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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (160 page)

Las serrerías habían sido su cariño, su orgullo, el fruto del trabajo de sus rapaces manitas. Había empezado con una serrería pequeña en aquellos días trágicos en que Atlanta luchaba débilmente por levantarse de las ruinas y las cenizas, con la necesidad reflejada en el rostro. Había luchado y proyectado, las había cuidado en los tiempos terribles en que imperaba la incautación yanqui, cuando el dinero estaba escondido y la gente que no lo tenía era fusilada. Y ahora, cuando Atlanta se estaba reponiendo de sus heridas, y se construían por todas partes edificios nuevos, y gente nueva afluía a la ciudad, tenía dos serrerías, dos depósitos de madera, una docena de yuntas de muías y el trabajo de los penados para hacer toda la labor con poco coste. El decirles adiós era como cerrar para siempre una puerta sobre una parte de su vida, una parte amarga y dura, pero que recordaba con nostálgica satisfacción.

Había levantado aquel negocio y ahora lo acababa de vender, y estaba oprimida por la certidumbre de que, si no hubiera estado ella para defenderlo, Ashley lo habría perdido todo, todo lo que ella había trabajado para construir. Ashley se fiaba de todo el mundo y apenas distinguía un dos por cuatro de un seis por ocho. Y ahora nunca le sería posible prestarle el apoyo de sus consejos, todo porque el antipático de Rhett le había dicho que a ella le gustaba meterse en todos los asuntos de los demás:

«¡Condenado Rhett!», pensó. Y, al mirarlo, aumentó su convicción de que Rhett estaba detrás de todo aquello. El cómo y el porqué le eran desconocidos.

Rhett estaba hablando con Ashley y sus palabras la volvieron a la realidad.

—Supongo que ahora despedirá usted en seguida a los presidiarios —dijo Rhett.

¿Despedir a los presidiarios? ¿A quién se le podía ocurrir despedirlos? Rhett sabía admirablemente que los grandes beneficios de las serrerías se debían a la mano de obra barata de los forzados. ¿Y por qué hablaba Rhett con tanta seguridad de lo que Ashley pensaría hacer? ¿Qué sabía Rhett de Ashley?

—Sí, los despediré inmediatamente —replicó Ashley, procurando evitar la atónita mirada de Scarlett.

—¿Te has vuelto loco? —gritó ella—. Perderás todo el dinero si los despides. ¿De dónde vas a sacar mano de obra?

—Emplearé negros libres —dijo Ashley.

—¿Negros libres? ¡Sí, sí!... Ya sabes lo que importa su salario. Y, además, vas a tener a los yanquis encima a cada momento para saber si les das de comer pollo tres veces al día y si los arropas para dormir con edredones de pluma. Y si a un negro holgazán le das un par de latigazos y lo despides, los gritos de los yanquis se oirán de aquí a Dalton y terminarás en un calabozo. ¡Pero si los forzados es lo único...!

Melanie, con los ojos bajos, se miraba las manos, cruzadas sobre el regazo. Ashley parecía disgustado, pero decidido. Permaneció unos momentos silencioso; luego miró a Rhett (mirada que no pasó inadvertida para Scarlett y en la que Ashley pareció encontrar comprensión y apoyo) y dijo tranquilamente:

—No quiero emplear presidiarios, Scarlett.

—Pero, ¡Señor! —dijo Scarlett sin poder casi respirar a causa del asombro—. ¿Y por qué no? ¿Te da miedo que la gente murmure de ti como lo hace de mí?

Ashley levantó la cabeza.

—No me da miedo lo que diga la gente, siempre que yo tenga la conciencia tranquila. Yo nunca he encontrado bien el emplear esa gente.

—Pero, ¿por qué?

—No puedo hacer dinero a costa del trabajo forzado y de la miseria de los demás.

—Pero tú has tenido esclavos.

