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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (73 page)

—No me canso de pie —dijo la abuela secamente—. Y si cuentas delante de las otras lo que ha pasado, comenzarán a lloriquear y a hacer que sientas más tus penas. Conque, vamos, cuenta.

Scarlett comenzó entre balbuceos a relatar el sitio de la ciudad y el estado de Melanie; pero, conforme adelantaba la historia y sentía sobre sí los ojos de la anciana, que disminuían la intensidad de su mirada, fue encontrando palabras, palabras de vigor y de horror. Todo volvió a su mente: el calor sofocante del día en que nació el niño, la agonía de su temor, la huida, el abandono de Rhett. Habló de la salvaje oscuridad de la noche, de las llameantes hogueras en el campo, que lo mismo podían ser de amigos que de enemigos; de las desnudas chimeneas que se levantaban ante sus ojos al sol matutino, de los cadáveres de hombres y de caballos sembrados a lo largo de la carretera, del hambre que pasaron, de su desolación, del temor de que Tara estuviese quemada.

—Yo creía que, si podía llegar hasta casa y hasta mi madre, ella lo arreglaría todo, y yo podría soltar mi pesada carga. Yendo hacia casa, me parecía que lo peor ya había pasado; pero cuando supe que ella había muerto comprendí que esto era lo peor que podía ocurrirme. Bajó la vista y aguardó a que la abuela hablase. Tan prolongado fue el silencio que no sabía si la abuela se había hecho cargo de su desesperada situación. Finalmente, la cascada voz se dejó oír, pero con tonos amables, los más amables que Scarlett jamás le oyera emplear al hablar con nadie.

—Niña, mala cosa es para una mujer tener que soportar lo peor, porque cuando le ha ocurrido lo peor ya no puede temer nunca nada. Y es muy malo para una mujer no tener miedo a algo. Tú crees que no he entendido bien lo que me has contado..., lo que has pasado. Bueno, pues lo he comprendido muy bien. Cuando yo tenía aproximadamente tu edad, me encontré en la sublevación de los indios creek, después de la matanza del Fort Mims —explicó con voz lejana—. Sí, tenía casi tu edad, porque esto debió de ocurrir hace cerca de cincuenta años. Y me las arreglé para esconderme entre las malezas bien escondida y vi quemar nuestra casa y vi cómo los indios arrancaban el cuero cabelludo a mis hermanos y hermanas. Y yo no podía hacer más que permanecer quieta allí y rezar para que el resplandor de las llamas no delatase mi presencia. Y sacaron a mi madre a rastras y la mataron, a unos veinte pasos de donde yo estaba. Y también le arrancaron el cuero cabelludo. Y con frecuencia volvía un indio cualquiera para hundir su hacha en el cráneo de ella otra vez... Yo, yo que era la favorita de mi madre, tuve que permanecer quieta y presenciar todo eso. Y por la mañana marché hacia el primer poblado, que estaba a casi cincuenta kilómetros de distancia. Necesité tres días para llegar allí, a través de los pantanos y eludiendo a los indios, y cuando llegué creyeron que iba a perder el juicio... Allí fue donde conocí al doctor Fontaine. Él me cuidó... ¡Oh, eso pasó hace cincuenta años, y desde entonces no he tenido miedo ni a nada ni a nadie, porque ya conocía lo peor que podía pasarme! Y esta ausencia de miedo me ha metido en no pocas dificultades y me ha costado buena parte de mi felicidad. Dios quiso que las mujeres fuesen criaturas tímidas y asustadizas, y hay algo antinatural en una mujer que no siente el miedo... Scarlett, procura tener siempre algo que te infunda miedo... lo mismo que te debe quedar siempre algo que amar...

Su voz se fue apagando, y al fin permaneció quieta, con ojos que contemplaban una visión retrospectiva de medio siglo atrás hasta el día en que ella aún sentía miedo. Scarlett se agitaba impaciente. Había creído que la abuela comprendería sus problemas, y acaso le ayudaría a resolverlos. Pero, como les pasa a todas las personas viejas, le había dado por hablar de cosas acaecidas antes de que los demás hubiesen nacido siquiera, cosas que no interesaban a nadie. Scarlett se arrepintió de haberse confiado a ella.

