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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (158 page)

Ella, acariciando su cabello como hacía con el pequeño Beau, dijo:

—Cállese, capitán Butler; no debe usted decirme esas cosas. No se da usted cuenta de lo que dice.

Pero la voz de él continuaba como en un desbordamiento, y su mano aferraba el vestido de Melanie como una tabla de salvación.

Se acusó de actos que ella no comprendía, balbuceó el nombre de Bella Watling y luego la hizo estremecerse al gritar con violencia:

—Yo he matado a Scarlett, la he matado. Usted no lo comprende; ella no quería ese niño y...

—Tiene usted que callarse. No está usted en sus cabales. ¿Que no quería ese niño? Todas las mujeres quieren...

—No, no. Usted sí quiere hijos. Pero ella no. No los hijos míos...

—Cállese.

—Usted no me entiende. Ella no quería un hijo, y yo tuve la culpa. Este hijo... Es mi condenada culpa. Llevábamos mucho tiempo sin dormir juntos...

—Cállese, capitán Butler. No está bien... —Yo estaba borracho y loco y quería herirla, porque ella me había herido a mí. Yo deseaba... y lo hice. Pero ella no me quería, nunca me había querido, nunca me ha querido, y yo intentaba, intentaba con todas mis fuerzas y... Yo no sabía nada de ese niño hasta el otro día, cuando se cayó. Ella no sabía dónde estaba yo para escribirme y decírmelo, pero no me hubiera escrito aunque lo hubiera sabido. Le aseguro a usted, le aseguro que hubiera venido corriendo a casa si hubiera sabido... Me quisiera ella en casa o no...

—¡Oh, sí, ya sé que hubiera venido!

—¡Dios, he estado loco estas semanas, loco y borracho! Y cuando me lo dijo, allí en la escalera... ¿Qué hice yo? ¿Qué dije? Me eché a reír y le dije: «Anímate. Tal vez tengas un aborto». Y ella...

Súbitamente, Melanie se quedó lívida y sus ojos se agrandaron por el horror cuando miró la atormentada cabeza que se revolvía sobre su regazo. El sol del atardecer entraba a raudales por la ventana abierta, y de repente vio, como si fuese por primera vez, lo grandes, y lo morenas, y lo fuertes que eran sus manos, y qué espeso era el vello negro que cubría su dorso. Involuntariamente se retiró de ellas. Parecían tan rapaces, tan rudas y, sin embargo, apoyadas en su falda, tan destrozadas, tan desamparadas...

¿Sería tal vez posible que hubiera oído la infame mentira sobre Scarlett y Ashley y estuviera celoso? Verdaderamente, había abandonado la ciudad inmediatamente después del escándalo, pero... No, no podía ser por eso. El capitán Butler siempre estaba haciendo viajes precipitados. No podía haber creído aquella chismografía. Era demasiado inteligente. Además, si hubiera sido ésta la causa de tal trastorno, ¿no hubiera intentado matar a Ashley? O, por lo menos, ¿no habría pedido explicaciones?

No, no podía ser eso. Era sencillamente que estaba bebido y enfermo por la tensión y que su imaginación estaba corriendo desenfrenada, como la de un hombre delirante, diciendo barbaridades. Los hombres no pueden soportar la tensión tan bien como las mujeres. Algo le había trastornado, tal vez había tenido una pequeña disputa con Scarlett y las circunstancias le hacían darle proporciones desmesuradas. Tal vez alguna de las cosas terribles que había dicho fuera verdad. Pero todas ellas no podían serlo. ¡Oh, esa última seguramente no lo era! Ningún hombre podía decir semejante cosa a una mujer a quien amaba locamente como él amaba a Scarlett. Melanie nunca había visto la maldad, nunca había visto la crueldad, y ahora que las veía por primera vez le resultaban ambas imposibles de concebir. Estaba bebido y enfermo. Y a los niños enfermos hay que mimarlos.

—Bueno. Cállese ahora —dijo, cariñosa—. Ya comprendo.

