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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (116 page)

—No podemos hacer nada, Will —dijo, pasándose la mano por el cabello—. Ya comprenderá usted que lo que no puedo hacer es andar a puñetazos con la abuela Fontaine y con el viejo Mac Rae, ni puedo tampoco dejarle caer la mano en la boca a la señora Tarleton. Y ya lo verá, lo menos que dirán es que Suellen ha cometido un crimen y una traición y que, sin ella, el señor O'Hara viviría aún. ¡Qué maldita costumbre, hablar delante de un muerto! ¡Es terrible!

—Escuche, Ashley —contestó Will con calma—. No tengo en absoluto la intención de dejar que la gente chismorree sobre lo que piensa de Suellen, sea cual sea su opinión. Déjeme a mí este asunto. Cuando haya terminado de leer el oficio y de rezar las oraciones, diga usted: «¿Desea alguien decir algo?», y en este momento se vuelve usted hacia mí, para que pueda yo hablar el primero.

Sin embargo, Scarlett no recelaba la tormenta y miraba a los que transportaban a Gerald, esforzándose en hacerlo pasar a través de la puerta, demasiado estrecha, del pequeño cementerio. Con el corazón en un puño, pensaba que, enterrando a su padre, enterraba uno de los eslabones de la cadena que la unía a los días felices de paz e irresponsabilidad.

Por último descargaron el féretro junto a la tumba. Ashley, Melanie y Will penetraron en el cercado y se situaron algo detrás de las señoritas O'Hara. Todos los que pudieron entrar se colocaron tras ellos, quedando el resto fuera del recinto tapiado. Scarlett quedó sorprendida y emocionada a la vez viendo cuánta gente había acudido. Los medios de transporte eran de lo más precario, y haciendo aquel esfuerzo habían demostrado todos su abnegación. Habría allí cincuenta o sesenta personas, muchas de las cuales vivían tan lejos que Scarlett se preguntaba cómo se habían enterado con tiempo para llegar. Había familias enteras de Jonesboro, de Fayetteville y de Lovejoy, y con ellas algunos sirvientes negros. Gran número de modestos granjeros estaban presentes, igual que los guardas y un puñado de hombres que vivían en medio de los pantanos, con el fusil bajo el brazo y mascando tabaco. Estos últimos, gigantes enjutos y barbudos, llevaban trajes de tela grosera, tejidos en casa, y la gorra ladeada. Habían hecho que los acompañasen sus mujeres, cuyos pies desnudos se hundían en la tierra roja y blanda y cuyos labios estaban ennegrecidos por el tabaco que mascaban. Bajo sus sombreros de paja, aquellas mujeres tenían un rostro en el que la malaria había dejado sus huellas, pero iban muy limpias, y sus ropas, recién planchadas, estaban brillantes y almidonadas.

Los vecinos más próximos habían acudido en masa. La abuela Fontaine, seca, arrugada y amarilla como un canario, se apoyaba en su bastón. Tras ella, Sally Munroe Fontaine y la
Señoritita
la llamaban en voz baja tirándole vanamente del vestido para hacerla sentar sobre el muro. El viejo doctor, esposo de la abuela, no estaba presente. Había muerto hacía dos meses y casi toda la alegría había desaparecido de los ojos de la vieja señora. Cathleen Calvert Hilton permanecía apartada, como convenía a una mujer cuyo marido estaba mezclado en el drama. Bajaba la cabeza y su descolorida mantilla le ocultaba el rostro. Scarlett observó con estupor que su vestido de percal estaba lleno de manchas y que sus manos llenas de pecas estaban sucias y las uñas negras. Cathleen había perdido todo su aire distinguido y parecía una fregatriz o una mendiga. «Acabará hasta oliendo mal, si no le sucede ya —pensó Scarlett—. ¡Dios mío, qué manera de venir amenos!»

