Lo más extraño (18 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

Ese tonto soñador tenía en Ana a su peor enemigo. Lo miraba de frente y le decía: ¡Por Dios! ¿Cuándo dejarás de ser un crío?

Tenía el tiempo justo. Se vistió de payaso y con la moto se dirigió hacia Mera por la carretera de la costa. Era curioso. Siempre se repetía la misma historia. Los adultos que conducían lo miraban con severidad, como si se sintiesen objeto de burla. El resto, no. Los viejos y los niños que iban en los asientos traseros de los coches o en los autobuses lo saludaban, reían o hacían el simulacro de disparar con las manos.

En el portal del chalet había uno de esos porteros electrónicos con visor. Apretó el botón, miró fijamente el ojo oscuro de la cámara. Aun así preguntaron quién era y él respondió muy serio.

—Soy yo. El payaso.

Sabía lo que iba a pasar. En pocos segundos se oirían los chillidos de los chavales. Como crías de gaviota. Allí estaba mamá gaviota, observándolo de arriba abajo. Una de esas rubias con dotes de mando.

—Éste es Óscar. ¡Óscar, saluda al payaso! ¡Hala, venga, a jugar! Portaos bien con él, ¿eh?

Pico, el payaso, se echó a correr a la pata coja.

Todo el mundo en esta fiesta

se tendrá que divertir.

Todo aquello que yo haga

lo tenéis que repetir.

—¡A saltar! —gritó Pico.

Y todos saltaron.

—¡A volar!

Óscar y un compañero con rizos de ángel rubio permanecieron con los brazos caídos, se dijeron algo al oído y lo miraron con gesto burlón.

—Óscar, por favor, ven aquí —dijo Pico.

El chaval le obedeció perezosamente, con cara de fastidio.

—Mira, Óscar, me duele muchísimo esta muela —dijo Pico abriendo la boca y señalando—. ¿Me la quieres sacar?

Todos los niños y niñas se acercaron a ellos y miraban expectantes.

—Es un poco más grande que las otras. ¿La ves?

—Sí, sí —dijo el niño algo nervioso—. Pero ¿cómo quieres que lo haga?

—¡Con esto! —dijo Pico, mostrando de improviso unas tenazas que sacó del fondo del bolsillo.

—¿Con esto?

—¡Venga, venga, sin miedo!

El chaval titubeó antes de meterle la herramienta en la boca.

—¿Quieres que lo haga otro? —preguntó Pico.

Contrariado, el chaval apretó las tenazas y tiró de la muela con tanta fuerza que cayó hacia atrás. Era una muela de mentira. Todos se echaron a reír. El payaso se llevó la mano a la mejilla con mucha chanza.

—¡Qué estupidez! —dijo Óscar al levantarse.

Para el juego siguiente, el payaso les mandó ponerse en corro. Había que aprender una canción y bailar.

Conga, conga,

que rica es la milonga.

Queremos ver a Pico

bailar conga.

Una mano en la cabeza,

la otra en la cintura,

moviendo la colita

como una señorita.

Repitió el número tres veces. Bailaba con gracia y los chavales, sobre todo las niñas, aplaudieron.

—Bien. Ahora le toca a Óscar.

—No, no quiero —dijo el niño del cumpleaños.

—¡Óscar, Óscar! —gritaban todos.

—¡Venga, hombre, anímate! —dijo el payaso con un tono ya un poco serio—. ¿Por qué no quieres?

—¡Es un juego de mariquitas! —rió el ángel rubio.

—¡Sí, es de mariquitas! —dijo Óscar.

El payaso se dio la vuelta y preguntó quién quería salir en primer lugar. Los críos parecían desconcertados. Por fin, una niña levantó la mano.

—¿Cómo te llamas?

—Ana.

—¿Ana, eh? ¡Magnífico! ¡Venga, todos juntos!

Conga, conga,

que rica es la milonga.

Queremos ver a Ana

bailar conga…

Al reclamo de las palmas acudieron algunos mayores, que también bailaron. Pico miró de reojo. Óscar y el ángel rubio sonreían con desprecio y tenían el aspecto inequívoco de tramar algo.