Él levantó la cabeza violentamente y la miró con sus ojos sanguinolentos, retirando las manos. —¡No, por Dios! No lo entiende usted. No puede usted entender. Es usted, es usted... demasiado buena para entender. No me cree usted. Pero todo es verdad y yo soy un perro. ¿Sabe usted lo que hice? Estaba loco, trastornado por los celos. Ella nunca me ha querido y yo tenía la esperanza de conseguir que me quisiera. Pero nunca le he importado un comino. No me quiere a mí. Quiere a...

Su mirada apasionada de borracho se encontró con la suya y se detuvo con la boca abierta, como si por primera vez se diera cuenta de con quién estaba hablando. El rostro de Melanie estaba pálido y tenso, pero sus ojos eran tranquilos y dulces y estaban llenos de incredulidad y de misericordia. Había en ellos una serenidad luminosa, y la inocencia de las dulces pupilas oscuras lo conmovió como un golpe en pleno rostro, haciendo desaparecer parte de su borrachera, detenido sus locas palabras a mitad de camino. Hizo una mueca, sus ojos se apartaron de los de ella, movió rápidamente los párpados como intentando coordinar las ideas.

—Soy un idiota —dijo, dejando caer de nuevo la cansada cabeza en su regazo—. Pero no tan idiota como todo eso. Si se lo dijese, usted no me creería, ¿verdad? Es usted demasiado buena para creerme. Nunca, antes, he conocido una persona verdaderamente buena. No me creería usted, ¿verdad?

—No, no le creería —dijo dulcemente, volviendo a acariciar su cabello—. Pronto estará buena otra vez. Vamos, capitán Butler, no llore. Pronto estará buena otra vez.

57

La mujer que un mes más tarde dejó Rhett en el tren de Jonesboro era una mujer pálida y delgada. Wade y Ella, que iban a hacer el viaje con su madre, estaban quietos y callados al ver su rostro blanco y triste, y se arrimaban a Prissy, atemorizados por la atmósfera de frialdad que hasta sus mentes infantiles no podían por menos de sentir entre su madre y su padrastro.

A pesar de lo débil que estaba Scarlett, se marchaba a Tara. Hubiera enloquecido, de permanecer un día más en Atlanta, con la imaginación dando vueltas y más vueltas alrededor de las mismas ideas en aquel tumulto en que se debatía. Estaba débil de cuerpo y cansada de espíritu y se encontraba como una niña perdida en una región de pesadilla en la que no veía nada familiar que pudiese guiarla.

Lo mismo que había huido de Atlanta una vez ante un ejército invasor, lo mismo huía ahora, relegando al fondo de su mente las ideas desagradables con su acostumbrada inhibición ante las preocupaciones: «No quiero pensar en eso ahora, no podría soportarlo, ya lo pensaré mañana en Tara; mañana será otro día». Le parecía que, si podía volver a la tranquilidad de los verdes campos de algodón, todas sus preocupaciones desaparecerían y hallaría medio de hacer con sus destrozados pensamientos algo que no le impidiese vivir.

Rhett se quedó contemplando el tren hasta que se perdió de vista, y en su rostro había una expresión de amargura que no resultaba nada agradable. Suspiró, despidió el coche y, montando en su caballo, cabalgó calle abajo hacia casa de Melanie.

Era una mañana calurosa. Melanie estaba sentada bajo la parra del porche zurciendo calcetines, de los que tenía una gran cesta Üena. Experimentó viva confusión cuando vio a Rhett bajarse del caballo y echar las riendas al negrito de hierro que había a la entrada. No le había visto a solas desde aquel espantoso día, cuando Scarlett estaba tan enferma y él estaba... bueno, sí, tan borracho. Melanie odiaba hasta el pensar en esa palabra. Sólo le había hablado alguna vez durante la convalecencia de Scarlett, y en tales casos hizo lo posible por no encontrar su mirada. Él, desde luego, en estas ocasiones había estado lo mismo que siempre, y nunca, ni con miradas ni con palabras, había dado a entender que entre ellos se hubiera desarrollado semejante escena. Ashley le había dicho una vez que era muy frecuente en los hombres el no recordar las cosas que habían hecho hallándose en estado de embriaguez, y Melanie deseaba de todo corazón que la memoria del capitán Butler le hubiera fallado en esta ocasión. Notaba que preferiría morir a enterarse de que recordaba sus expansiones. Se sintió llena de timidez y azoramiento, y oleadas de rubor cubrieron sus mejillas al verle acercarse por el camino. Pero tal vez no fuese más que a preguntar si Beau podría ir a pasar el día con Bonnie. Seguramente no tendría el poco tacto de ir a darle las gracias por lo que había hecho por él aquel día.