—No eran desgraciados. Y, además, yo los hubiera puesto en libertad a todos cuando murió mi padre si la guerra no lo hubiera hecho. Pero esto es distinto, Scarlett. El sistema se presta a demasiados abusos. Tú tal vez no lo sepas, pero yo lo sé. Yo sé muy bien que Johnnie Gallegher ha matado por lo menos a un hombre. Tal vez a más. ¿Quién se preocupa de un presidiario más o menos? Dijo que lo había matado cuando trataba de escapar; pero no es eso lo que llegó a mis oídos. Y yo sé que emplea hombres que están demasiado enfermos para trabajar. Llámalo superstición si quieres; pero yo no creo que el dinero ganado con el sufrimiento ajeno pueda traer la felicidad.

—Alabado sea Dios, Ashley. No vas a decirme que te has tragado todos los sermones del reverendo Wallace sobre el dinero manchado.

—No he necesitado tragármelos. Creía en ellos antes de que los predicase.

—Entonces debes pensar que todo mi dinero está manchado —gritó Scarlett empezando a enfadarse—. Porque yo empleo presidiarios y soy propietaria de una tienda de bebidas y...

Se detuvo de repente. Los dos Wilkes parecían azorados y Rhett sonreía burlón. «¡Maldito sea! —pensó Scarlett con vehemencia—. Está pensando que me estoy metiendo en los asuntos de los demás y lo mismo está pensando Ashley. Les machacaría la cabeza a uno contra otro.» Devoró su rabia y procuró asumir un tranquilo aire de dignidad, pero con poco éxito.

—Desde luego, a mí no me va ni me viene en eso —dijo.

—Scarlett, no pienses que te critico. No es así. Es que vemos las cosas desde distinto punto de vista, y lo que para ti está bien puede no estarlo para mí.

De pronto, Scarlett deseó que hubiesen estado solos, que Melanie y Rhett se hallaran al otro extremo del mundo, para gritarle: «¡Pero yo quiero mirar las cosas con el mismo criterio que tú! ¡Explícamelo, para que yo pueda entenderte y ser como tú!».

Pero delante de Melanie, temblorosa por la violencia de la escena, con Rhett que le hacía disimulados gestos de burla, tan sólo pudo decir con mucha frialdad y grandes aires de virtud ofendida:

—Bueno, eso es asunto tuyo, Ashley, y está muy lejos de mí el querer meterme en cómo has de llevarlo. Pero he de decirte que no comprendo ni tu actitud ni tus observaciones.

¡Oh, si estuvieran solos y no se viera obligada a decirle palabras tan secas, estas palabras que le estaban hiriendo sin duda!

—Te he ofendido, Scarlett. Y no quería hacerlo. Debes creerlo y perdonarme. No hay ningún enigma en lo que he dicho. Sencillamente, afirmo que el dinero que llega por determinados caminos rara vez trae la felicidad.

—Estás equivocado —protestó Scarlett, incapaz de dominarse un momento más—. Mírame a mí. Tú sabes cómo he ganado yo mi dinero. Tú sabes cómo estaban las cosas antes de que lo ganara. Tú recuerdas aquel invierno en Tara, cuando hacía tanto frío y teníamos que cortar las alfombras para hacernos zapatos y no había bastante que comer, y nos rompíamos la cabeza pensando cómo nos arreglaríamos para dar educación a Wade y a Beau. Tú te acuerdas...

—Me acuerdo —dijo Ashley cansadamente—, pero preferiría no acordarme.

—Bueno, no puedes decir que ninguno de nosotros fuese feliz entonces, ¿verdad? Y míranos ahora. Tú tienes una casa muy linda, un porvenir espléndido. ¿Y hay alguien que tenga una casa más preciosa que la mía, ni más lindos trajes, ni caballos más hermosos? Nadie tiene una mesa mejor servida que la mía, ni da recepciones más suntuosas, y mis hijos tienen todo cuanto quieren. Pues ¿de dónde ha salido el dinero que ha hecho posible todo esto? ¿Del aire? No señor. Forzados, casas de bebidas y...

—Y no te olvides del asesinato de aquel yanqui —dijo Rhett, con suavidad—. Realmente fue lo que te hizo empezar.