—Bueno, vuélvete a casa, chiquilla; ya estarán inquietos por ti —dijo la anciana de pronto—. Envíame a Pork con el carro esta tarde... Y no creas que vas a poder soltar la carga. Nunca. No podrás. Lo sé yo.

El veranillo de San Martín se prolongó aquel año hasta entrado noviembre, y sus días soleados y claros eran días magníficos para los que vivían en Tara. Lo peor había pasado. Ahora tenían un caballo y podían cabalgar en vez de ir a pie. Comían huevos fritos para el desayuno y jamón frito para la cena, variando así la monotonía de los ñames, cacahuetes y manzanas secas y, en una ocasión especial, incluso pollo asado. Se capturó finalmente a la vieja cerda, y ésta y su prole hociqueaban y gruñían debajo de la casa, en donde tenían la porquera. A veces emitían tales gruñidos que no dejaban ni hablar; pero era un sonido agradable para todos. Significaba cerdo fresco para las personas de raza blanca y mondongo para los negros, cuando hiciese frío y llegase la época de la matanza, y esto implicaba alimento para todos durante el invierno.

La visita de Scarlett a los Fontaine le había dado más ánimos de lo que ella se figuraba. Tan sólo el saber que tenía vecinos, que algunos amigos de la familia y algunas cosas habían sobrevivido, disipó la sensación de hallarse sola y perdida, que tanto la oprimiera durante las primeras semanas en Tara. Y los Fontaine y los Tarleton, cuyas plantaciones habían quedado fuera del camino de las tropas, se mostraron sumamente generosos en compartir con ella lo poco que tenían. Era tradición del condado que todo vecino ayudase a sus vecinos, y rehusaron aceptar ni un centavo de Scarlett, diciéndole que ella hubiera hecho otro tanto y que podría pagarles devolviendo los mismos artículos o sus equivalentes el año siguiente, cuando Tara produjese otra vez.

Scarlett tenía ahora víveres para la familia y criados, tenía caballo, tenía el dinero y las joyas cogidas al desertor yanqui, y su más urgente necesidad era la ropa. Sabía que era arriesgado enviar a Pork hacia el Sur para comprarla, ya que tanto los yanquis como los confederados podían apoderarse del caballo. Pero, por lo menos, poseía el dinero para comprar las ropas, carros y caballos para la expedición y quizá Pork pudiese hacer el viaje sin que lo capturasen. Sí; lo peor había pasado.

Todas las mañanas al despertarse, Scarlett daba gracias a Dios por aquel cielo azul pálido y por aquel sol reconfortante, porque cada día de buen tiempo aplazaba el inevitable momento de necesitar ropas de abrigo. Y cada día templado permitía acumular más y más algodón en las vacías cabanas de los esclavos, único lugar que quedaba en la plantación para poder almacenarlo. En los campos había algo más de algodón de lo que tanto ella como Pork habían calculado. Probablemente llegaba a cuatro balas, y pronto las cabanas estarían todas llenas.

Scarlett no se había propuesto recoger ella misma el algodón, ni aun después de la punzante observación de la abuela Fontaine. Era absurdo que ella, una O'Hara, ahora ama y señora de Tara, trabajase en los campos. Ello la rebajaría al nivel de los Slattery y de Emmie, con sus sucias pelambreras. Se proponía ordenar que los negros hiciesen la labor campestre mientras ella y las niñas convalecientes atendían la casa; pero tropezó con un prejuicio de casta aún más fuerte que el suyo. Pork, Mamita y Prissy pusieron el grito en el cielo ante la mera idea de trabajar en el campo. Repetían que ellos eran criados domésticos, no peones agrícolas. Mamita, en especial, declaró vehemente que ella jamás había sido una negra de campo. Había nacido dentro de la gran casa de los Robillard, no en las cabanas exteriores, y había crecido en el dormitorio de la vieja Señorita, durmiendo sobre un jergón a los pies de su cama. Sólo Dilcey callaba y miraba a Prissy con una mirada tan fija que la ponía nerviosa.

