertar de una pesadilla, salió detrás de él llamándolo: ¡
Tarzán,
ven,
Tarzán
! Cuando regresó, sola y apesadumbrada, yo fumaba un pitillo sentado en el tronco de cortar leña. No sé por qué, pero empecé a sentirme fuerte y animoso como nunca había estado. Me acerqué a ella, y la abracé para comerla a besos.

Te juro que fue como palpar un saco fofo de harina. No respondía.

Cuando me marché, Carmiña quedó allí en lo alto, parada, muda, como atontada, no sé si mirando hacia mí, azotada por el viento.

A O’Lis de Sésamo le habían enrojecido las orejas. Sus ojos tenían la luz verde del montés en un rostro de tierra allanado con la grada. A mí me ardían las manos bajo el grifo de agua fría.

Por la noche, continuó O’Lis, volví a Sarandón. Llevaba en la mano una vara de aguijón, de esas para llamar a los bueyes. La luna flotaba entre nubarrones y el viento silbaba con rencor. Allí estaba el perro, en la cancela del vallado de piedra. Había alguna sospecha en su forma de gruñir. Y después ladró sin mucho estruendo, desconfiado, hasta que yo puse la vara a la altura de su boca. Y fue entonces cuando la abrió mucho para morder y yo se la metí como un estoque. Se la metí hasta el fondo. Noté cómo el punzón desgarraba la garganta e iba agujereando la blandura de las vísceras.

¡Ay, Carmiña! ¡Carmiña de Sarandón!

O’Lis de Sésamo escupió en el suelo. Después bebió el último trago y lo demoró en el paladar. Lanzó un suspiro y exclamó: ¡Qué bien sabe esta mierda!

Metió la mano en el bolsillo. Dejó el dinero en la barra. Y me dio una palmada en el hombro. Siempre se iba antes de que llegaran los primeros clientes nada más acabar la misa.

¡Hasta el domingo, chaval!

En el serrín quedaron marcados sus zapatones. Como él mismo diría de refilón, con una voz del cinema: Y no borres las huellas de un animal solitario.

El míster & Iron Maiden

El muchacho maldijo, se levantó furioso y tiró la banqueta de una patada. El hombre de pelo cano, al hablarle, miraba en la camiseta, con la inscripción Iron Maiden, el espectro monstruoso que con las manos sujetaba los extremos de un cable de alta tensión y relampagueaba por los ojos. El pelo del espectro era muy largo y de un blanco de nieve.

¿Qué haces? ¡Pon la banqueta derecha!

Estaban viendo el partido televisado. El rival había metido el gol del empate y así se alejaban las posibilidades de que el Deportivo de Coruña se hiciera con el campeonato. Al fondo de la cocina la madre palillaba
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flores de encaje. Aquel sonido industrioso pertenecía al orden natural de la casa. Cuando no existía, se echaba en falta.

La culpa es de él, dijo el muchacho con resentimiento.

¿De quién? También el hombre de pelo cano se sentía molesto.

¿De quién va a ser? ¡Mira que es burro!

¿Por qué le llamas burro? ¡No sabes ni de qué hablas!

Estábamos ganando, estábamos ganando y va y cambia un delantero por un defensa. Siempre recula. ¿No te das cuenta de que siempre recula?

¿Está en el campo? Dime. ¿Está él en el campo? ¿No hay ahí once tipos jugando? ¿Por qué siempre le echáis a él la culpa?

¡Porque la tiene! ¿Por qué no quita a Claudio? ¿A ver? ¿Por qué no? Íbamos ganando y va y cambia a Salinas. ¡Todo al carajo!

¿No dices siempre que Salinas es un paquete?

Pero ¿por qué lo cambia por un defensa?

Los otros también juegan. ¿No te das cuenta de que el contrario también juega? Éramos unos muertos de hambre. ¿Recuerdas que éramos unos muertos de hambre? Estábamos en el infierno y ahora vamos segundos. ¡No sé qué coño queréis!

¡No me vengas con rollos! Tú eres igual que él, dijo el muchacho haciendo en el aire una espiral con el dedo. Que si tal, que si cual. Cuidadito, prudencia. El fútbol es así, una complicación. Rollo y más rollo.

Ya lloraréis por él. Recuerda lo que te digo. ¡Acabaréis llorando por él!

El locutor anunció que se iba a cumplir el tiempo. El árbitro consultaba el reloj. Luego se vio en la pantalla el banquillo local y la cámara enfocó el rostro apesadumbrado del míster. El hombre de pelo cano tuvo la rara sensación de que estaba ante un espejo. Hundió la cabeza entre las manos y el entrenador lo imitó.