—¡Ven, Óscar! —llamó amigable—. Ahora vamos con algo que te va a gustar. ¡La carrera de sacos!

—¡Qué tontería! —exclamó Óscar.

—¡Qué payaso más aburrido, tío! —dijo por su parte el ángel rubio.

Pico hizo que no había oído. Él mismo metió los pies en un saco y se puso a brincar con tanta rabia contenida que parecía que iba a salir volando por encima del seto de cipreses, como uno de esos personajes de ficción. Su caída fue muy celebrada con carcajadas. Bien, de eso se trataba, pensó, había que caer y caer para que los otros se sintiesen en la vertical de la felicidad.

—¡Payaso!

Era Óscar quien lo llamaba. Parecía más contento.

—Payaso, ven por favor. Quiero enseñarte algo que te va a gustar.

—¡Venga, chavales! ¡Vamos con Óscar!

—No, no —dijo el niño—. Sólo tú. Es una sorpresa. Después que vengan todos.

Pico se olió una diablura. Aquel mocoso seguramente estaba jugando a una de esas películas estúpidas de niños repugnantes, tipo
Solo en casa
o así. Pero no había más remedio que tirar para delante y ver en qué paraba la cosa.

—¡Por aquí, por aquí!

Óscar abrió la puerta de una especie de invernadero de aluminio y cristal.

—Oye, Óscar…

El chaval salió de repente y cerró la puerta a su espalda. Pico forcejeó pero Óscar, con una sonrisa siniestra, corrió el pestillo. Cabrón, murmuró el payaso, mamarracho.

—¡Abre, Óscar! ¡Por favor!

Pero el chaval apoyó la nariz en el cristal. A su lado estaba ya, con la misma sonrisa siniestra, el ángel rubio.

El pabellón estaba atestado de grandes plantas de aspecto tropical. Hacía un calor húmedo y él se sintió como en una sauna vegetal. No estaba mal aquel invento. Decidió sentarse. Ya se cansarían aquellos mocosos. Fue entonces cuando su sexto sentido, lo que él llamaba el Detector de Dentro, empezó a pitar enloquecido. Miró alrededor sin ver nada especial hasta que se dio cuenta de que uno de los troncos del Brasil también lo miraba. Murmuró una maldición.

Hacía tiempo que se había acostumbrado a la idea de que su indumentaria de trabajador autónomo era la de payaso. Pero ahora se sentía tan fuera de lugar como si corriese desnudo por la selva. Tranquilo, Pico, no grites, pensó. Puede ser peor. No, no parece un cocodrilo. Debe de ser un caimán.

Pese a su apariencia, son muy veloces. Cuando atacan, lo hacen como un rayo. Muerden y no sueltan. Etcétera.

Muy despacio, sin apartar la mirada, se puso de pie en la silla. Fue entonces cuando gritó.

—¡Socorro, socorro!

¿Quién inventó esa palabra? Era demasiado larga. Hay mujeres que se llaman así, Socorro.

—¡Socorro, socorro!

Le temblaban las piernas. Nunca había sentido un miedo igual. En las cristaleras se agolpaban todos los niños. Muy divertido. Una de dibujos animados. Cabrones.

La rubia con dotes de mando apareció por fin, lo llevó al interior de la casa y le ofreció algo para reanimarse. Sí, claro que tomaba un whisky.

—Tú y yo tenemos que hablar —le había dicho su madre a Oscarcito.

Durísima. Aquel criminal en potencia ni se dio por aludido. Salió corriendo con el ángel rubio a jugar a matar gente.

—¡Cosas de niños! —dijo ella—. Estarás acostumbrado.

—Sí. Me pasa casi todos los días. Cuando no es un caimán, es una serpiente boa.

Sonrió. Chica lista.

Le ofreció el baño para que se desmaquillase y se cambiase de ropa. Se lo agradeció. Hoy le pesaba de verdad el personaje. Tenía ganas de ver resbalar por los desagües aquella máscara pegajosa.

Cuando estaba en la ducha, oculto por la mampara, sintió que alguien abría la puerta y entraba. ¡Así que sí! Óscar y el ángel rubio venían a hacer pis. Salió de un brinco y se apresuró a echar el pestillo para que no pudiesen salir.