Se levantó para recibirlo, observando con sorpresa, como le ocurría siempre, lo ágilmente que se movía siendo un hombre tan grande.

—¿Se ha marchado Scarlett?

—Sí. Tara le sentará bien —dijo él sonriendo—. Algunas veces pienso que le ocurre lo que al gigante Anteo, que se hacía más fuerte cada vez que se ponía en contacto con la madre tierra. No le conviene a Scarlett pasar demasiado tiempo lejos de aquel rincón lleno de barro rojo al que tanto ama. El ver crecer el algodón le hará más provecho que todos los tónicos del doctor Meade.

No quiere usted sentarse? —preguntó Melanie, que no sabía qué hacer con sus manos.

¡Rhett era tan grande y tan fuerte! Las personas tan grandes y fuertes siempre la desconcertaban. Parecían irradiar una fuerza y una vitalidad que la hacían sentirse más débil y más menuda aún de lo que realmente era. Él tenía un aspecto formidable y los duros músculos de sus hombros resaltaban en la blancura de su chaqueta de hilo de un modo que la asustaba. Le parecía imposible haber visto abatida tanta fuerza e insolencia. ¡Y ella había sostenido aquella cabeza en su regazo!

«¡Oh Dios mío!», pensó azorada; y se ruborizó de nuevo.

—Melanie —dijo Rhett amablemente—, ¿la molesta mi presencia? ¿Prefiere que me vaya? Por favor, dígame la verdad.

«¡Oh! —pensó Melanie—. Se acuerda y se da cuenta de lo violenta que estoy.»

Le vio implorante y, de pronto, el azoramiento y la confusión desaparecieron. La mirada de él era tan tranquila, tan cariñosa, tan comprensiva, que Melanie no pudo menos de preguntarse cómo había podido ser tan tonta para sentirse asustada. Tenía el rostro cansado y, pensó Melanie, bastante triste. ¿Cómo se le pudo ocurrir que iba a ser tan poco educado para tratar de asuntos que los dos preferirían olvidar?

«iPobre hombre! ¡Qué preocupado ha estado con lo de Scarlett!», pensó. Y, sonriendo, le dijo:

—Haga el favor de sentarse, capitán Butler.

Rhett se sentó pesadamente y la observó mientras recogía su costura.

—Melanie: he venido a pedirle un favor grandísimo —dijo sonriendo—. A pedir su ayuda en un engaño que sé que la repelerá.

—¿Un engaño?

—Sí, en realidad he venido a hablarle de negocios. —¡Señor! Entonces no es a mí, es a mi marido a quien tiene usted que ver. Yo soy una mujer torpe para los negocios. No soy tan inteligente como Scarlett.

—Mucho me temo que Scarlett sea demasiado inteligente, más de lo que le conviene —dijo él—. Y precisamente de esto es de lo que deseaba hablarle. Ya sabe usted lo enferma que ha estado. Cuando vuelva de Tara, otra vez empezará con preocupaciones y disgustos con el almacén y con esas serrerías que yo quisiera ver arder. Temo por su salud, Melanie.

—Sí, se preocupa demasiado. Debe usted obligarla a dejarlo todo y a cuidarse.

Él se rió.