Scarlett se lanzó hacia él con ánimo dé colmarlo de insultos.

—Y el dinero te ha hecho muy feliz, ¿verdad, encanto? —preguntó él con sardónica dulzura.

Scarlett se detuvo con la boca abierta, y sus ojos recorrieron rápidamente los de los otros tres. Melanie, en su turbación, se hallaba a punto de romper en lágrimas. Ashley, repentinamente, parecía pálido y abstraído, y Rhett, muy divertido, la observaba por encima de su cigarrillo. Scarlett se disponía a gritar: «¡Ya lo creo que me ha hecho feliz!».

Pero, sin saber por qué, no pudo hablar.

58

En el tiempo que siguió a su enfermedad, Scarlett notó en Rhett un cambio, acerca del cual no estaba completamente segura de si le gustaba o no. Era sobrio, y estaba tranquilo y pensativo. Se hallaba más a menudo en casa a las horas de las comidas y era más amable con los criados y más cariñoso con Wade y con Ella. Nunca se refería a nada del pasado, y tácitamente parecía invitarla a olvidar aquellos temas. Scarlett adoptó el mismo sistema, porque era más fácil convivir así y la vida se deslizaba tranquila en apariencia. La cortesía de Rhett hacia ella, que había empezado durante la convalecencia, continuaba y ya no le lanzaba pullas ni la molestaba con sus sarcasmos.

Scarlett se daba cuenta de que cuando la incomodaba con maliciosos comentarios, y la indignaba para provocar indignadas réplicas, era porque le importaba lo que ella decía. Pero ahora se preguntaba si a él le importaría lo que ella hiciese. Era cortés e indiferente, y Scarlett echaba de menos su interés; por muy perverso que hubiera sido, ella adoraba los días pasados de peleas y enfados.

Era muy amable con ella, tan fino como podía serlo un extraño; pero, así como antes sus ojos la seguían siempre a ella, ahora seguían a Bonnie. Era como si la rápida corriente del río de su vida hubiera sido desviada a un canal más estrecho. Algunas veces Scarlett pensaba que si Rhett le concediese a ella la mitad de la atención y la ternura que concedía a Bonnie la vida sería muy distinta. Era difícil sonreír cuando la gente decía: «¡Cómo idolatra a esta niña el capitán Butler!». Pero si no sonreía, la gente lo encontraría extraño, y a Scarlett la molestaba reconocer que tenía celos de una chiquilla, y mucho más cuando esa chiquilla era su hija predilecta. A Scarlett le gustaba ser siempre la primera en los corazones de los que la rodeaban, y ahora resultaba evidente que Bonnie y Rhett serían siempre los primeros el uno para el otro.

Rhett salía hasta muy tarde algunas noches, pero cuando volvía no estaba bebido. Muchas veces le oía silbar cuando cruzaba por el pasillo hacia su cuarto. Algunas veces volvían con él, a aquellas horas tardías, otros hombres, y se sentaban en el comedor a charlar mientras bebían unas copitas de brandy. No eran los mismos hombres con quienes había bebido durante el primer año de su matrimonio. No eran adinerados
carpetbaggers,
ni
scallawags,
ni republicanos, los que acudían ahora a su invitación. Scarlett, arrastrándose descalza hasta la barandilla de la escalera, escuchó un día, y con gran asombro pudo reconocer las voces de Rene Picard, Hugh Elsing, Andy Bonnel y los chicos de Simons. Y siempre estaban allí el abuelo Merriwether y tío Henry. Y hasta una vez pudo distinguir la voz del doctor Meade. ¡Y todos aquellos hombres habían pensado no hacía mucho que la horca era demasiado poco para Rhett!

Aquel grupo estaba siempre unido en la imaginación de Scarlett con la muerte de Frank. Y las horas tan tardías a que Rhett volvía aquellas noches le recordaban los tiempos que precedieron a la desgraciada salida del Klan en que Frank había perdido la vida. Recordaba con terror la observación de Rhett de que sería capaz hasta de incorporarse al Klan para parecer respetable, aunque esperaba que Dios no le impondría semejante penitencia. Y si Rhett, como Frank...

