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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (124 page)

Una mañana en que el viejo la había acompañado a la serrería de Hugh, Scarlett encontró el taller desocupado; los negros se habían marchado y Hugh estaba sentado con gran desaliento bajo un árbol. Ninguno se había presentado aquella mañana a trabajar y él no sabía qué hacer. Scarlett montó en cólera y no sintió escrúpulos en volcarla sobre Hugh. Precisamente ella acababa de conseguir un pedido —¡un gran pedido!— que le había costado plétora de energía y de despliegue de sus encantos, y he aquí que ahora hallaba parada la serrería...

—Acompáñeme al otro aserradero —dijo a Archie—. Sí, ya sé que está lejos y que nos quedaremos sin comer, pero, ¿para qué le pago? Tengo que decir al señor Wilkes que interrumpa lo que está haciendo y que me prepare su madera. ¡Con tal de que sus obreros no hayan hecho lo mismo! ¡Qué pandilla de bandidos! ¡No he visto nunca un badulaque como Hugh Elsing! Me lo quitaré de encima en cuanto Johnnie Gallegher acabe las tiendas que construye. ¿Qué me importa que Gallegher haya estado en el ejército yanqui? Trabajará. No he visto nunca un irlandés holgazán. Y estoy cansada de negros emancipados. No se puede una fiar de ellos. Diré a Johnnie Gallegher que contrate a unos cuantos presidiarios. Él sacará partido de ellos. Él...

Archie volvió hacia ella su ojo maligno y habló con una cólera fría en su áspera voz:

—El día en que tome usted presidiarios será el día en que la abandonaré —dijo.

Scarlett se quedó estupefacta.

—¡Dios mío! ¿Por qué?

—Sé lo que es contratar a un presidiario. Significa matarlo. Tratarlo como a las mulas. Todavía peor. Pegarle, hacerle morir de hambre y a fuerza de trabajo. ¿Y qué importa? Al Estado no le importa. Percibe dinero del salario. De los llamados presidiarios nadie se ocupa. Lo único que importa es alimentarlos gastando poco y sacar de ellos el maypr rendimiento posible. No he pensado nunca bien de las mujeres, ¡y ahora pensaré todavía peor!

—¿Y qué tiene usted que ver con esto?

—Eso es cuenta mía —dijo lacónicamente Archie; y añadió después—: He sido presidiario cerca de cuarenta años.

Scarlett se estremeció y durante un momento se apoyó en los almohadones. Aquélla era, pues, la respuesta al enigma de Árchie, su repugnancia a hablar de su antiguo apellido, del lugar de su nacimiento o de cualquier otra cosa que se refiriese a su vida pasada, la respuesta a la dificultad con que hablaba y al odio frío que sentía por todo el mundo. ¡Cuarenta años! Debió haber ingresado en la cárcel de joven. ¡Cuarenta años! Debió haber sido condenado a cadena perpetua y los condenados a esa pena eran...

—¿Fue... por asesinato?

—Sí —contestó concisamente Archie mientras sacudía las riendas—. Mi mujer.

Scarlett parpadeó rápidamente, aterrada. Pareció que la boca de él, oculta entre la barba, se moviese como si sonriera de aquel miedo.

—No voy a matarla, señora, si es que tiene usted miedo. No hay motivo para matar a una mujer.

—¡Mató usted a la suya!

—Se enredó con mi hermano. Él se marchó. No sentí matarla. Las mujeres perdidas deben ser asesinadas. La ley no tiene derecho a meter a un hombre en la cárcel por eso, pero fui condenado.

—Pero... ¿cómo salió usted? ¿Se escapó? ¿O le indultaron?

—Llámelo usted indulto —sus espesas cejas se unieron, como si el esfuerzo de juntar las palabras le fuera de gran dificultad—. El año 64, cuando llegó Sherman, estaba yo en la cárcel de Milledgeville, donde he pasado cuarenta años. Y el director llamó a todos sus reclusos y les dijo que estaban llegando los yanquis, que incendiaban y mataban. Ahora le advertiré que si hay algo que odio más que a los negros y a las mujeres son los yanquis.

