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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (119 page)

—De todos modos me habría marchado —dijo ella en tono cansado—. No habría podido dejarte cometer ninguna mala acción. Y, además, ¿para qué todas estas lamentaciones inútiles sobre el pasado? lo hecho, hecho está.

—Sí, lo hecho, hecho está —repitió Ashley con amargura—. Tú no me habrías dejado cometer ninguna mala acción, pero tú te has vendido a un hombre al que no amabas. Y has permitido tener con un hijo y todo para que mi familia y yo no nos muriéramos de hambre. Ha sido muy bonito eso de sustituirme.

Su voz, dura, dolorosa, delataba que Ashley sufría de una herida «pie no estaba cerrada aún. Scarlett sintió remordimiento. Ashley se dio cuenta del cambio de su expresión y en seguida se suavizó.

—No creas que te guardo rencor. No, por Dios, Scarlett. Eres la mujer más valerosa que he conocido. Es a mí a quien tengo rencor.

Giró sobre sus talones y se volvió a la ventana. Scarlett aguardó en silencio un largo momento, con la esperanza de que Ashley cambiara de actitud y se pusiera a hablarle otra vez de su belleza, a decirle cosas que recogería cuidadosamente. ¡Hacía tanto tiempo que no había visto a Ashley, tanto tiempo que vivía de recuerdos que, poco a poco, habían ido perdiendo intensidad! Sabía que él la seguía queriendo. Esto era evidente. Todo en él lo indicaba: su amargura, la manera en que se había acusado, su irritación ante la idea de que ella iba a tener un hijo de Frank. ¡Tenía tal deseo de oírle palabras de ternura, de pronunciar ella misma palabras que lo impulsaran a una declaración! Pero no se atrevía. Recordaba la promesa que le había hecho el invierno anterior, en la huerta. Había jurado no decirle nunca la menor palabra de antemano. Sabía bien que para conservar a Ashley a su lado debía cumplir su palabra. A la primera expresión de amor, a la primera mirada tierna, todo habría acabado. Ashley se marcharía, y era necesario que no se fuera.

—¡Oh, Ashley, no tienes por qué guardarte rencor! ¿Qué culpa te echas? ¿No vas a venir conmigo a Atlanta para ayudarme?

—No.

—Pero, Ashley —dijo Scarlett, con la voz alterada por la angustia y la inquietud—, yo contaba contigo. Tengo verdadera necesidad de tu apoyo. Frank no puede sustituirme. Su almacén le absorbe todo el tiempo. Si no vienes, ¿dónde encontraré el hombre que necesito? Todos los hombres inteligentes de Atlanta se han creado una situación y, como es natural, no quieren abandonarla. Y los demás son tan incapaces que...

—Es inútil que insistas, Scarlett. —Entonces, te gustaría más ir a vivir a Nueva York en medio de los yanquis que ir a Atlanta, ¿no?

—¿Quién te lo ha contado? —dijo Ashley volviéndose.

—Will.

—Pues bien, sí, he decidido ir a establecerme en el Norte. Un antiguo amigo con el que había viajado por Europa antes de la guerra me ha ofrecido un puesto en el Banco de su padre. Es la mejor situación, Scarlett. Yo no te sería de ningún provecho. No entiendo nada de maderas.

—¡Pero menos entiendes aún de cosas de banca y es bastante más difícil! Y, además, yo, a pesar de tu falta de experiencia, me mostraría mucho más generosa que los yanquis.

Ashley hizo un movimiento y Scarlett adivinó que había pronunciado una palabra poco feliz.

—¡No me importa nada la generosidad de nadie! —exclamó él—. Quiero ser independiente. Quiero dar la medida de mi fuerza. ¿Qué es lo que he hecho en mi vida hasta ahora? Ya es tiempo de que me las arregle sólito... o que me hunda definitivamente. Ya hace demasiado tiempo que vivo a tus expensas.

—Pero yo te ofrezco participar en los beneficios de la serrería, Ashley. Tú serías independiente, serías quien haría marchar el negocio.