Se estremeció dándose cuenta de la poca distancia existente entre la gente distinguida y los blancos pobres.

«Sin mi energía, tal vez estuviera yo igual», se dijo, recordando que después de la rendición ella y Cathleen se habían encontrado en la misma situación: las manos vacías, y sólo el ingenio de cada una. Y sintió que se llenaba de orgullo.

«No me he defendido mal», pensó, alzando la barbilla y esbozando una sonrisa de satisfacción. Permaneció unos momentos sonriendo. La señora Tarleton la miraba indignada, con los ojos rojos de llorar. Detrás de la señora Tarleton y de su marido permanecían en hilera sus cuatro hijas, cuyos rizos pelirrojos ponían una nota de indiscreción y cuyos ojos oscuros chispeaban como los de los animales jóvenes desbordantes de vida y de animación.

De repente, todos se pusieron más rígidos, se calmó el crujir de las faldas, los hombres se descubrieron, las manos juntáronse para rezar y Ashley se adelantó, con el libro de oraciones de Carreen, deshilachado a fuerza de ser leído. Se detuvo y bajó la cabeza, permaneciendo inmóvil. Sus cabellos de oro relucían al sol. Un silencio profundo se hizo en la multitud, tan profundo que se oía al viento mecer
i$s
magnolias. A lo lejos, un mirlo lanzaba de manera obsesionante su nota grave y triste siempre igual. Ashley comenzó a leer las oraciones, y todas las frentes se inclinaron mientras él pronunciaba, con SU voz cálida y admirablemente timbrada, las dignas y breves palabras.

«¡Oh! —pensó Scarlett, con un nudo en la garganta—. ¡Qué hermosa voz! Puesto que es menester que alguien haga eso por papá, estoy contenta de que sea Ashley. Sí, prefiero con mucho que lo haga él en vez de un sacerdote. Prefiero ver enterrar a papá por uno de la (familia que por un desconocido.»

Cuando Ashley llegó al pasaje de la oración que se refería a las almas del Purgatorio y que Suellen se había preocupado en subrayar, cerró bruscamente el libro. Solamente Carreen se dio cuenta de la omisión y dirigió una mirada intrigada a Ashley, que había empezado el Padrenuestro. Sabía que la mitad de las personas congregadas allí no habían oído hablar nunca del Purgatorio y que la otra mitad se indignaría al notar la insinuación, ni siquiera en un rezo, de que un hombre tan perfecto como el señor O'Hara no había ido derecho al Cielo. Así, por respeto a la pública opinión, pasó en silencio toda alusión al Purgatorio. Los concurrentes acompañaron con toda fe la lectura del Padrenuestro, pero mostraron menor seguridad cuando Ashley empezó el Avemaria. Nadie había escuchado nunca esta oración y miraron todos furtivamente hacia las señoritas O'Hara, hacia Melanie y hacia los sirvientes de Tara, que entonaban la respuesta: «Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.»

Entonces, Ashley levantó la cabeza y pareció sentirse molesto. Todo el mundo tenía los ojos fijos en él. La gente esperaba que el servicio continuara, pues nadie se imaginaba que las oraciones católicas terminaran de aquel modo. En el Condado, los entierros se prolongaban siempre largo rato. Los ministros baptistas y metodistas no se sometían a un ritual preciso; prolongaban las cosas a placer, a compás de las circunstancias, y rara vez se detenían antes de ver derramar lágrimas a todos los asistentes y de que la familia del difunto se lamentase en voz alta. Si el servicio religioso se limitaba a breves oraciones pronunciadas ante los despojos mortales de su amigo querido, los vecinos, extrañados, empezaban a indignarse. Nadie sabía esto mejor que Ashley. Semanas enteras se comentaría el acontecimiento mañana y tarde y todo el Condado opinaría que las señoritas O'Hara no habían testimoniado a su padre el respeto que le debían.