—Ya sabe usted lo terca que es; yo nunca intento ni discutir con ella. Es igual que una chiquilla voluntariosa. No me deja que la ayude; no dejaría que nadie la ayudara. He intentado inducirla a vender su parte en las serrerías; pero no quiere. Y ahora, Melanie, llegamos a lo del negocio. Yo sé que Scarlett accedería a vender el resto de su participación en las serrerías al señor Wilkes, pero a nadie más. Y yo desearía que el señor Wilkes se lo comprase.

—¡Oh! Eso sería estupendo, pero...

Melanie se detuvo mordiéndose los labios. No podía hablar de la cuestión de dinero con una persona con quien no tenía bastante confianza. No sabía cómo, a pesar de lo que ganaban con la serrería. Ashley no tenía nunca bastante dinero. La disgustaba ver lo poco que ahorraban. No sabía adonde iba a parar el dinero. Ashley le daba lo suficiente para el manejo de la casa, pero en cuanto había algún gasto extraordinario se veían apurados. Desde luego, las cuentas del médico eran muy elevadas, y los libros y muebles que Ashley encargaba a Nueva York costaban un río de oro. Y daban de comer y vestían a una porción de granujas que vivían en las buhardillas de su casa. Y Ashley no era capaz de negar un préstamo a nadie que hubiese servido en el Ejército federal. Y...

—Melanie, yo deseaba prestarles a ustedes el dinero —dijo Rhett.

—Es usted muy bueno, pero nunca podríamos devolvérselo.

—No quiero que me lo devuelvan. No se enfade usted conmigo, Melanie. Por favor, escúcheme. Me pagaría con creces el saber que Scarlett no estaba quedándose sin fuerzas con tantas idas diarias a las serrerías. El almacén sería suficiente para tenerla ocupada y feliz. ¿No lo comprende usted?

—Sí, desde luego —dijo Melanie, indecisa.

—Usted quiere que su hijo tenga una jaca, ¿verdad? Y quiere usted que vaya a la Universidad, a Harvard, y a hacer un gran viaje por Europa.

—Ya lo creo —gritó Melanie, con el rostro iluminado como siempre que se le hablaba de Beau—. Yo quiero muchas cosas para él, pero... bueno, todo el mundo está tan pobre ahora que...

—El señor Wilkes podría ganar una barbaridad de dinero con esas serrerías —dijo Rhett—. Y le gustaría ver a Beau disfrutar de todas las ventajas que se merece.

—¡Oh! Capitán Butler, es usted una malísima persona —exclamó Melanie, sonriendo—. Apelando al orgullo maternal... Puedo leer en usted como en un libro abierto.

—Espero que no —dijo Rhett, y por primera vez hubo un resplandor de risa en sus ojos—. Y ahora, ¿me dejará usted que le preste el dinero?

—Pero, ¿dónde está el engaño?

—Debemos ser conspiradores y engañar a Scarlett y al señor Wilkes.

—Me sería imposible. ¡Cuánto lo siento!

—¡Si Scarlett supiese que he estado conspirando a espaldas de ella, aunque sea por su bien...! Pero ya conoce usted su carácter. Y me temo mucho que el señor Wilkes rehusase cualquier préstamo que yo le ofreciera. Así, pues, ninguno de los dos debe saber de dónde viene el dinero.

—¡Oh! Pero estoy segura de que mi marido no rehusaría si comprendiese bien. ¡Quiere tanto a Scarlett!

—Estoy seguro de ello —dijo amablemente Rhett—. Pero, a pesar de todo, rehusaría. Ya sabe usted lo orgullosos que son todos los Wilkes.

—¡Cuánto lo siento! —dijo Melanie, disgustadísima—. Quisiera... Verdaderamente, capitán Butler, no puedo mentir a mi marido.

—¿Ni siquiera para ayudar a Scarlett?

Rhett parecía ofendido.

—Y ella, que la quiere a usted tanto...

En los párpados de Melanie temblaron las lágrimas.

—Sabe usted que haría cualquier cosa del mundo por ella. Nunca, nunca, podré pagarle ni la mitad de lo que ella ha hecho por mí. Ya sabe usted...

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