Una noche en que volvió aún más tarde de lo que acostumbraba, ella no pudo aguantar más tiempo la impaciencia. Cuando oyó el ruido de su llave en la cerradura, se echó una bata y, saliendo al vestíbulo alumbrado por una lámpara de gas, lo encontró en lo alto de las escaleras. La expresión de Rhett, ausente y pensativa, se convirtió en sorprendida al divisarla.

—Rhett, he venido para saber... Necesito saber si tú..., si el Klan... Si es por eso por lo que estás fuera hasta tan tarde. ¿Te has hecho del...?

A la llameante luz de gas, Rhett la miró sin curiosidad, y sonrió.

—Estás muy atrasada de noticias —le dijo—. Ya no hay Klan en Atlanta. Ni probablemente en Georgia. Tus amigos te han estado contando bárbaras hazañas del Klan, por lo que veo...

—¿Que no hay Klan? ¿Estás mintiendo para tranquilizarme? Habla.

—Pero, querida mía, ¿cuándo he tratado yo de tranquilizarte? No, el Klan no existe. Hemos decidido que hacía más daño que provecho, porque tenía a los yanquis en tensión y proporcionaba material a la fábrica de calumnias de Su Excelencia el gobernador Bullock. Bien podrá éste permanecer en el poder, mientras consiga convencer al Gobierno federal de que Georgia hierve en rebelión y que detrás de cada arbusto se esconde un afiliado del Klan. Para continuar en el poder, está inventando infames historias del Klan, que ya no existe; hablando de leales republicanos colgados por los pulgares, y de honrados negros linchados. Pero está cazando en coto cerrado y lo sabe. Agradezco tu preocupación, pero el Kkn dejó de existir poco después de haber dejado yo de ser un
scdlawag
para convertirme en un modesto demócrata.

La mayor parte de lo que Rhett dijo del gobernador Bullock a Scarlett le entraba por un oído y le salía por el otro, porque su imaginación estaba preferentemente ocupada con la idea de que ya no existía el Klan. A Rhett no lo matarían como habían matado a Frank; no perdería el almacén ni el dinero. Pero una palabra en su conversación le llamó poderosamente la atención. Rhett decía
nosotros,
uniéndose con naturalidad con los que él mismo bautizara
la vieja guardia.

—Rhett —le preguntó de repente—. ¿Tienes tú algo que ver con la disolución del Klan?

La miró durante unos momentos, y sus ojos empezaron a bailar.

—Así es, amor mío. Ashley Wilkes y yo somos los principales responsables.

—¿Ashley y tú?

—Sí; la política puede hacer cambiar las amistades. Es una vulgaridad el decirlo, pero es una verdad. Ni Ashley ni yo tenemos demasiado interés en ser amigos...; pero Ashley nunca tuvo fe en el Klan, porque es contrario a cualquier género de violencia. Y yo nunca creí en él porque es una locura y no un medio de conseguir lo que queremos. Es el medio de tener a los yanquis encima de nosotros hasta el día del Juicio. Y entre Ashley y yo hemos convencido a los exaltados de que vigilancia, espera y trabajo nos llevarían más lejos que incursiones nocturnas y baladronadas.

—¿Quieres dar a entender que efectivamente los muchachos siguen tus consejos, cuando tú...

—Cuando yo he sido un especulador, un
scallawag,
uña y carne de los yanquis. Olvidas, señora Butler, que yo soy ahora un demócrata en brillante posición, que daría hasta la última gota de su sangre por liberar a nuestro amado Estado del poder de los invasores. Mi consejo era un buen consejo y lo escucharon. Mi opinión en otros asuntos políticos es también de valor. Tenemos una mayoría demócrata en el Parlamento, ¿no es así? Y pronto tendremos, amor mío, alguno de nuestros amigos republicanos detrás de las rejas. Se están volviendo un poco demasiado rapaces.

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