Después de haber lanzado una rápida mirada de reojo a Carreen como para pedirle perdón, bajó de nuevo la cabeza y se puso a recitar, de memoria, las oraciones episcopales de difuntos, que había leído con bastante frecuencia en Doce Robles, en los entierros de los esclavos.

«Yo soy la Resurrección y la Vida, y todo el que cree en mí no morirá.»

Recordaba penosamente estas palabras y se expresaba con lentitud, parándose a veces para buscar las frases. Sin embargo, la lentitud misma con que se expresaba daba más fuerza a sus palabras, y los asistentes, que hasta entonces habían permanecido con los ojos secos, empezaron a sacar los pañuelos. Como todos eran baptistas o metodistas, se figuraron que Ashley seguía escrupulosamente el ritual de las ceremonias católitas. Scarlett y Suellen, tan ignorantes como sus vecinos, encontraron la oración magnífica y confortante. Solamente Melanie y Carreen se dieron cuenta de que se estaba enterrando a un ferviente católico según el rito anglicano. Y Carreen estaba demasiado abatida por la pena y demasiado ofendida por la traición de Ashley para intervenir.

Cuando Ashley hubo terminado, abrió de nuevo sus grandes ojos grises y tristes y miró a la multitud. Al cabo de un momento su mirada encontró la del Will y dijo:

—¿Desea decir alguna cosa cualquiera de los presentes?

La señora Tarleton dio en seguida muestras de inquietud, pero Will, más rápido, se adelantó y situóse ante el féretro.

—Amigos míos —empezó diciendo con voz apagada—, acaso imaginéis que soy un osado hablando el primero, yo, que hace un año no conocía todavía al señor O'Hara, mientras todos vosotros lo conocíais hace lo menos veinte años. Pero ésta es precisamente mi disculpa. De haber vivido un mes más, hubiera yo tenido derecho a llamarle padre.

Un escalofrío de asombro recorrió el grupo. Los allí presentes eran demasiado educados para cuchichear entre ellos, pero todos empezaron a apoyarse primero sobre el pie derecho y luego sobre el izquierdo y a mirar a Carreen, que bajaba la cabeza. Todos sabían el apego que por ella sentía Will, pero Will, dándose cuenta de la dirección de las miradas, continuó como si nada ocurriese.

—Voy a casarme con Suellen tan pronto como llegue un sacerdote de Atlanta. Pensé que esto me daba derecho a hablar el primero.

Sus últimas palabras se perdieron en un confuso murmullo semejante al zumbido de un enjambre de abejas. Había indignación y desencanto en aquel murmullo. Todo el mundo sentía simpatía por Will. Todo el mundo le respetaba por todo cuanto había hecho por Tara. Todo el mundo sabía que amaba a Carreen, así que el anuncio de su matrimonio con Suellen, que por su conducta había quedado excluida de su sociedad, causaba un estupor rayano en cólera. ¡El bueno de Will casarse con aquella malvada y odiosa Suellen O'Hara!

Durante un momento hubo una atmósfera de gran tensión. La señora Tarleton movía furiosamente los párpados y sus labios temblaban como si fuera a hablar. En medio del silencio, podía oírse perfectamente al viejo Mac Rae rogar a su nieto que le explicara lo ocurrido. Frente a la concurrencia, Will conservaba su expresión tranquila, pero en sus ojos azul claro brillaba un reflejo que prohibía a cualquiera hablar mal de su futura esposa. Durante un momento la balanza osciló ante el sincero afecto que todos sentían por Will y el desprecio que a todos inspiraba Suellen. Pero fue Will el que predominó. Continuó, como si su pausa hubiera sido intencionada:

