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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (77 page)

Se quedaron en la plantación aquella noche, durmiendo sobre el suelo en el salón y felices de tumbarse sobre una mullida alfombra, porque llevaban semanas sin acostarse bajo techado, o sobre algo más blando que briznas de pino formando una capa sobre la endurecida tierra. A pesar de sus andrajos y de sus barbas sucias, formaban una pandilla de hombres bien educados, charlatanes y bromistas, chistosos y requebradores, muy contentos de poder pasar la Nochebuena en una gran casa, rodeados de mujeres jóvenes y bonitas, como acostumbraban a pasarla en otros tiempos. Se negaron a tomar la guerra en serio, contaron tremendos embustes para hacer reír a las chicas y llevaron a la desnuda y saqueada mansión los primeros destellos de frivolidad, los primeros síntomas de alegría que se habían conocido allí durante largo tiempo.

—Esto es casi como antes, cuando dábamos fiestas en casa, ¿verdad? —cuchicheó Suellen, que se sentía feliz, a Scarlett. Suellen estaba en la gloria al tener admiradores a su lado otra vez y no podía apartar su mirada de Frank Kennedy. Scarlett quedó sorprendida al ver que su hermana podía parecer casi bonita, a pesar de la delgadez extrema que le quedara después de su enfermedad. Ahora, sus mejillas aparecían rosadas y en sus ojos brillaba una mirada suave y luminosa.

«Debe de quererle realmente —pensó Scarlett con cierto desdén—. Me figuro que incluso se humanizaría si llegase a tener marido, aunque el marido fuese un carcamal como Frank.»

Carreen también se había animado un poco, y aquella noche abandonó en parte su aspecto de sonámbula. Averiguó que uno de aquellos hombres había conocido a Brent Tarleton y había estado con él cuando lo mataron, y se prometió a sí misma una larga conversación acerca del asunto después de la cena. Durante ésta, Melanie sorprendió a todos haciendo un esfuerzo para abandonar su timidez habitual y mostrarse casi vivaracha. Se rió y bromeó y casi, aunque no del todo, llegó a coquetear con un soldado tuerto que agradeció aquel esfuerzo con pródigas galanterías. Scarlett apreciaba cuánto significaba aquel esfuerzo, tanto mental como físicamente, porque Melanie sufría verdaderas torturas por su invencible timidez ante la presencia de cualquier ser del género masculino. Además, no se encontraba del todo bien. Aunque insistía en que estaba ya buena y trabajaba más que Dilcey, Scarlett sabía que seguía enferma. En cuanto tenía que levantar algo un poco pesado, palidecía, y tenía una manera especial de sentarse de repente, como si las piernas se negasen a sostenerla, tan pronto como intentaba hacer el menor esfuerzo. Pero, en esa noche, tanto ella como Suellen y Carreen, hicieron todo lo posible para que los soldados pasasen una Nochebuena agradable. La única que no disfrutó con la compañía de sus huéspedes fue Scarlett.

La pequeña tropa había agregado su ración de maíz tostado y carne prensada a la cena de guisantes secos, manzanas cocidas y cacahuetes que Mamita les sirvió, y todos declararon que era la mejor cena que habían comido desde hacía varios meses. Scarlett los veía comer y se sentía intranquila. No solamente les regateaba con el pensamiento cada bocado que engullían, sino que estaba temblando de miedo por si llegaban a descubrir el lechón que Pork había degollado el día anterior. El lechoncillo quedó colgado en la despensa, y ella había prometido muy en serio que sacaría los ojos a cualquiera de la casa que mencionase a los huéspedes la presencia de los hermanos y hermanas del difunto cerdito, puestos en seguridad en el pantano. Aquellos hombres hambrientos devorarían el lechón en una sola comida, y, si averiguaban que había otros vivos, los requisarían para el Ejército. No menos alarmada estaba con respecto a la vaca y al caballo, y lamentaba que una y otro no se encontrasen igualmente escondidos en el pantano en vez de estar atados en el bosque junto al prado. Si el comisariado se llevaba su ganado, era imposible que Tara soportase el invierno. No había manera de reemplazar esos animales. Lo que el Ejército comía o dejaba de comer no era cosa de ella. El Estado debía preocuparse de su Ejército. Bastante trabajo tenía ella para alimentar a los suyos.