Lo miraron extrañados. ¿Quién era aquel invitado y qué hacía allí desnudo con aquella sonrisa siniestra?

—¡Vaya, vaya! Los dos canallas juntos —dijo Pico con sorna—. Las desgracias nunca vienen solas.

Lo reconocieron y rieron nerviosos. Había un tono inquietante en su forma de hablar. El payaso tenía la cara pálida, con restos de pintura blanca en las ojeras, y su pecho era peludo como el de un gorila.

—¿Sabéis lo que le pasa a la gente ruin? ¿No lo sabéis?

Ahora Pico dejó de imitar a Jack Nicholson en el papel del Joker de Batman. Puso la voz solemne del Juez Supremo el día del juicio final. Una voz demasiado humana.

—Pues la gente ruin se va al puto infierno.

Óscar y el ángel rubio soltaron una risita de espanto. Estaban de verdad asustados, tanto que ese miedo asustó a Pico. Así que sonrió en un gesto de pasar página para tranquilizarlos. Pero luego se tensó el silencio hasta que el ángel rubio recuperó su naturaleza: «Eres sólo un payaso. Un payaso de mierda».

Las cosas

Como espectador no era muy expresivo, ésa es la verdad, dijo la Televisión. Se sentaba ahí, en el sofá, con un vaso de whisky, y miraba con frialdad, como si sólo se le subiesen a la cabeza las piedras de hielo. Esa noche, no. Esa noche movió los labios al mismo tiempo que el personaje de la pantalla. Parecía estar en una sesión de doblaje. Y creo que no le gustó lo que dijo. Ni lo que vio. Hacía muecas, como quien se mira deforme en un espejo de feria y quiere acentuar la fealdad.

La Televisión, contra su costumbre, meditó durante unos segundos.

Bueno, reconozco que esta última observación mía está condicionada por lo sucedido.

No era de mucha lectura, dijo el Hamlet apoyado en la mesa de la sala. Por lo menos, no lo era en estos últimos años. Pero esa noche, esa noche vino hacia el estante y los libros nos dimos unos a otros con los codos en los riñones. Tocó varios lomos, pero al final me cogió a mí. Leyó de una tirada hasta la escena segunda del acto tercero. Me dejó marcado aquí, en la página donde se dice eso de
Let me be cruel, not unnatural
.

Más claro, agua, dijo el Vaso con voz ronca.

¿Por qué?, preguntó la Lámpara.

¿Cómo que por qué? Ahí está la explicación que buscan.

No seas tonto, replicó la Lámpara, que proyectaba sombras de cisnes negros. ¡Sea yo cruel pero jamás monstruoso! Para el caso, eso sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Además, con todos los respetos para el amigo Hamlet, no es algo que un detective pueda presentar, en estos tiempos, como prueba ante un juez. Un verso sólo compromete a su autor, y ni siquiera. Lo único que él dejó escrito de su puño y letra fue una anotación para la señora de la limpieza: Por favor, dele un repaso al ventanal de la sala. No parece precisamente una despedida dramática.

Pues uno de los policías, el más gordo, tomó nota, dijo el Hamlet con timidez. Abrió por la marca y escribió en el cuaderno.

Pude leer lo que escribía, ironizó la Lámpara.
My tongue and soul in this be hypocrites
. Eso fue lo que anotó. Tu problema, amigo, es que uno encuentra lo que busca.

La chica fue muy lista, dijo el Cenicero con el orgullo característico de quien sabe de más. Borró todas las huellas. Incluso guardó en el bolso la colilla con carmín.

¡Ella no lo hizo!, gritó indignada la Televisión.

¿Cómo estás tan segura?, preguntó el Reloj de Pared. Nadie me había mirado nunca así. Con cara de mal epitafio, que diría el Hamlet.

Estaba furiosa, eso es todo, dijo la Televisión. Y luego añadió en voz baja: La conozco muy bien. Nunca lo haría. Nunca lo haría en la realidad…

El Reloj se rió como quien está de vuelta de todo.

Alguna vez la vimos disparar dentro de ti. ¿Por qué no lo iba a hacer ahora? Era tan peliculera en la vida real como en la pantalla. ¿Recordáis las escenas de amor ahí, en el sofá? ¡Rómpeme, cómeme, mátame!