—¿Por qué? ¿Ha... ha conocido usted a los yanquis?

—No señora. Pero he oído hablar de ellos. He oído decir que son incapaces de pensar en sus asuntos. Odio a las personas que no se ocupan de sus asuntos. ¿Qué venían a hacer a Georgia, para libertar a nuestros negros, quemar nuestras casas y matar a nuestra gente? Bueno, el director dijo que el Ejército tenía mucha necesidad de soldados y que aquellos de nosotros que quisieran alistarse serían puestos en libertad al final de la guerra... si es que seguían vivos. Pero a nosotros, los condenados a cadena perpetua..., a nosotros los asesinos, según dijo el director, no se nos quería en el Ejército. íbamos a ser enviados a otro sitio, a otra cárcel. Pero yo le dije al director que yo no era como los demás condenados a cadena perpetua. Estaba allí precisamente por haber matado a mi mujer, y fue necesario que la matase. Y yo quería pelear contra los yanquis. Y el director lo comprendió y me dejó salir con los otros reclusos.

Hizo una pausa y gruñó:

—¡Hum...! Fue algo muy gracioso. Me habían metido en la cárcel por matar y me soltaban dándome un fusil e indultándome para que volviese a matar. Se estaba bien en la costa, libre y con un rifle en la mano. Todos los de Milledgeville éramos buenos combatientes y matamos una porción de yanquis. No he conocido nunca a ninguno que desertase. Y cuando llegó la rendición seguí en libertad. Había perdido esta pierna y este ojo. Pero no los echo de menos.

—¡Oh! —dijo Scarlett débilmente.

Intentó recordar lo que había oído acerca de la liberación de los presidiarios de Milledgeville en el último y desesperado esfuerzo por contener el avance del ejército de Sherman. Frank habló de ello en las Navidades de 1864. ¿Qué había dicho? Pero sus recuerdos de aquel tiempo eran demasiado caóticos. Sintió nuevamente el salvaje terror de aquellos días, oyó el estruendo de los cañones, vio las filas de carros que dejaban detrás un rastro de sangre, vio la partida de la Guardia Nacional y los jóvenes cadetes, los niños como Phil Meade y los viejos como el tío Henry y el abuelo Merriwether. Y los presidiarios habían ido también para morir en el crepúsculo de la Confederación, para helarse en la nieve y con los temporales de aquella última campaña de Tennessee.

Durante un instante pensó que aquel viejo había sido un imbécil luchando por un Estado que le había quitado cuarenta años de su vida. Georgia le había privado de su juventud y de su madurez por un crimen que para él no era tal; sin embargo, él había dado libremente una pierna y un ojo a Georgia. Las amargas palabras pronunciadas por Rhett en los primeros días de la guerra volvieron a su memoria, y recordó que él había dicho que no combatiría nunca por una sociedad que le había proscrito. Pero, cuando fue necesario, él también había ido a combatir por aquella misma sociedad, como Archie. Le pareció a ella que todos los hombres del Sur, altos o bajos, eran unos locos sentimentales que daban menos importancia a su piel que a unas palabras desprovistas de significado.

Miró las viejas manos nudosas de Archie, sus dos pistolas y su cuchillo, y sintió nuevamente terror. ¿Dónde estaban los otros ex presidiarios, como Archie, asesinos, bandidos, ladrones, indultados de sus crímenes en nombre de la Confederación? ¡Cualquier extranjero en la calle podía ser un asesino! Si Frank supiese la verdad acerca de Archie, habría un jaleo infernal. O si tía Pittypat..., pero la conmoción la mataría. En cuanto a Melanie... Scarlett estaba casi por decirle la verdad. Le serviría para no seguir recogiendo pordioseros e introducirlos entre sus amigos y parientes.

—Me... me alegro de haberle oído, Archie. Yo... yo no se lo diré a nadie. Les causaría una gran impresión a la Wilkes y a las otras señoras si lo supiesen.