Los soldados añadieron todavía como postres unos cuantos «panecillos de ariete». Era la primera vez que Scarlett veía aquel comestible confederado, acerca del cual se hacían entonces casi tantos chistes como acerca de los piojos. Consistían en carbonizadas espirales de algo que parecía madera. Los huéspedes la retaron a que hincase el diente a uno y, cuando lo hizo, descubrió que bajo la superficie ennegrecida por el humo había una especie de pan de maíz sin sal. Los soldados mezclaban con agua su ración de maíz, añadiendo sal cuando la tenían, envolvían con la espesa pasta los arietes y los tostaban sobre las hogueras de los campamentos. Quedaban tan duros como el turrón de almendra, pero tan insípidos como el serrín, y, después de probar el primer bocado, Scarlett se apresuró a devolver el pedazo entre grandes carcajadas de todos. Cruzó su mirada con la de Melanie y el mismo pensamiento se reflejó patentemente en muchas fisonomías: «¿Cómo pueden continuar luchando si no tienen para comer más que esta porquería?»

La comida fue bastante alegre, e incluso Gerald, que la presidía con mirada ausente desde la cabecera de la mesa, se las compuso para extraer del fondo de su cerebro algo de sus modales de buen anfitrión y una vaga sonrisa. Los hombres charlaban, las mujeres sonreían y se mostraban halagadoras; pero Scarlett, al volverse súbitamene hacia Frank Kennedy para preguntarle noticias de la señorita Pittypat, sorprendió en su rostro una expresión que le hizo olvidar lo que pensaba decir.

Sus ojos se habían apartado de los de Suellen y se paseaban por toda la estancia, hacia la mirada sorprendida y casi familiar de Gerald; hacia el suelo, desprovisto de alfombras; hacia la chimenea, desnuda de todo ornamento; hacia los muebles hundidos y la rasgada tapicería que la bayonetas yanquis habían destrozado; hacia el rajado espejo suspendido sobre la consola; hacia las manchas oscuras que habían dejado en la pared los cuadros que allí colgaban antes de la llegada de los yanquis; hacia el reducido servicio de mesa; hacia los viejos, pero cuidadosamente remendados, vestidos de las muchachas; hacia el saco de harina que, convertido en infantil vestimenta, llevaba Wade.

Frank rememoraba aquel Tara que él había conocido antes de la guerra, y su rostro registraba una contracción de dolor, de cansada e impotente cólera. Amaba a Suellen, tenía afecto a sus hermanas, respetaba a Gerald y sentía verdadero cariño hacia la plantación. Desde que Sherman se paseara por toda Georgia, Frank había visto muchos espectáculos tristes en sus excursiones a caballo por el Estado a fin de buscar provisiones para el Ejército. Pero nada había impresionado tanto su corazón como ahora Tara. Hubiera querido hacer algo por los O'Hara, especialmente por Suellen, y nada podía hacer. Cuando Scarlett le sorprendió, él meneaba la cabeza compasivamente y chascaba la lengua contra los dientes. Percibió la llama de indignado orgullo que brotaba de los ojos de ella y se apresuró a bajar la mirada hacia el plato, confuso.

Las muchachas estaban hambrientas de noticias. No había servicio de Correos desde la caída de Atlanta, hacía ya cuatro meses, y se hallaban ahora en completa ignorancia de por dónde andaban los yanquis, qué tal iba el ejército confederado, qué había sucedido en Atlanta y qué era de todos los amigos. Frank, cuya misión le obligaba a recorrer todo aquel sector, era tan valioso como un periódico, más aun, porque estaba emparentado o conocía a todo el mundo desde Macón hasta Atlanta, y podía facilitar pequeñas noticias de índole personal e íntima que la prensa suele omitir. Para disimular su confusión al ser sorprendido por Scarlett, se sumergió precipitadamente en un lago relato noticiario. La Confederación, dijo, había recobrado Atlanta cuando Sherman evacuó la ciudad; pero era una captura desprovista de valor, ya que Sherman la quemó totalmente.