Tú eres tonto, interrumpió la Televisión. No entiendes nada.

Yo soy realista, dijo el Reloj sin inmutarse. Todos nosotros sabemos lo que pasó. La gente, no. La gente tragará con lo que tú digas. Pero las cosas fueron como fueron. Ella tenía celos. Y tenía razón para tenerlos. Descubrió que la otra había estado aquí. La otra estaba en el aire. Fueron al dormitorio. Discutieron. Y había un arma. Ella sabía que en la mesilla había un arma. Disparó y lo mató. Como en la película. ¿Para qué engañarnos? Todos hemos oído lo que decía la Pistola.

Tienes toda la razón, asintió la Lámpara.

No vimos nada, dijo la Televisión. En realidad, no vimos nada.

¡Oímos y ya está!, gritó el Reloj.

¡No avasalles!, respondió irritada la Televisión.

Fuera llovía con percusión triste de serie negra. Por el ventanal escurrían lágrimas de neón. El Reloj, dominante, midió el suspense. Luego habló con parsimonia.

Todos hemos escuchado lo que dijo la Pistola: ¡Fue ella, fue ella!

Pero entonces, con voz de ultratumba, desde el dormitorio, gritó la Oscuridad.

¡La Pistola es una cínica!

Todas las cosas quedaron expectantes, con el pulso del Reloj tamborileando en las sienes de la casa.

Cuando la chica corrió hacia él para abrazarlo, relató la Oscuridad, yo oí cómo la Pistola murmuraba: Si no llega a ser por mí, nunca te librarías de este cabrón.

Esperaban que el Hamlet dijese la última palabra. Pero él estaba mirando hacia el puerto. La sirena de un barco del Gran Sol saludaba al dios del día, como gallo de mar.

Dibujos animados

—Ven, Mary, éste es nuestro patrocinador —dijo Thanks Danke con una sonrisa de oreja a oreja—. El señor Mille Tausend.

Era más artificial que la sonrisa de un sobrecargo de avión. Lo único natural era el color blanco chimpancé de la palma de las manos.

—Hola, querida. Encantadora, Danke, tal como la imaginé.

Yo había tenido una mañana fatal. Se quemaron las tostadas y peleé con Hahn Cock. Lo dejé para siempre. Sólo me llevé las llaves del coche.

—Danke me dijo que ustedes querían financiar una serie.

—Exactamente, querida.

—¿Le gustan los dibujos animados, señor Tausend? —pregunté por preguntar.

—Son mi pasión, querida —dijo él con sarcasmo.

—Si no me engaño, el protagonista tendrá que pasar el día comiendo salchichas.

—Algo así. ¿A que es una buena idea?

—Salchichas de cerdo.

—Todas las salchichas del mundo, querida, siempre que sean de cerdo. Del resto —dijo levantando los dos pulgares—, ¡total libertad!

—Pagarán muy bien, Mary —terció Thanks.

—Seguro.

Pues así fue como nació Fat Fatty, el personaje más repugnante que conseguí imaginar. El interés de Mille Tausend por los dibujos animados no tenía nada de casual. Había aparecido en el mercado, con gran acogida, la nueva salchicha vegetal. El impacto de este producto no había sido ajeno al lanzamiento previo de la serie infantil protagonizada por Green Grun, quien se había convertido en un gran héroe en pocas semanas. Se podían ver carteles de Green Grun, pegatinas de Green Grun, insignias de Green Grun, muñecos de Green Grun, videojuegos de Green Grun y, por supuesto, las salchichas Green Grun. El patrocinador de la serie era Denaro Money, el tradicional enemigo de Mille Tausend. Aunque las empresas de televisión mantenían ese dato en secreto. Lo sé porque el guionista era Hanh Cock, mi ex amante. Tausend y Money competían en todo, pero especialmente en salchichas, cuadros y mujeres por este orden. Un día se insultaron en una subasta de arte en Sotheby’s y tuvieron que separarlos los respectivos matones. Tausend iba acompañado por la ex mujer de Money, una ex modelo indonesia, y Money llevaba del brazo a la ex mujer de Tausend, una ex modelo jamaicana.

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