—Yo no he conocido como vosotros al señor O'Hara en sus años de madurez. Cuando le conocí ya no era más que un anciano muy digno, pero que había perdido sus energías. Pero os he oído hablar de lo que en otro tiempo fue el señor O'Hara. Fue un irlandés lleno de valor, un verdadero caballero del Sur, y si ha habido alguien con amor a la Confederación ha sido él. No se puede soñar mezcla mejor. Nosotros ya no veremos las cosas como él, porque la época en que existían tales hombres ha desaparecido ya. Había nacido en el extranjero, pero la persona que hoy enterramos era más georgiana que cualquiera de los que le lloramos. Compartía nuestra existencia. Amaba nuestro país y, para decir las cosas como son, ha muerto por nuestra Causa como un soldado. Era uno de los nuestros, tenía nuestros defectos y nuestras cualidades, era fuerte como lo somos nosotros y tenía también nuestras debilidades. Poseía nuestras buenas cualidades, en el sentido de que nadie lo detenía cuando había decidido algo y nada le asustaba. Nada que viniese de fuera podía abatirlo.

»Cuando el Gobierno inglés lo buscó para colgarlo, no tuvo miedo. Tomó tranquilamente la puerta y huyó de su casa. Tampoco le asustó desembarcar en este país sin un céntimo. Se puso a trabajar y ganó dinero. No le causó miedo instalarse en esta comarca, donde los indios acababan de ser expulsados y que estaba aún semicivilizada. Desbrozó la tierra y creó una gran plantación. Cuando llegó la guerra, al ver que la ruina se le echaba encima, no tuvo miedo tampoco a verse pobre de nuevo. Y cuando los yanquis pasaron por Tara hubieran podido incendiar su casa o matarlo, pero él no permaneció con los brazos cruzados. Por esto decía yo que contaba con nuestras buenas cualidades. Nada externo podía abatirlo.

»Pero tenía también nuestras debilidades, pues era vulnerable interiormente. Quiero decir que, allí donde el mundo entero no podía nada contra él, su corazón se hería a sí propio. Cuando la señora O'Hara murió, su corazón murió también y no hubo ya nada más. No era él a quien veíamos últimamente.»

Will se detuvo y con su serena mirada examinó los rostros que le rodeaban. La multitud permanecía inmóvil bajo el sol abrasador, olvidando su odio a Suellen. Los ojos de Will se posaron un instante en Scarlett y parecieron sonreír, como para infundirle ánimo. Y Scarlett, que luchaba por no echarse a llorar, sintió efectivamente que recobraba energías. En lugar de soltar una sarta de tonterías, Will decía cosas de buen sentido, y Scarlett había encontrado siempre consuelo y fortaleza en el buen sentido.

—No quisiera que tuvierais de él una opinión inferior a la que merecía, aunque acabara dejándose abatir. Todos nosotros estamos expuestos a lo mismo. Estamos sujetos a las mismas flaquezas y a los mismos extravíos. Nada visible tiene poder sobre nosotros, ni los yanquis, ni los
carpetbaggers,
ni la vida dura, ni los impuestos crecidos, ni siquiera la falta de alimento. Pero en un abrir y cerrar de ojos podemos ser barridos por esa debilidad que en nosotros mismos reside. No siempre ocurre esto con ocasión de la muerte de algún ser querido como le ha pasado al señor O'Hara. Cada uno reacciona a su modo. Y quiero deciros esto: las personas que son ya incapaces de reaccionar, aquellos en los que ese resorte se ha roto, hacen mejor en morir. En los tiempos que corren no hay sitio para ellos en este mundo. Son más felices en la tumba... He aquí por qué yo os diría a todos que no os afligierais por el señor O'Hara. Al llegar Sherman y al fallecer la señora O'Hara era cuando había que afligirse. Ahora, que va a encontrarse con la que amaba, no veo razón alguna para sentir dolor, a menos de ser muy egoístas, y esto os lo digo yo, yo que le quería como a un padre... Si esto no os llega a lo más hondo, es inútil pronunciar más discursos. Los miembros de la familia se sienten demasiado apenados para escuchar nada más y no sería cortés por nuestra parte continuar.

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