—¡Pero yo creía que Atlanta ardió ya la noche en que yo salí de ella! —gritó Scarlett, asombrada—. ¡Yo creía que nuestros mismos muchachos la habían incendiado!

—¡Oh, no, señora Scarlett! —replicó Frank, como agraviado—. ¡Nosotros jamás incendiamos nuestras ciudades dejando a nuestra gente dentro! Lo que usted vio arder fueron los almacenes y los artículos que no queríamos que los yanquis capturasen, las fundiciones, las municiones... Pero nada más. Cuando Sherman tomó la ciudad, estaba intacta y sus casas y sus tiendas tan hermosas como siempre. Y alojó a sus hombres en ellas.

—Pero ¿y habitantes? ¿Qué les ocurrió? ¿Los mató?

—Mató a algunos..., pero no a balazos —explicó el soldado tuerto en tono amargo—. Tan pronto como entró en Atlanta le dijo al alcalde que todo ser viviente tenía que abandonar la ciudad, todos absolutamente. Y había muchas personas ancianas que no pudieron soportar el viaje, y muchas otras enfermas que no estaban en condiciones de ser trasladadas, y señoras que..., vamos, que tampoco podían ser trasladadas. Y, cuando obligó a todos a marcharse bajo una lluvia de las que rara vez se ven fy eran centenares y centenares de personas), los metió a todos por entre los bosques, cerca de Rough and Ready, y envió un mensaje al general Hood para que fuese a busCharles. Mucha gente murió de pulmonía, y por no poder soportar aquel trato...

—¿Qué necesidad tenía de hacer eso? ¡Si no podían causarle el menor daño! —exclamó Melanie.

—Dijo que necesitaba la ciudad para que descansasen en ella sus hombres y sus caballos —contestó Frank—. Y, en efecto, los dejó descansar hasta mediados de noviembre, y después se largó de allí. Y, al abandonarla, prendió fuego a todo lo que quedaba.

—¡Pero no todo, seguramente! —exclamaron las muchachas, asustadas.

Era inconcebible que aquella animada ciudad que habían conocido tan llena de gente, tan llena de militares, hubiese desaparecido. Todas aquellas magníficas casas bajo la sombra de los árboles, todas las grandes tiendas y los bellos hoteles... ¡No era posible que no quedase nada! Melanie parecía a punto de estallar en lágrimas porque había nacido allí y no conocía otro lugar. El corazón de Scarlett se conmovió profundamente porque tenía gran cariño a esa ciudad.

—Bueno, casi todo quedó destruido —se apresuró a enmendar Frank, perturbado por la expresión de sus rostros.

Trataba de mostrarse alegre, porque no era partidario de disgustar a las damas. Las damas apenadas siempre le daban lástima y se sentía impotente para consolarlas. No tenía valor para comunicarles lo peor. Que lo averiguasen por otras personas.

No tenía valor para contar lo que el Ejército había visto al volver a entrar en Atlanta, las hectáreas y hectáreas de chimeneas que se levantaban ennegrecidas de entre las cenizas, las pilas de escombros medio quemados y montones de ladrillos medio carbonizados que obstruían las calles, los añosos árboles secos por el incendio, con sus abrasadas ramas cayendo al suelo al empuje del viento frío. Recordó lo mal que se había sentido ante tal espectáculo, recordó las enconadas imprecaciones de los confederados cuando vieron las ruinas de su ciudad. Confiaba en que sus amiguitas no se enterasen jamás de los horrores del cementerio saqueado, porque no se repondrían nunca de la impresión. Charles Hamilton y los padres de Melanie estaban enterrados allí. Ese espectáculo del cementerio todavía causaba pesadillas a Frank. Esperando encontrar alhajas que a veces se entierran con los muertos, los soldados yanquis habían abierto nichos y panteones, excavado sepulturas. Habían despojado a los cadáveres, arrancado de los féretros las placas de oro o plata, los ornamentos y asas de plata. Los esqueletos y los cadáveres, arrojados entre los astillados ataúdes, yacían en montón, patéticamente expuestos a los elementos.