Scarlett se negó a escuchar tales protestas y los llevó a todos en el carro hasta el sembrado de algodón. Pero Mamita y Pork trabajaban tan lentamente y se lamentaban tanto, que Scarlett envió a Mamita otra vez a la cocina, y a Pork al bosque y al río con lazos para cazar conejos y otros animalillos, y con cañas de pescar. Recoger el algodón era algo ofensivo para la dignidad de Pork, pero cazar y pescar no lo era. Después trató de trabajar con sus hermanas y con Melanie en el campo, pero tampoco dio resultado. Melanie estuvo arrancando algodón con precisión, rapidez y excelente voluntad durante una hora, bajo el sol que abrasaba; pero se desmayó silenciosamente y tuvo que permanecer luego en cama durante una semana. Suellen, reacia y llorosa, fingió perder el conocimiento también; pero se recobró, bufando como un gato enfurecido, cuando Scarlett derramó sobre su cara una calabaza llena de agua. Finalmente, se negó rotundamente a continuar. —¡No quiero trabajar en el campo como un negro! Tú no puedes obligarme. ¡Si nuestros amigos se enterasen! ¡Oh, si el señor Kennedy se enterase! ¡Oh, si la pobre mamá viese esto...!

—Si vuelves a mencionar el nombre de mamá una vez más, Suellen O'Hara, te doy un par de bofetones —gritó Scarlett—. Mamá trabajaba más en la finca que cualquier negro, y tú lo sabes bien, señorita Remilgos.

—¡No es verdad! Por lo menos, no trabajaba en el campo. Se lo voy a decir a papá, y él no me obligará a trabajar.

—¡Ni se te ocurra molestar a papá con nuestros problemas! —le gritó Scarlett, indignada con su hermana y temerosa de Gerald.

—Yo te ayudaré, hermanita —intervino dócilmente Carreen—.

Trabajaré por Suellen y por mí. Ella no se encuentra bien todavía y no debe estar mucho rato al sol.

Scarlett le dijo con gratitud: «Gracias, preciosa», pero miró preocupada a su hermana menor. Carreen, que siempre había tenido un color blanco y rosado, como los pétalos que el viento primaveral esparce por los huertos, no tenía ya esos tonos de rosa; pero su carita dulce y pensativa todavía conservaba algo de la fragilidad y suavidad de un pétalo de cerezo o de almendro. Parecía silenciosa, algo deslumbrada, desde que había vuelto a la vida y se había encontrado con que su madre ya no vivía, con Scarlett hecha un tirano, con el mundo cambiado, un mundo en el que la orden del día era trabajar incesantemente. La delicada naturaleza de Carreen no podía ajustarse fácilmente al cambio. No podía comprender todo lo acaecido y daba vueltas por Tara como una sonámbula, haciendo exactamente lo que le decían. Parecía muy débil y lo era; pero mostraba buena voluntad, era sumisa y complaciente. Cuando no tenía órdenes de Scarlett que cumplir, llevaba en la mano un rosario, y sus labios se movían rezando por su madre y por Brent Tarleton.

Jamás pudo ocurrírsele a Scarlett que Carreen había tomado la muerte de Brent tan en serio y que su pena no se había curado. Para Scarlett, Carreen era todavía la «hermanita pequeña», demasiado joven para haber sentido un amor realmente serio.

Scarlett, de pie y al sol entre las hileras de algodóneros, con los riñones doloridos por el continuo encorvamiento y las manos ásperas y rugosas por el contacto con las cápsulas secas, pensaba que lo deseable hubiera sido tener una hermana que combinase la energía y la fuerza de Suellen con las sumisas inclinaciones de Carreen. Porque Carreen recogía el algodón con diligencia y buen deseo. Pero, después de haber trabajado durante una hora, se hizo evidente que era ella y no Suellen, la que todavía no estaba suficientemente restablecida para ese trabajo. Por lo tanto, la hizo volver a las labores caseras.