¡Jubílate, hombre, jubílate!

El hombre de pelo cano miró para el muchacho como si le hubiese disparado por la espalda. La madre dejó de palillar y eso causó el efecto de una banda sonora de suspense.

¿Por qué dices eso?

El muchacho fue consciente de que estaba atravesando una alambrada de púas. La lengua rozaba el gatillo como un dedo que le hubiera cogido gusto y que ya no obedecía las órdenes de la cabeza.

Digo que ya es viejo. Que se largue.

Habían discutido mucho durante toda la Liga, pero sin llegar al enfado. Ahora, por fin, el asunto estaba zanjado. El hombre de pelo cano se había quedado mudo, abstraído en algún punto de la pantalla. La cámara buscó al árbitro. Éste se llevó el silbato a la boca y dio los tres pitidos del final.

¡Ya está, se jodió todo! ¡A tomar por el culo!

¡En casa no hables así!, le reprendió la madre. Cuando apartaba los ojos cansados de los alfileres de la almohadilla de bolillos, tenía la sensación de que miraba el mundo por una celosía enrejada con punto de flor.

¡Hablo como me sale del carajo! El muchacho se fue dando un portazo que hizo pestañear la noche.

El muchacho gobernaba ahora el motor y el padre escrutaba el mar. Por el acantilado del Roncudo de Corme, en la Costa da Morte, se descolgaban los otros perceberos. Se acercaba la última hora de la bajamar. Desde ese momento, y hasta que pasara la primera hora de la pleamar, cada minuto era sagrado. Ése era el tiempo en que se dejaban pisar las Penas Cercadas, los temidos bajíos donde rompe el Mar de Fóra. Sólo se aventuraban allí los perceberos versados, los que saben leer el cabrilleo, las grafías que hace la espuma en las rocas. Y como cormorán o gaviota, hay que medir el reloj caprichoso del mar.

El mar tiene muchos ojos.

Cada vez que se aproximaban a las Cercadas, el muchacho recordaba esa frase repetida solemnemente por el padre en la primera salida, como quien transmite una contraseña para sobrevivir. Había otra lección fundamental.

El mar sólo quiere a los valientes.

Pero hoy el padre iba en silencio. No le había dirigido la palabra ni para despertarlo. Golpeó con el puño en la puerta. Bebió de un trago el café, con gesto amargo, como si tuviera sal.

El padre tenía otra norma obligada antes de saltar a las Cercadas. Por lo menos durante cinco minutos estudiaba las rocas y seguía el vuelo de las aves marinas. Una costumbre que él, al principio, y cuando todo aparentaba calma, había considerado inútil pero que aprendió a respetar el día que descubrió lo que de verdad era un golpe de mar. El silencio total. El padre que grita desde la roca que maniobre y que se aleje. Y de repente, salido de la nada, aquel estruendo de máquina infernal, de excavadora gigante. Trastornado, temblando, con la barca inundada por la carga de agua, busca con angustia la silueta de las Penas Cercadas. Allí, erguido y con las piernas flexionadas como un gladiador, con la
ferrada
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dispuesta como lanza que fuera a atravesar el corazón del mar, estaba el padre.

Tantos ojos como el mar. Hoy el padre tiene la mirada perdida. Él va a decir algo. Mastica las palabras como un chicle. Oye, que. Ayer, no. Pero el padre, de repente, coge la horquilla y la manga, se pone de pie, le da la espalda y se dispone a saltar. Él sólo tiene tiempo de maniobrar para facilitarle la operación. Mantiene el motor al ralentí, con un remo apoyado en la roca para defender la barca. Aguarda las instrucciones. Un gesto. Una mirada. Y es él quien grita: ¡vete con cuidado!

El mar está tranquilo. El muchacho tiene resaca. Bebió y volvió tarde a casa, con la esperanza de que la noche hubiera limpiado todo lo del día anterior, como hace el hígado con el licor barato.

Mojó las manos en el mar y humedeció los párpados, apretándolos con la yema de los dedos. Al abrir los ojos, tuvo la sensación de que habían pasado años. El mar se había oscurecido con el color turbio de un vino peleón. Miró al cielo. No había nubes. Pero fue aquel silencio contraído lo que lo alertó.