Y Frank tampoco podía hablarles de los gatos y perros. ¡Las señoras son tan sensibles acerca de sus animales favoritos! Pero aquellos millares de bestias famélicas que quedaron sin refugio cuando se evacuó a sus dueños tan perentoriamente le habían causado casi tanto horror como la vista del cementerio, porque Frank también era aficionado a los perros y a los gatos. Los animalitos andaban asustados, muertos de frío, hambrientos como lobos del bosque, y los más fuertes atacaban a otros más débiles, y los débiles esperaban a que muriesen los que eran más débiles todavía para comérselos. Y, por encima de la ciudad, los cuervos surcaban el espacio con sus siluetas ágiles y siniestras.

Frank buscó en su cerebro alguna información mitigadora que pusiese a las damas de mejor humor.

—Hay algunas casas en pie todavía —dijo—, casas situadas en terrenos amplios, separadas de las demás, y a las que no se propagó el fuego. Y quedan las iglesias y la gran sala de fiestas. Unas cuantas tiendas también. Pero el barrio mercantil, y las calles a lo largo del ferrocarril, y Five Points... Bueno, señoritas, toda esa parte de la población quedó hecha cisco.

—Entonces —exclamó Scarlett con amargura—, ese almacén que Charles me dejó en herencia, cerca de la vía, ¿está deshecho también?

—Si estaba junto a la vía no quedará mucho de él; pero...

De pronto, su cara se iluminó con una gran sonrisa. ¿Por qué no se había acordado antes?

—¡Una buena noticia, señoritas! La casa de su tía Pitty ha quedado en pie. Algo averiada, naturalmente, pero en su sitio.

—¡Oh! ¿Cómo se libró de la quema?

—Está construida de ladrillo y tiene tejado de pizarra, acaso el único que hay en Atlanta, y eso hizo que las chispas no prendiesen, me figuro. Además, es casi la última casa del extremo norte de la ciudad, y el incendio no fue tan intenso por esa parte. Por supuesto, los yanquis acuartelados allí hicieron abundantes destrozos. Quemaron como leña incluso los paneles y el barandal de caoba de la escalera. Pero, ¡qué demonio!, ha quedado en buen estado. Cuando vi a la señorita Pitty por última vez en Macón...

—¿La vio usted? ¿Cómo está?

—Divinamente. Cuando le dije que su casa seguía en pie, decidió irse allí inmediatamente. Es decir..., si ese viejo negro, Peter, le permite marcharse. Mucha gente de Atlanta ha regresado allí ya, porque comenzaban a estar intranquilos en Macón. Sherman no tomó Macón, pero todo el mundo teme que los soldados de Wilson vayan allí, y Wilson es peor que Sherman.

—Pero ¡son unos necios volviendo allí si no quedan ya casas! ¿Dónde van a vivir?

—Señora Scarlett, viven en tiendas de campaña y en barracones, y en cabanas hechas de troncos de árboles, y metiéndose seis o siete familias en cada casa medio habitable; y están tratando de reconstruir la población. No los llame usted necios, señora Scarlett. Conoce usted a la gente de Atlanta igual que yo. Están encariñados con su ciudad, casi tanto como los de Charleston lo están con la suya, y hace falta algo mucho más serio que los yanquis y el fuego para alejarlos de ella. Las gentes de Atlanta son (perdóneme usted, señora Melanie) tan obstinados como muías en lo que se refiere a su ciudad. No sé por qué, pues a mí Atlanta siempre me pareció una ciudad demasiado atrevida, insolente, digamos. Pero, claro, yo he nacido en el campo, y las ciudades no me gustan. Ahora les diré una cosa: los primeros que vuelvan serán los más listos. Los últimos en llegar no encontrarán ni un ladrillo ni una astilla de lo que fueron sus casas, porque los que ya están allí andan buscando por toda la población materiales abandonados para reparar o reconstruir sus hogares. Anteayer mismo, vi a la señora Merriwether y a la señorita Maybelle y a su vieja negra recogiendo ladrillos en una carretilla de mano. Y la señora Meade me dijo que pensaba construir una cabana de troncos en cuanto llegue el doctor y la ayude. Me aseguró que había vivido en una cabana de troncos cuando llegó a Atlanta por primera vez y que no tendría inconveniente en volver a hacerlo. Por supuesto, bromeaba; pero esto les mostrará su estado de ánimo.

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