Sólo quedaban ahora con ella, entre las largas hileras de plantas, Dilcey y Prissy. Prissy recogía el algodón perezosa y espasmódicamente, quejándose de los ríñones, de los pies, de sus miserias internas, de su fatiga, hasta que su madre cogió un tronco de algodónero y la zurró a pesar de sus chillidos. Después de esto trabajó algo más, pero procurando siempre permanecer lejos del alcance de su madre.

Dilcey trabajaba sin descanso, como una máquina, y Scarlett con los ríñones doloridos y el hombro desollado por el peso del saco en que metía el algodón recogido, pensó que Dilcey valía su peso en oro.

—Dilcey —le dijo—, cuando vuelvan los buenos tiempos no olvidaré cómo te has portado. Has sido muy buena.

La gigante de bronce no sonrió amablemente ni hizo los gestos propios de los negros cuando se los alaba. Volvió hacia Scarlett su rostro inmutable y contestó con dignidad:

—Gracias, señora. Pero el señor Gerald y la señora Ellen fueron buenos conmigo. El señor Gerald compró a mi Prissy para que yo no sufriese, y no lo he olvidado. Yo soy india en parte, y los indios no olvidan a los que son buenos con ellos. Perdone lo de Prissy. No sirve para nada. No es más que una negra cualquiera, como su padre. Su padre tampoco vale gran cosa.

A pesar del problema de Scarlett para conseguir ayuda de los demás para la recolección, y a pesar del cansancio de tener que hacer el trabajo ella misma, el ánimo se le levantó conforme el algodón iba pasando de los campos a las cabanas. Había en el algodón algo que tranquilizaba y fortalecía. Tara había prosperado con el algodón, lo mismo que todo el Sur, y Scarlett, nacida en el Sur, no podía por menos de tener fe en que tanto Tara como el Sur resurgirían de entre los rojizos campos. Por supuesto, todo ese algodón que había recogido no era mucho, pero era algo. Le valía algo en dinero confederado, y ese poco le permitiría economizar los billetes verdes y el oro de la cartera del yanqui hasta que fuese imprescindible gastarlos.

En primavera intentaría que el Gobierno confederado devolviese a Big Sam y a todos los demás peones del campo que les habían requisado; y si el Gobierno no quería dárselos, emplearía el dinero alquilando peones a los vecinos. En la primavera siguiente plantaría y plantaría... Incorporó su fatigada espalda y, mirando los parduscos campos otoñales, vio la cosecha del año siguiente, espesa y verdeante: una hectárea, y otra, y otra.

¡La primavera siguiente! Acaso para entonces habría terminado la guerra y volverían los buenos tiempos. Y, tanto si la Confederación perdía como si ganaba, los tiempos serían mejores. Cualquier cosa era preferible al constante peligro de las incursiones de ambos ejércitos. Cuando terminara la guerra, una plantación podría subsistir honradamente.

¡Oh, si la guerra terminara! ¡Entonces la gente podría ya plantar patatas con alguna seguridad de recogerlas!

Ahora había esperanzas. La guerra no podía durar siempre. Ella tenía ya su poquito de algodón, tenía víveres, tenía un caballo, tenía un escaso pero atesorado capital en dinero. ¡Sí, lo peor se había pasado!

27

Un mediodía, hacia mediados de noviembre, todos se hallaban sentados en grupo alrededor de la mesa comiendo los últimos restos del postre confeccionado por Mamita con harina de maíz y arándanos secos y endulzado con sorgo. Se notaba fresquillo en el aire, el primer frío del año, y Pork, que permanecía de pie tras la silla de Scarlett, se frotó las manos con anticipado deleite y preguntó:

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