—Vendría a ser lo mismo. No te habría comprado esa participación en los beneficios. Tendría que aceptarla como un regalo. Ya he aceptado demasiados regalos tuyos, Scarlett... Tú nos has dado de comer, nos has alojado y hasta nos has vestido a Melanie, al bebé y a mí. Y yo no te he dado nada a cambio.

—¿Cómo que no? Will no hubiera...

—¡Ah, es verdad, me olvidaba! Ahora ya sé partir leña muy bien.

—¡Oh, Ashley! —exclamó Scarlett, desesperada—. ¿Qué es lo que te ha pasado desde que me marché? ¡Tienes un aire tan duro, tan amargo! Antes no eras así.

—¿Que qué ha pasado? Algo extraordinario, Scarlett. He meditado. Desde mi regreso y hasta que te marchaste de Tara apenas había pensado nada seriamente. Mi cabeza estaba hueca. Vivía en una especie de postración. Me bastaba con comer según mi apetito y con tener un lecho en que acostarme. Pero cuando te marchaste a Atlanta y te pusiste a realizar un trabajo de hombre, me di cuenta de mi nulidad. No son pensamientos agradables éstos, te lo aseguro, y piensa terminar con ellos. Hay muchos otros que han vuelto de la guerra en peores condiciones que yo, y ahí los tienes ahora... Sí, estoy decidido a establecerme en Nueva York.

—Pero... ¡no te entiendo! Ya que quieres trabajar, ¿por qué razón has de hacerlo mejor en Nueva York que en Atlanta? Y mi serrería... —No, Scarlett. Es mi última posibilidad. Iré al Norte. Si voy a trabajar a tu casa, estoy irremisiblemente perdido.

«Perdido, perdido». La palabra sonaba en los oídos de Scarlett fúnebremente. Trató de sorprender la mirada de Ashley, pero sus «jos grises permanecían perdidos en el vacío y parecían querer contemplar algo que ella no podía ver ni comprender.

—¿Perdido? ¿Quieres decir...? No habrás hecho nada que te pueda causar disgustos con los yanquis de Atlanta, supongo. No será por haber ayudado a Tony a fugarse... ¡Oh, Ashley! No pertenecerás al Ku Klux Klan, ¿verdad?

Volviendo a Scarlett sus ojos ausentes, Ashley sonrió. —Había olvidado lo positiva que eres. No, no es a los yanquis a los que tengo miedo. Lo que quiero decirte es que si voy a Atlanta, aceptando de nuevo tu ayuda, renuncio ya a toda esperanza de crearme una situación independiente.

—¡Ah, no se trata más que de eso! —murmuró Scarlett, aliviada.

—Sí, no se trata más que de eso —repitió Ashley con una sonrisa, glacial esta vez—. Sí, no se trata más que de mi orgullo de hombre, de mi dignidad, en una palabra, de mi alma inmortal.

—Pero —dijo Scarlett, cambiando bruscamente de conversación— tú podrías poco a poco comprarme la serrería. Te convertirías en su dueño, y en ese momento...

—Scarlett —interrumpió Ashley en tono feroz—. ¡Te digo que no! Tengo otras razones también.

—¿Cuáles?

—Tú las conoces mejor que yo.

—¡Ah, sí, ya comprendo! Pero... por ese lado no pasará nada —se apresuró ella a afirmar—. El año pasado te hice una promesa, ya lo sabes. Cumpliré mi palabra y...

—Ya veo que estás más segura que yo. Yo no tendría el valor de cumplirla. No debería habértelo dicho, pero era menester que te hiciera conocer a fondo todas mis razones. En todo caso, Scarlett, todo está ya decidido. Cuando Will y Suellen se hayan casado, me marcharé a Nueva York.

Con la mirada agitada y como vacía, Ashley se fijó un momento en Scarlett; luego atravesó la habitación a grandes zancadas. Ya tenía la mano en el picaporte. Scarlett estaba deshecha. La entrevista había terminado y ella había perdido la partida. Agotada por la fatiga y por los disgustos de la víspera, a los que venía a añadirse este nuevo golpe, no tenía ya fuerza para dominarse. Sus nervios la traicionaron de pronto. Lanzó un grito: «¡Ashley!», y, arrojándose sobre el hundido sofá, comenzó a llorar.