Buscó al padre. Incomprensiblemente, le daba la espalda al mar. Gritó haciendo bocina con las manos. Gritó con todas sus fuerzas, como si soplara por una caracola el día del Juicio Final. Atento a los movimientos del padre, se olvidó por completo de gobernar la barca. Escuchó un sonido arrastrado de bielas lejanas. Y entonces llamó al padre por última vez. Y pudo ver que por fin se volvía, afirmaba los pies, flexionaba las rodillas y empuñaba la
ferrada
frente al mar.

El golpe pilló a la barca de costado y la lanzó como un palo de billarda contra las Cercadas. Pero el muchacho, cuando recordaba, no sentía dolor. Corría, corría y braceaba por la banda, electrizado como el espectro de Iron Maiden. Había esquivado a todos los contrarios, uno tras otro, había metido el tercer gol en el tiempo de descuento, y ahora corre por la banda a cámara lenta, las guedejas flotantes, mientras los Riazor Blues ondean y ondean banderas blanquiazules. Corre por la banda con los brazos abiertos para abrazar al entrenador de pelo cano.

El inmenso camposanto de La Habana

Yo también tuve un tío en América. Y espero tenerlo todavía, regando rosanovas en el Panteón Gallego con su cubo de zinc.

Mi tío se llamaba Amaro y se había muerto por lo menos ocho veces antes de morirse. Era un especialista en morirse y siempre lo hacía con mucha dignidad. Volvía de la muerte perfumado con jabones La Toja, peinado como el acordeonista de la Orquesta Mallo, con un traje nuevo Príncipe de Gales y con una historia sorprendente. En una ocasión hizo una descripción muy detallada del menú del Banquete Celestial, en el que, según él, abundaba el lacón con grelos.

¿Y había cachola?, preguntó mi padre con retranca.

¡Hombre claro! Una cabeza de cerdo en cada mesa, con dos ramitas de perejil en los agujeros del hocico y un collar de margaritas.

¿Qué tal tiempo hacía?

Soleado, pero algo frío. En el purgatorio, no. En el purgatorio soplaba un nordés criminal. Aquello es un brezal desarbolado.

Esa capacidad de morir sin morirse del todo se la atribuía a una extraña naturaleza de niño vaquero de sangre azul, extremo este que Amaro demostraba en las fiestas rompiéndose la nariz, igual que cristal de escarcha, con sólo hacer pinza con dos dedos. Entonces resbalaban dos azulísimos hilos que sorbía como anís de menta.

Me parece, no obstante, que había aprendido a morirse en el inmenso cementerio de La Habana.

Aún se movía el océano bajo mis pies cuando alguien me puso una escoba y un cubo de zinc en las manos. Así contaba él aquel su primer viaje, desde la aldea de Néboa al Caribe. Era tan joven que no conocía la navaja barbera. Seguí los pasos de Mingos O’Pego, el paisano al que me habían encomendado mis padres, y con escoba de palmitos y aquel cubo luminoso entré en la intendencia del Cristóbal Colón, el cementerio más principal de América. Y no salí durante un mes, lo creas o no. O’Pego era un devoto del ron. Tenía toda una bodega oculta en uno de los nichos del Panteón Gallego. Mira este difunto, me dijo, ¡je, je! Y me avisó bien avisado: ¡Tú ni tocarlo, eh, chaval! Corría de su cuenta buscarme una habitación en la parroquia de los vivos, pero mientras, trabajaba allí todo el día y allí dormía, en una cabañucha del camposanto, entre coronas de flores y cruces de mármol. Allí aprendí a oír voces y músicas que los demás no escuchaban.

Me acurrucaba en el regazo de Amaro, y mi miedo parecía animarlo.

¡Qué noches en el camposanto de La Habana! ¡Indios, negros, gallegos! ¡Tambores y gaitas! ¡Todos bailando en la noche cálida, mientras O’Pego roncaba sobre almohada de rosanovas y coronas de claveles! Teníamos un gato que por la noche se hacía muy grande, ocelote o jaguar, y devoraba ratas grandes como liebres, ¡je, je! ¡
La Habana, Habanita mía,
qué bonito es todo en La Habana! ¡Hasta era bonito ser enterrador en La Habana!

Mis padres regentaban una taberna en la calle coruñesa del Orzán, una calle tan marinera que el océano subía a veces por el ojo del retrete. Y la clientela era fija, tan fija que tenía las tazas de vino numeradas. La de Amaro era la 36. Al contrario de lo habitual, mi tío bebía a pequeños sorbos, delicadamente, acercando con solemnidad la porcelana blanca. Luego miraba con ojos húmedos el poso del vino ribeiro, como quien mira un dramático bordado. ¡El mundo! ¡Si supieras qué pequeño es el mundo, criatura!

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