—¡Hum! La señora Wilkes lo sabe. Se lo dije la noche en que me dejó dormir en su bodega. ¿Cree usted que iba yo a dejar que una señora tan buena me llevase a su casa sin saberlo?

—¡Dios mío, ampáranos! —exclamó Scarlett horrorizada.

Melanie sabía que aquel hombre era un asesino y no lo había echado de su casa. Le había confiado a su hijo, a su tía, a su cuñada y a todas sus amigas. Y ella, la más tímida de las mujeres, no había tenido miedo de estar sola con él en su casa.

—La señora Wilkes es muy sensata para ser mujer. Comprendió que yo tenía razón. Comprendió que un ladrón sigue robando y que un mentiroso sigue mintiendo toda la vida, pero que nadie comete más que un homicidio en su vida. Y reconoce que quien ha luchado por la Confederación ha reparado con esto todo el mal que hizo. Aunque yo no crea haber hecho mal en matar a mi mujer... Sí, la señora Wilkes es muy sensata para ser mujer... Y yo le repito que el día en que contrate usted a unos presidiarios la dejaré sola.

Scarlett no dijo nada, pero pensó: «Cuanto antes se vaya, más me alegrará. ¡Un asesino!».

¿Cómo había podido Melanie ser tan... tan...? Bueno, no había palabra para definir el modo de obrar de Melanie con aquel viejo rufián. ¡No haber dicho a sus amigas que era un ex presidiario! ¡Aunque el haber servido en el Ejército lavase los antiguos pecados! Melanie era demasiado tonta en lo referente a la Confederación y a sus veteranos y a todo cuanto se relacionase con ellos. Scarlett maldijo interiormente a los yanquis, añadiendo otro motivo a su rencor contra ellos. Ellos eran los responsables de la situación que obligaba a una mujer a conservar a un asesino a su lado para protegerla.

Al volver a casa con Archie aquel atardecer desapacible, Scarlett vio un grupo revuelto de caballos ensillados, de coches y de carromatos delante de la cantina «La Hermosa de Hoy». Allí estaba Ashley a caballo con una extraña expresión vigilante en su rostro; los jóvenes Simmons bajaban de su coche con gestos enfáticos, y Hugh Elsing, con su mechón de pelo negro cayéndole sobre los ojos, agitaba las manos. En el centro del grupo estaba el carrito del pan del abuelo Merriwether, y al acercarse Scarlett vio que Tommy Wellburn y el tío Henry Hamilton estaban apretujados en el asiento junto a él.

«Preferiría —pensó Scarlett, irritada— que el tío Henry no volviese a casa en ese vehículo. Debía darle vergüenza. ¡Como si no tuviese un caballo suyo! Pero lo hace precisamente para poder ir todas las noches a la cantina con el abuelo.»

Al acercarse al grupo tuvo la sensación de que había ocurrido algo; a pesar de su insensibilidad, sintió que se le oprimía el corazón.

«¡Oh! —pensó—. ¡Espero que no haya ocurrido otra violación! ¡Si el Ku Klux Klan lincha a un negro más, los yanquis nos destrozarán! » Y dijo a Archie:

—Pare. Ha ocurrido algo. —¡No querrá usted que paremos delante de la cantina! —dijo Archie.

—¿No ha oído? Pare. Buenas noches a todos, Ashley... Tío Henry. .., ¿ha ocurrido algo? Parecen todos ustedes tan...

Se volvieron hacia ella, sonriendo, pero se observaba una extraña excitación en sus ojos.

—Algo bueno o algo malo —gritó el tío Henry—. Depende de como se mire. Yo creo que el Parlamento no podía obrar de modo diferente.

«¿El Parlamento?», pensó Scarlett con alivio. Le interesaba muy poco el Parlamento y sentía escaso cariño por él. Era la perspectiva de nuevos alborotos con los soldados yanquis lo que ella temía.

—¿Qué es lo que ha hecho ahora el Parlamento?