Escuchó las inciertas pisadas de Ashley aproximarse a ella y le oyó murmurar su nombre repetidas veces. Un paso leve atravesó el vestíbulo corriendo, y Melanie, con los ojos dilatados por la angustia, irrumpió en la pieza.

—Scarlett...; el bebé, ¿no?

Scarlett, con la cabeza hundida en los almohadones polvorientos, redobló sus lloros.

—Ashley... es tan malo..., tan odioso.

—Pero, Ashley, ¿qué le has hecho?

Melanie se arrodilló ante el sofá y tomó a Scarlett entre sus brazos.

—¿Qué le has dicho? ¿Cómo has osado? Hubieras podido provocar un accidente. Vamos, querida, pon la cabeza en el hombro de tu Melanie. ¿Qué te pasa?

—¡Ashley... es tan testarudo, tan odioso!

—¡Me dejas sorprendida, Ashley! ¡Poner a Scarlett en este estado cuando aún no acaban de enterrar al señor O'Hara!

—No le hagas reproches —exclamó Scarlett, sin la menor preocupación de lógica—. Después de todo, tiene derecho a hacer lo que le plazca.

Irguió bruscamente la cabeza y mostró el rostro bañado en lágrimas. Su redecilla se había descompuesto y sus cabellos lisos le caían por los hombros.

—Melanie —dijo Ashley, lívido—, deja que te explique. Scarlett ha sido tan generosa que me ha ofrecido un empleo en Atlanta de director de una de sus serrerías...

—¡Director! —exclamó Scarlett indignada—. Le he ofrecido participación en los beneficios, y él...

—Y yo le he dicho que ya había hecho gestiones para irme contigo al Norte, y ella...

—¡Oh! —exclamó de nuevo Scarlett, echándose otra vez a llorar—. No he dejado de repetirle la necesidad que tenía de él... Le he hecho ver que no encuentro a nadie para dirigir la serrería... y le he dicho que esperaba un bebé... y se ha negado a aceptar. Y ahora... ahora voy a tener que vender la serrería. Sé que no puedo obtener un buen precio y que perderé dinero. Esto va a dejarnos en la ruina; pero a él, por lo visto, le tiene sin cuidado. Es tan malo...

Buscó el débil hombro de Melanie y apoyó en él la frente. Al mismo tiempo concibió alguna esperanza. Adivinaba que en Melanie tenía una aliada, que le estaba entregada en cuerpo y alma. Sentía que Melanie no perdonaría a nadie, ni a su marido siquiera, a quien adoraba, que la hiciera llorar. Entonces, la menuda Melanie se volvió hacia Ashley, y por primera vez se mostró enérgica con él.

—Ashley, ¿cómo has podido negarle eso? ¡Después de todo lo que ha hecho por nosotros! ¡Vas a hacernos pasar por gentes sin corazón! ¿No comprendes lo impedida que se encuentra por su embarazo?... ¡Qué falta de caballerosidad! Así que ella nos ha ayudado mientras hemos necesitado ayuda, y ahora tú se la niegas cuando tiene necesidad de tu concurso.

Scarlett observaba a Ashley a hurtadillas. Contemplaba con estupor a Melanie, cuyos ojos negros brillaban de indignación. Scarlett no estaba, por otra parte, menos sorprendida del vigor con que Melanie se había lanzado al ataque, porque sabía que la mujer de Ashley consideraba que éste se hallaba por encima de todos los reproches.

—Melanie... —comenzó Ashley, parándose en seguida con un gesto de impotencia.

—Vamos a ver, Ashley, ¿cómo puedes vacilar siquiera? Piensa en lo que ha hecho por nosotros..., por mí. Sin ella, me habría muerto en Atlanta, en el momento del nacimiento de Beau. Y ella..., sí, ella ha matado a un yanqui para defendernos. ¿Lo sabías? Ha matado a un hombre por causa nuestra. Antes de que tú regresaras, antes de que Will viniera, ha trabajado y penado como una esclava para que no muriéramos todos de hambre. ¡Cuando pienso que ella ha tirado del arado y ha cosechado algodón!... Yo... ¡Oh, querida!