—Pues negarse sencillamente a ratificar la enmienda —dijo el abuelo Merriwether en un tono de orgullo en la voz—. Ya lo verán los yanquis.

—Y ya la pagarán... Perdón, Scarlett —dijo Ashley.

—¡Oh! ¿La enmienda? —preguntó Scarlett, intentando parecer inteligente.

No había entendido nunca de política y no perdía el tiempo en pensar en ella. Sabía que poco tiempo antes había sido ratificada la decimotercera enmienda —¿o era decimosexta?—, pero no tenía idea de lo que era una ratificación. Los hombres se excitaban siempre por tales palabras. Algo mostró en su rostro su falta de comprensión y Ashley sonrió.

—Es la enmienda lo que permite votar a los negros, ¿sabes? —explicó—. Ha sido sometida al Parlamento, que se ha negado a ratificarla.

—¡Qué tontería! ¡Sepan ustedes que los yanquis nos la harán tragar a la fuerza!

—Por eso estaba diciendo que ya la pagarán —dijo Ashley con tono firme.

—¡Estoy orgulloso del Parlamento y de su atrevimiento! —murmuró el tío Henry—. Los yanquis no pueden obligarnos a tragárnosla si no queremos.

—Pueden hacerlo y lo harán. —La voz de Ashley era tranquila, pero había inquietud en sus ojos—. Y sufriremos cosas muy opresivas.

—¡Oh, Ashley, seguramente que no! Ya no puede haber cosas opresivas para nosotros.

—Sí, puede haber cosas peores para nosotros, aun ahora. Supónganse que nos dan un Parlamento negro, o un gobernador negro, o una cosa peor, un Gobierno militar. Los ojos de Scarlett se desorbitaron de terror mientras su cerebro empezaba a comprender algo.

—Quisiera comprender qué será mejor para Georgia, mejor para todos nosotros. —Y el rostro de Ashley se oscureció—. Si será más sensato combatir eso como ha hecho él Parlamento, levantando al Norte contra el Sur y poniendo frente a nosotros todo el Ejército yanqui para obligarnos a conceder el voto a los negros, queramos o no. O... tragarnos nuestro orgullo lo mejor que podamos, someternos amablemente y tomar la cuestión con la mayor resignación posible. El resultado final será el mismo. No hay salvación. Tenemos que tomar la dosis que han decidido darnos. Quizá sea mejor para nosotros tomarla sin mayores protestas.

Scarlett oyó apenas aquellas palabras y realmente su importancia se le escapó. Sabía que Ashley, como de costumbre, veía los dos lados de toda cuestión. Ella sólo veía uno...: hasta qué punto podía afectar aquella bofetada a los yanquis.

—¿Habrá entonces que hacerse radical y votar por los republicanos, Ashley? —preguntó burlonamente el abuelo Merriwether en tono ronco.

Hubo un silencio lleno de tensión. Scarlett vio la mano de Archie iniciar un rápido movimiento hacia su pistola y luego detenerse. Archie pensaba, y con frecuencia lo decía, que el abuelo era una vieja vejiga llena de viento; y Archie no hubiera permitido que nadie insultase al marido de Melanie, aunque éste hablase como un imbécil.

La perplejidad desapareció repentinamente de los ojos de Ashley, encendido en cólera. Pero, antes de que pudiese hablar, el tío Henry atacó al abuelo.

—¡Por el maldito y cornudo Satanás...! Perdón, Scarlett... Abuelo, eres tonto, ¿cómo puedes decir eso a Ashley?

—Ashley no necesita que tú le defiendas —dijo el abuelo fríamente—. Y está hablando como un renegado. ¿Someterse, rayos? Perdón, Scarlett.

—No creo en la secesión —dijo Ashley, y su voz tuvo una vibración áspera—. Pero, cuando Georgia se separó, me fui con ella. Y no creía en la guerra, pero estuve en la guerra. Y no creo que convenga volver a los yanquis más locos de lo que están. Pero si el Parlamento ha decidido hacerlo, estoy con el Parlamento. Yo...

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