Y, bajando la cabeza, abrazó los cabellos de Scarlett en signo de fidelidad inquebrantable.

—Y ahora que nos pide una cosa por primera vez...

—No necesitas decirme tú lo que ha hecho por nosotros.

—En fin, Ashley, reflexiona. Aparte de la ayuda que le prestarías, piensa lo que sería para nosotros vivir en medio de gentes conocidas, en lugar de ir a habitar entre los yanquis. Allí están tía Pitty, tío Henry y todos nuestros amigos. Beau tendrá compañeros de juego y asistirá a la escuela. Si nos instaláramos en el Norte no podríamos dejarle que fuera al colegio y conviviera con los yanquis y los negritos. Necesitaríamos una niñera, y no creo que nos lo permitieran nuestros medios.

—Melanie —dijo Ashley con voz suave—. ¿Tanto te gustaría volver a Atlanta? No me lo has dicho nunca cuando forjábamos los proyectos de ir a Nueva York.

—No, pero cuando me hablabas de ir a Nueva York yo creía que no tenías ninguna posibilidad en Atlanta y, además, no era yo, después de todo, quien tenía que hacerte objeciones. Una mujer tiene el deber de seguir a su marido a cualquier sitio. Pero, puesto que Scarlett te necesita y te ofrece un empleo que sólo tú puedes desempeñar, podríamos muy bien volver a nuestra casa. ¡A nuestra casa!

Su voz se ahogó. Estrechó a Scarlett entre sus brazos.

—¡Volver a ver a Cinco Puntos, y Peachtree Street!, y... y... ¡qué falta me hacía todo esto! ¡Tal vez podamos tener una casita propia! Poco me importa que no podamos movernos en ella; pero ¡tener un techo propio!

Sus ojos chispeaban de entusiasmo y de alegría. Su marido y su cuñada la miraban, petrificados. Scarlett se sentía un poco avergonzada y muy sorprendida. Nunca habría creído que Melanie echara tanto de menos a Atlanta y tuviera tanto deseo de vivir en su casa. ¡ Parecía estar tan contenta en Tara!

—¡Oh, Scarlett, qué buena eres, habiendo pensado en esto para nosotros! ¡Ya sabías cuántos deseos tenía de vivir en mi casa! Tendremos una casita. Cinco años hace que estamos casados y aún no hemos tenido una casa independiente.

—Podréis vivir, si queréis, con nosotros en casa de tía Pittypat. Estaréis como en vuestra casa —balbuceó Scarlett, jugando con un almohadón.

Se sentía molesta y al mismo tiempo experimentaba una gran alegría por aquel brusco cambio de la situación. Por otra parte, como siempre que notaba aquella costumbre de Melanie de atribuir motivos plausibles a lo que carecía de ellos, experimentaba cierta irritación.

—No, querida, no iremos a casa de tía Pittypat. Viviríais demasiado hacinados. Buscaremos una casita. ¡Oh, Ashley, di que sí, por favor!

—Scarlett —dijo Ashley con voz débil—, mírame.

Ella levantó la cabeza, sorprendida.

—Scarlett, iré a Atlanta; no puedo luchar contra las dos.

Dio media vuelta y salió. A pesar de su alegría, Scarlett sintió que la invadía un miedo absurdo. Había leído en los ojos de Ashley la misma expresión que en el momento en que le había dicho que estaría irremisiblemente perdido si iba a Atlanta.

Después del enlace matrimonial de Suellen y de Will y de la entrada de Carreen en un convento de Charleston, Ashley, Melanie y Beau se fueron a vivir a Atlanta y llevaron con ellos a Dilcey para que les sirviera de cocinera y de aya. Prissy y Pork se quedaron en Tara hasta que Will hubiera podido contratar otros negros para que le ayudaran en los trabajos del campo, después de lo cual irían a unirse a sus señores, a la ciudad.

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